Aja Sánchez, José Ramón: Aguas mágicas. El Nilo en la memoria y la religiosidad del Mundo Antiguo. Madrid: Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y Universidad de Cantabria, 2015, 477 páginas, 2 mapas y 53 figuras [ISBN: 978-84-8102-769-3].
La producción científica española de monografías sobre la Historia del Antiguo Oriente y Egipto es crónicamente escasa y ha oscilado, además, entre dos extremos: o publicaciones altamente especializadas cuya difusión no rebasa apenas el círculo de investigadores especializados en la temática, u obras divulgativas, casi periodísticas, en las cuales el rigor académico muchas veces queda en un segundo plano. Es por ello por lo que hay que dar la bienvenida a un libro como el que reseñamos, ya que a sus méritos propios añade el aliciente de estar redactado de una manera amena y comprensible, no solo por historiadores de profesión o estudiantes de Historia, sino también por un público general dotado de una cultura media. El autor, José Ramón Aja Sánchez, es Profesor Titular de la Universidad de Cantabria y cuenta con una trayectoria profesional anterior que se centró en el estudio de la Antigüedad tardía y el Cristianismo primitivo; el libro por tanto significa una reorientación en su investigación, para lo cual ha aprovechado, según refiere en la Introducción, la concesión de un año sabático por parte de su Universidad.
Aguas mágicas se centra en el fenómeno Nilo contemplado desde todos los puntos de vista posibles: como hecho geográfico, como condicionante histórico del estado egipcio, como fenómeno religioso y como percepción del cosmos por parte de los egipcios mismos. La obra se articula en cuatro partes: «El Nilo en la memoria del mundo grecorromano», «La crecida en el Egipto faraónico», «Las aguas mágicas del Nun: utilización religiosa» y «Deus sanctus Nilus, el Nilo en el Egipto romano y cristiano». Tanto los títulos en sí mismos como la lectura de cada parte muestran un cierto predominio de los aspectos referentes a las épocas más recientes (helenística, romana y copta) sobre lo que es la época faraónica en sentido estricto. Este rasgo se debe probablemente a la trayectoria científica previa del autor, que hemos mencionado antes, pero también a un hecho paradójico: fueron los autores griegos y romanos quienes observaron la peculiaridad del Nilo, del fenómeno de la crecida y su singularidad dentro de la estación más seca y calurosa. Para los egipcios el Nilo era un fenómeno dado, estuvo ahí desde siempre y representaba el orden cósmico. Lo chocante eran los cursos de agua que invertían el recorrido del Nilo (piénsese en la estela de Naharina colocada por Tutmosis I, donde alude al Eúfrates como el «agua que retrocede y baja subiendo» ya que su curso tenía el sentido contrario al del río de Egipto). Eso sí, conscientes de la vital importancia del río y su crecida para el propio mantenimiento de la civilización, los egipcios plasmaron sus creencias en torno al río en una rica mitología en la cual, además de Hapi, divinización de la crecida misma, participaban también dioses principales del panteón, como Osiris, Khnum, Amón, etcétera.
Como señala el propio autor, el libro se organiza en cuatro partes que son hasta cierto punto independientes entre sí, priorizando un enfoque temático sobre el enfoque cronológico (p. 33: habla de «teselas» y «mosaico»). Aunque reconocemos que una estructuración de este tipo puede favorecer la lectura para las personas no profesionales de la Historia Antigua, sin embargo creemos que dentro de cada parte una exposición cronológica de las fuentes y los documentos habría ayudado mucho a la claridad de la exposición, por más que a veces los documentos más antiguos no sean los más evidentes y ciertamente documentos de época grecorromana o cristiana sirven para comprender con mayor claridad determinados fenómenos.
