RESUMEN: Este ensayo explora lo que significa ser interpelado o auto-denominarse ciudadano en 1791 en la Nueva Granada, es decir, mucho antes de la crisis política de 1808 y, por lo tanto, de la gradual llegada de las ideas liberales al mundo hispánico. En particular interesa deslindar la figura del ciudadano de la del letrado a través de las nuevas expectativas que acompañan cada una de estas figuras. En ese sentido se preguntará ¿cómo entender la aparente asimilación del literato al mal gusto y la del ciudadano al buen gusto, motivo cardinal de las nuevas ciudadanías?
Palabras clave: ciudadanía, literatura, gusto, literato, mundo hispánico, liberalismo, publicidad literaria, crítica.
ABSTRACT: This essay explores what it meant to be called or to call oneself a citizen in New Granada in 1791, long before the political crisis of 1808 and, therefore, the gradual arrival of liberal ideas to the Hispanic world. In particular an attempt is made to delineate the figure of the citizen and separate it from that of litterateur through the new expectations that accompanied each of these figures. In this sense the article ponders how to understand the apparent identification of literatos with bad taste, and citizens with good taste, as the cardinal motif of the new citizenships.
Key words: citizenship, literature, taste, litterateur, Hispanic World, liberalism, literary publicity, critics.
En una comunicación vehemente, publicada el primero de abril de 1791 en el Papel Periódico de Santafé, el joven ilustrado neogranadino Francisco Antonio Zea, colegial del San Bartolomé, anunció que sacrificaba su reputación de literato por el título de ciudadano. Sin duda, esta afirmación, algo estridente, resulta sintomática de la zona conflictiva de sentidos y experiencias que se había acumulado a finales del siglo XVIII y que había dado paso a un conjunto de nuevas represen- taciones del saber, de los sujetos en sociedad y de la riqueza social. El juego de interpelación y autodenominación -que le permite a Zea descartar el tradicional título de letrado y optar por el de ciudadano- forma parte de esas pugnas de sentido, fundamentales para entender la cambiante cultura política del periodo.
¿Pero qué, exactamente, significa ser interpelado o autodenominarse ciuda- dano en 1791 en la Nueva Granada, es decir, mucho antes de la crisis política de 1808 y, por lo tanto, de la gradual llegada de las ideas liberales al mundo hispánico?2 ¿Qué cúmulo de experiencias conlleva la figura del letrado -que la hace susceptible del rechazo- y qué expectativas insufla la del ciudadano -que la convierte en un objeto deseable-? Y, por último, ¿cómo entender la aparente asimilación del literato al mal gusto y la del ciudadano al buen gusto, motivo cardinal de las nuevas ciudadanías, y con el que cerraremos este ensayo? Esas son algunas de las preguntas que estructuran esta breve comunicación.
Empecemos por el espinoso tema del ciudadano. El diccionario de Sebas- tián de Covarrubias (1609) define ciudadano como «el que vive en la ciudad y come de hazienda, renta o heredad», y agrega que «es un estado medio entre cavalleros o hidalgos, y entre los oficiales mecánicos. Cuéntanse entre los ciuda- danos los letrados, y los que professan letras y artes liberales; guardando en esto, para en razón de repartir los oficios, la costumbre y fuero del reyno o tierra». Esta definición nos permite identificar varios núcleos de sentido que convergen en la modalidad ibérica del concepto de ciudadano: en primer lugar, el de residente, o «aquellos que habitan en una ciudad». Un sentido más específico o implícito de esta dimensión del residente es la de civis, el ciudadano que, mediante su aso- ciación efectiva -en tanto hombre libre- en la civitas, gana expresión a través del disfrute de sus derechos. Aunque su elaboración más familiar es romana, la fuerte carga cívica del concepto está consagrada desde Aristóteles, quien señala en La política que «[e]l rasgo eminentemente distintivo del verdadero ciudadano es el goce de las funciones de juez y de magistrado»3. Alonso de Castrillo precisa aún más el alcance de este sentido cuando escribe en el Tractado de la República (1521) que «por ninguna otra cosa es averiguado quién sea el ciudadano sino por la participación del poder para juzgar y determinar públicamente»4. Precisamente por eso el ciudadano aparece en oposición no solo a los esclavos y a los oficios mecánicos, sino también a los hidalgos, como un naciente estado intermedio cuya vida social y política busca una expresión en las costumbres y fueros del reino. Finalmente, el diccionario de Covarrubias evidencia que la dignidad de ciudadano ya está fuertemente asociada al trabajo y devoción por el bien de la República, particularmente a través del cultivo y la administración de un saber que es útil, es decir, que procura el bien común5.
Durante los siglos XVII y XVIII, el primer núcleo de sentido -habitante de la ciudad- va a primar, sin que los otros desaparezcan del todo. En el primer diccionario de la Real Academia, de 1729, el ciudadano aparece como «El veci- no de una Ciudad, que goza de sus privilegios, y esta obligado à sus cargas no relevándole de ellas alguna particular exención»6. Esta conversión del ciudadano en vecino es un fenómeno atlántico, compartido por otras sociedades de antiguo régimen. Incluso la encontraremos presente y aun dominante en pensadores y obras características de la ilustración francesa. Diderot define al ciudadano en L'Encyclopédie (1751-72) en términos muy similares: «c'est celui qui est membre d'une société libre de plusieurs familles, qui partage les droits de cette société, & qui joüit de ses franchises»7.
En todos los casos es evidente la conexión con el término vecino. En 1739, el Diccionario de Autoridades da tres significados a ese término: 1) «el que habita con otros en un mismo barrio, casa, u Pueblo»; 2) «Se llama también el que tiene casa y hogar en un Pueblo, y contribuye en él en las cartas, ù repartimientos, aun- que actualmente no viva en él», y 3) «el que ha ganado domicilio en un Pueblo, por haber habitado en el tiempo determinado por la ley». Más importante aún, en la legislación indiana vigente las obligaciones y derechos del ciudadano adquie- ren sustancia a partir de la normatividad que identifica al vecino. Por ejemplo, la Recopilación de leyes de los reinos de las indias (1680; reeditada en 1791) declara en la ley 8 del libro V, título 3 -«De los alcaldes ordinarios»-, que «no puede ser elegido por alcalde ordinario [una de las prerrogativas del antiguo ciudadano] el que no fuere vecino, y donde hubiera milicia lo puede ser el que tuviera casa poblada, aunque sea militar»8.
No sorprende, entonces, que a finales del siglo XVIII, cuando el nuevo léxico republicano se hace popular entre los ilustrados de la Nueva Granada, los conceptos de ciudadano y vecino -como ocurre en los escritos de Pedro Fermín de Var- gas- alternen sin ninguna dificultad9. La coincidencia entre ciudadano y vecino expande y desarrolla el sentido de adomiciliamiento, a expensas de los otros sen- tidos, el de privilegios y el de virtuosismo y compromiso cívico.
