Resumen: Superadas las primeras décadas del siglo XX, y coincidiendo con la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940), escritores protomarxistas mexicanos como Rafael Ramos Pedrueza se dieron a la tarea de impulsar un ejercicio revisionista de la historia de México. +Su particular concepción del pasado, a la luz del materialismo histórico, le permitió hacer una lectura de la conquista española y el largo virreinato de la Nueva España. Así, y en este marco contextual, el objetivo del presente artículo es analizar las aportaciones de Ramos Pedrueza en torno a estos fenómenos históricos, así como su análisis del concepto de «Madre Patria», uno de los elementos torales del pensamiento hispanista de la época. En un contexto marcado por la Guerra Civil española, y secundando su anhelo de fraternidad universal, Ramos Pedrueza hará de su idea de España -y de las «dos Españas»- una lección de obligado aprendizaje para México y el resto de los países de la América hispana.
Palabras clave: Cardenismo, España, Madre Patria, marxismo, materialismo histórico, México, Rafael Ramos Pedrueza, Segunda República Española, virreinato de la Nueva España
Abstract: After the first decades of the twentieth century, and coinciding with the presidency of Lázaro Cárdenas (1934-1940), Mexican Marxist writers like Rafael Ramos Pedrueza set out to promote a revisionist exercise in the history of Mexico. His particular conception of the past, in the light of historical materialism, allowed him to make a reading of the Spanish conquest and the long viceroyalty of New Spain. Thus, and in this context, the objective of this article is to analyze Ramos Pedrueza's contributions around these historical phenomena, as well as his analysis of the concept of «Madre Patria», one of the main elements of Hispanic thought of the time. In a context marked by the Spanish Civil War, and supporting his desire for universal fraternity, Ramos Pedrueza will make his idea of Spain -and the «two Spain»- a lesson of obligatory learning for Mexico and the rest of Hispanic America.
Key words: Cardenismo, Spain, Madre Patria, Marxism, historical materialism, México, Rafael Ramos Pedrueza, Second Spanish Republic, viceroyalty of New Spain
Recibido: 27 mayo 2020 Aceptado: 3 enero 2021
La frase Madre Patria, aludiendo a España, no puede pronunciarse sinceramente por indígenas y mestizos. Su frecuente repetición por exaltados hispanófilos provoca revanchas injustas, pero explicables, engendradoras de rencores contra toda la nación española, al evocarse a los millones de vencidos y sacrificados por los conquistadores.
Rafael Ramos Pedrueza (1937)
Rafael Ramos Pedrueza, un marxista en tiempos del cardenismo: a modo de introito
Rafael Ramos Pedrueza nació en la Ciudad de México el 2 de noviembre de 1897 para fallecer en su ciudad natal un 15 de enero de 1943 a la temprana edad de 46 años. Lamentando la noticia, al día siguiente de su muerte, el expresidente Lázaro Cárdenas escribió estas palabras en su cuaderno de notas: «El maestro Rafael Ramos Pedrueza murió ayer en esta capital. Pierde México en este modesto y valiente luchador a uno de sus hombres más significados. Escribió obras avanzadas que por su contenido social deben reproducirse».1
A pesar de su corta existencia, Ramos Pedrueza tuvo una intensa y hasta variada vida profesional. Fue historiador, ejerció el magisterio, practicó el periodismo, publicó una importante obra histórica y, entre otros aspectos más, incursionó en el ámbito de la política hasta llegar a obtener el cargo de diputado federal en 1921, concretamente en la XXIX Legislatura, donde llegó hacer alarde de sus preferencias ideológicas progresistas, así como de su admiración por el entonces presidente Alvaro Obregón.2
Eran los años 20 y México afrontaba la segunda década de su Revolución. En el concierto internacional, se vivían momentos de una difícil coyuntura histórica. Si de una parte se seguían padeciendo los estragos de la primera Guerra Mundial, de la otra el mundo dirigía su atención hacia aquella Rusia revolucionaria que había acabado con el régimen zarista en febrero de 1917 y que, tras una primera revolución menchevique y la consecuente abdicación del zar Nicolás II, ya se movía al compás de los postulados del todopoderoso partido bolchevique. Y, precisamente, uno de aquellos académicos mexicanos que con mayor interés venía siguiendo el devenir de aquella Rusia de Vladimir Lenin era el autor del que nos ocuparemos en estas páginas: Rafael Ramos Pedrueza.
Sólo al alcance de unos pocos, su juventud se forjó en la ventura de importantes experiencias vitales. A la edad de 25 años, y durante el gobierno de Obregón, la Secretaría de Educación Pública le concedió una beca de estudios que le permitió conocer diferentes países europeos y hasta residir en su admirada Rusia leninista durante el nada despreciable lapso de seis meses. Gracias a ello, Ramos Pedrueza pudo comprobar personalmente las transformaciones que se venían experimentando en un país que, durante tantos siglos, había permanecido bajo el cetro de la familia Romanov, así como el dictado de un régimen hereditario, autocrático y semifeudal. No hay duda de que esta experiencia vital acabaría marcando el rumbo de su biografía intelectual. «El movimiento más profundo que ha sacudido a la humanidad es la revolución rusa -escribió Ramos Pedrueza en 1932-, generada por la teoría económica de Carlos Marx, que tiene por médula el materialismo histórico».3
De regreso a México, Ramos Pedrueza incursionó en el campo de la diplomacia, asumiendo el cargo de embajador de México en Ecuador entre 1924 y 1926.4 Tras este breve periplo diplomático, se incorporó a la Universidad Nacional de México, donde ejerció como académico impartiendo la cátedra de «Historia de México» y de «Geografía económica», así como de «Literatura» en el Conservatorio Nacional. Acreedor del reconocimiento de sus pares, Ramos Pedrueza llegó a ser miembro del Supremo Consejo de la Alta Cultura Nacional de México. Recuperando unas palabras de Francisco Ramírez, estamos en presencia de un «orador elocuentísimo, filósofo, conferencista, pedagogo y políglota».5 Ciertamente, y como se verá más adelante, Ramos Pedrueza fue uno de los historiadores revolucionarios con mayor predicamento oficial durante aquellos años 30, en particular durante el sexenio del presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940), un mandatario al que le dedicó todo tipo de elogios.6 Para nuestro autor, la personalidad de Lázaro Cárdenas era «vigorosa, radiante y original» y su obra política, «multiforme, fecundísima y admirable».7
Desde un punto de vista ideológico, y como bien señala Carlos Illades, Ramos Pedrueza perteneció a una generación de académicos que incorporó el marxismo doctrinario de la Tercera Internacional «al pensamiento y acción de la izquierda nacional», «del que se sirvió para interpretar el desarrollo histórico». Entre ellos, hay que destacar a José Mancisidor, Gilberto Loyo, Agustín Cue Cánovas, Luis Chávez Orozco, Alfonso Teja Zabre y, por supuesto, a Rafael Ramos Pedrueza. Como apunta Illades, «la Revolución de Octubre, el fascismo, la Guerra Civil española y la segunda Guerra Mundial delimitan el contexto externo»,8 hitos históricos que se unen a otros como los prolongados efectos de la primera gran guerra mundial, los estragos de la Crisis del 29 -conocida como la Gran Depresión-, el progresivo deterioro de la cultura democrática tanto en Europa como en el continente americano y, entre otros más, la creciente vocación internacionalista del movimiento obrero mundial. No fue casual que Ramos Pedrueza formara parte de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, fundada en 1933 en la casa del artista plástico y gran grabador mexicano Leopoldo Méndez, en lo que acabaría siendo la entidad mexicana de la Unión Internacional de Escritores Revolucionarios, fundada por el Comintern en la Unión Soviética en 1930.
En el ámbito interno, estamos ante una generación de escritores protomarxistas que fue testigo de importantes transformaciones en aquel México revolucionario, desde la fundación de la Confederación de Trabajadores de México, conocida por sus siglas CTM (febrero de 1936), la transformación del Partido Nacional Revolucionario en una nueva formación política conocida como el Partido de la Revolución Mexicana (marzo de 1938) y, entre otros tantos, el que pasaría a ser el gran sitial de la memoria revolucionaria: la nacionalización del petróleo en aquella histórica fecha del 18 de marzo de 1938. A su vez, todos ellos conocieron muy de cerca el quehacer de dos de los grandes líderes del siglo XX mexicano que venían encauzando el proyecto de nación en aquellos años: el presidente Lázaro Cárdenas en el plano político y el secretario general de la CTM Vicente Lombardo Toledano en el plano sindical.
No se oculta que eran años donde el discurso político mexicano se nutría de términos afines al socialismo y al sindicalismo como consciencia de clase, unidad de la clase obrera, frente común de los trabajadores, derechos laborales, contradicciones del capitalismo y también de algunos «ismos» como socialismo y hasta comunismo.9 Sin duda, aquéllos fueron los tiempos del mayor apogeo del discurso socialista en el amplio espectro revolucionario que, muy pronto, iniciaría su progresiva decadencia, primero, con el giro conservador experimentado durante el sexenio de Ávila Camacho (1940-1946) y, de forma rotunda, a partir de febrero de 1948, cuando el ya para entonces Partido Revolucionario Institucional -tercera y definitiva nominación del partido hegemónico- renunciaría formalmente a toda comunión con los principios del comunismo en el marco de aquella Guerra Fría, una renuncia provocada, todo hay que decirlo, por las presiones recibidas desde los Estados Unidos.