La parte primera, «El Nilo en la memoria del mundo grecorromano», estudia el impacto que causó en los griegos, primero, y los romanos, después, el curso del Nilo, enorme en términos absolutos, pero mucho más si se comparaba con los modestos cursos fluviales de Grecia o Italia, y, sobre todo, en los intentos de conocimiento geográfico y de explicación del fenómeno más característico: la crecida. Toda esta parte está escrita con una gran erudición y un dominio excelente de los textos clásicos. En definitiva, los distintos autores, tanto aquellos que visitaron Egipto, como Elio Arístides, Séneca o el cónsul de Francia Benoît de Maillet, como los que no lo hicieron (Plinio el Viejo y tantos otros) no hicieron sino certificar la afirmación herodotea de que Egipto era un «don del Nilo» (II, 5, 5: dóron tou potamou). Como muy bien expresa el autor, «sólo en el marco de las conjeturas sobre la génesis de la crecida anual del Nilo algunos autores grecorromanos se interesaron -en muy escasa medida- por la ubicación de las fuentes del Nilo» (p. 64). Es en este contexto en el que se produjeron distintas expediciones geográficas, las más destacadas de las cuales tuvieron lugar bajo los reinados de Ptolomeo II, de Augusto (por obra del praefectus Aegypti, C. Petronius) y de Nerón (de la que se hicieron eco tanto Séneca como Plinio el Viejo). Ninguna de ellas, sin embargo, llegó a conocer, dadas las dificultades geográficas, el auténtico origen del curso del río, en el lago Tana, origen del Nilo Azul que es, de los distintos cursos de agua, el que aporta mayor caudal. En este punto Aja inserta un debate acerca de la ubicación y la identificación de la denominada «isla de Meroe» por los autores antiguos (Estrabón, Diodoro Sículo, Mela, Plinio, Elio Aristides y Heliodoro), que estaría situada en la región donde confluyen con el Nilo dos de sus afluentes orientales, denominados por el autor de Amasia Astasobas y Astoboras, identificados por H. L. Jones con el Atbara y el Nilo Azul en base a la interpretación del texto extraboniano de la preposición hyper («más allá de»). En nuestra opinión, es convincente la hipótesis de Aja, que él mismo acota con «demasiadas preguntas y demasiadas incertidumbres», de que Estrabón se sitúa en la perspectiva del río, es decir, mirando de sur a norte, y que la ciudad de Meroe se halla más allá de la confluencia del Astobaras y el Nilo, y que se debe identificar el primero de ellos con el Nilo Azul, no con el actual Atbara, cuya confluencia se sitúa en la actual Jartum (p. 88).
La segunda parte («La crecida en el Egipto faraónico») estudia las creencias religiosas de los egipcios relacionadas no tanto con el río en sí cuanto con el fenómeno de la crecida y la inundación, que simbolizaron en el dios Hapi. «En el fondo de esta cuestión -dice J. R. Aja- está presente el fenómeno cultural que recorre las páginas de este libro, esto es, la consideración absolutamente esencial que tuvo el agua en sí misma en la religiosidad de la civilización egipcia». En este sentido, las aguas del Nilo eran vistas como una manifestación particular del Nun u océano primordial que rodeaba la tierra, del cual en última instancia procedían las aguas del cielo y, en general, todos los elementos húmedos que servían para germinar la vida. Esta concepción egipcia parece ser el origen de la creencia griega en el Okeanós o corriente de agua dulce que rodea toda la tierra y que hallamos ya en los poetas épicos, Homero y Hesíodo, y en los primeros escritores de periplos. A pesar de que Aja presenta como dos concepciones contrapuestas la concepción egipcia del Nun, como principio supremo de creación, vida y regeneración, y la concepción griega de Okeanós como algo estrechamente vinculado a la escatología y el inframundo (p. 131), él mismo da abundantes pruebas de que en Egipto también existía una relación entre el océano primordial y el mundo de los muertos, por cuanto que lo que se ansiaba era, precisamente, la resurrección o pervivencia en el Más Allá, que fue una obsesión de la civilización egipcia en todas las épocas. Así, por ejemplo, se puede comprender la representación del Nun con las aguas de la vida terminando en el signo ankh (vida) en el interior del sarcófago de Pacheriesanet, datado en la baja Época (p. 127, fig. 9), o la demanda de un soldado griego enterrado en Tebas de que se viertan sobre su tumba unas gotas de agua fresca del Nilo o del Océano (p. 135). Este concepto de «agua fresca» «agua de vida», su significado religioso y su uso ritual es analizado más adelante en la parte tercera. La segunda parte, que es la que estamos resumiendo, todavía estudia de manera muy detallada, con gran número de textos y de imágenes que son realmente muy útiles, el dios Hapi, divinización de la crecida, y los otros dioses ligados a la inundación. Dado el carácter fundacional de la crecida, que creaba literalmente cada año el suelo de Egipto, las distintas teologías locales asociaron a sus respectivos dioses con la inundación para subrayar de esta manera su papel de dioses creadores. De esta manera surge un culto al dios Khnum en la primera catarata, a Osiris-Sepa en el nomo de Heliópolis y a Amón en Tebas, donde se sitúa otro lugar de origen o irrupción de la crecida. Los egipcios eran conscientes de que una crecida anormal, tanto por defecto como por exceso, representaba problemas, hambre y carestía. De esta manera, aunque los textos citados por el autor corresponden en su mayor parte a época grecorromana (Estrabón, Plinio, Libanio, etc.), los egipcios se procuraron desde fechas muy tempranas mecanismos de medida y control del agua de la crecida que permitieran una planificación óptima de los recursos hídricos o, en todo caso, una prevención de los defectos o excesos de la crecida. Las medidas anuales dadas en la piedra de Palermo demuestran que ya desde el Reino Antiguo existían mecanismos de medida. El estudio de los nilómetros y codos nilóticos con que finaliza esta parte, aunque es ajeno al ámbito estrictamente religioso, resulta sumamente interesante.