Estudios recientes verifican esta correspondencia e insisten en el carácter premoderno, estamental, corporativo y no secular del ciudadano; no la figura jurídica, abstracción fundamental sobre la que descansa la soberanía nacional, sino una figura que designa un régimen de privilegios y obligaciones, vinculada a la ciudad, es decir, «a la población que goza de mayores preeminencias» (RAE 1791)10 dentro del reino, que comporta lazos de honor y reputación, y que expresa a través de estos el conjunto de relaciones jerárquicas que inscribe una localidad en el imperio11. A diferencia del ciudadano de hoy en día (o al de las constitucio- nes hispanoamericanas de la tercera década del siglo XIX), el ciudadano es una clasificación social (vecino) con contenido legal, y no al contrario.
Ahora, no todo vasallo es vecino y no todo vecino es ciudadano. Se imponen dos diferenciaciones que son importantes para la experiencia de la ciudadanía neogranadina: una en el interior de la ciudad, en la que el vecino -elector de autoridades locales y con potestad para ser elegido, con la facultad de solicitar peticiones y elaborar representaciones, con privilegios y obligaciones que van más allá del ejercicio político- se distingue del forastero, transeúnte, sirviente, esclavo, jornalero (asalariado), vagabundo, demente, menor de edad o mujer. En la Política Indiana (1605), Juan de Solórzano y Pereyra define al vecino en oposición a los «forenses, y que no pueden ser obligados a los tributos, especial- mente a los personales... Porque eso se entiende en los forenses, vasallos de otro rey y que en algún reino extraño se hallan de paso y se funda en el defecto de la jurisdicción...». En el mismo artículo aclara que, para efecto de oficios y honores, «no se atiende el origen, sino solo el domicilio y habitación, y de allí se reputa uno por vecino, como para lo provechos como para lo gravoso, donde tiene de asiento su casa y su familia»12.
La otra diferenciación importante ocurre en relación con el ámbito rural, pues en este no hay cabildo, condición fundamental para la ciudadanía de antiguo ré- gimen. En el campo, sin policía, deambulan forajidos, cimarrones e indígenas. No por nada, el contrario al ciudadano es el pagano, «el que vive en la campaña, ò en el campo, que no goza del derecho de Ciudadano» (en RAE 1737; sentido pre- sente desde Covarrubias). Y añade: «Se toma también por el Infiel no baptizado, y que está fuera del gremio de la Iglesia Cathólica». La importancia de ese sentido para el caso americano se hace evidente en los discursos del capuchino Joaquín de Finestrad, quien fuera encomendado por el virrey Caballero y Góngora para pacificar la zona comunera del Socorro en la Nueva Granada a partir de 1782. Para Finestrad, los españoles habitantes de la ciudad se contraponen a los indígenas y a otros que rehúsan los bienes de la civilización:
La morada regular de estos naturales es el campo... en compañía de fieras, abri- gados tal vez a la sombra deliciosa de frondosos árboles, penetrados de una suma ignorancia, de un espíritu de ociosidad y con la imposibilidad de ser instruidos en las verdades de la religión y en los principios de la buena política y sociedad.
Tal aislamiento de la polis propicia
los escándalos, las abominaciones, las injusticias, las torpezas, los homicidas, las rapi- ñas, las venganzas, las discordias, las calumnias, los tumultos, las juntas faccionarias, las infidelidades y rebeldías, efectos tristes que lloran la falta de educación13.
La misión evangélica de España se conjuga nítidamente con su misión civi- lizadora14.
Esa parcial correspondencia entre los conceptos de ciudadano y vecino se verá alterada a finales del siglo XVIII por, al menos, dos procesos en fuerte tensión: la redefinición del lazo político entre rey y vasallo llevada a cabo por el regalismo ibérico, y la aparición de una fuerte corriente ilustrada que exalta el componente cívico y la participación del ciudadano en la construcción del bien común.
1. el CiudadanO VasallO
A mediados del siglo XVIII, el ideario regalista genera una presión semánti- ca y otra léxica. La primera redefine la relación entre rey y vasallos de tal modo que, de ser entendido como un pacto entre partes con derechos y obligaciones mutuas, y por medio del cual el pueblo cede su soberanía al Rey para que lo ejerza en procura del bien común y la felicidad del reino, se entiende ahora que la soberanía del Rey está constituida previa e independientemente de cualquier pacto o cesión de los vasallos. Por tanto, ninguna de sus acciones, incluso aque- llas tachadas de tiránicas, pueden ser cuestionadas o usadas para impugnar al Rey o a sus funcionarios. En ese contexto, los tratadistas del regalismo -tales como Campomanes y Jovellanos- y sus publicistas -como Joaquín Lorenzo- señalan que el ciudadano posee derechos sociales pasivos (i. e., derecho a la seguridad, a la felicidad, etc.), es decir, el ciudadano no está definido por el ejer- cicio de sus derechos políticos -ni tan siquiera como se entendía en el antiguo régimen-, aquellos que le corresponden con las distinciones que reconocen su calidad15. El súbdito del regalismo es exclusivamente sujeto de obligaciones y deberes.
Uno de esos contextos privilegiados de redefinición de lo que se ha dado en llamar la «constitución no escrita» de la Nueva Granada será el periodo posterior al levantamiento comunero de 178116. El levantamiento, en buena medida causado por medidas fiscales poco populares, reactivó un vocabulario político plebeyo de corte pactista -evidente en el uso de Nos el común por los rebeldes- que impugnará esa redefinición del lazo vasallo-Rey. Para contrarrestarlo, el capuchi- no Finestrad difundirá las doctrinas absolutistas en la Nueva Granada a partir de 1782:
Al vasallo -dice Finestrad-no le toca examinar la justicia y derechos del rey sino venerar y obedecer ciegamente sus reales disposiciones... Debe suponerse que todas sus órdenes son justas y de la mayor equidad. Su regia potestad no está en opiniones sino en tradiciones, como igualmente la de sus ministros regios...17.
Sin duda era completamente posible considerarse simultáneamente «un buen ciudadano y un fiel vasallo»18. Los ejemplos abundan. El ilustrado español José Nicolás de Azara, en carta al ministro Roda, en 1768, escribe que la ocasión nos llama a ser «buen prelado, buen ciudadano, y buen súbdito»; y, el mismo año el predicador mexicano Fray Joseph Manuel Rodríguez señala, en su plática doctrinal «Cómo deben haverse los vasallos con sus reyes», que todos los sujetos son vasa- llos del Rey, incluso el religioso, pues su estado «no le exime del ser miembro de la república y de él de un verdadero ciudadano»19.
Sin embargo, la redefinición del lazo político conlleva un desplazamiento del vocablo ciudadano, claramente cargado del sentido republicano y de la connota- ción de fueros y privilegios. Ordenanzas, decretos, códigos y cedularios prefieren referirse al súbdito o vasallo -y, en menor medida, al vecino- que al ciudadano, figura casi desconocida en la legislación americana. Aún más, con la llegada de noticias de la Revolución francesa y de la declaración de los derechos del hombre, el concepto del ciudadano comienza a adquirir connotaciones sospechosas20. Para el caso de la Nueva Granada, esas sospechas se verán ratificadas, en diciem- bre de 1793, con la aparición en Bogotá de volantes clandestinos, impresos por Antonio Nariño, con la traducción de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano aprobada por la Asamblea Nacional francesa de 1789 e incorpo- rada a la constitución francesa de 1791. Además del encarcelamiento y eventual exilio de Nariño y varios otros jóvenes ilustrados, más significativa para nuestro caso es la orden del virrey Espeleta de suprimir la Cátedra de Derecho Natural en 1795, y reemplazarla por una Cátedra de Derecho del Reino, por creer que la primera era perjudicial para la juventud americana 21.
