Resumen: El terrorismo, concepto más bien simbólico que concreto, y el teatro se definen por una actuación inmediata y un efecto dramático. El teatro y la memoria tienen como objetivo recrear una visión de la realidad. En términos teatrales y mnemónicos, el terrorismo es un fenómeno ilusorio cuya representación y rememoración constituyen un reto. En Jueces en la noche, El arquitecto y el relojero y Ana el once de marzo, Antonio Buero Vallejo, Jerónimo López Mozo y Paloma Pedrero, respectivamente, superan dicho reto para dar presencia artística a los aspectos sociales, políticos, ideológicos y emocionales del terrorismo en el marco teatral.
Abstract: Terrorism, a concept with more symbolic significance than concrete presence, and theatre are defined by the immediacy of action and dramatic effect. The objective of both theatre and memory is to recreate a view of reality. In theatrical and mnemonic terms, terrorism is an illusory phenomenon whose representation and recollection constitute a challenge. In Jueces en la noche, El arquitecto y el relojero and Ana el once de marzo, Antonio Buero Vallejo, Jerónimo López Mozo and Paloma Pedrero, respectively, overcome said challenge to give artistic presence to the social, political, ideological, and emotional aspects of terrorism within the theatrical frame.
Palabras clave: Terrorismo. Memoria. Representación artística. Trauma. Teatro. Buero Vallejo. López Mozo. Paloma Pedrero.
Key Words: Terrorism. Memory. Artistic representation. Trauma. Theatre. Buero Vallejo. López Mozo. Paloma Pedrero.
1. TEATRO, TERRORISMO Y MEMORIA
Las características teatrales del terrorismo son axiomáticas. El acto terrorista es una acción de inmediatez, contextura performativa e impacto dramático. El acto terrorista, igual que el espectáculo teatral, se lleva a cabo en fases comparables. Los atentados, secuestros y asesinatos, como la función teatral, supone un ensayo previo por parte de sus actores, una puesta en escena y la necesidad de un público espectador. Ambos, el terrorismo y el teatro, se definen por su impacto emocional y psicológico y su importe dramático. La intención del terrorista, como la del dramaturgo, es crear una escena sensacional e impactante. La relación que se establece entre el autor del acto terrorista y sus víctimas es una relación dinámica e interactiva, análoga a la relación que se establece entre el dramaturgo y sus espectadores.
En términos estrictamente teatrales, el terrorismo es un happening, un evento espontáneo entre actores y espectadores en que domina lo accidental, lo inesperado y lo inadvertido. Es un acto programado en que la frontera entre lo real y lo irreal se oscurece y la causalidad se pierde, un intento aleatorio de suscitar respuestas subliminales. El deseo del terrorista de crear situaciones trágicas y atroces, provocar emociones y engendrar indignación presupone que «el público», como ha dicho Antonin Artaud (1996: 96), «piensa ante todo con sus sentidos». De ahí, el recurso del terrorista a actos crueles y violentos, acciones extremas que, llevadas a sus últimos límites, crean un espectáculo público portentoso.
El teatro y la memoria también comparten un mismo objetivo: crear una visión, la más coherente posible, de la realidad. Dependen de la repetición o reiteración de textos, contextos y gestos. La memoria, igual que el teatro, tiene un propósito mimético. Es un acto de reproducir una experiencia, escena o realidad vivida. Invocar la memoria y hacer teatro es intentar reconstruir, recomponer y documentar la realidad. Recordar el pasado y escribir teatro son maneras de trazar y determinar los momentos críticos y significativos de historias personales y sociales. Rememorar es contar historias de individuos, situados en un espacio y en un tiempo dado, como ha declarado Jean- François Lyotard. La memoria, afirma Lyotard (1996: 62), es la habilidad de «organize time and space». Hacer teatro es también contar historias de individuos situados en un espacio y en un tiempo dado.
Pocos fenómenos causan tanta inestabilidad como el terrorismo, según Louise Richardson. «Causing disorder» es, en palabras de Richardson (2006: 78), el denominador común de toda actividad terrorista. Las escenas creadas por el terrorismo son realidades inherentemente desconectadas, vagas, inconexas y llenas de vacíos, características que hacen difícil su rememoración y su representación en el escenario. Aún en los casos de realidades firmes y vívidas, la memoria está construida inevitablemente a base de silencios, mediaciones y parches. Pero si se trata de realidades o experiencias que son originalmente tenues, frágiles e inestables, la fragmentación se profundiza.
2. TRES CALAS DRAMÁTICAS EN EL TERRORISMO
Vivimos en una sociedad siempre más consciente del terrorismo y sus consecuencias calamitosas y trágicas. Los periódicos, las revistas, la televisión, la radio, Internet y el cine documentan casi diariamente actividades terroristas de un tipo u otro. El terrorismo es un tema que reverbera globalmente, un fenómeno que no tiene fronteras geográficas. Tristemente, es un tema de la actualidad y propio de la primera década del siglo XXI, como atestiguan los atentados de Nueva York en 2001, Madrid en 2004, Londres en 2005, Mumbai en 2006 y, más recientemente, Moscú en 2010. En la sociedad española el terrorismo no es un fenómeno nuevo. De hecho, se puede decir que España tiene historia de terrorismo. Según las relaciones cronológicas anuales, publicadas en el sitio Web oficial del Ministerio del Interior, ha habido más de ciento ochenta atentados y ataques de distintos tipos y por distintos motivos durante las cuatro últimas décadas. El primero, de ETA, tiene lugar en 1961 y el más reciente, también de ETA, el 18 de mayo de 20101.