En aquella fase de algidez del discurso socialista, un historiador como Ramos Pedrueza utilizó el recurso del método dialéctico -sustentado sobre el tridente hegeliano «tesis, antítesis y síntesis»- no sólo para realizar un ejercicio revisionista del pasado, sino también para madurar su particular interpretación de su tiempo presente. Como acertadamente señaló Álvaro Matute, Ramos Pedrueza fue «el principal introductor del marxismo aplicado a la interpretación de la historia de México».10 Y esto así, a pesar de que su lectura crítica de los tiempos pretéritos la hizo en clave de luces y sombras, estableciendo una línea divisoria entre partidarios y enemigos, esto es, entre buenos y malos. Bien sabía, y más si su apuesta no era ajena a las generalizaciones, que el pasado era pródigo en ejemplos y que bien podían ponerse al servicio de una enseñanza moral de las nuevas generaciones. En su opinión, y así lo dejó plasmado en uno de sus libros publicado en 1932, el estudio de la Historia era de vital importancia para cualquier país y específicamente para México, ya que «influye extraordinariamente en la concepción del mundo y de la estructura social».11
A decir verdad, la conformación de los capítulos que agruparon a sus filias y fobias -ambas por separado-, se explica en buena medida por los rasgos biográficos que definieron su personalidad. De un lado, estamos en presencia de un declarado marxista, socialista, republicano, revolucionario, masón, laico, obrerista, indigenista, obregonista y cardenista; del otro, un hombre que no dudó en manifestar su animadversión hacia el capitalismo, su frontal rechazo al fascismo y a cualquier forma de imperialismo, así como hacia toda forma de explotación humana, y más si ésta provenía de los tenedores de la propiedad y los rectores del modo de producción capitalista. Al igual que sucedió con su contemporáneo Lombardo Toledano, sus enemigos fueron reunidos y nominados bajo una vaga etiqueta llamada «reacción»12 y, frente a la reivindicación del Estado como garante de la educación primaria, Ramos Pedrueza rechazó el papel de la Iglesia como institución formadora de las conciencias humanas.13 Huelga decir que fue uno de los grandes defensores de la reforma del artículo tercero de la Constitución Mexicana por la que Estado cardenista apostaba definitivamente por una educación socialista.14
Ciertamente, Ramos Pedrueza fue uno de los grandes partidarios del Estado educador -para el caso de México, el Estado revolucionario, entiéndase- y del rol protagónico que debían asumir los maestros a la hora de difundir los preceptos revolucionarios entre las nuevas generaciones.15 Para aquel entonces, muy atrás habían quedado los sangrientos episodios donde la revolución se hacía con balas y trincheras. La doctrina y adoctrinamiento revolucionarios debían llevarse al aseado y aparente neutro escenario de las aulas, puesto que los niños de su presente tenían que ser no sólo los revolucionarios del mañana, sino aquellos que debían preservar y hasta incrementar el activo político de los preceptos revolucionarios.16 Con este nivel de elocuencia, escribió este fragmento en una de sus obras: «La Revolución Mexicana está en los maestros y estudiantes, en las aulas y centros culturales, vitalizados por la Escuela Socialista, libertadora de injusticias y fanatismos, fecundamente creadora de solidaridades, altas aspiraciones y nobles impulsos hacia la fraternidad universal».17
Como se advierte, en su doble condición de historiador y educador se dio a la tarea de hacer una revisión histórica del pasado de México a la luz del materialismo histórico que teorizó Karl Marx en el siglo XIX. Fiel a esta mirada teórica, Ramos Pedrueza reprodujo en sus libros los preceptos teóricos del marxismo, sin entrar, todo hay que decirlo, en análisis crítico alguno. Su apuesta académica fue por la aplicación y no por el cuestionamiento.18 Así, la tenencia de la propiedad privada iba a gestar una supraestructura -instituciones, legislación, Derecho o religión-, todo un universo de aspectos ideales para la preservación del statu quo gestado para la dominación de aquellos que poco o nada tienen, es decir, de «los de abajo».19 El deterninismo de la propiedad se convertía en el gran factor detonador de la conformación de la radiografía social, por lo que la lucha de clases se presentó como ese motor que animaba, explicaba y a la vez justificaba los cambios sociales en el devenir histórico. De hecho, y a su entender, la Revolución Mexicana era la «síntesis» de esa larvada tensión dialéctica de opuestos sociales que había surgido durante el largo régimen porfiriano.20
Bajo esa estructura de poder político y económico, Ramos Pedrueza utilizó sin tapujos el término «explotación» para reducir la realidad pretérita a una disyuntiva entre explotadores y explotados. Su lectura del pasado, hecha con un claro acento pragmático y moralizante, acabó haciéndose en clave de héroes y villanos. Bien sabía que la Revolución debía construir su propio relato oficial no solamente desde una perspectiva racional, sino por encima de todo desde una mirada emocional. Sobradamente conocía la manera en que «desde arriba» se llegaba al pueblo por medio del gobierno de las emociones. Su pensamiento, presente en las páginas de sus libros, acabaría atrapado en este acendrado maniqueísmo, es decir, en una tensión de opuestos sin matices explicativos.21
En efecto, y desde el conocimiento de los principios teóricos del marxismo, y con la experiencia de haber vivido in situ el devenir de una triunfante revolución bolchevique, Ramos Pedrueza hará su particular revisionismo del pasado histórico de México, donde la «conquista hispana» - acepción que utilizaría para la ocasión- y la posterior conformación del virreinato de la Nueva España fueron dos de sus focos de atención. De esta forma, su genuina visión de España -y de las «dos Españas»- quedaría plasmada en su obra literaria, principalmente, en unas publicaciones que serán recogidas en el apartado bibliográfico final. Así, nuestro autor no ocultará su animadversión por la España monárquica del pasado, a la vez que su admiración por la España republicana del presente. No hay que olvidar que Ramos Pedrueza escribió buena parte de su obra durante el convulso escenario de la Guerra Civil española (1936-1939), que tanto interés despertó entre los sectores del México revolucionario.
Cerramos este primer apartado, señalando que el contenido del presente artículo es deudor de este marco introductorio, sucintamente presentado, con el propósito principal de conocer la particular idea que, de España, tenía el marxismo mexicano en aquellas décadas siguientes al triunfo de la Revolución Rusa y cuando la Revolución Mexicana se encontraba en su máximo apogeo de institucionalización de la mano de presidentes como el general Cárdenas. Como quedará en evidencia, Ramos Pedrueza fue pródigo en valoraciones de todo tipo -a nuestro entender, adjetivadas en exceso-, que le permitieron forjar su mirada en torno a conceptos como la conquista española, el virreinato de la Nueva España, la Madre Patria, la Segunda República España e incluso el espíritu que debía nutrir el vínculo diplomático entre México y España desde el reconocimiento de las partes y la absoluta igualdad soberana. Como se tendrá la oportunidad de demostrar, Ramos Pedrueza fue uno de los grandes hacedores del discurso revolucionario del México de aquellos años, posicionándose abiertamente en torno a ese debate entre los partidarios y detractores de la hispanofilia y la hispanofobia.
España ante el espejo de su pasado colonial
En 1937, Rafael Ramos Pedrueza publicó uno de sus libros más destacados, dedicado a la figura y obra de Javier Mina, aquel guerrillero navarro que se hizo presente en el escenario de la historia en su Navarra natal por su lucha contra el francés -Napoleón Bonaparte- y que, por avatares del destino, acabó siendo uno de los insurgentes destacados en territorio novohispano, uniéndose con sus expediciones militares a la pretendida independencia de la Nueva España en aquellos tiempos de la monarquía de Fernando VII. Años después del fusilamiento, su sangre derramada por la causa insurgente le hizo acreedor a su nombramiento como héroe de la Independencia de México.22
Publicado por la editorial México Nuevo, aquellas 109 páginas merecieron el título de Francisco Javier Mina. Combatiente clasista en Europa y America2 En un plano estrictamente formal, tres rasgos destacan a primera vista más allá de la anunciada marca marxista: el primero, su dedicatoria a los «heroicos milicianos españoles» -milicianos republicanos, entiéndase-; el segundo, una leyenda donde el autor adelantaba su deseo de ceder una parte de «los que le sean entregados al Comité de ayuda a los niños del pueblo español» y, el tercero, ese prólogo de cuatro breves pero significativas páginas, escrito por Félix Gordón Ordás, en ese entonces embajador de la España republicana en México, donde acabaría firmando un panegírico de Javier Mina por su defensa de la independencia de la Nueva España en contra del régimen monárquico de Fernando VII, al que tacharía de tiranía.24
A lo largo de su libro, Ramos Pedrueza hizo un preciso recorrido por la biografía de Javier Mina para situarlo en España, Francia, Inglaterra, los Estados Unidos y, finalmente, en tierras de la Nueva España con motivo de aquella expedición que, de manera ininterrumpida, encabezó desde abril a noviembre de 1817. Ramos Pedrueza no tenía dudas de que estaba escribiendo sobre un verdadero héroe de la «revolución de la insurgencia».25 Más allá del prontuario de hechos y de hazañas bélicas que Ramos Pedrueza ultimó con la reseña del fusilamiento de Mina a manos de los realistas en aquel 11 de noviembre de 1817 en el Cerro del Bellaco -municipio de Pénjamo, hoy estado de Guanajuato-, nuestro autor reprodujo en su libro un relato dicotómico en clave de héroes y villanos. Conceptualmente hablando, su firme apuesta por la dialéctica así parecía justificarlo.