2. lOs atriButOs del CiudadanO: la Carga CíViCa de la ilustraCión aMeriCana
Será en los selectos circuitos ilustrados donde se continuará cultivando el re- publicanismo neohumanista, con su particular exaltación del componente cívico. En efecto, el periodo que comprende desde la llegada del virrey Ezpeleta (1789- 1797), con su apoyo a diversas iniciativas ilustradas (i. e., Expedición botánica, el plan de reformas educativas y las cátedras de Medicina, Física y Matemáticas, la Biblioteca Pública, el primer teatro en Bogotá, las tertulias, el primer periódico en la Nueva Granada, etc.), hasta 1793 -cuando llegan las noticias de la ejecución de Luis XVI y María Antonieta-, constituye un momento de condensación semántica en la Nueva Granada, en el que se ofrece y se reelabora la noción de ciudadano para usos diversos22. Usando el lenguaje del historiador Reinhart Koselleck, es posible afirmar que el horizonte de expectativa del concepto se ensancha de ma- nera dramática durante esos años23. En efecto, el diccionario de 1791 registra una connotación cívica que empieza a tener un impacto sobre la carga semántica del ciudadano, hasta tal punto que el primer registro para cívico se identifica con «lo mismo que hombre bueno»24. Es en esos contextos en los que la idea del ciudada- no patriota es elevada a un ideal.
Manuel del Socorro del Rodríguez funda en febrero de 1791 el Papel Pe- riódico de Santafé, primero de su clase en el Virreinato. El Papel Periódico se constituyó rápidamente en «superficie privilegiada de emergencia»25, elaboración y formación de una cultura política ilustrada criolla. Esto ocurre en buena medida debido a una serie de rasgos singulares que lo distinguen de las gacetas de finales del siglo XVII y principios del XVIII, pero que comparte con otros periódicos de la época, tales como el Mercurio Peruano o la Gazeta de México: la insistencia en que el editor permanezca anónimo; en no permitir elogios personales ni inter- pelaciones individuales; en que la argumentación sea acorde con las leyes de la buena crítica; en que los autores deben referirse a la utilidad pública. Todos estos rasgos pueden y deben estudiarse como elementos de mediación necesaria en la construcción de un público neogranadino, figura en alguna medida ya abstracta, y contrapartida del ciudadano26.
El «Preliminar» del Papel Periódico, publicado el 9 de febrero de 1791, pone en escena el vocabulario cívico ilustrado -con múltiples referencias a la idea de república, utilidad, bien común, buen gusto, patriotismo, ilustración-, que no pudo menos que sorprender a sus lectores:
[El] reciproco enlace [entre la calidad racional del ser humano y la vocación por el bien común], que forma la felicidad del Universo, hará en su ánimo una sensacion, que no podrá mirar con indiferencia. Y mucho más quando considerandose un Republicano como los ótros, ve que la definicion de éste nombre le constituye en el honroso empeño de contribuir al bien de la causa pública27.
El énfasis en el nominal Republicano nos debe alertar sobre la fuerte carga ideológica del texto28. Sin embargo, el término ciudadano no aparece durante los primero ocho números. En vez de ciudadano, aparecen hombre de buen gusto, vecino, vasallo, súbdito, granadino, amigo, lectores, público y, sobre todo, patriota. Me atrevo a señalar que la ausencia del vocablo en los primeros ocho números no es indicio de una resistencia o animadversión, sino de una ausencia de motivación social para que el vocablo sea pertinente y adquiera un significado social contundente.
Eso va a cambiar en el n.o 8, cuando nuestro ya citado Francisco Zea contri- buye con un artículo que se convertirá en motivo de polémica y censura, hasta el punto de que tendrá que ser suspendido un par de entregas después. El artículo, «Avisos de Hebéphilo a los jóvenes de los dos colegios», es una dura crítica al llamado Peripato, el programa educativo escolástico vigente en la Capital, «que despreciados de las Naciones cultas, solo entre nosotros, y entre los bárbaros ha- bitadores de Mauritania han hallado aceptación» (n.o 8, p. 60). Al comienzo de ese discurso, Zea declara que
no pudiendo resistir al estímulo de tratar un asunto en que todo promete un feliz suceso, voy a sacrificar la reputación de Literato al título de Ciudadano, y a expo- nerme por vosotros á los tiros de la maledicencia, y a los odios de los opresores del buen gusto (1 de abril de 1791: la cursiva es mía).
Dado el modo calculado en que Zea entra en la zona conflictiva en esa pugna de sentidos y las fuertes reacciones que generó su discurso, vale la pena tratar de entender qué quiere decir Zea por semejante sacrificio.
Para empezar, hay que señalar que el autor muy posiblemente tiene en mente la comunicación «Al Autor del Periódico» que había aparecido en el Papel Periódico tres números antes, y en la que su respectivo autor declaraba: «Yo soy un hombre lo mismo, y mucho más en la República literaria...» (n.o 5, p. 34). El autor de esa comunicación, autoidentificado como El Doctor Cunegundo Papiró- te, se declara buen patriota, y, con el interés de «que el papel periódico circule con aplauso», ofrece duros «latigazos críticos» (Ibíd.). Estos latigazos acusan al editor de haber sido -en los cuatro números anteriores- inconsecuente, dema- siado liberal en la innovación, confuso, y de usar un estilo afectado y desigual (n.o 5, pp. 35-37). El pacto de lectura que constituye el periódico se vuelve un campo de batalla.
Al final del texto, el editor Socorro Rodríguez señala que «se le contextará al Señor Doctor en el N.o siguiente; sin embargo de no estar su papel ceñido en todas partes à las leyes de la buena crítica» (n.o 5, p. 37). En efecto, una semana después aparece la respuesta, en la que examina cada uno de los cargos y los encuentra sin méritos. Razón por la cual lo señala de pedante e ignorante, cuyas críticas no están bien fundadas y carecen de utilidad común:
No Señor de Papirote [concluye en tono mordaz], quedese Ud. con el epíteto de humanista que tanto aprecia, y dexeme a mi el de puramente humano, que es el que me corresponde como un mero hijo de Adán (n.o 6, 18 de marzo de 1791, p. 45).
En el inocente trueque de Francisco Antonio Zea -de literato por ciudada- no-, de seguro hay mofa por el Doctor Cunegundo, quien al declararse letrado era susceptible de ser tomado por Eruditulus insolens, esto es, quien «presume de discreto, y habla mucho sin fundamento» (RAE 1803)29.