El terrorismo es una ocurrencia que sacude y zarandea la memoria y perturba la capacidad de recordar y reconstruir la realidad trágica en el momento del evento. En términos teatrales y mnemónicos, el terrorismo es un concepto ilusorio y evasivo cuya representación y rememoración constituyen un reto. En el presente estudio, me dedico a mostrar cómo Antonio Buero Vallejo (1916-2000), Jerónimo López Mozo (n. 1942) y Paloma Pedrero (n. 1957) se han enfrentado a dicho reto para dar presencia artística al terrorismo en el marco teatral.
2.1. Terrorismo y memoria personal en Jueces en la noche, de Antonio Buero Vallejo
Es lógico suponer que los que sobreviven a atentados terroristas resultan marcados emocional y psicológicamente de por vida (Herman, 1992: 1- 47). Sentirse abrumado de una constante inseguridad inexplicable frente a su entorno e impotente de controlar y organizar lo que ocurre en la propia vida de uno son síntomas típicos de las víctimas de actos terroristas. Como toda víctima de eventos traumáticos, las víctimas del terrorismo se sienten irreparablemente derrotadas. Experimentan lo que Richard Ulman y Doris Brothers (1988: 7) llaman un «shattering of the self [...] that seriously challenges and undermines [...] the ability to function». Pero los autores de actos terroristas también son personas marcadas emocional y psicológicamente. El perfil psicológico del terrorista es muy complejo, como ha demostrado John Crayton. Suelen ser individuos con egos dañados y personalidades narcisistas, descritos por Crayton (1983: 35) como personas, «with no clearly differentiated sense of an I and a you». Mayormente preocupados por mantener «a healthy self-esteem» (Crayton, 1983: 36), los actos que cometen son la manifestación exterior de su carácter egoísta. Cuando han alcanzado su objetivo, reaccionan o bien con satisfacción de haber logrado su meta con éxito, o bien con frustración al haber fallado o bien con culpabilidad por motivos de inseguridad personal (Crayton, 1983: 39-41).
Juan Luis Palacios, el protagonista de Jueces en la noche (1979), de Antonio Buero Vallejo, sufre de un fuerte sentimiento de culpabilidad relacionado con el terrorismo y a causa de la cual se hunde en una profunda crisis de conciencia, como ha demostrado Jean Cross Newman (1991: 129- 141). La pieza, en palabras de J. J. Macklin (1993: 587), es «an overtly political play, dealing with the transition from the old to the new order and with the difficult accommodations which established politicians have to make in order to survive», reflejado «in the portrayal of the individual [Juan Luis] and his tragic dilemma». Juan Luis, ex-ministro del régimen de Franco, es actualmente parlamentario y supuesto defensor de la democracia. Es oportunista, en el mayor sentido de la palabra y, en realidad, sus fidelidades a la antigua ideología política siguen vigentes. En su personaje se funden un pasado y un presente de actos políticos y personales, engañosos y deshonestos, de que es responsable, pero incapaz de confrontar. La acción principal se centra en la revelación que Juan Luis, en colaboración con Ginés Pardo, se aprovechó de su asociación con la policía derechista para engañar a su esposa Julia. Juan Luis se empeñó en que Julia pensara que su novio Fermín, preso por actividades clandestinas, la denunciara y nombrara cómplice. Indefensa ante las acusaciones, Juan Luis acude a su ayuda y aparenta arreglarlas con la policía. Juan Luis y Julia se casan, pero el matrimonio de veinte años que llevan es tan falso como los motivos de Juan Luis que resultaron en su unión.
«El carácter desestabilizador que la actividad terrorista tiene en la España actual es», como nota Luis Iglesias Feijoo (1981: 27), «el telón de fondo permanente de esta obra». También es el telón de fondo de la existencia atormentada de Juan Luis, cuyo personaje se define por un conflicto insuperable de pasado y presente nacional y personal, contextualizado por el terrorismo. Juan Luis vive consciente de haber enajenado intencionalmente a su mujer y denigrado falsamente a Fermín, el cual muere en la cárcel por la tortura que recibe. De manera paralela, en el presente vive consciente de un atentado inminente de que hace caso omiso. El pasado y el presente y lo personal y lo nacional se confluyen y se complementan en Jueces en la noche para asentar la existencia dual de Juan Luis como víctima y verdugo. Negarse a evitar el atentado en el presente es simbólicamente volver a acusar falsamente a Fermín, lo cual sirve para profundizar su imagen como verdugo. Ser consciente de un atentado en el presente y descartarlo categóricamente como falsedad resulta en el pasado que invade incontrolablemente la memoria de Juan Luis y no deja de aterrorizarlo, convirtiéndole en su propia víctima.
En una conversación entre Cristina y Julia aprendemos que «la izquierda ha ganado puestos en el Congreso y en los municipios» y «que se teme otro atentado inminente» (Buero Vallejo, 1981: 56), noticias que «son cábalas» según Juan Luis (Buero Vallejo, 1981: 58). Mientras evoluciona la acción, la amenaza de un posible atentado terrorista y la revelación del papel que jugó Juan Luis en la detención de Fermín se presentan paralelamente. El terrorismo es, según los estudiosos del tema, un concepto fundamentado en una dinámica constructiva de identidad personal e identidad social. La interacción y el equilibrio entre lo personal y lo social subyacen y determinan la participación de personas en actividades terroristas (Schwartz, Dunkel y Waterman, 2009: 540-545). En el caso de Juan Luis, su denegación categórica de un inminente atentado terrorista y la culpa suprimida respecto a Fermín que ronda su memoria son las primeras señales de que se trata de un personaje cuya identidad personal y social está en crisis. Juan Luis es un personaje incapaz de enfrentarse con sus actos pasados y presentes. Denegar un inminente atentado, del cual más tarde llegamos a saber que está enterado, y suprimir durante tantos años su participación, aunque indirecta, en la tortura y muerte de Fermín hacen de Juan Luis un terrorista en potencia.
