Rībot, Luis e Iñurritegui, José Ma (eds.), Europa y los tratados de reparto de la Monarquía de España, 1668-1700, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, 2016, 338 pp., isbn: 9788416647583.
Doi: http://dx.doi.org/10.5944/etfiv.2017.20429
La Guerra de Sucesión Española ha protagonizado un buen número de publicaciones durante los últimos años. Sin embargo, lo acontecido durante las décadas que la preceden continúa relegado a un discreto segundo plano. Es ahí donde se nos presenta esta necesaria publicación, que gira en torno a la cuestión que sobrevuela la política internacional europea durante las últimas décadas del siglo XVII: la sucesión a la Monarquía española, y, en consecuencia, las condiciones a pactar entre las distintas potencias implicadas para una transición pacífica. La fantasmagórica presencia de Carlos II permitía adivinar un conflicto que presentaba unas condiciones apriorísticas difícilmente proyectables para las chancillerías europeas, augurando una guerra a una escala desconocida, con un devenir igualmente imprevisible. Ante una problemática diferente, la de gestionar la herencia del mayor imperio de la época, se abrieron canales alternativos a la guerra, incluso cuando dichas potencias se hallaban enfrentadas entre sí. En este libro se analizan las distintas negociaciones abiertas por los actores interesados en evitar un conflicto generalizado, unos actores los cuales tienen fundadas razones para contemporizar y jugar con las distintas combinaciones que se abren durante dichos procesos de negociación, al considerar que tienen mucho que ganar -y que perder- una vez falleciese el frágil monarca.
La introducción, a cargo de José María Iñurritegui, plantea sucintamente dicha problemática, para fijar las tres fechas clave que marcan este periodo: 1668, 1698 y 1700, años en los que se rubrican los tres tratados de partición, que, como se muestra más adelante, no son sino los acuerdos más sofisticados, y de mayor alcance, del continuo ir y venir de propuestas y contrapropuestas que recorre las cortes europeas durante el reinado de Carlos II. Tanto es así, que trascienden el secretismo inicial para convertirse en objeto de interés de autores contemporáneos, los cuales convierten la cuestión en un tema de alcance para una primitiva opinión pública, como vemos en los textos, tomando partido, de autores como Defoe, Davenant, Fenelon o Leibniz. El impacto, recorrido y precedente creado por dichos movimientos diplomáticos se adentraron en el siglo XVIII suscitando el debate sobre cuestiones tan delicadas como la indivisibilidad de la soberanía, manifestada en la intromisión de terceras potencias en cuestiones internas de otros estados, en este caso la Monarquía española, como vemos en los comentarios que realiza el propio Voltaire. Eclipsados por las paces de 1648 y 1713, los tratados de partición merecen así una puesta en valor en el estudio de la diplomacia y las relaciones internacionales de la Europa que se columpia entre los siglos XVII y XVIII, sabedora de que, en cualquier momento, la cuerda puede romperse.
El capítulo primero, escrito por Luis Ribot, se articula muy didácticamente en torno a ocho puntos cuyo hilo conductor es la inteligencia política de Luis XIV, quien, con una tenacidad implacable, considera el autor, controló las negociaciones gracias a su «enorme inteligencia política». Ribot toma así al monarca francés como eje en torno al cual gravitan el resto de interesados -Guillermo de Orange, Leopoldo I, Maximiliano de Baviera, Daniel . Heinsius, .etc-, .los. .cuales van reaccionando con mayor o menor improvisación al albur de las posibilidades que les brinda Luis XIV, quien a su vez se presenta como el único soberano europeo que cuenta con una estrategia fija a largo plazo, la cual consiste en obtener una serie de territorios largamente ambicionados por Francia -los Países Bajos españoles, Sicilia y Nápoles, Navarra, Luxemburgo, Milán, etc- y en aislar a la rama austriaca de los Habsburgo de las potencias marítimas, es decir, Inglaterra y la Provincias Unidas. Un tercer objetivo, la aspiración a la totalidad de la herencia de Carlos II para uno de sus descendientes, quedaba como una tentación lejana, fruto de ese realismo que atribuye Ribot a Luis XIV, impuesto en cualquier caso por la necesidad de sumar apoyos a cambio de mercadear territorios de la Monarquía Hispánica, y por la aparición en la década de 1690 de José Fernando de Baviera, príncipe en cuya figura parecían solucionarse gran parte de los problemas que planteaba el despiece del Imperio español. Estos objetivos variaron durante las cuatro décadas de incansable actividad diplomática francesa, y Luis XIV supo modular sus ofertas y demandas con los distintos interlocutores que fueron sucediéndose, hasta recibir la noticia del último testamento de Carlos II. Este golpe teatral a cuatro décadas de intrigas replanteó bruscamente la estrategia del monarca francés, apostando por una gran jugada «ambiciosa y poco sensata», y echando por tierra el delicado equilibrio buscado a través de una voladura controlada de la enorme herencia dejada por Carlos II. No obstante, la inteligencia política de Luis XIV, quien supo jugar con el resto de interesados en el reparto de la Monarquía para saciar sus propias apetencias, resulta de enorme interés, y ello es desarrollado por Ribot en dicho primer capítulo.