Pero, más allá de esa polémica inmediata, recordemos que Zea denuncia «El quadro filosófico de nuestra ignorancia, y de nuestras miserias» (p. 60), en el que abundan los fanatismos, déspotas (60), ergotistas, perezosos, pedantes inca- paces (62); en suma, «nuestra barbarie y rusticidad» (61). Su objetivo es señalar cómo el sistema educativo contribuye a la existencia de lo que él llama «ciuda- danos inútiles» (60), que, por otra parte, resulta una contradicción en términos. Su esperanza es que una reforma del programa académico -con énfasis en la experimentación y la promoción de cátedras de las llamadas ciencias útiles, tales como la Economía Política, Física, Química, Botánica, etc.- produzca verdade- ros ciudadanos.
Pero, claro, la pregunta aún se mantiene: ¿qué es un buen ciudadano a finales del siglo XVIII en la Nueva Granada, o, por lo menos, qué es lo que Francisco Antonio Zea y algunos de sus lectores comprenden por tal término? Hay muchos caminos para aproximarse a esa pregunta. Margarita Garrido, por ejemplo, ha estudiado las prácticas de la cultura política de la elite y plebeya en la Nueva Granada a finales del siglo XVIII, mientras que Renán Silva ha estudiado las formas asociativas y las representaciones de las redes de los ilustrados neogranadinos30. Yo, por mi cuenta, propongo explorar los atributos asociados a la idea del ciudadano, pues estos no solo llenan de contenido la ciudadanía, sino que además abren caminos y posibilidades para su práctica e institucionalidad.
Permítaseme señalar muy brevemente cuatro atributos que aparecen repe- tidamente asociados al buen ciudadano: el buen gusto, la facultad de ejercer la crítica, la promoción de la utilidad y el procurar el bien común. Una primera res- puesta a la pregunta sería, por lo tanto, señalar que ciudadano es todo aquel que ostenta y pone en práctica esas cuatro cualidades. Sin embargo, pronto nos damos cuenta de que esta respuesta no resuelve sino que vuelve más compleja la pre- gunta original. Pues, así como nos veíamos en la obligación de preguntarnos por el sentido de ciudadano para los contemporáneos de Zea, del mismo modo nos tenemos que preguntar por el significado de cada uno de esos atributos para la generación de ilustrados neogranadinos a finales del siglo XVIII. Como el espacio a mi disposición es breve, y dado que estudios recientes han explorado la utili- dad, el bien común y la facultad crítica del ciudadano, me ocuparé en las páginas siguientes de solo el primero de los atributos mencionados -el buen gusto-, y esto solo de manera preliminar.
3. el Buen gustO
El texto de Zea ofrece una asociación que resulta, por lo menos, intrigante. Su recusación del título de literato, a favor del de ciudadano, opone el buen gusto, en tanto atributo esencial del ciudadano, al título de literato. ¿Cómo explicar esta apa- rente disociación con el campo literario, esfera a la cual lo asociamos en nuestra contemporaneidad?
Lo cierto es que el ideal del buen gusto es uno de los términos más recurren- tes en los ensayos reformistas del siglo XVIII, y quizá de los menos estudiados31. Que el buen gusto es una cualidad política importante a finales del siglo XVIII en la Nueva Granada lo prueba el que el mismo Socorro Rodríguez creó una tertulia llamada Eutropelia o del Buen gusto, posiblemente inspirada en la legendaria tertulia madrileña «La Academia del Buen Gusto», que empezó a reunirse en 1749 y agrupó a algunos de los más prestigiosos ilustrados españoles, como Torres Villaroel, Luzán y Agustín Gabriel de Montiano y Luyando32.
El buen gusto es una cualidad política propia del siglo XVIII. En Covarrubias (1609) aparece exclusivamente definido por «El sentido con que discernimos los sabores, como casi está dicho en la palabra gustar», y, aunque como señala Me- néndez Pidal, la frase buen gusto fue empleada por Lope de Vega y gana popu- laridad en la Corte hacia mediados del siglo XVII con evidente intención cultista, solo es con Baltasar Gracián con quien el campo semántico se amplía para cubrir una dimensión intelectiva y política. Ya no solo
el sentido del deleite mismo, espontáneo y a veces irracional [...] sino [...] una facul- tad hermana del juicio, [...] una aptitud que discierne exquisitamente cualidades y defectos relativos al agrado, y que es fundamento de toda discreción, guía para todos los aciertos del vivir33.
Para 1734, el Diccionario de Autoridades recoge dos valores para el lema gusto. Por una parte, señala que gusto «Vale [por] complacéncia, deléite ù deseo de alguna cosa. Lat. Voluptas. Appetitus». Opuesto o, por lo menos en diferencia al sentido más tradicional de apetito, gusto también significa «propria voluntad, determinación, ù arbitrio. Lat. Voluntas. Arbitrium». Por eso, gusto «Significa al- gunas veces elección; y assi se dice, Fulano es hombre de buen gusto». Pero es igualmente susceptible de producir error: «Se suele tomar por los vicios en común: y assi se dice, Fulano se ha entregado à sus gustos. Lat. Voluptates. Delitia »34. Es, por lo tanto, una facultad que ha de ser gobernada.
En el célebre libro Historia y crítica de la opinión pública (1962), Jürgen Habermas señala que el gusto adquiere a lo largo del siglo XVIII un valor social importante. Este cobra sentido, dice Habermas, en relación con la emergencia del público, es decir, esa figura relativamente amorfa y elusiva -pero decisiva en la vida social del XVIII europeo y americano- que aparece con el ascenso de la burguesía, mediante asociaciones como las tertulias y los cafés, instituciones como el parlamento, y medios de comunicación como la prensa. El surgimiento y la consolidación de la esfera pública moderna, señala Habermas, propician la emancipación de las artes y la oferta cultural del antiguo mecenazgo de la iglesia y los nobles. La consecuencia palpable de esta nueva autonomía es que las artes ad- quirieron simultáneamente un valor de mercancía y se hicieron necesarias nuevas formas para ponderar, discutir y evaluar los méritos de las producciones artísticas. Es decir, surge el gusto como una facultad del discernimiento: «El gusto, de acuer- do con el que a partir de ahora se orienta, se manifiesta en los juicios -libres ya de trabas para entrar en competencia unos con otros- de los profanos; porque en el público todo el mundo puede aducir competencia»35.
Si bien la explicación habermasiana puede resultar relativamente convincente en el contexto europeo (aun cuando existen numerosas revisiones contemporá- neas), el contexto americano resulta menos dócil. Sin duda, como ya lo demuestra la entrada del diccionario de 1734, se evidencia un proceso de convergencia entre las dos acepciones registradas. La ya mencionada tertulia neogranadina «El buen gusto» se llamaba también la Eutropelia, lo que indica la conexión entre el apetito y la actividad volitiva, el placer y el arbitrio. Recordemos que, en 1805, el carmelita español Marcos de Santa Teresa escribe al respecto de la eutropelia que «El juego se toma comúnmente por todo aquello que es capaz a recrear el ánimo. Es de su naturaleza indiferente, y así puede ordenarse al bien o al mal. Por eso será lícito, si se ordena a fin honesto, y se practica con las debidas circunstancias, y en este caso pertenece a la virtud de la eutropelia, como enseña Sto. Tomás»36. La tertulia santafereña meritó ser publicitada en el Papel Periódico con la aclaración que esta es una junta de «varios sujetos instruidos, de ambos sexos, bajo el amistoso pacto de concurrir todas las noches a pasar tres horas de honesto entretenimiento discu- rriendo sobre todo género de materias útiles y agradables»37.