En la trinchera de los primeros, se encontraban personajes como el propio Mina o su leal compañero Pedro Moreno, uno de los insurgentes novohispanos que le acompañó en sus gestas bélicas hasta que cayó herido de muerte en el momento en que Mina fue hecho preso por las huestes realistas. También mereció su sitio y loa Lord Holland, el principal protector de Mina en su estancia en Inglaterra, «hombre generoso y de inmensa cultura», en palabras de Ramos Pedrueza, así como Fray Servando Teresa de Mier, ese «sacerdote liberal mexicano del tipo Hidalgo, ilustre insurgente, inquieto, aventurero, de inteligencia deslumbradora, profunda erudición, enérgica voluntad, quien exhibe con palpitante elocuencia las durísimas condiciones en que el pueblo de la Nueva España se encuentra, explotado por el gobierno virreinal».26 A su vez, y en este capítulo, no faltaron sus constantes menciones al pueblo español, ese mismo que se repartía por igual entre territorio de la metrópoli y de las colonias americanas, y que padeció, conforme al sentir de nuestro autor, el cetro de la monarquía absolutista, y que, en consecuencia, acabaría exculpando de toda responsabilidad por haber sido parte de las masas explotadas.
En la trinchera de los segundos, y como era de prever, Ramos Pedrueza situó a los monarcas españoles, entre ellos a Carlos IV y Fernando VII, y también a personajes como Hernán Cortés, el virrey Juan José Ruiz de Apodaca e incluso a Agustín de Iturbide, el hombre que logró la consumación de la independencia novohispana. También, y sin hacer alusión a sus nombres y apellidos, se refirió a los que conformaron el conglomerado social de la nobleza, la aristocracia y hasta el clero españoles, así como aquellos «traficantes peninsulares» que consumaron, según nuestro autor, el imperialismo español novohispano de aquellos tres largos siglos.
Además de esta lectura del pasado en clave maniquea, que le permitió al autor identificar a los héroes y villanos -buenos y malos de la historia de México y todos caracterizados por medio de una adjetivación bien calculada-, Ramos Pedrueza echó mano de este recurso retórico, que utilizará de comienzo a fin, con el propósito de elevar al personaje central de su libro a una categoría mítica. Gracias a una puntual contextualización histórica de cada uno de los pasos que fueron labrando la biografía del guerrillero navarro -mirada diacrónica entremezclada con otra sincrónica-, Ramos Pedrueza fue encadenando una secuencia de valoraciones personales, tanto de los personajes que mencionaba como de los acontecimientos históricos que recuperaba.
La subjetividad se hacía presente para descubrir la verdadera intencionalidad del autor, esto es, la significación del pasado histórico a la luz de su mirada presente, es decir, afín a su ideología marxista y a su concepción socialista de la marcha revolucionaria mexicana. Por consiguiente, y dada esta aspiración simbólica, Javier Mina, en su condición de héroe patrio, fue objeto de una intencionada «condensación», superando una lectura puramente analítica, o sea, racional. Como se ha dicho anteriormente, el pasado debía servirse al pueblo por medio de la vía de la emoción.27 Por eso, y en palabras de Alberto del Castillo, en Ramos Pedrueza predominará «bastante clara la lógica militante sobre cualquier otro tipo de argumentación».28
Afinada su mirada, Ramos Pedrueza hizo una revisión semántica de la conquista de Hernán Cortés, de la monarquía española o de la independencia de la Nueva España, así como de los roles desempeñados por personajes como el rey Fernando VII. Desde el prisma de las intenciones últimas del autor, Javier Mina no fue el único objetivo editorial en aquel libro sobre Mina. Como decimos, su propuesta final resultó ser un reparto a diestra y siniestra de héroes y villanos, de lo bueno y los buenos, de lo malo y los malos de la historia de México, una apuesta académica por la gestación de una narrativa nacional. Los binomios conceptuales estaban servidos: explotadores y explotados, opresores y oprimidos. A su vez, en este ejercicio de aproximación Ramos Pedrueza no rehuyó de una precisa valoración sobre determinados conceptos como patria, soberanía nacional, nacionalismo, liberalismo, capitalismo, imperialismo, humanidad, fraternidad universal, tiranía o masonería, alguno de los cuales se hará referencia aquí.29
Ya desde las primeras páginas de su libro, y desde un punto de vista procedimental, Ramos Pedrueza aseguró el anclaje de su mirada analítica. Si bien la figura de Javier Mina se convirtió en el eje central del libro, a lo largo de sus páginas emergió la preocupación del autor por abordar dos de los grandes temas que permanecían latentes en aquel México revolucionario y que, no por casualidad, ocuparon buena parte de la obra editada de nuestro autor. Nos referimos a la conquista española en el siglo XVI y al virreinato de la Nueva España.30 Como se verá a continuación, su pretensión última era la significación del pasado histórico de México para la gestación de un relato nacional al abrigo de los nuevos vientos socialistas del cardenismo, un ejemplo del que deberían tener muy presente el resto de países hispanoamericanos. De ahí la importancia de una disciplina como la Historia para lograr las debidas lecturas y rectificaciones en materia de significación del pasado. En palabras de Ramos Pedrueza, «el exuberante cultivo de la historia de México, particularmente contemporánea, está provocando múltiples rectificaciones, algunas de honda trascendencia, referentes a la conquista y a la independencia nacional».31
De este modo, la lectura renovada del pasado histórico debía ponerse al servicio de la gesta revolucionaria hasta alcanzar la consumación de un gran legado que debía servir para la educación del pueblo. No se hablaba del ciudadano ni tampoco de sus derechos fundamentales, sino del Estado, del Estado nación, por lo que se advierte una clara apuesta por la estatización del individuo. Se trataba de una historia nacional, escrita y hasta consentida «desde arriba», concebida en su trama argumentativa desde un claro posicionamiento ideológico y puesta al servicio de un adoctrinamiento de las conciencias de las generaciones presentes y venideras. El fin último no era otro que el de asegurar el porvenir de la marcha revolucionaria y que, ya para entonces, entraba en su tercera década.32 Parafraseando a Rafael Segovia, la Revolución Mexicana más que un hecho histórico la habían convertido en un verdadero mito nacional.33
Dadas así las cosas, la propuesta narrativa de Ramos Pedrueza en su libro sobre Javier Mina se sustentó en una mezcolanza -por cierto, ejercicio ejecutado con gran habilidad- entre los acontecimientos que fueron jalonando la biografía del héroe navarro y un análisis de su contexto histórico, con el fin de convertir en objeto de estudio y valoración «revolucionaria» a personajes históricos tan disímiles como el rey Fernando VII e incluso a ciertos «ismos» del momento como el liberalismo, el fascismo o el imperialismo. Y, claro está, si todo empezó en el siglo XVI, el primero de ellos no podía ser otro que el extremeño Hernán Cortés.
Hernán Cortés, conquista hispana y Madre Patria
En su libro sobre Javier Mina, y conforme a los principios marxistas, Ramos Pedrueza dejó escrito que «la interpretación clasista proletaria de la historia prohibía llamar epopeya a toda conquista».34 Y esto así, bajo el entendido de que tal concepto estaba reservado, eso sí, a la obra de Javier Mina, que, conforme a las tesis de nuestro autor, había puesto su espada al servicio de la redención de los oprimidos. Por eso, Ramos Pedrueza va a ser especialmente crítico con la conquista española, encarnada en la figura de Hernán Cortés, pero también en la de otros conquistadores españoles que ya formaban parte de la biografía nacional de otros países hispanoamericanos. Su convicciones profesionales e ideológicas quedaron plasmadas con rotunda clarividencia en el siguiente fragmento: «Los investigadores y profesores de historia, socialistas, debemos oponernos enérgicamente a que se califiquen de héroes a los aventureros y verdugos de hombres, mujeres y niños inermes».35
Tras su lectura, y haciendo balance, Ramos Pedrueza negará toda aportación de valor proveniente de la presencia de los españoles en territorio americano, cuestionando por tanto las tesis que animaban el espíritu del hispanismo del momento y que, para el caso de México, estaba integrado por escritores y académicos como José Elguero, Alfonso Junco o Jesús Guisa y Azevedo, esos mismos a los que agrupaba bajo la mencionada etiqueta de la «reacción». Valgan para la ocasión las siguientes palabras de Ramos Pedrueza: «Sostienen los historiadores reaccionarios que el fin de la conquista española en América fue la difusión del cristianismo». Y, sin embargo, añadirá, «investigaciones basadas en la interpretación económica de la historia comprueban que la verdadera finalidad fue materialista: posesión de oro, plata, piedras preciosas, joyas, minas, riquezas que pudieran adquirirse en poco tiempo, transformando a los aventureros en grandes señores».36
Acorde con el principio teórico de la supraestructura, gestada por la clase dominante y conformada por elementos ideales como la religión, Ramos Pedrueza estaba convencido de que su interpretación marxista del pasado le permitía comprobar que «la propaganda religiosa no fue un fin, sino un medio, para la adquisición y conservación de opulentos bienes materiales». Por consiguiente, «la tendencia religiosa fue siempre inculcar la resignación y la obediencia, enervando a las masas para impedir toda rebeldía a la inicua explotación colonial». Su aditamento posterior no tiene desperdicio alguno: «Frecuentemente encontramos la palabra epopeya aplicada a la piratería, consumada en gran escala por los conquistadores. La literatura reaccionaria la prodiga para glorificar a Cortés, a Pizarro y a otros asesinos y ladrones».37
Secundando dicha tesis, y pensando nuevamente en México y en el resto del continente americano, Ramos Pedrueza avanzó la siguiente valoración: «Al exponerse el descubrimiento de América y sus consecuencias, las exploraciones y conquistas, se hará un juicio sobre las responsabilidades y crímenes cometidos en nombre del cristianismo para satisfacer codicias y lujurias». Por consiguiente, «la conquista española en América, como todas las conquistas, fue un espléndido negocio para los reyes y los nobles de la metrópoli».38 Así, no hay duda de que Ramos Pedrueza era un convencido de que el homo economicus -y no el homo religiosus- fue el que realmente hizo la conquista hispana de los territorios americanos y, a la postre, puso al segundo a su servicio para manejar a su antojo los destinos novohispanos durante aquel largo paréntesis temporal.39
En otra ocasión, Ramos Pedrueza fue particularmente contundente en su doble condición de académico y combatiente revolucionario. En materia de recuento, nuestro autor se permitió escribir el siguiente entrecomillado: «La conquista destruyó millones de vidas, obras de arte, templos, palacios, monumentos, estatuas, pinturas, códices, archivos y bibliotecas, conteniendo copiosa información científica».40 Por lo tanto, y para este escritor marxista, la obra de Hernán Cortés -a quien tildaría de asesino y ladrón, según se ha visto-, por su perfil de «empresa conquistadora y colonizadora» tenía un «carácter materialista» al ser «patrocinada por las monarquías española y portuguesa», tal y como se podía comprobar «por sus antecedentes, descubrimientos y exploraciones, generados por sed insaciable de oro y poderío».41
Precisamente, y en contraposición, es aquí donde Ramos Pedrueza hizo su particular interpretación del pensamiento de Javier Mina, aquel insurgente navarro que derramó su vida por la independencia novohispana. Esta fue su valoración: «Mina repugna toda conquista. Para su criterio extraordinariamente avanzado en relación a la época en que vive, el derecho de conquista es el derecho del crimen. Por esto condena la conquista hispana en América».42 Como se aprecia, estamos en presencia de «dos Méxicos» por su disímil interpretación de la conquista española en aquel lejano y a la vez cercano siglo XVI, que después daría lugar al virreinato de la Nueva España.43 En efecto, lo que estaba en juego era una revisión del imaginario colectivo con el fin de propiciar la gestación de uno nuevo, muy vinculado con la necesidad de reforzar el nacionalismo revolucionario desde principios como la soberanía nacional, la libre autodeterminación o el principio de la no intervención. Negación, por lo tanto, de toda conquista y hasta de toda forma de imperialismo expansionista y colonizador.