Frederik Dhondt toma el relevo para analizar la transformación legal de la sucesión de la Monarquía, y la resolución de la misma, un proceso que define como «un hito del derecho internacional», con el objetivo de «poner de relieve la prolongada tendencia a las negociaciones que condujo al acuerdo de 1713». Para ello parte de una revisión del impacto real de las paces de 1648, que no sólo no pusieron fin a la guerra entre España y Francia, sino que tampoco aportaron estabilidad al resto de Europa. Precisamente con la Paz de los Pirineos de 1659, que ponía en apariencia fin a la particular Guerra de los Treinta Años entre ambas potencias, no hacía sino abrirse un nuevo capítulo en la secular rivalidad hispanofrancesa. Dhondt profundiza en las capitulaciones matrimoniales de la unión entre Luis XIV y María Teresa, origen de las aspiraciones y expectativas del monarca francés para con la sucesión española, abordando los argumentos a favor y en contra de una herencia francesa tanto por parte de los diplomáticos y juristas franceses como españoles e imperiales, una muy apreciable y necesaria labor para comprender los vericuetos de la tan manida dote de la hija mayor de Felipe IV. En esta primera etapa de reclamaciones y pugna por la Corona española parecía primar una lógica estrictamente legalista por encima de la una más abierta interpretación que abogase por la solución más conveniente para las distintas partes interesadas, segunda fase que alcanza su clímax en los años finales de la década de 1690. Es así como Dhondt llega a la conclusión de que el monarca francés «entendía que le podía resultar conveniente disminuir sus reclamaciones y asegurarse una parte de la herencia (...) si eso significaba reducir el botín de los Habsburgo», imponiéndose una política posibilista.
Pero, además, y he aquí la cuestión de mayor calado, dichos tratados elevaban el problema sucesorio por encima de los derechos sucesorios, es decir, del derecho privado, y del ámbito interno español, léase del derecho público nacional, imponiéndose nuevas lógicas, hasta el punto de afectar al testamento final de Carlos II, el cual «no hacía absolutamente ninguna mención a los fundamentos legales, en base a los cuales podía ignorarse la voluntad de Felipe VI», siendo una decisión política, que, paradójicamente, derivó en la guerra que la diplomacia europea había intentado evitar mediante los tratados de reparto. No obstante, durante la Guerra de Sucesión la vía de la solución negociada no fue abandonada, y finalmente desembocó en los tratados de Utrecht. Se institucionalizó la impracticabilidad de llevar a cabo una política exterior o dinástica de forma unilateral, lo cual virtualmente evitaba la aparición de un poder hegemónico, ciñéndose dicha política de los estados «en unos términos mutuamente aceptados: el lenguaje legal de los tratados». Lucien Bély realiza una lectura que introduce en la ecuación el punto de vista español, situando los intereses de la aristocracia española en contraposición al «idealismo político» de unos tratados de partición de la Monarquía tan medidos como teóricos, una «recomposición geopolítica global» que estaba condenada, como así ocurrió, a chocar con la realidad. Para Bély, ni siquiera la solución ideal, una tercera vía representada por José Fernando de Baviera, contentaba plenamente a todos los interesados, empezando por Madrid, donde el ideal siempre fue la indivisibilidad de la herencia de Carlos II. Finalmente, la presión de la alta nobleza española, la cual llega a la conclusión de que la única manera de preservar los intereses creados en torno al aparato político-administrativo-militar hispánico encarnado por ellos mismos reside en la conservación de la integridad de la Monarquía, lo cual pasa necesariamente por el apoyo de Luis XIV mediante el nombramiento del duque de Anjou como heredero universal.