En su conversación con Cristina, Julia se entera de que Fermín «murió hace [...] dieciocho años», apaleado durante «un plante» (Buero Vallejo, 1981: 61). Se revela además que el arresto de Fermín fue engaño y que Juan Luis fue involucrado en un tiroteo durante sus días universitarios. No es mera coincidencia de que se recalque lo personal y lo social durante una conversación sobre el terrorismo, definido por don Jorge como «una lepra repulsiva » (Buero Vallejo, 1981: 88). El papel de Juan Luis en la detención de Fermín y su participación en el tiroteo cuando era estudiante coinciden con el primero de los cuatro sueños que tiene.
Con el primer sueño se da inicio al enfrentamiento de Juan Luis con su culpabilidad, con su conciencia, con un evento del pasado que su conciencia no ha asimilado completamente, un pasado en el cual fue verdugo de Fermín. Pero es también la confrontación con un presente en que es verdugo y víctima de sí mismo. La invasión del pasado en el presente en forma de un sueño señala el estado de desarraigo de Juan Luis. Haber evitado la admisión de sus tácticas despreciables es haber evitado confrontar una experiencia traumática. Como toda víctima de trauma, está descentrado y sus sueños hacen patente, como diría Lawrence Kirmayer, su desestabilización. La imagen de Juan Luis que tenemos es la de un individuo «at the time of the trauma and at present», un Juan Luis situado en «two different and distinct worlds» (Kirmayer, 1996: 185) e incapaz de confrontar la culpabilidad por sus actos del pasado (la muerte de Fermín) y del presente (el inminente atentado).
Esta imagen de Juan Luis se refuerza en el segundo sueño, en el cual Pardo, personaje céntrico en la falsa acusación de Fermín y en el inminente atentado, saca «un pasamontañas» y «se lo pone» a Juan Luis. «Después saca una pistola [...] y se la tiende». Juan Luis «levanta» el arma y «dispara» al General, que «se tambalea y se cae» (Buero Vallejo, 1981: 102). El asesinato soñado del General duplica la muerte de Fermín (el pasado) y la de la víctima del atentado que se va a llevar a cabo (el futuro), muertes que Juan Luis ayuda a tramar, por engaño en el primer caso y por guardar silencio en el segundo. La encrucijada temporal, con la cual se cierra la primera parte de Jueces en la noche, es evidencia que las actividades inexcusables del pasado y del presente seguirán rondando la memoria de Juan Luis, aterrorizándole implacablemente.
La inseparabilidad constitutiva de pasado y presente, lo personal y lo social y los conceptos de víctima y verdugo en la construcción del personaje de Juan Luis se va profundizando en la segunda parte del drama, que comienza con un encuentro entre Juan Luis y el Padre Anselmo, durante el cual aquél le comunica al sacerdote que sospecha que va a haber un atentado. Igual que en la primera parte, en que el reconocimiento de la participación de Juan Luis en el encarcelamiento de Fermín termina en la admisión de su participación en actos cuestionables cuando era estudiante, la mención del atentado aquí termina en la admisión de su papel en una ejecución cuando fue ministro. «Cuando fui ministro en el anterior régimen», explica Juan Luis, «hube de pronunciarme en un consejo ante el jefe del Estado a favor o en contra de la ejecución de un condenado» (Buero Vallejo, 1981: 108). Luego señala que «Yo me declaré partidario de la ejecución» (Buero Vallejo, 1981: 109).
Juan Luis personifica la convicción personal del propio Buero, que «la ética en el comportamiento público se fundamenta», como ha dicho Mariano de Paco (2007: 31), «en la rectitud de la conducta personal». Declararse abiertamente Juan Luis partidario de la ejecución es declararse subconscientemente partícipe en la condena de Fermín. La memoria del pasado de Juan Luis da forma a su presente y viceversa. Lo personal y lo social se confluyen indistinguiblemente en la construcción de su personaje y sus acciones. Sus acciones personales y actividad política del pasado y del presente son una y la misma.
Sus confesiones simbólicas, una consciente y otra subconsciente, en combinación con un encuentro con Julia, en el cual ésta le admite a su marido que está enterada de su participación en el engaño ideado por Ginés contra Fermín, resulta en un tercer sueño, un sondeo más de la existencia atormentada de Juan Luis y sus actos atroces. En el tercer sueño, se le acusa de haber votado a favor de la ejecución sin pruebas definitivas cuando era ministro, de haber matado a «Eladio González por supuestos y no bien demostrados crímenes» (Buero Vallejo, 1981: 126). La incursión del pasado provoca otra conexión con el atentado inminente del presente. Cuando Juan Luis admite que «He cometido errores», se le pregunta si «¿Avisarás entonces a la policía? Tu amigo [Ginés] sí es terrorista. No es como Eladio González, a quien condenaste» (Buero Vallejo, 1981: 127). La acusación no comprobada de Eladio vuelve a duplicar la acusación falsa de Fermín. La certeza de que Ginés es terrorista es a nivel subtextual la evidencia de la culpabilidad de Juan Luis en el pasado y en el presente. La imagen de Juan Luis, temporal y espacialmente atrapado, sugiere que su pasado, presente y futuro personal -contextualizados por actividades sospechosas e injustas-y el pasado, presente y futuro social del país-contextualizados por actividades terroristas- están irresolublemente entretejidos. La realidad personal y social de Juan Luis es tenue e indecisa. Igual que la España de la transición, su personaje está en flujo.