Una vez más se registra esta pretensión de gestar una narrativa al servicio de la Revolución, dejando asentado el apriorismo de que la vía revolucionara era la única posible para preservar dichos principios. No sólo había que asegurar una nueva mirada hacia el pasado de México, sino que había que gestar una nueva concepción al campo de intersección que debía ensamblar a México con España desde una estricta igualdad soberana plena. Así, y para Ramos Pedrueza, los partidarios de la conquista española habían intentado muchas veces -«sin conseguirlo nunca», llegó a precisar nuestro autor-, que el recuerdo de los conquistadores, particularmente de Hernán Cortés, fuese un «vínculo fraternal entre España y México». Para este autor, había llegado el tiempo de «cancelar esa aspiración», por cuanto dicho vínculo no hacía sino encubrir una «hipócrita piratería». He aquí sus argumentos: «La conquista, a medida que la conciencia de la humanidad se aclara y engrandece, no puede ser definida sino como hipócrita piratería, en escala gigantesca, porque se realiza siempre mediante asesinatos y despojos, aunque se cubra de banderas de cultura y religión».44
No hace falta insistir en la idea de que Ramos Pedrueza se mostró como un enemigo frontal de los defensores del hispanismo que venían reivindicando en aquel México cardenista el gran legado de la «conquista hispánica» y sus dos grandes aportaciones al continente americano como fueron, y a su entender, la civilización y el cristianismo.45 Esa herencia se venía rememorando en México y en el resto de América cada 12 de octubre, con motivo del aniversario del Descubrimiento de América, algo que repudiaba «no por constituir un acontecimiento científico, sino por ser precursor de la conquista», en lo que, por otra parte, cuantitativamente era «una designación absurda ante la realidad, porque el criollismo, por cantidad y transcendencia, es insignificante, comparado con el mestizaje y el indianismo, predominantes continentalmente».46
Para este historiador protomarxista, su animadversión a esta «Fiesta de la Raza» iba en consonancia con su severo cuestionamiento del gran concepto toral del pensamiento hispanista de la época: el de «Madre Patria». En palabras del ya mencionado Alfonso Junco, «todo lo de España importa entrañablemente, como a los españoles, a los mejicanos. En nuestra realidad y, en nuestra boca, ella es la Madre Patria».47 A la vez que negaba la condición de epopeya a la herencia cortesiana, Ramos Pedrueza avanzó el siguiente entrecomillado: «La frase "Madre Patria", aludiendo a España, no puede pronunciarse sinceramente por indígenas y mestizos». Para añadir lo siguiente: «Su frecuente repetición por exaltados hispanófilos provoca revanchas injustas, pero explicables, engendradoras de rencores contra toda la nación española, al evocarse a los millones de vencidos y sacrificados por los conquistadores». En su opinión, esos rencores no tenían ninguna razón de ser, porque «el pueblo español, integrado por trabajadores, no tuvo responsabilidades ni beneficios en la conquista». Los verdaderos responsables y beneficiados habían sido «los reyes despóticos, los nobles parasitarios, los traficantes sin conciencia; una pequeña minoría delincuente y justamente condenada por el tribunal inexorable de la historia».48 Por consiguiente, Ramos Pedrueza estaba convencido de que el término «Madre Patria» era una argucia conceptual de los herederos de aquella conquista: «Esa falsa maternidad ha sido siempre maniobra explotadora».49
En materia de análisis de contenido, Ramos Pedrueza hizo su particular valoración sobre el concepto «patria» a través de un intencionado ejercicio de comparación con otro término al que le otorgaba una singular y gran valoración: el de «humanidad». El concepto «patria» -«sin dejar de ser elevado», matiz que incorporaría para la ocasión- estaba por debajo del de «humanidad». Para Ramos Pedrueza, y si bien «alta es la idea de patria», nunca esa aspiración patriótica debía ir en menoscabo de otros ideales superiores. Su anhelo genuino quedó expresado de esta manera: «Que el amor que inspira [la patria] no amengüe el que genera la humanidad». En materia explicativa, añadió que la patria era una «ampliación del hogar» que vinculaba a cada quien con «recuerdos queridos, relaciones íntimas, afectos nobles, afinidades electivas, emblematiza respeto, estimación, ternura».50 Empero, Ramos Pedrueza advirtió que el amor a la patria -«para existir sin sombras», como él precisaría- requería de «la eliminación de todos los odios, desprecios, ideas de inferioridad, para otras razas y otros pueblos». A su vez, y con el fin de no quedar atrapado en el «chauvinismo», ese amor patriótico necesitaba ser «una parte del afecto inmenso, ilimitado, que se prodiga a la humanidad».51
En uno de los pasajes de su libro sobre el guerrillero e insurgente navarro, Ramos Pedrueza avanzó la siguiente valoración: «Mina reconoce preeminencia indiscutible del concepto Humanidad sobre el de Patria. La belleza moral del héroe navarro es extraordinaria; se adelanta más de un siglo a la poderosa tendencia de fraternidad universal demoledora de fronteras y rivalidades racionales y nacionalistas, agresivas y sanguinarias, que hoy está penetrando a los corazones de todos los hombres».52 Como se observa, esta evocación a la fraternidad universal era propia de un hombre masón como Rafael Ramos Pedrueza.53
Partiendo de estas premisas, y además de los conceptos «patria» y «humanidad», Ramos Pedrueza entrelazaría en su argumentación otros nuevos como los de imperialismo y conquista. Bien conocía la doctrina leninista, según el cual el imperialismo no era sino la última fase de la evolución del capitalismo, una presuposición que venía a explicar el neocolonialismo europeo del último tercio del siglo XIX y, a la postre, el origen de la primera Guerra Mundial.54 He aquí el siguiente fragmento, donde no desaprovecharía la oportunidad de hacer referencia directa al pensamiento leninista: «El símbolo de patria conquistadora, evocando fuerza material y dominio tiránico, es decir, conquista armada, debe llamarse "apoderamiento". La Patria, símbolo de potencia económica y de penetración financiera, entre pueblos de grandes recursos naturales y escasas fuerzas militares, debe llamarse desde el año 1871, período de madurez del capitalismo internacional -"Imperialismo"-, según el concepto luminoso de Lenin». En su disertación, Ramos Pedrueza advirtió que el nacionalismo de los gobiernos imperialistas era «peligro y amenaza constante para los pueblos carentes de fuerza militar». Se trataba, por ende, de un «patriotismo agresivo y feroz» que «desgarra el "internacionalismo", esperanza del mundo y canto de fraternidad universal».55
Para Ramos Pedrueza, «la conquista hispánica representa el apoderamiento de territorios y riqueza, por medios brutales y arteros; fuerza victoriosa por superioridad de armas de fuego sobre las usadas por indígenas; engaños e intrigas, exaltando odios y rencores entre ellos, dividiendo, lanzando unos contra otros para dominarlos, faltando a la palabra empeñada y correspondiendo con asesinatos y torturas a soberbios presentes y generosas acogidas». En su opinión, «así lo hicieron Cortés en México, Pizarro en el Perú y sus colaboradores principales en el continente americano», para añadir a propósito lo siguiente: «Así matan y roban todos los conquistadores del mundo».56
Con estos antecedentes explicativos, el nombre de «Madre Patria» resultaba ser para Ramos Pedrueza una «ironía cruel», por cuanto, en su opinión, hacía referencia a ese «pequeño grupo de aventureros semifeudales que, al principiar el siglo XVI, ensangrentó al continente americano, destrozando a hierro y fuego excelsas culturas aborígenes, para saciar su sed incansable de oro y poderío».57 Así, nuestro autor no podía comprender que en aquel México de los años 30 «algunos fanáticos de la conquista» quisieran «levantar un monumento a Hernán Cortés y a sus capitanes en la capital de la República mexicana», si bien su fracaso era «rotundo ante la reprobación popular». A su vez, cuestionaba la actitud del «pueblo español» por no haber «sancionado la erección de monumentos a los conquistadores, ni en España misma». Por todo ello, preconizaba que había llegado el tiempo de «afirmar con valentía y firmeza que el nombre de "Madre Patria" no puede ser dicho por los millones de indios que ignoran el castellano y que, sumidos en la barbarie, comprueban que los llamados civilizadores y sus descendientes no han enseñado ni siquiera a leer ni escribir en el periodo secular de su dominación, ni en el siglo posterior de independencia, a las masas conquistadas y explotadas: más de 50 tribus en la República Mexicana».58
En otro pasaje de su libro sobre Javier Mina, Ramos Pedrueza reflexionó sobre el tipo de relación que debía darse entre aquel México revolucionario y España, en ese entonces todavía republicana, aunque sumida como estaba en aquella encarnizada guerra contra las huestes franquistas. Además de reclamar la igualdad soberana como Estados, ambos libres e independientes, volvió a reflexionar en torno al concepto «Madre Patria» y a la necesidad de afianzar el vínculo relacional desde una lectura apropiada del pasado. «La historia no se construye con ilusiones y frases retóricas. La historia tiene por médula la verdad», dijo para la ocasión nuestro autor, para añadir lo siguiente: «La fraternidad entre dos pueblos no se crea ni se nutre con falsedades ni vanas esperanzas. Se genera y fortifica con la comprensión y el realismo; con afinidades de sufrimientos, aspiraciones, problemas, peligros». En su opinión, hablar de «Madre Patria» era algo incorrecto, porque la «madre nunca asesina, y los conquistadores y colonizadores asesinaron a muchos millones de indios». Si bien reconocía que hubo «gobernantes probos, rigiendo virreinatos y capitanías generales», fueron sin embargo «excepciones a la generalidad», ya que la mayor parte estuvo integrada por «mediocres y perversos, quienes adquirieron magistraturas elevadas y cargos productivos, comprados en remates cortesanos, para provecho de la realeza y la nobleza degeneradas y a condición de gobernar para ellas y las clases privilegiadas de la Nueva España».59