De manera muy significativa, Bély subraya la postura de Guillermo de Orange, para quien, si bien la renuncia de María Teresa sí era válida, la sucesión no podía ser «regulada por abogados o juristas», es decir, un debate jurídico tenía escaso peso frente «a las imposiciones y los imperativos geopolíticos». De lo cual podemos deducir, observando el trabajo lobista de los embajadores francés y austriaco en los años finales del siglo XVII, una ilustrativa desconfianza en la vía diplomática. Es el delicado papel jugado por embajadores y diplomáticos el tema abordado por Daniela Frigo. En relación con los capítulos anteriores, donde se analiza la evolución de la diplomacia europea, Frigo convierte al diplomático en testigo privilegiado del cambiante discurrir de la política internacional, personificada en una serie de diplomáticos europeos los cuales teorizan sobre su función como negociadores al servicio del Estado. En este proceso se afirman los «instrumentos y procedimientos de las relaciones entre los estados, y se definen principios y normales legales» que establecen el rol del diplomático, el cual deja atrás «el comportamiento del buen embajador» y se centra en «los problemas y cuestiones prácticas». Es decir, a comienzos del siglo XVIII, cuando las potencias se encuentran en conversaciones para gestionar el fin de la Guerra de Sucesión Española, Frigo considera haberse producido un notable cambio respecto a «la rigidez y las complicaciones de ceremonial de las negociaciones de la Paz de los Pirineos», instituida la práctica de acudir a las cumbres oficiales con una gran parte de las decisiones pactadas en reuniones previas. Es ahora cuando se define un «perfil objetivo» del diplomático y de la ciencia de las relaciones internacionales, entendida «como una forma de gestión de conflictos basada en el análisis de informaciones sobre derechos, intereses y decisiones políticas». Una sofisticada cultura diplomática dieciochesca basada en unas reglas del juego comunes tiene, así, su perfeccionamiento en la crisis sucesoria española.
Si bien el personaje que marca todo este periodo es Luis XIV, el monarca francés tendrá un importante antagonista en la figura de Guillermo de Orange. Las relaciones anglo-francesas son analizadas por David Onnekink, quien cuestiona la interpretación tradicionalmente dada por la historiografía a las negociaciones llevadas a cabo entre Luis XIV, Orange y sus representantes. Frente a una lectura considerada por Onnekink como determinista por plantear la Guerra de Sucesión Española como una deflagración inevitable, el autor rebate dicha visión exponiendo las contradicciones de la misma, en especial en la figura de Orange. Lejos de un monocromático héroe whig, nos aparece un monarca no tan diferente a Luis XIV en su concepción del poder y las relaciones internacionales, favorable a una solución negociada a la crisis sucesoria, pero, al mismo tiempo, limitado por una serie de problemas domésticos de la política británica. Es decir, el reforzado parlamentarismo inglés, la amenaza latente de un intento de recuperar el poder por parte de los partidarios de la causa jacobita y la propia división interna entre un sector aislacionista, y un sector intervencionista. La necesidad de recabar apoyos parlamentarios para sostener un ejército permanente y poder hacer frente a Francia, debilidad que era conocida por Luis XIV, obligaban a Orange a negociar con el Rey Sol. Al mismo tiempo, el monarca francés, considera Onnekink, era consciente de sus debilidades, estando dispuesto a negociar con ingleses y neerlandeses el reparto de la Monarquía española. Es lo inesperado del testamento de Carlos II lo que empuja a Luis XIV a una serie de maniobras que desembocan en una guerra no buscada por las potencias marítimas. Así, el autor deja lugar a la contingencia, al desarrollo inesperado de los acontecimientos que llevan a bruscos giros de guion sobre el encorsetamiento de los tratados de partición, para exponer las razones por las cuales, si bien una guerra a gran escala era factible, ésta no estaba condenada a ocurrir. Tal y como concluye, ambos soberanos «lograron un acuerdo, pero esta alianza se volvió poco atractiva para Luis XIV, debido al cambio de circunstancias», invitando al lector a revisar la «visión determinista de la historia que no deja espacio para las sutilezas de las relaciones internacionales ni para las posibilidades de un cambio de política».