Antes de terminar el drama, se lleva a cabo el atentado inminente anunciado al principio del drama. Mientras Ginés y Juan Luis hablan, llega una llamada anunciando «que han asesinado al Teniente General Ruiz Aldán» (Buero Vallejo, 1981: 135). Se revela que Ginés ha sido «el organizador del atentado» (Buero Vallejo, 1981: 138). Cuando Juan Luis le acusa de ser insensato y carecer de respeto por la vida humana, Ginés le declara igualmente culpable del asesinato. «Eso es lo que nos une», le dice. «¡Tú has matado conmigo al general y a los otros! Tú has matado conmigo porque no avisaste » (Buero Vallejo, 1981: 143). La dinámica entre presente y pasado y lo personal y lo social se asienta una vez más como base de la construcción del personaje de Juan Luis. Las palabras de Ginés («¡Tú has matado conmigo al general y a los otros!») afirman la participación de Juan Luis en el tiroteo, cuando era estudiante universitario, en la muerte de Fermín, en la ejecución de Eladio González y en el asesinato del Teniente General Ruiz Aldán. Cuando se le pregunta en el cuarto sueño sobre el asesinato del general si «¿Avisó a la policía?» y Juan Luis contesta que «No» (Buero Vallejo, 1981: 163), se hace consciente de sus actos como verdugo de otros y verdugo y víctima de sí mismo como ha sugerido Martha Halsey (1994: 142): «The same terrorism with which he [Juan Luis] started his career will become his nemesis».
Como todo terrorista, Juan Luis da la apariencia de servir a una causa política, pero en realidad, «the cause», como diría Frederick Hacker (1983: 27), «serves him and his own wishes», aspecto de su personaje que Julia reconoce: «¡Tú sólo te has querido a ti mismo» (Buero Vallejo, 1981: 153). Juan Luis Palacios es su peor enemigo y su egoísmo es su arma más destructiva. Por egoísmo engaña a Julia e irónicamente por egoísmo pierde a Julia, la cual se suicida, otra víctima más de Juan Luis. Parece que no hay escape de la imagen de víctima y verdugo en que se ha encerrado Juan Luis, resultado de un terrorismo ocasionado por sí mismo e infligido en otros y en sí mismo.
La memoria de Juan Luis no le permite romper con su pasado de actividades clandestinas y actividades terroristas, un pasado que no consigue escapar y que le marca indeleblemente de por vida. En la construcción del personaje de Juan Luis, Buero se empeña en crear un personaje fornido en la inestabilidad nacional de la España de la época de transición en que la memoria del pasado reciente del país sigue vigente en el presente y amenaza el futuro. Creado en las sombras del terrorismo, en Juan Luis lo personal y lo social están en conflicto perenne. En las acciones personales de Juan Luis Palacios se entrecruzan la lucha entre la ideología política residual del pasado y la situación política inestable del presente de finales de los años setenta. En ambas realidades se intenta justificar el uso de las tácticas adversas y perjudiciales, pero la lección de Buero está clara. Dichas tácticas, a pesar de quienes las apoyen o ejecuten, no son defendibles ni comprensibles.
2.2. Terrorismo y memoria colectiva en El arquitecto y el relojero, de Jerónimo López Mozo
La memoria es imprescindible en la construcción de la identidad y de la conciencia del individuo y de la sociedad. Recordar es una actividad vital que determina nuestro vínculo con el pasado y cómo recordamos el pasado nos define en el futuro. Como individuos y sociedades, necesitamos el pasado para construir o fijar nuestras identidades y nutrir nuestra visión del futuro. Somos el intercambio constructivo de pasado, presente y futuro, como nos recuerda Israel Rosenfield (1995: 202), cuando declara que «our identity [...] is the totality of our memories and experiences». Por lo tanto, la reivindicación de la memoria es esencial en la afirmación del individuo y de la sociedad, y rememorar el pasado-en particular cuando se trata de un pasado olvidado o suprimido- es efectivamente (re)construir al individuo y la sociedad.
En El arquitecto y el relojero (2001), de Jerónimo López Mozo, la dictadura franquista es el momento histórico que orienta lo que transcurre en la obra y el terrorismo es el tema utilizado por el dramaturgo para escribir un drama histórico-crítico. La acción se desarrolla mediante la repetición, regresión, imbricación, resonancia y simultaneidad, conceptos muy frecuentemente asociados con la rememoración. Como tema secundario, pero contextualmente fundamental, está el terrorismo. A lo largo del drama, López Mozo va desenterrando paulatinamente el tema del terrorismo como asunto histórico que muchos prefieren evitar y negar, pero que es imprescindible confrontar y asimilar.