A este respecto, es interesante destacar que, en su ejercicio valorativo, Ramos Pedrueza eximió de responsabilidad al pueblo español. Dicho de otra forma, su invectiva no era contra España - encarnada en su pueblo-, sino contra aquellas élites políticas y económicas que gobernaron durante siglos a costa del pueblo y sin el pueblo. En pocas palabras, esas élites fueron las tenedoras de la propiedad y las que gestaron la supraestructura según la formulación marxista. Ya en uno de sus libros, publicado en 1936, hacía la siguiente puntualización: «Este cargo no lo hacemos al pueblo hispano, integrado por grandes masas de trabajadores, quienes con su esfuerzo, sudor y sangre realizaron la producción española, sosteniendo -en compañía de los pueblos coloniales, sus hermanos en el dolor de la explotación- el lujo de reyes, nobles y gentiles hombres, minoría parasitaria, que en España como en sus colonias, gravitó sobre inmensas multitudes laboriosas».60
En la misma línea, y en otro segmento de su libro, Ramos Pedrueza insistió en la misma idea con estas palabras: «Ninguna responsabilidad tuvo el oprimido pueblo español en crímenes monstruosos del millar y medio de malhechores, audaces y brutales, autores de la piratería conquistadora. Ninguna ventaja obtuvo el pueblo español -explotado siempre por reyes y príncipes del Estado y de la Iglesia-, de los tesoros arrancados por la conquista y la gigantesca explotación que constituyó el coloniaje. Antes y después de esa conquista, padeció hambres, miserias y todas las torturas inherentes al feudalismo, que en España se prolongó hasta el siglo XVII, y cuyas fuertes raigambres perduran todavía».61 Por consiguiente, y he aquí el posicionamiento final de Ramos Pedrueza, «nuestro ataque va directo a los bandoleros sanguinarios, a la realeza y a la nobleza, ciegas y sordas a las heridas y alaridos de los pueblos martirizados, a los grandes comerciantes, radicados en la Península Ibérica, particularmente en Sevilla y Cádiz, y a los residentes en la Nueva España, avaros insaciables que amasaron enormes fortunas con sus sudores, lágrimas y sangre de indios, negros y mestizos».62
Los reyes de España en su punto de mira
Fiel a su estilo retórico, pródigo en el uso de adjetivaciones y hasta en recreaciones subjetivas, Ramos Pedrueza hizo una particular valoración de los diferentes reyes de España -Austrias y Borbones- que ostentaron el cetro real durante el devenir de aquella España imperial de tres siglos de colonia y virreinato. De entrada, y haciendo un primer distingo, nuestro autor tenía la convicción de que «las masas productoras hispanas no prodigan favor a la memoria de sus monarcas conquistadores y colonizadores de América, degenerados en su mayoría».63 En este sentido, sí es importante recalcar que el embajador republicano Gordón Ordás recuperó esta misma idea y la plasmó de la forma siguiente en su mencionado prólogo.64 Además de significar que el imperio español había gestado una España de «encomenderos» y «aventureros sin escrúpulos», avanzó el siguiente entrecomillado: «Todos hemos sufrido por igual, españoles e hispanoamericanos, la tiranía de reyes criminales y de explotadores sin conciencia. También por igual aspiramos todos ahora a redimir a nuestros pueblos de la esclavitud política, económica y social».65
En materia de degeneración, Ramos Pedrueza fue describiendo sucinta, pero contundentemente, no todos los que dieron nombre a la línea dinástica, pero sí algunos de ellos y no precisamente por orden cronológico. Comenzando por el primero, del monarca Carlos I (1500-1558) dijo que había sido «un déspota sanguinario, decapitador de alcaldes venerables y verdugo de altivos comuneros de Castilla»; sobre Carlos II (1661-1700), que se había mostrado como un «idiota, epiléptico, reflejo de vicios ancestrales»; de Felipe II (1527-1598), que se trataba de «un demente paranoico, criminal fanático, capaz de atizar la hoguera para consumir en el fuego a su propio hijo a la menor rebeldía contra su ciego fanatismo»; de Carlos IV (1748-1819), que era «símbolo de bajeza espiritual y de traición a España, protector de Godoy, amante de su esposa -la reina María Luisa-, servil y cobarde ante Napoleón Bonaparte, invasor de su patria a quien llama su grande y buen amigo, entregándole su manchado trono, para imponer a José Bonaparte -rey usurpador-, llegando a ordenar al ejército español que no ataque a las tropas invasoras» y, por último, del rey Fernando VII (1784-1833), al que Ramos Pedrueza tildó de ser «un mal hijo, mal esposo, mal padre, rey abyecto, tirano abominable y degenerado, ansioso por contagiar a su pueblo, apoyado por el clero, hasta hacer gritar a las masas "¡Vivan las cadenas y muera la libertad!"».66 En opinión de Ramos Pedrueza, aquel espacio novohispano, joya de la Corona de la monarquía española, había sido «un territorio enorme, pródigo en riquezas», que constituían «el principal apoyo para el sostenimiento de la decadente y criminal monarquía de Fernando, el imbécil».67
Como se observa, esta particular fijación de Ramos Pedrueza por reyes como Carlos IV y su hijo Fernando VII fue verdaderamente notoria, en buena medida porque, desde un punto de vista histórico, su gestión política al frente del trono de España fue determinante para la irrupción de los procesos de independencia en las colonias americanas, tal y como fue el caso de la Nueva España. Por momentos, se advierte en Ramos Pedrueza una necesidad de explicar y hasta de justificar los fenómenos insurgentes que se iniciaron en los dominios españoles en los primeros años del siglo XIX hasta lograr su independencia definitiva. De ahí sus constantes referencias a estos monarcas y además como una carga de adjetivación tan notoria como despectiva. Por eso, y al hilo de lo anterior, he aquí la siguiente valoración sobre la actuación de uno de estos monarcas: «La abyección de Carlos IV, entregando el trono de España a su grande y buen amigo Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses y dueño de Europa, para que imponga en ese trono a su hermano José, palidece ante las infames componendas y viles transacciones de Fernando el cretino, para con los enemigos de la nación española y de todo progreso social».68 Asimismo, y con respecto al regreso de Fernando VII a España, después de la firma del Tratado de Valençay en diciembre de 1813, donde Napoleón I ofrecía la paz y reconocía a Fernando VII como rey de España, escribió lo siguiente: «Vuelve a su patria en compañía de numerosos prisioneros españoles. Rige los destinos de España Fernando VII, degenerado tirano; inicia su gobierno derogando la Constitución liberal proclamada por las Cortes de Cádiz de 1812, imponiendo un despotismo personalista, reaccionario en el más alto grado».69
En ejercicio de caracterización del reinado de Fernando VII, Ramos Pedrueza concretó las siguientes puntualizaciones, haciendo referencia al regreso del absolutismo monárquico tras el decreto de 4 de mayo de 1814 por el que quedaba abolida la Constitución de Cádiz de 1812 y disueltas las Cortes legislativas: «El fanatismo religioso, la iniquidad política, la exclusión tenaz de personalidades elevadas y actos favorables al mejoramiento popular son procedimientos habituales de Fernando. La Inquisición, odiada justa y hondamente, abolida por la Constitución de 1812, vuelve a imperar con su actuación siniestra». A su vez, siguiendo con las particularidades que dejó el retorno al absolutismo fernandino, escribió lo siguiente: «Las sociedades culturales, renovadoras del ambiente retardatario, entre ellas las logias masónicas, son perseguidas; todos los centros liberales, clausurados. En cambio, todas las supersticiones, productoras de dominio y fondos para la clerecía, son toleradas y hasta exaltadas».70
En otro apartado de su libro, Ramos Pedrueza hizo alusión a un episodio del primero de agosto 1817, cuando en el asalto al Fuerte del Sombrero los insurgentes, comandados por Javier Mina, lograron derrotar a las fuerzas realistas del mariscal Pascual Liñán. He aquí la recreación que hizo Ramos Pedrueza: «Varios oficiales realistas ofrecen a Mina el indulto. El héroe navarro los invita a combatir por la independencia de la Nueva España para privar a Fernando VII de los tesoros coloniales, y acabar con su abyecto régimen, restableciendo la Constitución de 1812 en España».71
A tenor de los testimonios reunidos, no hace falta insistir demasiado en una idea central que recorrerá el pensamiento de Rafael Ramos Pedrueza y que lo hizo presente en su copiosa obra impresa. El grito de insurgencia novohispano no sólo estaba justificado ante la presencia de un largo régimen de explotación, encabezado por las élites económicas y apoyado por la Iglesia católica, sino que el proceso de independencia, iniciado en 1810 y culminado en 1821, estaba totalmente legitimado por cuanto el pueblo venía siendo gobernado por un tirano, usurpador del poder, como era el rey Fernando VII. Y ante la opresión, sólo quedaba un camino redentor: el de la libertad.