José María Iñurritegui pone el foco sobre los textos que escriben distintos juristas y anónimos, lejos de las decisiones pactadas en las altas esferas del poder, que, sin embargo, muestran una lectura inteligente y acertada de los acontecimientos por parte de sus autores, los cuales evolucionan en sus comentarios sobre la crisis sucesoria según esta va desarrollándose. La enormidad, y lo novedoso, del problema, el que «la negación de la integridad territorial de la Monarquía, su unidad, hubiera de ser contemplada como el imperativo constitucional básico», llegó a los textos políticos que se escribían en España. Iñurritegui comenta una serie de textos escritos en los meses críticos de 1700, de gran interés, donde se debate el derecho a la sucesión y la propia soberanía de España, textos que muestran un profundo conocimiento de la cultura política nacional. El problema del monarca sin hijos que declara un sucesor, sin referentes cercanos a los que atenerse, hacer surgir cuestiones de enorme interés, retomando «la organización política desplegada por Juan de Mariana», por la cual el monarca recibe del «pueblo su potestad en virtud del primer pacto o consentimiento» con el mismo. Esa naturaleza absoluta de la potestad del monarca para nombrar un sucesor se cuestiona, evidenciando esa «cierta cultura constitucional» a la que se refiere Iñurritegui. Estos escritos defienden la unidad de la Monarquía, ente con una «identidad histórica» basada en la unidad religiosa y dinástica, ese «genuino depósito histórico», cuya destrucción significaría el fin de la independencia de España, tutelada por otras potencias y, por ejemplo, la expansión del protestantismo en América, temores que parecían verse confirmados según llegaban las noticias de las conversaciones y tratados de reparto. Es mediante este proceso como Ibáñez de la Riva, entre otros, llegaba a la conclusión, «en un congruente ejercicio de realpolitik», de que Francia, gigante católico, puede ser la tabla de salvación de España. El temor a una monarquía universal y el primitivo constitucionalismo patriótico de parte estos escritos quedaban aplastados por el peso de los acontecimientos, sin dejar de ser un muy ilustrativo e interesante vistazo al pensamiento político español, lejos de las decisiones tomadas en Versailles, Whitehall o el propio Alcázar.