El reloj que adorna el actual edificio de la Comunidad de Madrid en la Puerta del Sol y el propio edificio son los marcadores concretos y simbólicos de la acción. Se ha decidido rehabilitar el edificio, sede de la Dirección General de Seguridad del Estado durante el Régimen franquista y en el cual fueron encarcelados enemigos del Estado. Los dos personajes principales, el Arquitecto y el Relojero-quienes, como sugieren sus profesiones, representan el espacio y el tiempo, respectivamente-son los encargados de las obras de rehabilitación. El Arquitecto, como explica Adelardo Méndez Moya (2001: 12), «se ocupa del edificio con referencias especialmente insistentes a la fachada, [...] de lo externo, de lo que se ve, de la apariencia» y el Relojero «por lo contrario, cuida el interior, en el colmo sentido del término, se preocupa de lo que hay y lo que hubo dentro, de lo real, de lo auténtico». La contienda entre el Arquitecto, determinado por borrar cualquier evidencia tangible de las actividades sospechosas de la dictadura, y el Relojero, igualmente determinado por no dejar que el paso del tiempo resulte en el olvido de dichas actividades, es la base del conflicto dramático. El edificio, que alberga las memorias de lo que transcurrió entre sus muros, y el reloj, aparato que marcó el tiempo pasado y ahora marca el presente, son los objetos que se convierten en los iconos de la contienda. La relación entre lo espacial y lo temporal, encarnados en el Arquitecto y el Relojero y visualizados en el edificio y el reloj, respectivamente, representan la memoria y desmemoria que son los topoi que contextualizan esta obra.
Todo comienza con la insistencia del Arquitecto de borrar todo lo que ha pasado en la sede de la Dirección General de Seguridad del Estado, eliminando, como dice él, «los rincones más oscuros de este edificio» para crear un «espacio de resonancias minimalistas. Un espacio inocente y virgen. Un espacio en blanco, como las páginas de un cuaderno sin estrenar» (López Mozo, 2001: 38). El Relojero por otra parte, para quien la rehabilitación es una «demolición», aboga por «no destruir lo que es conveniente conservar », insistiendo que «en este edificio han pasado cosas que no debemos olvidar » (López Mozo, 2001: 39, 40 y 41). Lo que pasó en los calabozos del edificio es comparable, según el Relojero, al teatro clandestino, cuyos actores, a pesar de ser, «casi siempre, poco conocidos [...], interpretan papeles importantes» (López Mozo, 2001: 41). Se trata, como escribe Eileen Doll (2008: 89), de «una dialéctica sobre la historia». La implicación está clara: no documentar o recordar la historia es negarla y asegurar que se olvide.
En su ensayo, «Our Theatre of Cruelty», Jean Baudrillard mantiene que la violencia y la crueldad son fenómenos fundamentalmente paradójicos. Haciendo eco de Artaud, el crítico insiste que la violencia y la crueldad son comportamientos deliberados con dos fines: garantizar y perpetuar la supremacía de los que cometen actos crueles y violentos y crear sentimientos de desasosiego, inseguridad e terror inminente para asegurar la sumisión incondicional de las víctimas de dichos actos. Según Baudrillard, es difícil, casi imposible, reproducir los aspectos de control concienzudo de la crueldad y la violencia. Por lo tanto, constituyen el mayor reto para cualquiera que se lo plantee. Por otra parte, el daño físico que causan la violencia y la crueldad, es decir, el espectáculo de destrucción o muerte resultante, se presta naturalmente a la representación. En resumidas cuentas, la violencia y la crueldad son, en palabras de Baudrillard (1982: 108), «a strange mix of the symbolic and the spectacular, [...] and simulation», lo cual hace difícil su representación artística completa. Es precisamente esta encrucijada de lo simbólico, lo espectacular y la asimilación que López Mozo se empeña en representar en El arquitecto y el relojero.
Como parte de la rehabilitación de la Antigua Casa de Correos, el Relojero ha hecho un inventario de «los objetos que estaban entre los escombros» (López Mozo, 2001: 45) y le propone al Presidente, quien ordenó la rehabilitación del edificio, que «en el edificio remozado se reserve un espacio para instalar estos objetos» (López Mozo, 46). Entre los objetos figuran, «una máquina de escribir Olivetti, tres cerrojos, ocho gafas rotas, quince juegos de esposas, tres pasamontañas, seis casquillos de bala oxidados, miles de fichas con las fotos de los que pasaron por las dependencias de la Dirección General de Seguridad, una baldosa con manchas que pudieran ser de sangre» (López Mozo, 2001: 45-46). El Relojero quiere que se instale en el edificio rehabilitado una sala «del tamaño de una celda» y en la cual se expondrán «en la pared del fondo, los nombres de los detenidos por cuestiones políticas que fueron maltratados en los calabozos» (López Mozo, 2001: 46). Cuando el Arquitecto le acusa al Relojero de pretender convertir el edificio «en el parque temático de la represión franquista» (López Mozo, 2001: 49), éste insiste que su intención es dejar recuerdo tangible y concreto del lugar en que «de forma rutinaria, los policías hacían rueda al detenido» y «le insultaban [...] por medio de puñetazos y de patadas» (López Mozo, 2001: 50). La intención del Relojero es asegurarse que se no olviden los acontecimientos adversos del pasado y, como diría José Colmeiro (2005: 25), que se logre «airear y reavivar la memoria histórica, sacándola del museo y del archivo donde ha sido secuestrada». La sala que el Relojero propone que se construya documentará visualmente lo que no se puede percibir de los actos inhumanos que trascurrieron en el sótano del edificio: el control concienzudo de los verdugos y la sumisión incondicional de las víctimas. La exposición servirá para documentar lo irrepresentable. Por cierto, el miedo y el terror que sintieron los habitantes de los calabozos no se pueden reproducir, pero sí se pueden recordar. Memoria y arte teatral en El arquitecto y el relojero tienen el mismo objetivo: contrarrestar el olvido.