El siglo XVIII hispánico -desde Feijoo hasta Jovellanos- regresa sobre este tópico, al que se le dedican amplias páginas que simultáneamente ensanchan el rango semántico del concepto y dotan de fundamentos a la convergencia comple- ja entre la inclinación fisiológica, el puro deleite, «la afición al estudio, las letras y la ciencia» y el juicio discerniente38. El publicista Francisco Nipho diagnosticaba en Caxon de Sastre o montón de muchas cosas (1761) la condición generalizada contra la cual los ilustrados reaccionaban: que «el mal gusto reyna entre nosotros, y hasta que el paladar no se hastie de ignorancias, no tendràn buen tratamiento las producciones exquisitas»39. Eugenio de Santacruz y Espejo, el ilustrado quiteño de gran influencia en todo el virreinato de la Nueva Granada, le dedicaba un capítulo entero al tema en el Nuevo Luciano (1779), y denunciaba la comunicación farra- gosa propia de la escolástica tardía. Contra el mal gusto, los ilustrados oponían como remedio el buen gusto. Pero, espetaba Espejo, «[e]sto de buen gusto es cosa que significa más de lo que suena»40.
El buen gusto aparece asociado en estos textos ilustrados al bello espíritu, y se opone al «hombre... que tiene una imaginativa alegre, despierta y calentona» (Espejo, p. 36). El buen gusto aparecía como la facultad que permitía frenar el «apetito glotón» y encontrar la pureza (Nipho, vol. 1, p. 162). Al contrario, los in- genios ligeros y frívolos habían propiciado el decaimiento de la monarquía, y en ese sentido el buen gusto constituía un baluarte contra la corrupción y restaura- ba la antigua gloria cristiana y española41. Invocando un regreso a los antiguas valores, el buen gusto se presentaba inicialmente más como una virtud conser- vadora o restaurativa que ilustrada, una facultad más propia del vasallo creyente que del ciudadano republicano. Ella hacía posible una vez más la comunicación diáfana entre los hombres y la edificación piadosa del pueblo cristiano: «assi los espiritus del buen gusto, al ver los objetos, no detienen en ellos el apetito, sino que atribuyendo al Soberano Hacedor la hermosura que llama, responden con el respeto, y veneracion al principio, cuya voz, y poder articulan» (Nipho, vol. 1, p. 162).
Pero el buen gusto no aparecía como un simple retorno a los antiguos valo- res. Citando Les entretiens d'Ariste et d'Eugene (1671), de Dominique Bouhours, Espejo animaba a los jóvenes estudiosos para «que imiten los modelos de la anti- güedad, con tal que trate de aventajarse al imitarlos» (Espejo, p. 32)42. Era, por lo tanto, un retorno que no necesariamente encontraba garantías en el pasado clási- co. De hecho, su mejor garantía estaba en el asocio con otra facultad igualmente importante para el siglo XVIII: el juicio.
El hombre de entendimiento «discierne bien los objetos que se le presentan» (Espejo, p. 36). Es por eso por lo que Espejo insiste en que «[l]a verdadera belleza del espíritu consiste en un discernimiento justo y delicado», y «es inseparable del buen juicio» (30). Antonio de Capmany, en buena medida siguiendo el Dicciona- rio filosófico de Voltaire, se refiere al gusto como una facultad intelectual. En La filosofía de la elocuencia (1777) escribe:
Del sentido del gusto, aquella facultad física de la lengua y del paladar para distin- guir el buen o mal sabor de los alimentos, se ha formado la metáfora que por la pala- bra gusto espresa el recto juicio de lo perfecto o imperfecto en todas las artes43.
Así pues, el buen gusto opera en el individuo como «un discernimiento pro- fundo que se anticipa a la reflexión». Más adelante, Capmany señala:
Cuando decimos gusto en las obras de ingenio, entendemos el buen gusto, el buen discernimiento, aquel delicado tacto y fina vista, para conocer donde están las per- fecciones, y donde los defectos de ellas. Este tacto se adquiere [...] con el hábito, y se perfecciona con la reflecsión [...] Cuantas bellezas hay en un paisaje o en un trozo de poesía, que solo las puede calificar el buen gusto, el cual viene a ser el microscopio del juicio pues hace visibles las mas imperceptibles perfecciones.
En ese sentido, poseer buen gusto identifica a aquellos sujetos que ejercen con criterio una sensibilidad que les permite el disfrute de la sociabilidad útil que hace posible la comunidad política44. Por eso mismo, la aparición de ese nuevo sentido del buen gusto marca el tránsito de ser una cualidad prepolítica a ser una facultad preeminentemente política.
Pero eso nos remite a una calidad moral, lo que indica que el buen gusto no es solo una virtud individual; es igualmente un componente fundamental en la estrategia civilizatoria de los ilustrados, estrategia asociada a los grandes centros culturales de Europa. Ludovico Muratori, el ilustrado italiano muy leído en la Nueva Granada, señala en sus Reflexiones sobre el buen gusto en las ciencias y en las artes (1708; traducción al español de Juan Sempere y Guarinos en 1782) que el buen gusto es el discernimiento de lo mejor, y que por lo tanto importa mucho al hombre:
Porque teniendo formada una justa idea de ello, nos es ya mucho más fácil el arre- glar la conducta de la vida, o económica, o política, y no solo el apurar lo mas fino y delicado de las Ciencias, y de las Artes, sino tambien el componer nuestras acciones y pensamientos, de suerte que no sean desagradables a Dios, y que cooperemos a las gracias, y luces que nos baxan del Cielo45.
Facultad fundamental de la sociabilidad, el buen gusto hace «aborrecible todo vicio que se opone a los estrechos vínculos con que se enlaza la sociedad y los rompe» (Espejo, p. 36). Fundamento de toda discreción, el buen gusto es la facul- tad que, como dice Socorro Rodríguez en el «Preliminar», permite la aparición de las gacetas:
He aquí el motivo principál y originário de los papeles periódicos. La invencion de ésta espécie de escritos fué tan feliz, y tan aplaudida de los hombres de buen gusto, que prontamente se adoptó con general aprobacion de todas las Cortes y Ciudades más altas de la Europa. De uno en ótro se ha ido propagando báxo de diferentes aspectos; pero sin perder el primario de la utilidad comun, causa unica de su exis- tencia Los Mercurios, Efemérides, Gazetas y demás escritos de ésta clase, parece haber sido derivados del Día.
A su vez, José María de Egaña, director del Mercurio Peruano, reconoce en carta enviada desde Lima al virrey de la Nueva Granada que el Papel Perió- dico promueve el buen gusto entre sus lectores y evidencia el buen gusto de sus editores: «Los asuntos a los que se contraen [los ejemplares del Papel Periódi- co] merecen todo aprecio y lo útil de ellos nos ha hecho su lectura divertida»46.