Cerramos apartado con un último apunte sobre el pensamiento de nuestro historiador y su particular lectura del pasado novohispano conforme a los principios del materialismo histórico marxista. Habida cuenta de que, acorde con esta propuesta teórica, el corpus legislativo, en su condición de aspecto ideal, era un elemento constitutivo más de la supraestructura, a su vez generada por las élites propietarias -esos reyes, virreyes, nobles y clero de los que tanto hablaba de manera despectiva-, sorprende sobremanera ver a un Ramos Pedrueza salir en defensa de uno de los rasgos definitorios de aquel imperio colonial. Nos referimos a las Leyes de Indias, ese compendio legislativo promulgado por los monarcas españoles para regular la vida social, política y económica entre los pobladores de la parte americana de la monarquía hispánica.
En su libro sobre Mina, y haciendo la aseveración de que la consumación de la independencia mexicana había asegurado «el poder político a la aristocracia hispano-criolla, egoísta, avara, ignorante, condenando a las masas productoras, particularmente campesinas, a una situación desesperada», escribió lo siguiente sobre la condición de indígenas y mestizos: «[...] se encuentran en condiciones peores que durante el coloniaje, porque las Leyes de Indias fueron derogadas, y aunque es cierto que las masas indígenas eran humilladas por considerárseles gentes sin razón y menores de edad, pero también lo es que esas Leyes defendían los derechos de los aborígenes y cuidaban de ellos, amparándolos como a niños, recibiendo, entre otras mercedes, algunas tierras ejidales para su sostenimiento».72 De este fragmento se desprende, primero, el reconocimiento de Ramos Pedrueza a algo positivo que tenía aquel tiempo novohispano y, segundo, las malas condiciones que seguían teniendo esos «aborígenes» dentro de su país soberano a más de un siglo de haberse consumado la independencia de México.
Valoraciones finales
Las páginas precedentes nos han permitido bosquejar una radiografía biográfica, ideológica e intelectual de Rafael Ramos Pedrueza, uno de los historiadores protomarxistas más destacados de aquel México de los años treinta. Revolucionario y admirador de Lenin, así como de su presidente Cárdenas, en su prolijo quehacer académico se entregó a la tarea de resignificar el pasado de México desde la propuesta metodológica de la dialéctica hegeliana y los postulados teóricos de materialismo histórico del pensador alemán Karl Marx. En sus propias palabras, todo historiador socialista del momento estaba obligado a realizar una «interpretación clasista proletaria de la historia». El resultado de su obra mereció el reconocimiento oficial por parte del gobierno federal, particularmente en aquellos años marcados por la reforma constitucional del artículo tercero y la implantación de la educación socialista. La muerte le sorprendió a temprana edad, cuando se encontraba en plena fase de su madurez intelectual, por lo que México perdía a uno de sus estudiosos más destacados.
Como se ha puesto de manifiesto en los muchos fragmentos reunidos de su obra, Ramos Pedrueza tuvo un estilo literario muy particular, plagado de juicios de valor, que fue materializando en una prosa cargada de adjetivaciones que sobradamente sabía utilizar por igual para enriquecer la retórica de la exaltación o la denuncia. Semejante ejercicio revisionista del pasado respondía a un afán moralizante, doctrinario y adoctrinador. Eran tiempos donde la revolución debía hacerse desde las aulas, sitial estratégico para la formación de las nuevas conciencias revolucionarias. A golpe de reforma constitucional, la Iglesia educadora debía dejar paso definitivo al Estado laico educador. Ramos Pedrueza sabía bien su rol. Fue cardenista e hizo propaganda del cardenismo. No dudada en reconocerlo en sus páginas escritas, por lo que, más allá de su particular forma de pensar y de proceder, su sinceridad, transparencia y honestidad intelectual son dignas de reconocimiento y ponderación.
De este modo, el manejo del epíteto servía para entronizar al héroe o para demonizar al villano. Y esto así, porque la realidad del pasado -así como la del presente- estaba marcada por las condiciones materiales y su consiguiente deterninismo social. La propiedad privada marcaba la línea divisoria entre explotadores y explotados, entre opresores y oprimidos, entre los buenos y los malos. No cabe duda de que, en su condición de recurso estilístico, la redundancia calificadora -en clave positiva o negativa- le aseguraba a Ramos Pedrueza un efecto persuasivo que, entre otras consecuencias, le permitía neutralizar en el lector toda posibilidad de duda. Leer a Ramos Pedrueza, con la atención que requiere su prosa, sigue siendo un asunto de creer o no creer, sin términos intermedios. Al hablar del pasado novohispano, aquel historiador protomarxista y revolucionario no tenía reparo de incorporar a sus escritos términos como «reyes despóticos», «nobles parasitarios», «traficantes sin conciencia» o «pequeña minoría delincuente».
La fuerte carga peyorativa que dedica al tratamiento de quienes selecciona como a sus villanos, contaba, como se ha dicho más arriba, con la aquiescencia y hasta permisividad oficial. El desarrollo de la conciencia de clase así lo exigía, como la Revolución también demandaba su preservación futura desde el libro y el pupitre. De ahí que se entregara a la tarea de generar un cuerpo de doctrina para enseñar y, valga la redundancia, para adoctrinar, algo que explica que su obra fuese publicada por los talleres de imprenta del gobierno federal. En tiempos de la educación socialista, Ramos Pedrueza fue uno de los escritores con mayor predicamento, puesto que, en consonancia con el discurso oficial, ayudaba a la gestación y a la vez fomento del relato cardenista. Entre sus lectores potenciales se encontraban escolares, maestros, sindicalistas, periodistas, militares, mandatarios y políticos del régimen o esas élites que venían acomodándose en una cada vez más más nutrida burocracia revolucionaria. Esto explica el afán de Ramos Pedrueza de aplicar los fundamentos del materialismo histórico a la lectura del pasado hasta reducir a la adjetivación tanto a un actor, a una institución como a cualquier acontecimiento histórico. Desde el manejo de la emoción, se aseguraba la neutralización de cualquier tentativa de cuestionamiento que viniese por la vía racional.
En realidad, de sus héroes rescatados, como fue el caso de Javier Mina, Ramos Pedrueza no hizo biografía, sino hagiografía, puesto que su obra revolucionaria había sido de apostolado y labor misionera con la espada. Esa exaltación de los ideales del héroe nacional -verdadero panegírico- debía ponerse al servicio de la nueva narrativa nacional que, desde la mirada marxista y al abrigo del espíritu de la educación socialista, perseguía la formación de la conciencia revolucionaria. En la obra de Ramos Pedrueza, y esa es una praxis que se repite con mucha frecuencia, la objetividad se ve sacrificada por la subjetividad. Más que historia, Ramos Pedrueza hacía por momentos ensayo.
Como no podía ser de otro modo, el planificado revisionismo del pasado histórico de México le llevó a Ramos Pedrueza a toparse con uno de los términos más controversiales en la conformación del imaginario colectivo de México desde que logró la independencia y se constituyó como Estado soberano. Esa palabra era «España», y con ella la evocación constante a sitiales de la memoria colectiva como «Hernán Cortés», «conquista española», «virreinato de la Nueva España» y hasta el larvado proceso de la independencia de dio patria a partir de 1821.