La mención de la rueda proporciona una mirada retrospectiva, cuya intención es recuperar, reproducir y representar de manera gráfica la historia olvidada y seguir concretizando el terrorismo, concepto otramente etéreo. Mientras habla el Relojero, se proyectan diversas imágenes en la pantalla de trasfondo (López Mozo, 2001: 50-51):
el calabozo visto desde el exterior a través de un ventanillo, detalles de su interior, su ocupante sentado en una silla y esposado, [. . .], la rueda [. . . ], el detenido recibiendo bofetadas, incertidumbre y terror en su mirada, sangre en la boca, un ojo tumefacto, sangre en la camisa, en el suelo, en la pared, otro detenido con los ojos en blanco, otro detenido, otro, otro, otros, todos los detenidos con los rostros desfigurados, los cuerpos rotos.
Las imágenes gráficas de terror que se proyectan en la pantalla complementan en un contexto humano los objetos que el Relojero quiere exponer públicamente y, en combinación con los objetos, hacen eco visual de lo que postula Pierre Nora (1989: 9) sobre la memoria, que «memory takes root in the concrete, in spaces, gestures, images, and objects». El Relojero sigue insistiendo en que se documente y que se sepa lo que pasó verdaderamente: «Transformaban a seres humanos en amasijos de carne. Los que se hundían, los que sucumbían a la tortura, dictaban su sentencia de muerte al mecanógrafo [...]. Los que lo negaban todo [...] vomitaban sangre, [...] eran trasladados en secreto al cementerio o arrojados por alguna ventana al callejón de atrás» (López Mozo, 2001: 53-54). Termina por declarar que «en este recinto de esperanza cabe su recuerdo. Si su recuerdo falta en esta casa que quiere ser de todos, en el hueco que quede algún día, [...] irán echando la suciedad » (López Mozo, 2001: 67-68).
Mediante las palabras del Relojero, López Mozo reclama que no permanezcan soterradas las condiciones deshumanizantes de los calabozos de la antigua Casa de Correos. La exposición de los objetos, la proyección de las imágenes perturbadoras y la persistencia del Relojero son convenciones utilizadas por López Mozo para montar el terrorismo en el escenario y subrayar que no hay crueldad sin conciencia aplicada. Contrariamente, obstaculizar el Arquitecto lo que propone el Relojero es soterrar conscientemente la realidad histórica de los actos crueles cometidos en los calabozos.
En la octava y última escena de la pieza, el Arquitecto le anuncia al Relojero que el Presidente «considera razonable que el edificio disponga de un espacio destinado a los fines que usted propuso» (López Mozo, 2001: 71). Mientras va acabando la obra, nos damos cuenta de que hemos vuelto a la primera escena. Así se duplica y se multiplica el comienzo, el final y la acción que acabamos de presenciar, recurso mediante el cual se sugiere que hay que dar más que una vuelta al pasado para rectificar en el presente lo que se ha soterrado y olvidado. Además de ser un tema, el terrorismo en El arquitecto y el relojero es una lente contextual, mediante la cual López Mozo se esfuerza por escribir un teatro de memoria, un teatro, como diría Juan Mayorga (1999: 10), histórico-crítico que se escribe como «responsabilidad acerca de la imagen que el pasado se hace presente», que se motiva por «el respeto a los muertos» y que «muestra el pasado como un tiempo indómito que amenaza la seguridad del presente». La lección de El arquitecto y el relojero reside en comunicar la necesidad de recuperar el pasado nacional para ayudar a sostener el presente con cara al futuro a pesar de los aspectos inhumanos de dicho pasado.
2.3. Terrorismo y memoria personal y colectiva en Ana el once de marzo, de Paloma Pedrero
Ana el once de marzo (2005), de Paloma Pedrero, es una de las once piezas publicadas en Once voces contra la barbarie del 11-M y montadas en once teatros distintos de la capital española, en el primer aniversario de la tragedia que le acaeció a España el 11 de marzo de 2004. En la pieza, lo personal y lo nacional son uno y el mismo. Lo que transcurre en el drama sugiere que los individuos que son víctimas del terrorismo sufren a nivel personal, pero median su sufrimiento en un contexto colectivo.
La primera escena lleva el mismo título que el drama. Según la acotación, «Estamos en Madrid. Y es jueves, once de marzo de dos mil cuatro» (Pedrero, 2005: 103). Ana, visiblemente atormentada, está mirando las imágenes televisadas de los atentados en las estaciones de Atocha, El Pozo y Santa Eugenia. Marca repetidamente el número del móvil de su amante Ángel que no contesta. Le deja un mensaje: «Ángel, ¿qué pasa? ¿Por qué no me llamas? Estoy preocupada. Estoy... estoy viendo las imágenes del atentado por televisión y es horrible. Ya sé que tú sales antes de casa, que ésa no es tu hora de coger el tren pero...» (Pedrero, 2005: 103).
El terror que siente Ana personalmente es el terror que sienten todos los españoles como sugieren las imágenes televisadas de la catástrofe: «los diferentes sonidos de diferentes teléfonos [...] suenan en los bolsos y en las chaquetas de los heridos, de los muertos que yacen en los andenes de las estaciones atacadas» (Pedrero, 2005: 103). A lo largo de la primera escena, Pedrero yuxtapone hábilmente la imagen de una Ana profundamente traumatizada con las repetidas en la televisión. La imagen de Ana, como diría Wendy Hesford (2006: 35), «moves us away from the creation of a single protagonist and toward the creation of a communal voice». El primer objetivo de Pedrero, al situar a Ana delante de las imágenes repetidas, es mostrar que lo personal se refleja en lo nacional y lo nacional en lo personal, que el sufrimiento personal y colectivo son inseparables.