Reconocer a alguien como poseedor del buen gusto es distinguirlo de los in- sensibles, pedantes e ignorantes. Socorro Rodríguez intenta consolar a Zea al verse en la obligación de suprimir su artículo, señalando que «entre tanto debe preferir la satisfacción de ver que su Escrito tiene á su favor todos los votos de los sugetos sensatos y de buen gusto»47. Pero si esa fuera la cuestión -es decir, si la ausencia del buen gusto fuera una particularidad de los individuos-, en realidad no sería un problema tan serio como el que se evidencia en lo aquí descrito. El problema es que una república de Cunegundos Papirótes, todos ellos, según Zea, opresores del buen gusto, componen «[e]l quadro filosófico de nuestra ignorancia, y de nuestras miserias» (p. 60). La república está entonces compuesta por fanáticos, déspotas, ergotistas, perezosos, pedantes e incapaces, corruptores del buen gusto, y, por lo tanto, condenada la rusticidad y barbarie. En ese contexto, es posible que a Zea le resulte mayor consuelo suponer que, al sacrificar el título de letrado por el de ciu- dadano, hizo gala de mayor discernimiento, es decir, de buen gusto.
1. Agradezco el apoyo e interlocución del equipo de investigación «Subjetividades políticas», integrado por Sandra Milena Ramírez, Diana Monroy, Fernanda Espinosa, Franz Hensel. Agradezco a Victoria Crespo la invitación a presentar una versión anterior de este texto en Morelos, México, en febrero del 2009, y a Antonio de Murcia la invitación a presentar el texto para su evaluación en esta revista.
2. Para la llegada de las ideas liberales a la Nueva Granada, véase Martínez garniCa, Armando. La agenda liberal temprana en la Nueva Granada (1800-1850). Bucaramanga: Universidad Industrial de Santander, 2006. Varios trabajos sobre la Nueva Granada han intentado esclarecer el proceso de construcción de la ciudadanía a partir de la crisis política de 1808. Algunos textos relevantes son: Cal- derón, María Teresa y thiBaud, Clément. La majestad de los pueblos en la Nueva Granada y Venezuela 1780-1832. Bogotá: Taurus/Universidad del Externado, 2010; sOsa aBella, Guillermo. Representación e independencia 1810-1816. Bogotá: iCanh, 2006; larsOn, Brooke. Trials of Nation Making. Liberalism, Race, and Ethnicity in the Andes, 1810-1910. Cambridge: Cambridge University Press, 2004; sanders, James. Contentious Republicans: Popular Politics, Race, and Class in Nineteenth-Century Colombia. Durham: Duke University Press, 2004; Helg, Aline. Liberty and Equality in Caribbean Colombia 1770- 1835. Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 2004; Gutiérrez raMOs, Jairo. Los indios de Pasto contra la República (1809-1824). Bogotá: iCanh, 2007; uriBe de hinCapié, María Teresa. «El republicanismo patriótico y el ciudadano armado». Estudios Políticos 24 (1), 2004.
3. Aristóteles. Política. Traducción de Patricio de Azcárate, 10 vols. Obras de Aristóteles. Madrid: Medina y Navarro Editores, vol. 3, 1874.
4. CastrillO, Alonso de. Tractado de la Republica. Con otras hystorias y antigüedades [1521]. Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1958, p. 25.
5. Para una historia del concepto y la práctica de la ciudadanía, desde la Antigüedad clásica hasta nuestros días, véase pOCOCk, J. G. A. «The Ideal of Citizenship since Classical Times». En gershOn Shafir (ed). The Citizenship Debates: A Reader. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1998. Para un trabajo más reciente, en sintonía con la nueva historia política, véase leterre, Thiery. «La naissance et les transformations de l'idee de citoyennete». Cahiers Français, 281, 1997. Para el surgimiento de la ciudadanía moderna, véase el libro ya clásico de rOsanVallOn, Pierre. La consagración del ciudadano. Historia del sufragio universal en Francia. Traducción de Ana García Bergua. México: Instituto Mora, 1999; y la colección de ensayos recientemente editados por Pérez ledesMa, Manuel (ed.). De súbditos a ciudadanos: una historia de la ciudadanía en España . Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2008. Véase también el volumen recientemente editado de Ortega Martínez, Francisco A. (ed.). Conceptos fundamentales de la cultura política de la Independencia. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2012.
6. En el mismo diccionario, ciudad se define como «Población de gentes congregadas à vivir en un lugar, sugetas à unas leyes, y à un gobierno, gozando de ciertos privilegios y exenciones, que los señores Reyes se han servido de concederlas según sus servicios». Y, en una tercera entrada, el diccionario señala que «significa también el Ayuntamiento, o Cabildo, y los Diputados, ó Procuradóres de Cortes, que en virtud de los podéres que les otorgan, tienen la representacion y voz de la Ciudad que los envia». Esta última definición le da sentido al término de ciudadano.
7. Véase DiderOt, Denis y le rOnd d'aleMBert, Jean (eds.). Encyclopédie, ou, Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers par une sociéte de gens de lettres: mis en ordre & publié par M. Diderot; & quant à la partie mathématique, par M. d'Alembert (1752). Nueva York: Pergamon Press, 1985, 5 vols., reimpresión de París: Briasson, 1751-1776.
8. Esa ley recoge una ordenanza de Carlos I de 1554. Real y Supremo Consejo de las Indias. Recopilacion de leyes de los reynos de las Indias, mandadas imprimir y publicar por la Magestad Católica del Rey Don Carlos II, Nuestro Señor, 3 vols. Madrid: Viuda de D. Joaquín Ibarra, 1791, vol. 2, p. 129.
9. Véase, por ejemplo, la selección de escritos de FerMín de Vargas, Pedro. Pensamientos políti- cos. Siglo XVII-siglo XVIII, Nueva Biblioteca Colombiana de Cultura. Bogotá: Procultura, 1986. Para una discusión más amplia de la cultura política del vecino, véase el excelente trabajo de garridO de payán, Margarita. Reclamos y representaciones. Variaciones sobre la política en el Nuevo Reino de Granada, 1770-1815. Bogotá: Banco de la República, 1993. Para el caso argentino, véase CansanellO, Oreste Carlos. De súbditos a ciudadanos. Ensayo sobre las libertades en los orígenes republicanos. Buenos Aires 1810-1852. Buenos Aires: Imago Mundi, 2003.
10. El diccionario de 1791 también registra un cambio importante en la definición de ciudad. Si en el de Covarrubias se define como la «multitud de hombres ciudadanos, que se ha congregado a vivir en un mesmo lugar, debaxo de unas leyes y un gobierno», en el diccionario de 1791 se define como «Población comúnmente grande que goza de mayores preeminencias que las villas. Algunas son cabezas de reyno, y otras tienen este título por privilegio». El cambio indica un desplazamiento del núcleo de sentido cercano al civitas (asociación de ciudadanos) al de urbs (población).