Christoph Kampmann aporta la dimensión austriaca de la cuestión sucesoria, personificada en la figura de Leopoldo I. Lo hace reivindicando la figura del Emperador, contraponiendo al personaje creado por la historiografía tradicional, el de un monarca inseguro y que rehusaría los conflictos, con una realidad mucho más dinámica. El tratado de partición de 1668 resultaba potencialmente escandaloso, ponía en pie de igualdad al Borbón reconociendo su derecho a participar en una cuestión considerada como familiar, y evidenciaba la debilidad de Austria, la cual implícitamente reconocía no poder hacer frente a la totalidad de la herencia. Sin embargo, la agresividad francesa durante las décadas de 1670 y 1680, que desembocó en la formación de una gran coalición en la Guerra de la Liga de Augsburgo en 1689, así como otras acciones llevadas a cabo por Luis XIV, caso del recrudecimiento del control sobre la minoría hugonota, hicieron que la miríada de territorios del Imperio, así como las potencias marítimas, girasen la vista hacia Viena. Además, los éxitos cosechados frente a la invasión islámica en Centroeuropa y los Balcanes reforzaron enormemente el prestigio imperial. Esta confianza en sus posibilidades militares y en la adhesión de terceras potencias a la causa del archiduque llevó una relajación diplomática evidenciada en el descuido sobre las relaciones con Madrid y en la marginación sufrida durante las conversaciones para el reparto de la Monarquía de 1698-1700 entre Luis XIV y Guillermo de Orange. Esos errores de cálculo serían eclipsados por los cometidos por el propio Luis XIV entre 1700 y 1702, quien «prácticamente obligó a Inglaterra y a los Países Bajos a oponerse a la idea de que el patrimonio íntegro de la Corona española recayera en la Casa de Borbón», pero no podemos olvidar que es Leopoldo I quien ordena invadir Milán en 1701 y quien, por lo tanto, «impugna la sucesión de Felipe V». La rápida sucesión de acontecimientos llevó a que el Imperio y las potencias marítimas volviesen a las «condiciones contractuales de 1689», convertida en una «colosal e imprevista victoria de Leopoldo». Así, para Kampmann, Leopoldo I se nos muestra como un formidable rival para Luis XIV, igualmente ambicioso y tenaz. Una de nuevo interesante aportación para, en este caso, un personaje relativamente ignorado por la historiografía española, pero clave para entender la complejidad de la política internacional europea de finales del setecientos y su dramática desembocadura en la Guerra de Sucesión Española.
David Martín Marcos se ocupa del papel que interpreta Portugal en el drama sucesorio hispano, tomando como referencia los acuerdos de 1668, 1698 y 1700 para rastrear las aspiraciones de los Braganza de reinar sobre una hipotética Monarquía hispana. Si bien se parte de, en palabras de Martín Marcos, una situación paradójica, como es el mismo momento en el que España reconoce la independencia de Portugal, las, remotas en todo caso, opciones de que un Braganza reunificase ambas monarquías sobrevolaron tímidamente Europa. Portugal había sido reconocido por la rama austriaca de los Habsburgo, y su independencia había sido vista con buenos ojos tanto por Inglaterra como por Francia. Por ello, la política de perfil bajo adoptada durante los reinados de Alfonso VI y Pedro II, como la otorgada por las potencias europeas que pasaron por alto a Portugal en las negociaciones para el reparto de la Monarquía española, unida a una política matrimonial frustrada y a la caída en desgracia del conde de Oropesa en 1699, en torno al cual podía entreverse un trémulo partido portugués, nos muestra las limitadas opciones de que un Braganza sucediese a Carlos II. No obstante, esta hipotética tercera vía, fallecido el candidato Witteslbach, surgida la oportunidad, con América en juego, tuvo cierto predicamento en las Provincias Unidas e incluso Francia, y en la propia España, si bien a un nivel oficial se jugase al equívoco. Esa «capacidad contemporizadora de la corte de los Braganza» permitía entender a la Corona portuguesa que, si bien aspirar a la sucesión era irrealizable, sí era posible formar parte del reparto y con ello entrar como miembro de pleno derecho en el concierto internacional. Así es como debemos interpretar, desde un estricto posibilismo, primeramente, el acuerdo alcanzado con Francia y España en 1701, y la posterior apuesta por una alianza con Inglaterra y la causa del archiduque inmediatamente después. Si bien en lo militar la Guerra de Sucesión Española extenuó al tintineante ejército portugués, gracias al realismo de la política exterior de los Braganza, «el ya rey Juan V pudo al menos vanagloriarse de haber alcanzado equidad ante su homólogo español», logrando sentarse en Utrecht.