Para Ramos Pedrueza, la conquista y la colonia novohispana -mensaje para México y el resto de países del consorcio hispanoamericano- no dejó otra aportación que la procedente de la explotación y la opresión, contradiciendo el discurso hispanista del momento que ensalzaba la figura de Hernán Cortés como símbolo de un pasado novohispano de esplendor por haber aportado civilización y cristianismo. La «Madre Patria» no asesina, diría para la ocasión Ramos Pedrueza. Estos héroes debían ser sustituidos por otros como Javier Mina, ese revolucionario redentor de los oprimidos. Detrás de esta percepción, y fiel a su compromiso maniqueo de ensalzar lo propio y denostar lo ajeno, Ramos Pedrueza buscó minar los cimientos sobre los que se apoyaba el compendio argumentativo de la «reacción», formada por un tradicionalismo católico defensor de la herencia española de México y que se mostraba muy en contra de la marcha revolucionaria ante la presencia de ideologías bárbaras destructoras de la cosmovisión católica como el socialismo o el comunismo. Para asegurar su supervivencia, la revolución también supo construir metódicamente a su enemigo.
De aquel pasado colonial novohispano, manejado, conforme a la tesis de nuestro autor, por una minoría propietaria de explotadores, opresores y, en definitiva, de villanos, éste reivindicaría además la inocencia del pueblo español, repartido por igual por los vastos territorios del imperio español, un pueblo que formó parte del grueso de los explotados y de los oprimidos. De ahí que, y esta es una de las grandes aportaciones de Ramos Pedrueza, quiso neutralizar la razón que alimentaba la hispanofobia de aquel México revolucionario, bajo el argumento de que aquel pueblo español no había hecho la conquista hispana, sino esa minoría de élites políticas y económicas entre las que se encontraban reyes, nobles, soldados y clérigos. Descalificaciones como degenerado, cretino o tirano estaban dirigidas al rey Fernando VII. En consecuencia, esta minoría de propietarios no representaba al pueblo español y el distingo era más que pertinente por cuanto se venía incurriendo en una grave injusticia que enturbiaba la verdadera naturaleza que debía nutrir a la relación entre el pueblo mexicano y el pueblo español, ambos descendientes de un pueblo genérico dominado y hasta oprimido por los grandes gestores del poder colonial.
Conforme con los ideales republicanos de aquella España del 14 de abril y liberado el pueblo español de la pesada carga de asumir la conquista como un ejercicio de explotación, la Madre Patria se convertía finalmente en una Patria Hermana, una lección que debía aprender México, así como el resto de naciones hermanas del continente. Por eso, no puede haber mejor cierre para este artículo que recuperar un último testimonio de Ramos Pedrueza, uno de los grandes escritores protomarxistas del México revolucionario. Para él, y con esto ponemos el punto final, «las relaciones entre los pueblos de España y la América Neolatina -ahora más cordiales y definidas desde que aquella monarquía es república- no son de padres a hijos; son fraternales».73
1 Lázaro Cárdenas, Apuntes. Una selección, México, UNAM-Centro de Estudios de la Revolución Mexicana Lázaro Cárdenas, 2003, 468.
2 Rafael Ramos Pedrueza, Estudios históricos, sociales y literarios, México, s. e., 1923, 45-49.
3 Rafael Ramos Pedrueza, Sugerencias revoluáonariaspara la enseñanza de la Historia, México, UNAM, 1932, 3.
4 Sobre la presencia de Ramos Pedrueza en Quito y su influencia en la conformación del imaginario de la izquierda ecuatoriana, véase Rafael Quintero López, «México en Quito. Influjo de los embajadores mexicanos y su receptividad en el Ecuador de los años 1925-1950», en Beatriz Zepeda (coord.), Ecuador: relaciones exteriores a la luz del bicentenario, Quito, FLACSO, 2010, 207.
5 Francisco Ramírez Plancarte, La Ciudad de México durante la revolución constitucionalista, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, 2016, 65.
6 Durante la presidencia de Lázaro Cárdenas, la Secretaría de Educación Pública encargó una nueva edición del libro de Ramos Pedrueza La lucha de clases a través de la Historia de México, publicada por Ediciones Revista Lux en 1934. Para la ocasión, se tiraron 25000 ejemplares, bajo el propósito, tal y como señala Gómez Izquierdo, «de encontrarse afín al objetivo de desarrollar entre las masas del pueblo la ideología nacionalista-revolucionaria de las nuevas élites en el poder». José Jorge Gómez Izquierdo, El camaleón ideológico. Nacionalismo, cultura y política en Mexico durante los años del presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940), Puebla, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2008, 65.
7 Rafael Ramos Pedrueza, La lucha de clases a través de la historia de México. Revolución democráticoburguesa, México, Talleres Gráficos de la Nación, 1941, 364 y 365.
8 Carlos Illades, El marxismo en México: una historia intelectual, México, Taurus, 2018, 20 y 21.
9 Véase, a modo de ejemplo, los discursos de este presidente en Lázaro Cárdenas, Ideario político, México, Ediciones Era, 1972, 183-202.
10 Álvaro Matute, «La revolución y la enseñanza de la historia: dos actitudes», Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de Mexico, 5, 1976, 120.
11 Ramos Pedrueza (1932), op. cit., 3.
12 Carlos Sola Ayape y Fernanda Sotelo Fuentes, «En defensa de la Revolución y la democracia en México. Vicente Lombardo Toledano y el periódico El Popular ante el desafío del fascismo internacional», Legajos. Boletín del Archivo General de la Nación, 9 (3), septiembre-diciembre, 2019, 123-160.
13 Ramos Pedrueza junto con Lombardo Toledano, entre otros, fueron grandes creadores de «las imágenes e iconos del universo simbólico de la política mexicana del siglo XX». Por ejemplo, Soledad Loaeza dice del segundo lo siguiente: «A él se debe la elaboración intelectual de una tradición revolucionaria duradera que fue también referencia obligada para el pensamiento de la izquierda en México, en la que el anticlericalismo, el antiimperialismo y el obrerismo eran compromisos de largo plazo del Estado revolucionario, al mismo tiempo que rasgos de una identidad política específica». Soledad Loaeza, «El mito de la derecha en México», en Enrique Florescano (ed.), Mitos mexicanos, México, Taurus, 2015, 88.
14 Para Ramos Pedrueza, «la obra cultural, estructurada por la escuela socialista, que ha realizado y realiza la Secretaría de Educación Pública, ha generado estimuladores aplausos y tremendas censuras -dialéctica de la historia- de las fuerzas progresistas y retardatarias de dentro y de fuera de México. De todas las dependencias del Ejecutivo, ninguna ha sido y es tan intensa y tenazmente atacada». Ramos Pedrueza (1941), op. cit., 424.
15 En su estudio sobre la concepción revolucionaria de la educación en México, Guadalupe Monroy señaló acertadamente que, desde siempre, «las finalidades de los grupos dominantes en todos los países han ido determinando los cambios de los diversos tipos de enseñanza». Y, para el caso que nos ocupa, el México revolucionario imprimió su huella particular en la educación nacional y pública, aunque con sus matices en función de los diferentes estadios que se dieron en el largo periplo revolucionario. Guadalupe Monroy Huitrón, Política educativa de la Revolución, México, Secretaría de Educación Pública, 1975, 7.
16 La idea de la Revolución Mexicana como un proyecto inacabado y de largo alcance estuvo presente no sólo en Ramos Pedrueza, sino también en los líderes revolucionarios de aquellos años. He aquí las palabras de nuestro escritor: «La Revolución, aunque mucho ha hecho, mucho más tiene por hacer. El ideal de todo revolucionario, consciente de su misión histórica y de su alto deber, es contribuir, en la medida de sus fuerzas, no sólo a conservar las conquistas alcanzadas, con torrentes de sangre y enormes sacrificios, sino aumentarlas y perfeccionarlas, desarrollándolas en constante y glorioso ritmo». Ramos Pedrueza (1941), op. cit., 467.
17 Ramos Pedrueza (1941), op. cit., 440.
18 Según Ramos Pedrueza, «el deber y la finalidad de todo intelectual revolucionario es propagar, serena, firmemente, la doctrina marxista, base del socialismo científico, para preparar al proletariado nacional a su futura emancipación, luchando con acierto y energía contra el imperialismo y la reacción. Es indispensable propagar la teoría revolucionaria, ya que sin ella no puede haber revolución verdadera». Ramos Pedrueza (1936), op. cit., 196.
19 Para nuestro autor, «si se quiere colaborar en la obra revolucionaria, precisa sustentar la enseñanza de la historia basada en su interpretación económica (materialismo histórico)». Ramos Pedrueza (1932), op. cit., 4.
20 En Ramos Pedrueza, como en el resto de su generación protomarxista, se produce una gran paradoja como acertadamente advierte Jorge Castañeda: «La lucha de clases a la que se refieren no tendría como fin subvertir el orden establecido, sino consolidarlo. Por lo tanto, usan y hacen del marxismo un instrumento para reafirmar el Estado surgido de la primera revolución social del siglo XX». Jorge Castañeda Zabala, «Esfuerzos y contribuciones marxistas para la historiografía mexicana», Iņfapalapa: Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, 51, julio-diciembre, 2001, 240.