11. Ese punto ha sido desarrollado ampliamente por HerzOg, Tamar. Vecinos y extranjeros. Hacerse español en la Edad Moderna. Traducción de Miguel Ángel Coll Rodríguez. Madrid: Alianza, 2006; y «Communities Becoming a Nation: Spain and Spanish America in the Wake of Modernity (and Thereafter)». Citizenship Studies 11 (2), 2007. Igualmente, véanse los ensayos editados por sáBatO, Hilda (ed.). Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina. México: FCE, 1999; Chust CalerO, Manuel y MarChena Fernández, Juan (eds.). Las armas de la nación: Independencia y ciudadanía en Hispanoamérica (1750-1850). Madrid: Iberoamericana, 2008. Para una consideración teórica y generalista sobre la construcción de la ciudadanía dentro del orden imperial, véase pagden, Anthony. «Fellow Citizens and Imperial Subjects. Conquest and Sovereignty in Europe's Overseas Empires». History and Theory, 44 (4), 2005.
12. sOlórzanO pereira, Juan de. Política indiana [1605], 3 vols., Biblioteca Castro. Madrid: Fundación José Antonio de Castro, 1996, libro II, capítulo XX, artículo 54.
13. Finestrad, Joaquín de. Vasallo instruido en el estado del Nuevo Reino de Granada y en sus respectivas obligaciones. Edición de Margarita González. Santafé de Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2000, p. 129.
14. Para una elaboración preliminar de la relación del concepto de pagano con el de ciudadano, véase Ortega Martínez, Francisco A. «Jesuitas e Independencia en la Nueva Granada». En ChinChilla pawling, Perla (ed.). Los jesuitas formadores de ciudadanos. La educación dentro y fuera de sus cole- gios (siglo XVI-XXI). México: Iberoamericana, 2010.
15. jOVellanOs, Melchor Gaspar de. Informe sobre el libre ejercicio de las artes [Tratado teórico- práctico de enseñanza]. BAE, 1858, vol. I. Véase, también, lOrenzO, Joaquín. Catecismo de Estado según los principios de la religión. Madrid, 1793.
16. leddy phelan, John. El pueblo y el rey. La revolución comunera en Colombia, 1781. Traduc- ción de Hernando Valencia-Goelkel. Bogotá: Carlos Valencia Editores, 1980, p. 32.
17. Finestrad, Joaquín de. Vasallo instruido..., op. cit., capítulo VII [«Demuestra que fue acto formal de rebelión contra el príncipe la acción de tomar las armas las comunidades en el año de 81»], sección 6, p. 185.
18. En el n.o 18 del semanario neogranadino Correo Curioso (Bogotá, 16 de junio de 1801), p. 69.
19. En Cartas de Azara al Ministro Roda. Madrid: Imprenta de J. Martín Alegría, 1846, p. 294. Tomado de la Real Academia Española: Banco de datos (CORDE) [en línea]. Corpus diacrónico del español. <http://www.rae.es> [Fecha de consulta: 26/01/2009]. ROdríguez, Joseph Manuel. Como deben haverse los vasallos con sus Reyes. Platica doctrinal predicada por el R. P. Fr. Joseph Manuel Rodriguez. Ex Lector de Sagrada Theología, Predicador General, Notario Apostolico, Chronista General de la Orden de N.S.P.S. Francisco en esta Nueva España, y Comissario Visitador de su Orden Tercera de la Ciudad de Mexico. A los Terceros de la misma Orden en la Dominica primera de Septiembre, en que en el año de 1768, terminaron las que desde la primera de Julio se predican annualmente en su Capilla de dicha Ciudad. México: Imprenta del Superior Govierno, 1768, pp. 2-3.
20. Véase antOlínez CaMargO, Rafael. El Papel Periódico de Santafé de Bogotá 1791-1797. Vehículo de las luces y la contrarrevolución. Bogotá: Banco Popular, 1991, pp. 106-119; lOMné, George. «Le lis et la grenade. Mise en scène et mutation imaginaire de la Revolution Française à Quito et San- tafé de Bogotá (1789-1830)». Université de Marnela, 2003. Para el caso peruano, véase rOsas laurO, Claudia. Del trono a la guillotina: El impacto de la Revolución francesa en el Perú (1789-1808). Lima: puCp, 2006. Sin embargo, es necesario señalar que grupos sociales fuertemente reacios al contenido republicano encontraron maneras de adaptar el vocablo y producirlo socialmente para designar a aquellos individuos cuyos méritos, virtuosismo y lealtad al Rey los distingue. Para el caso del mundo andino, durante el periodo posterior a la crisis de 1810, véase irurOzQui ViCtOrianO, Marta. «El sueño del ciudadano. Sermones y catecismos políticos en Charca tardocolonial». En Quijada, Mónica y Bus- taMante garCía, Jesús (eds.). Élites intelectuales y modelos colectivos: mundo ibérico (siglos XVI-XIX). Madrid: CsiC, 2003.
21. La traducción e impresión de la Declaración significó el arresto de Nariño y su eventual exilio de la Nueva Granada. Véase hernández de alBa, Guillermo (ed.). Procesos contra don Antonio Nariño por la publicación clandestina de los Derechos del Hombre y por otros graves motivos políticos, 2 vols. Bogotá: Presidencia de la República, 1980, y Martínez ruiz , Eduardo. La librería de Nariño y los Derechos del Hombre. Bogotá: Planeta, 1990.
22. Carlos Villamizar estudia el mismo periodo para examinar las variaciones del concepto de patria en la Nueva Granada. Véase VillaMizar duarte, Carlos Vladimir. «Patria y Monarquía en el Papel Periódico de la Ciudad de Santafé de Bogotá, 1791-1797». En Ortega Martínez, Francisco A.; ChiCangana-BayOna, Yobenj Aucardo y Milena raMírez, Sandra (eds.). Conceptos fundamentales de la cultura política de la Independencia. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2012.
23. Las siguientes entradas de 1791 registran estas definiciones para ciudadano: «el vecino de alguna ciudad. Civis» y «lo perteneciente a la ciudad, o a los ciudadanos. Civilis». Como registro antiguo (arcaico), «El que en el pueblo de su domicilio tiene un estado medio entre el de caballero y el de oficial mecánico. Hoy se usa en Cataluña y otras partes». Algunos de estos cambios, que ya se registraban desde la edición 1780, indican la tumultuosa inestabilidad del concepto a finales del siglo XVIII. En 1843 aparece el término ciudadanía («la calidad y el derecho de ciudadano, civitatis jus», aunque no se hace explícito en qué consiste ese derecho), y finalmente en 1852 se altera la definición de 1791 para admitir la acepción «El que está en posesión de los derechos de ciudadanía».
24. Si le seguimos la pista de los conceptos de civil, civilidad y cívico encontramos una expansión del sentido de bien común. Este es particularmente fuerte para el término civilidad que designa «sociabilidad», «urbanidad», civilitas, urbanitas. En 1780, el diccionario ofrece la siguiente definición de Civil: «perteneciente a la ciudad», y desarrolla su contenido semántico indicando que significa «sociable, urbano, atento, civilis, urbanus». Pero civil también se refiere a las transacciones propias de la esfera particular: «Todo lo que principal, o accesoriamente pertenece a la justicia en orden a intereses particulares de hacienda, jurisdicción, privilegios, costas, o daños; a diferencia del castigo de los delitos, que se llama criminal». En este último sentido, civil designa «el que es de baxa condición y procederes»; cívico: «lo mismo que doméstico»; civilidad: «sociabilidad, urbanidad, civilitas, urbanitas».