Pero lo personal y lo nacional se entretejen indistinguiblemente en la primera escena del drama de Pedrero con otro objetivo, el de captar, documentar y hacer memoria de los atentados terroristas del once de marzo de una manera cabal y completa. Pedrero, como los otros dramaturgos cuyas obras figuran en Once voces contra la barbarie del 11-M, es consciente de que la memoria es frágil, y aún más cuando se trata de un evento difícil de comprender y asimilar como fueron los atentados del once de marzo de 2004. Pedrero presenta el terrorismo del 11-M a nivel personal (Ana) y a nivel universal (las imágenes televisadas) como sucesos distintos, pero iguales al mismo tiempo. Se trata de dos realidades irremediablemente entrelazadas, de ocurrencias homónimas. En la primera escena, Pedrero funde «a primary reality plane», como diría Brian McHale (1992: 252), «with a parallel realm», para reproducir el recuerdo chocante del terrorismo que vivió España ese día. Mediante las imágenes gráficas de los muertos en los andenes y la imagen de Ana, afligida y desconsolada, Pedrero logra concretizar la tragedia del 11-M en un contexto real y teatral, individual y nacional, para sugerir que cualquier recuerdo, cualquier memoria, de los atentados también se contextualiza por lo personal y lo colectivo.
Sin dejar de mirar la pantalla del televisor, Ana marca un número distinto. Al contestar alguien, explica que «Soy la mujer de un hombre que podía ir en ese tren... Esta mañana no estaba con él, yo [...] no estaba en casa» (Pedrero, 2005: 104). Cuando la persona con quien habla le dice que vuelva a llamar, Ana contesta: «Usted no dice nada, usted no sabe nada, usted no puede hacer nada. Entonces, ¿para qué está usted?» (Pedrero, 2005: 103-04). Su reacción tipifica la de una persona frente a una realidad que evade toda explicación racional. Experimentar el trauma, en palabras de Robert Stolorow (2009: 151), «shatters the absoluteness of everyday life», lo cual se refleja en la reacción histérica de Ana. Su comportamiento excitado refleja su incapacidad de asimilar lo que ha pasado. La escena termina con Ana, «extraviada » que «apaga la televisión y se enfunda la chaqueta de Ángel» (Pedrero, 2005: 108). Su pérdida, desesperación y falta de esperanza es la misma pérdida, desesperación y falta de esperanza de las personas en las imágenes televisadas y de todos los que están mirando la transmisión.
La segunda escena se titula «Ana, esposa, el once de marzo» y tiene lugar en el hospital. Al dar el mismo nombre a la esposa y a la amante, la dramaturga logra superponer las figuras de las dos mujeres, profundizando la estructura abismal de su drama para comunicar la angustia colectiva. El móvil de Ángel está ahora en manos de su esposa. Suena incesantemente, un recuerdo auditivo de la imagen de la Ana afligida de la primera escena que vuelve a la memoria de los espectadores. Se puede decir que Pedrero hace memoria al andar, o mejor dicho al escribir teatro. Las imágenes de las dos mujeres afligidas, textualmente separadas, pero contextualmente unidas, se funden mediante el sonido del móvil y crean una «stereoscopic vision», cuyo fin es, según Laureen Nussbaum (1981: 240), crear «in-depth image of reality». La imagen de Ana en el hospital, que espera noticias de su esposo, intensifica textual, contextual y temáticamente lo ya sabido y conocido para concretizar aun más el significado personal y nacional de los atentados del once de marzo.
Mientras espera las noticias de Ángel, Ana conversa con Irina, una inmigrante rumana, la cual está esperando noticias de su hijo de dieciocho años. Hablan de sus respectivas situaciones trágicas. La imagen de Irina se funde con la de las dos Anas para crear otra visión estereoscópica. También se funden las imágenes de Ángel y de Víctor, recurso mediante el cual sus personajes llegan a tener presencia en el drama sin estar físicamente presentes en el escenario, y junto a ellos todas las víctimas de los atentados. La dinámica paradójica entre presencia y ausencia es, según Dominick Lacapra (1999: 699-704), sintomática de las experiencias traumáticas. Mediante el juego de la ausencia y la presencia de Víctor y Ángel se siguen concretando los efectos del terrorismo que inundó el país el once de marzo, convención comparable a los sueños de Juan Luis en Jueves en la noche y los objetos que están entre los escombros de la antigua Casa de Correos en El arquitecto y el relojero. La escena termina cuando llega la noticia de que Víctor ha sobrevivido, y Ángel no. La última imagen de Ana esposa nos recuerda la imagen de Ana amante al final de la primera escena: «hace una bola arrugada con la chaqueta y la guarda en la bolsa de plástico. Levanta la bolsa y se la aprieta contra su cuerpo» (Pedrero, 2005: 118).
La visión estereoscópica que utiliza Pedrero en Ana el once de marzo culmina en la tercera y última escena, titulada «Ana, madre, once de marzo». Protagoniza la escena la madre de Ángel, «una anciana con principio de demencia senil» que está sentada en una silla «de cuya espalda cuelga una chaqueta de hombre» (Pedrero, 2005: 119). Mediante la chaqueta, se establece una conexión visual y emocional con las dos Anas anteriores. La fusión de cuadros personales sigue produciendo un cuadro colectivo. Como las imágenes televisadas de la tragedia nacional al principio del drama, las tres escenas del drama se repiten mediante la aparición y reaparición de tres protagonistas que son distintas, pero la misma. No se distingue entre la tragedia de una Ana y de otra ni entre las tragedias de las Anas y la del país. Ana el once de marzo, como diría Ernst van Alphen (1999: 35), representa «an experience of (life) histories as continuous unities». Ha desaparecido toda distinción. La realidad ha quedado efectivamente descentrada como resultado del once de marzo.