Christopher Storrs analiza el papel de otro actor secundario en la crisis sucesoria: Saboya. Storrs plantea la cuestión a partir del interrogante que surge en torno a la marginación de una candidatura saboyana al trono de España, si, en muchos sentidos, se trataba de una propuesta ideal, tanto por ser una casa secundaria que no ponía en riesgo la estabilidad europea como por tener unos razonables derechos dinásticos, contemplados, de hecho, en el testamento de Felipe IV. Para explicar la marginación de Saboya en los tratados de partición, el autor toma la evolución política de la Inglaterra gobernada por Guillermo de Orange como explicación necesaria. Es decir, el proceso abierto en 1688 con la expulsión de Jacobo II al cual sigue la entrada británica en 1689 en la Guerra de la Liga de Augsburgo y que concluye en el interludio tras la paz de Ryswick en 1697 y la declaración de guerra a Luis XIV en 1702. Es durante ese periodo cuando Orange tiene que defender su política exterior frente a un amplio sector de la política inglesa que rechaza el papel de arbitraje que estaba adquiriendo Orange en Europa y que involucraba, por ejemplo, el mantener un ejército permanente, cuestión identificada con el absolutismo en un momento de reivindicación del parlamentarismo y de, como resume Storrs, velada guerra de sucesión inglesa, pues la ahora oposición jacobita conservaba opciones de restauración, con las implicaciones que ello conllevaba. El gran valedor de la causa jacobita era, precisamente, Luis XIV, conocedor de la división e inestabilidad inglesa. Orange, consciente del escaso apoyo que tenía su política exterior, negoció al margen del Parlamento con su gran rival, lo cual a la postre supondría una grave crisis política cuando esto fuese sacado a la luz en la Cámara de los Lores en 1701. Es aquí, revelado el contenido de los tratados de partición entre Luis XIV y Orange, donde Storrs saca a relucir el «enigma» que supone Saboya. Para el autor Víctor Amadeo II sufrió una marginación premeditada por parte del neerlandés, quien se tomó así su particular venganza ante Víctor Amadeo, quien pese a entrar en la Gran Alianza al inicio de la Guerra de los Nueve Años, había firmado una paz separada con Francia en 1696. El cierre de este sideshow permitió a Luis XIV reorientar el conjunto de sus fuerzas y acelerar el fin de la guerra un año después. La política matrimonial de enlaces entre los nietos de Luis XIV, los duques de Borgoña y Anjou, con las hijas de Víctor Amadeo, en 1697 y 1701, no hicieron sino confirmar la impresión de Orange. Un «resentimiento» que Luis XIV estaba dispuesto a asumir «interesadamente», pues prefería la opción bávara y consideraba a Víctor Amadeo ambicioso y capaz escapar a su control. Ni siquiera el fallecimiento de José Fernando de Baviera supuso un cambio de actitud notorio en la actitud francesa e inglesa respecto a Saboya, y la muerte de Carlos II paralizó bruscamente su inclusión en posibles modificaciones del último tratado de reparto. En esta ocasión Saboya comenzó la guerra en el bando borbónico, pasándose a los Aliados en 1703. En los estadios finales de la guerra se barajaría al duque como rey de España, y el ya rey obtuvo pingües beneficios en Utrecht, pero, como concluye Storrs, el control de Orange sobre la política exterior, antes de que el Parlamento fiscalizase la misma, condicionó por completo sus opciones de heredar la Monarquía española.
Antonio José Rodríguez Hernández pone en valor el peso del ejército de Carlos II en la escena internacional, mediatizada por el poderío militar francés. El «desinterés por el estudio de la derrota», y el peso en la historiografía de la «noción de decadencia» en una solución simplista a la hora de explicar la complejidad de la situación, nos lleva a la necesidad de revisar este prejuicio en línea con estudios más recientes y con la documentación disponible. A través de fuentes tanto españolas como extranjeras se deshace el largamente asentado prejuicio de la debilidad del ejército de Carlos II en cuanto al número de tropas. Tanto es así, que, amén de los importantes contingentes de tropas extranjeras, y la evolución de los mismos, virando hacia una mayor independencia para con la Monarquía, España continúa aportando un flujo constante de hombres. Reconociendo la decreciente calidad de la recluta, no se puede, en cualquier caso, infravalorar el esfuerzo bélico realizado por España durante el reinado de Carlos II, ejército que, tal y como se nos explica, experimenta un proceso de «españolización», y del que será heredero, nunca mejor dicho, el ejército de Felipe V. Asimismo, la igualmente asentada idea de un atraso en la industria española a la hora de suplir de vestido y armamento al ejército se nos muestra también inexacta. Es así como Rodríguez Hernández concluye que los grandes problemas de la Monarquía fueron, en primer lugar, la dispersión de efectivos fruto de la enormidad territorial, y por consiguiente de los múltiples frentes de guerra que había que atender, y, más acuciante, la escasez de fondos. La dificultad de encontrar crédito, la devaluación monetaria y la deuda de una Monarquía que no podía desmovilizar gran parte de los ejércitos por la constante amenaza que suponía el gigante francés fueron la gran debilidad de España. Esta percepción de debilidad, simbolizada en su espectral monarca, ese «descrédito progresivo de las armas españolas», llevó a los aliados de España a, ya en la década de 1690, plantear seriamente una detonación controlada de la Monarquía. Con todo, se insiste en el papel central jugado por España durante las guerras contra Luis XIV y la conservación de la práctica totalidad de los territorios que hereda Carlos II de su padre. Es decir, si bien la crisis es profunda al final de la vida de Carlos II, esta debe ser matizada, y en dicha corrección su ejército sale profundamente reforzado.