25. silVa, Renán. Prensa y revolución al final del siglo XVIII. Contribución a un análisis de la formación de la ideología de independencia nacional. Bogotá: Banco de la República, 1988, p. 18. Véanse igualmente peralta agudelO, Jaime Andrés. Los Novatores: La cultura ilustrada y la prensa colonial en Nueva Granada (1750-1810). Medellín: Universidad de Antioquia, 2005; CaCua prada, Antonio. Don Manuel del Socorro Rodríguez. Fundador del periodismo colombiano. Bogotá: Univer- sidad Central, 1985; antOlínez CaMargO, Rafael. El Papel Periódico de Santafé de Bogotá 1791-1797. Vehículo de las luces y la contrarrevolución, op. cit.
26. Al público se le invita a participar: «se advierte que no se dexarán de contestar, y aun de imprimir todas las observaciones críticas que salieren en contra, baxo el concepto de que sean en términos racionales, y dignos de ser leídos por los sugetos sensatos. Asi mismo se darán a luz quantos papeles análogos à la materia se sirvan suministrarnos los buenos patriotas que se interesen en la per- feccion de éste». Sin embargo, no es aún moderno: es uno y existe en mayúscula. Véase «Preliminar».
27. Cursivas en el original.
28. No sobra advertir que republica y republicano no implica una oposición o reserva ante la forma y el gobierno monárquico. Para un estudio sobre los sentidos de republica durante el anti- guo régimen hispánico, ver entin, Gabriel. La Republique en Amérique Hispanique. Langages politi- ques et construction de la communauté ao Rio de la Plata, entre Monarchie catholique et révolution d'independance. Tesis doctoral en École des Hautes Études en Sciences Sociales. Universidad de Buenos Aires, 2011.
29. Apenas en 1803 cambia la definición a «adj. que se aplica á la persona que instruida en varios ramos de literatura. Literaturs». Literatura: «El conocimiento de las letras, o ciencias. Litteratura». Letras: «Se toma muchas veces por las ciencias, artes y erudición» (RAE 1734). Letrado: «El docto en las ciencias...»; «Se llama comúnmente al abogado» (RAE 1734).
30. Véase GarridO de payán, Margarita. Reclamos y representaciones, op. cit.; silVa, Renán. Los ilustrados de Nueva Granada 1760-1808. Genealogías de una comunidad interpretativa. Medellín: eaFit/Banco de la República, 2002.
31. Existen un par de estudios importantes en el campo de la producción estética, pero muy poco se ha dicho de su incidencia en el campo político. Véase CheCa Beltrán, José. Razones del buen gusto. Poética española del neoclasicismo. Madrid: CSIC, 1998, y jaCOBs, Helmut C. Belleza y buen gusto. Las teorías de las artes en la literatura española del siglo XVIII. Madrid/Fráncfort: Vervuert/Iberoame- ricana, 2001. También CheCa Beltrán, José. Pensamiento literario del siglo XVIII español. Antología comentada. Madrid: CSIC, 2004.
32. Véase jaCOBs, Helmut C. Belleza y buen gusto, op. cit., pp. 198 y ss.
33. Menéndez pidal, Ramón. La lengua castellana en el siglo XVII. Madrid: Espasa Calpe, 1991, p. 139.
34. Véase también JaCOBs, Helmut C. Belleza y buen gusto, op. cit., p. 190.
35. HaBerMas, Jürgen. Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública. Barcelona: Gustavo Gili, 1986, p. 77.
36. «Del juego y de la apuesta», XX: 4. santa teresa, Marcos de. Compendio Moral Salmaticense según la mente del Angélico Doctor. Pamplona: Imprenta de José de Rada, 1805. Véase <http://www. filosofia.org/bjf/bjfc132.htm>.
37. Papel Periódico, n.o 24, publicado el 21 de septiembre de 1792.
38. álVarez de Miranda, Pedro. Palabras e ideas: el léxico de la ilustración temprana en España (1680-1760). Anejo del Boletín de la Real Academia Española 51. Madrid: Real Academia Española, 1992, p. 503.
39. niphO, Francisco Mariano. Caxon de Sastre o montón de muchas cosas. Madrid: Gabriel Ramírez, 1761, p. 41. Los ataques contra el mal gusto generalizado caracterizan la publicación. Véase, por ejemplo, la «Carta sobre el gusto estragado del público», vol. 3, pp. 99-101.
40. EspejO, Francisco Xavier Eugenio de Santacruz y. Obra educativa. Edición de Philip astutO. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1981, p. 28. El comentario sirve de preliminar a la «Conversación» cuarta: «Criterio del buen gusto» (pp. 28-44).
41. «El buen gusto antiguo de España» era el título de una las composiciones más sugerentes en el Caxón de sastre, vol. 4, pp. 5-21.
42. BOuhOurs, Dominique. Les entretiens d'Ariste et d'Eugène (1671). Établie et commenté par Bernard Beugnot. Paris: Champion, 2003. Espejo también hace referencia al libro de Bouhours Manière de bien penser (1687).
43. CapMany, Antoni de. Filosofía de la elocuencia. Gerona: Antonio de Oliva, 1822, p. 48.
44. De ese modo, Jovellanos hace coincidir en el discurso que ofrece en la Academia de San Fernando, «Elogio de las bellas artes» (14 de junio de 1781), los valores de la belleza, el gusto, la gracia y la verdad.
45. Véase MuratOri, Ludovico Antonio. Reflexiones sobre el buen gusto en las Ciencias y en las Artes: traducción libre de los que escribió en italiano Luis Antonio Muratori, con un discurso sobre el gusto actual de los españoles en la literatura. Traducción de Juan Sempere y Guarinos. Madrid: Imprenta de don Antonio de Sánchez, 1782, p. 15.
46. La carta de Egaña es de septiembre 1791, y se halla reproducida en la «Introducción» de Guillermo Hernández de Alba a la edición facsimilar del Papel Periódico (Bogotá: Banco de la Repu- blica, 1978, p. x).
47. Papel Periódico, n.o 9, 8 de abril de 1791, p. 70.
BiBliOgraFía
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Francisco ORTEGA
Universidad Nacional de Colombia (Bogotá)
[email protected]//[email protected]
Fecha de recepción: 18/03/2013
Fecha de aceptación definitiva: 13/06/2013
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Copyright Ediciones Universidad de Salamanca 2013
Abstract
This essay explores what it meant to be called or to call oneself a citizen in New Granada in 1791, long before the political crisis of 1808 and, therefore, the gradual arrival of liberal ideas to the Hispanic world. In particular an attempt is made to delineate the figure of the citizen and separate it from that of litterateur through the new expectations that accompanied each of these figures. In this sense the article ponders how to understand the apparent identification of literatos with bad taste, and citizens with good taste, as the cardinal motif of the new citizenships. [PUBLICATION ABSTRACT]
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