Ana parece estar conversando con su hijo. Mientras divaga, explica que «Este chico es un desastre, siempre se olvida la chaqueta» (Pedrero, 2005: 121). Le explica a su enfermera Julia que «le estaba contando a mi Ángel cosas que recuerdo bien. No he perdido la memoria para el pasado». Cuando le dice que ha oído en la radio que «han puesto kilos y kilos de metrallas en los trenes», Julia responde que «no se sabe. Hay algún herido». Cuando Ana pregunta «¿Qué día es hoy?» y Julia contesta «Once» (Pedrero, 2005: 122), la primera exclama, «¡Cuarenta años justos! Hoy es mi aniversario, Julia. Hoy es mi aniversario. Hoy engendré a mi hijo» (Pedrero, 2005: 123). Irónicamente, en la mente de Ana hoy es el día que empezó la vida de su hijo. La memoria le falla a Ana como falla a todos los que viven realidades trágicas difíciles de comprender y asimilar.
En el personaje de la madre de Ángel, se contraponen los dos conceptos más universalmente asociados con el terrorismo: la vida y la muerte. Pintar la imagen de una madre que recuerda cariñosamente el nacimiento de su hijo en el día de su muerte es un recuerdo perturbador de la denegación y la desmemoria que acompañan todo acto trágico. La inhabilidad de Ana de comprender su realidad inmediata es sintomática de lo que experimenta toda persona que vive el terrorismo de cerca. Mediante la imagen de la madre de Ángel, en combinación con la de su amante y esposa, se hace real, tangible y concreto en términos humanos lo que es irreal y difícil de entender.
Ana el once de marzo tiene como fin recordarnos los actos terroristas de aquel día con el fin de entender mejor lo que pasó, superar lo que ocurrió y transitar hacia futuro. Para Pedrero, recordar, recontar y recrear en el escenario los eventos del once de marzo son prerrequisitos para la restauración del orden social y el saneamiento del individuo. Las historias trágicas de las tres Anas forman una sola historia de pérdida. La memoria nacional de los eventos del 11-M acaba mediada por la memoria personal de ese día y la memoria personal acaba mediada por la nacional. Igual que Buero y López Mozo, el objetivo de Pedrero es subrayar el elemento humano relacionado con el terrorismo. En el caso de Buero y López Mozo se trata de la historia pasada, en el caso de Pedrero se trata de la historia más reciente. En Ana el once de marzo Pedrero se propone humanizar los actos terroristas de las siete y treinta y nueve de la mañana del once marzo de 2004, por cierto actos inhumanos, con el fin de garantizar que no se olviden nunca, a pesar de lo difícil que son para recordar y revivir.
3. A MODO DE CONCLUSIÓN
El teatro, el terrorismo y la memoria son conceptos vinculados en la teoría y en la práctica. Los tres se fundamentan en una oposición de fuerzas conflictivas: protagonista y antagonista en el caso del teatro, víctima y verdugo en el caso del terrorismo y presente y pasado en el caso de la memoria. Los tres son fenómenos motivados por y para objetivos personales y sociales, y contextualizados por una relación operativa de agencia entre individuo y colectivo. El arte teatral se concibe a nivel personal, pero se dirige al foro público. El terrorismo es frecuentemente un acto de atrocidad cometido por una sola persona, pero en nombre de muchos. La memoria une pasado con presente e individuo con grupo social para producir un sentido de continuidad histórica y la identificación del individuo con la comunidad. Juan Luis Palacios en Jueces en la noche, el Relojero en El arquitecto y el relojero y las Anas en Ana el once de marzo, son los registros estéticos de la encrucijada social y política de teatro, terrorismo y memoria. Son personajes mediante los cuales Antonio Buero Vallejo, Jerónimo López Mozo y Paloma Pedrero se empeñan en sondear y hacer sentido de una realidad humanamente injustificable y categóricamente condenable de la historia española contemporánea; pero realidad no obstante.
1 Véase la página web: http://www.mir.es/DGRIS/Cronologia/.
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Abstract
Abstract: Terrorism, a concept with more symbolic significance than concrete presence, and theatre are defined by the immediacy of action and dramatic effect. In Jueces en la noche, El arquitecto y el relojero and Ana el once de marzo, Antonio Buero Vallejo, Jerónimo López Mozo and Paloma Pedrero, respectively, overcome said challenge to give artistic presence to the social, political, ideological, and emotional aspects of terrorism within the theatrical frame. Terrorismo y memoria personal y colectiva en Ana el once de marzo, de Paloma Pedrero Ana el once de marzo (2005), de Paloma Pedrero, es una de las once piezas publicadas en Once voces contra la barbarie del 11-M y montadas en once teatros distintos de la capital española, en el primer aniversario de la tragedia que le acaeció a España el 11 de marzo de 2004. Las imágenes de las dos mujeres afligidas, textualmente separadas, pero contextualmente unidas, se funden mediante el sonido del móvil y crean una «stereoscopic vision», cuyo fin es, según Laureen Nussbaum (1981: 240), crear «in-depth image of reality».
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