21 En palabras de Ramos Pedrueza, «las agitaciones que provocaron las revoluciones de Inglaterra a fines del siglo XVII, de Francia a fines del XVIII y de la independencia de América a principios del XIX, tuvieron su génesis en los antecedentes históricos de grupos oprimidos y explotados, ávidos de emancipación». Ramos Pedrueza (1932), op. cit., 3.
22 Al respecto, ya tuvimos la ocasión de hacer un análisis del tridente «autor, obra y contexto» en Carlos Sola Ayape, «Hagiografía de Javier Mina, en clave marxista: Rafael Ramos Pedrueza y su exaltación del guerrillero navarro y héroe nacional de México en el cardenismo», Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política, Humanidades y Relaciones Internacionales, 44, segundo semestre, 2020, 563-584.
23 Rafael Ramos Pedrueza, Francisco Javier Mina. Combatiente clasista en Europa y America, México, México Nuevo, 1937, 109 pp.
24 Para los sectores revolucionarios mexicanos, la Segunda República Española simbolizaba la independencia de la última colonia hispánica y el fin de las ataduras de los pueblos hispánicos de su pasado monárquico. Por eso, aquel «14 de abril de 1931» se convirtió en un sitial de la memoria para el imaginario de la Revolución Mexicana. Al respecto, véase Carlos Sola Ayape, «México y la revisión histórica de sus dos revoluciones ante la llegada del exilio republicano español», en Mari Carmen Serra Puche; José Francisco Mejía y Carlos Sola Ayape (eds.), De la posrevolución mexicana al exilio republicano español, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2011, 115-142.
25 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 51.
26 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 23.
27 Rafael Segovia, Politización del niño mexicano, México, El Colegio de México, 1977, 88.
28 Alberto del Castillo Troncoso, «Alfonso Teja Zabre y Rafael Ramos Pedrueza: dos interpretaciones marxistas en la década de los treinta», Izţapalapa: Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, 51, julio-diciembre, 2001, 228.
29 Ramos Pedrueza no ocultará su admiración por la Inglaterra decimonónica. He aquí sus palabras: «Durante el primer cuarto del siglo XIX, Inglaterra es fragua de ideas liberales y refugio de políticos desterrados, de diversos países, particularmente de España y sus colonias. Entre esos desterrados, muchos generosos y entusiastas, audaces y románticos paladines de la libertad, Mina encuentra apoyo y a semejanza de Garibaldi -años después- resuelve poner su espada al servicio de los oprimidos, aspirando a convertirse en representativo defensor de las masas explotadas de la Nueva España». Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 23.
30 Para nutrir las páginas de su libro sobre Mina, Ramos Pedrueza recuperó fragmentos de su libro publicado tres años antes e intitulado La lucha de clases a través de la Historia de México, particularmente de su capítulo «Carácter material de la conquista hispánica». En el mismo, hizo una explicación del pasado colonial en términos únicamente de explotación y de búsqueda de ganancias por parte de españoles y criollos. Rafael Ramos Pedrueza, La lucha de clases a través de la Historia de México, México, Ediciones Revista Lux, 1934, 19-36.
31 «Para que los estudios de Historia sean fecundos, útiles a los pueblos -añadía Ramos Pedrueza-, urgen sinceridad y audacia en sus autores, a fin de rechazar, con resolución y energía, rutinas y prejuicios, para exponer criterios y convicciones revolucionarias». Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 16.
32 Para Ramos Pedrueza, la Revolución Mexicana era concebida como la síntesis final de una dialéctica enfrentada en los términos históricos siguientes: «Tesis: dictadura clasista, sostenida por el latifundismo feudal y la burguesía internacional, explotando brutalmente al campesinaje y proletariado. Antítesis: agitación por la pequeña burguesía, particularmente intelectual, en las masas oprimidas, revelándoles su espantosa situación y posibilidades de remediarla. Síntesis: la Revolución Mexicana iniciada el 20 de noviembre de 1910». Ramos Pedrueza (1936), op. cit., 268.
33 Véase Segovia, op. cit., 94.
34 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 26.
35 Ramos Pedrueza (1936), op. cit.., 36.
36 Ramos Pedrueza (l936), op. cit., 32.
37 Ramos Pedrueza (1936), op. cit., 32.
38 Ramos Pedrueza (1932), op. cit., 12 y 13.
39 Muy por el contrario, escritores hispanistas mexicanos anteponían la religión católica a cualquier otra consideración. A tenor de sus tesis, sólo desde el catolicismo se podía y hasta debía gestar el imaginario colectivo del México de aquellos años, acuciado por la masonería, el protestantismo o ideologías «bárbaras» como el comunismo o el fascismo. En palabras de Alfonso Junco, «sólo Dios puede dar la victoria». En cuanto a Jesús Guisa y Azevedo su afección hacia el régimen de Franco quedó recogido en entrecomillados como el siguiente: «El Estado español es un Estado católico y los católicos son los hombres más libres». Véase Alfonso Junco, Savia, México, Editorial Polis, 1939, 12 y Jesús Guisa y Azevedo, Hispanidad y Germanismo, México, Editorial Polis, 1946, 299.
40 Ramos Pedrueza (1934), op. cit., 19-31.
41 Ramos Pedrueza (193б), op. cit., 29.
42 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 24.
43 En palabras de José Elguero, uno de los grandes defensores mexicanos de aquel entonces de la herencia española, México le debía a España, «en la parte mejor y mayor, el carácter y la personalidad», especialmente porque «durante los 300 años de la época colonial se formó la nación mexicana». José Elguero, España en los destinos de Mexico, México, s. e., 1929, 181.
44 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 24.
45 Hay que recordar que, en aquellos años 30, y de la mano de Ramiro de Maeztu y la revista Acción Española se gestó una prosapia conceptual en torno al término «Hispanidad». La revista se editó en Madrid desde diciembre de 1931 hasta junio de 1936, con un total de 88 números. Con un perfil, conservador, tradicionalista y católico, así como antirrepublicano y anticomunista, en la misma publicaron, entre otros hispanistas mexicanos, el escritor y periodista Alfonso Junco.
46 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 24.
47 Alfonso Junco, México y los refugiados. Las Cortes de paja y el corte de caja, México, Editorial Jus, 1959, 73.
48 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 24 y 25. Ciertamente, y en palabras de Gómez Izquierdo, Ramos Pedrueza «condena con energía y sin concesiones la obra destructiva de la Conquista. Pero no cae en la actitud extremista de reprobar en conjunto a lo español; para eso introduce un matiz esencial: distingue entre clases privilegiadas, usufructuarias de la empresa de Conquista (conquistadores, nobleza y clero) y pueblo español, sufriente y menesteroso, víctima también de la explotación». Gómez Izquierdo, op. cit., 65.
49 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 27.
50 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 25 y 26.
51 Para Ramos Pedrueza, el gran riesgo del nacionalismo era transitar hacia el «chauvinismo», un término que definía como «afecto morboso y fanático, sordo y ciego a toda belleza y elevación que no sea nacionalista». Por lo tanto, toda cultura nacional no debía ser ajena a principios más elevados como el de «humanidad» o la «fraternidad universal». Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 26.
52 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 31.
53 A este respecto, Rafael Quintero nos dice lo siguiente sobre el paso de Ramos Pedrueza como embajador en Quito: «En realidad, el ministro mexicano de ese entonces no tenía influencia ni injerencia o intervención alguna en la política interna del Ecuador, pero lo que no le perdonaban los clericales era que hubiese sido un miembro de la masonería». Rafael Quintero López, op. cit., 207.
54 Para Ramos Pedrueza, la crisis del régimen capitalista se acercaba a su derrota final, cuando en aquel entonces los dos grandes imperialismos -el germánico y el anglo-yanqui-, se venían disputando el mundo. En su opinión, «una minoría privilegiada explota y esclaviza a una gran mayoría que trabaja y produce. El choque es inevitable». Ramos Pedrueza (1941), op. cit., 458.
55 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 25.
56 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 25.
57 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 26.
58 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 26.
59 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 27.
60 Ramos Pedrueza (1936), op. cit., 35.
61 Ramos Pedrueza (1936), op. cit., 36.
62 Ramos Pedrueza (1936), op. cit., 36.
63 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 27.
64 AI respecto, véase Carlos Sola Ayape y José Luis González Martínez, «Entre España y México, la libertad. El embajador Félix Gordón Ordás y su evocación de la figura del navarro Javier Mina en el marco de la Guerra Civil española», Revista Príncipe de Viana, 276, enero-abril, 2020, 79-103.
65 Félix Gordón Ordás, «Prólogo», en Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 11.
66 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 27 y 28.
67 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 23.
68 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 21.
69 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 21.
70 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 21 y 22.
71 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 48.
72 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 45.
73 Ramos Pedrueza (1937), op. cit., 27.
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Abstract
Superadas las primeras décadas del siglo XX, y coincidiendo con la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940), escritores protomarxistas mexicanos como Rafael Ramos Pedrueza se dieron a la tarea de impulsar un ejercicio revisionista de la historia de México. +Su particular concepción del pasado, a la luz del materialismo histórico, le permitió hacer una lectura de la conquista española y el largo virreinato de la Nueva España. Así, y en este marco contextual, el objetivo del presente artículo es analizar las aportaciones de Ramos Pedrueza en torno a estos fenómenos históricos, así como su análisis del concepto de «Madre Patria», uno de los elementos torales del pensamiento hispanista de la época. En un contexto marcado por la Guerra Civil española, y secundando su anhelo de fraternidad universal, Ramos Pedrueza hará de su idea de España -y de las «dos Españas»- una lección de obligado aprendizaje para México y el resto de los países de la América hispana.