La parte tercera, «Las aguas mágicas del Nun: utilización religiosa» analiza todos los aspectos relacionados con la manipulación religiosa del agua en la religión egipcia, partiendo del concepto de «agua fresca» (kbh kbhw) como aquel agua que procedía del Nun y era recogida durante la crecida anual. Las ofrendas de «agua fresca» tenían un papel destacado en el culto funerario. Se analizan las escenas de libación representadas en los templos, así como los tipos de recipiente que se utilizaban para la recogida, transporte y utilización del agua del Nilo, entendida como emanación del agua del Nun. También se estudian las figuras míticas de la diosa-árbol que aparece como donante de «agua fresca». La difusión de los cultos mistéricos de origen egipcio (Isis y Serapis principalmente) extendió el uso de las supuestas aguas nilóticas fuera de Egipto, en aquellos lugares donde se construyeron iseos y serapeos. En este contexto, se discute la difusión de las creencias relacionadas con el agua del Nun más allá de Egipto, en el mundo sirio-palestino y en el mundo griego. En particular se discute con gran lujo de detalles la evolución de las fórmulas funerarias en que se ofrece agua de Osiris como agua fresca o agua de vida al difunto. Un apartado importante se dedica al análisis de la mención en las laminillas órficas de la laguna de aguas frescas que apaga la sed del difunto y le permite alcanzar el destino especial que le está reservado al iniciado. Para el autor, a pesar de que subsisten algunos problemas, la fórmula órfica de petición de agua no fue una elaboración propia del orfismo , sino el producto de un préstamo foráneo, probablemente egipcio (p. 318). Es cierto que resulta muy difícil determinar los canales concretos a través de los cuales se transmitirían estas ideas desde el mundo egipcio al mundo griego, y el recurso a un «magma» o una «koiné» de creencias en torno al agua, a la que se remiten distintos autores, y entre ellos el propio Aja, a nosotros nos parece una explicación insuficiente por su misma vaguedad.
En la cuarta y última parte, «Deus sanctus Nilus. El Nilo en el Egipto romano y cristiano», se analiza la evolución de las creencias religiosas sobre el Nilo con posterioridad a la victoria de Octavio en Actium y la subsiguiente conquista de Egipto. Es sobradamente sabido que Augusto y los emperadores sucesivos, lo mismo que los lágidas anteriormente o los reyes persas, asumieron la titulatura y la iconografía faraónica tradicionales. El emperador, lo mismo que los reyes anteriores, apareció también como el autor de la crecida mágica del río. La novedad más importante de este periodo es la divinización del río, el theos Neilos, deus Nilus, que no es una creación egipcia, sino romana. Durante todo este periodo existió un culto público al Nilo, fomentado y amparado por el poder político, mientras que la devoción popular se dirigió hacia Hapi, el dios tradicional de la inundación. Esta situación dúplice se simplificó con el triunfo del cristianismo. Aunque la nueva religión, naturalmente, no podía tolerar más culto que el tributado al Dios único, absorbió numerosas prácticas, fiestas y creencias procedentes de la antigua religión nilótica. Expresión de esta absorción fue la guarda y custodia del codo nilótico, emplazado en el templo de Serapis de Alejandría, en las principales iglesias cristianas de la ciudad.
La obra se completa con unos amplios índices de fuentes y documentos citados, de nombres y de lugares.
En resumen, estamos en presencia de un libro denso, ricamente documentado, tanto por la abundancia de fuentes literarias citadas, como por la cantidad de ilustraciones, con una amplísima bibliografía, que en muchas ocasiones excede lo que su título anuncia: el papel del Nilo en la religiosidad antigua.
Manuel Salinas de Frías
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