La obra concluye con la transcripción de los tres tratados de partición. El estudio introductorio, a cargo de Julio Arroyo Vozmediano, hace hincapié en la excepcionalidad de esta publicación, donde por primera vez se recogen en castellano dichos tratados. El análisis de los mismos nos muestra una clara división entre el tratado de 1668 y los tratados de 1698 y 1700. El primero, suscrito en secreto por Luis XIV y Leopoldo I, presentado «abiertamente como un supuesto de sucesión paccionada», enfatiza la relación de consanguinidad, reconociendo ambas partes su derecho al reparto de la herencia de Carlos II en caso de que este falleciese sin herederos, así como la aceptación de la situación a la muerte de Felipe IV en cuestiones como la independencia de Portugal o las adquisiciones francesas en los Países Bajos. El tratado de 1698, al igual que el de 1700, supone un cambio ilustrativo de la deriva de los acontecimientos, tal y como se desarrolla en los distintos capítulos que preceden al análisis de Vozmediano. Luis XIV continúa siendo una de las partes, pero a Leopoldo I le sustituyen las potencias marítimas, personificadas en la figura de Guillermo de Orange. La justificación o «construcción lógico-jurídica» es ahora la de evitar un conflicto de escala y consecuencias impredecibles, dejando de lado los reparos dinásticos del primero para lo que Vozmediano considera una «directa invocación a la razón de Estado». El fallecimiento del príncipe electoral José Fernando conllevó una revisión del tratado de 1698, firmado en Londres el 3 de marzo de 1700, con pequeñas variaciones, aumentando la presión sobre Leopoldo I para que aceptase lo resuelto por Francia y las potencias marítimas. En cualquier caso, encontramos tanto en 1668 como en 1698-1700 un mismo problema de fondo: la ausencia de una «instancia supranacional jurisdiccional o política» que pudiese ejercer un arbitraje, y, en consecuencia, la falta de «un ordenamiento jurídico positivo de derecho internacional» que estableciese unas reglas del juego. De ahí que, ante unos tratados que, en esencia, yacían sobre las voluntades y estrategias de las distintas potencias, la pervivencia de los mismos resultase improbable en, tal y como insiste Vozmediano, un marco legal internacional inexistente. No obstante, se defiende el precedente que sentaron en la diplomacia europea, de enorme trascendencia. Las transcripciones de los originales firmados por Leopoldo I en 1668, Luis XIV en 1698 y Orange en 1700 tienen a su vez un enorme valor, y cierran de forma impecable una publicación gran interés, que supone un esfuerzo colectivo que era a todas luces necesario para establecer la concatenación de acontecimientos que conducen a la Guerra de Sucesión, largamente desatendidos y rara vez tratados deteniéndose en la multiplicidad de actores involucrados de forma simultánea en el drama sucesorio.
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Rībot, Luis e Iñurritegui, José Ma (eds.), Europa y los tratados de reparto de la Monarquía de España, 1668-1700, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, 2016, 338 pp., isbn: 9788416647583.
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1 Universidad de Navarra