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Caminamos por la orilla de la playa de Gandía (Valencia, España) y, a cada metro y medio, hay una pila de medusas blancas, amarronadas o violetas. Los bañistas las sacan del Mediterráneo, las amontonan, ocho, nueve y, a su alrededor, trazan círculos concéntricos en la arena. Ellos dicen que demarcan el perímetro del peligro. Lo que creo yo es que se dan importancia en una tarea, aun útil y cortés, precaria y burdísima; y que, algunos, hacen como si, con esos montones, tapasen unos tubos de donde, imaginariamente, la felicidad brotase transformada en estos bichejos. En el mar, niños y señores aburridos auscultan que no haya más; éstos solícitos, reconocibles por estar en corros, incitan a que otros las saquen — ellos no; ellos son los coordinadores. Más al sur (en Alicante), leo que flotan repugnantes “dragones azules”, unas babosas como axones neuronales reventados tras engullir un bote de pintura. Estos seres, como asiáticos, son calladitos y se comen las medusas, plenOs del veneno ajeno.
La espera a la “marina” (el bus...