Recientemente y de manera inesperada y abrupta, surgió una pandemia mundial producida por el coronavirus Covid-19. En plena expansión del envejecimiento global, las personas mayores corren un riesgo importante y se ha destapado el desconocimiento de la sociedad ante éstas, a la vez que se han puesto de manifiesto los múltiples viejismos arraigados globalmente. Así, el confinamiento en casa, sin posibilidad de salir más que a asuntos imprescindibles, la reducción de salidas a una hora diaria o, en el caso de personas que habitan en centros residenciales, el doble confinamiento (aislados del exterior y, además, encerrados en su habitación sin poder gozar de las zonas comunes), han provocado consecuencias negativas en los ancianos. La pandemia expone y recrudece problemas existentes y nos recuerda que vivimos en comunidad, en interacción constante y que la acción de un individuo tiene impacto en todos los demás (Pinazo, 2020).
Hoy la Covid-19, mantiene en vilo a las personas de más de 60 años y a las que padecen enfermedades de base, es decir a las personas con sistemas inmunes que se han vuelto frágiles (Dabove, 2020). Son un grupo vulnerable ante la enfermedad producida por el SARS-CoV-2 que presenta el peor pronóstico, por su comorbilidad, los síndromes geriátricos y la fragilidad asociada al envejecimiento, habiendo sido definida tal situación como una "emergencia geriátrica". En los medios de comunicación y en las redes sociales abundan ejemplos y decisiones políticas totalmente despreciativas hacia las personas mayores afectadas por el virus; se elige a los jóvenes y adultos y se deja morir a los viejos sin poder despedirse de sus seres queridos, ni siquiera se les puede dar serena sepultura por miedo a ampliar la red de infectados (Dabove, 2020). Estas situaciones de crisis dejan de manifiesto la fragilidad de ciertas instituciones y la complejidad de dar cobertura a las necesidades urgentes de la población.
De igual modo, este fenómeno de la pandemia nos ha obligado a rescatar el verdadero corazón de muchas de nuestras instancias, comportamientos o acciones de la vida cotidiana (Alberti, 2020). Diariamente, familiares o amigos así como los medios de comunicación alertan sobre la reducción o inactividad física y su implicación en problemas del sueño; el insomnio o la somnolencia diurna; el aumento de deterioro cognitivo por dejar de hacer actividades de estimulación cognitiva, talleres, tertulias, terapias grupales, voluntariado, asistencia a las asociaciones; la afectación del estado emocional o anímico o la falta de contacto con la red social, entre otros aspectos. La salud psicológica y emocional de muchas personas se está viendo seriamente afectada ante tal situación y los efectos es posible que sean duraderos.
Sin duda, la soledad, el síntoma silencioso del coronavirus, ha sido la situación más experimentada y lejos de ser algo sencillo (Yanguas et al., 2018), dicho fenómeno comprende desde emociones hasta procesos cognitivos, incluye a la persona y a la comunidad, engloba variables intrapersonales y culturales, se relaciona con fragilidad y vulnerabilidad y un largo etcétera de cuestiones en las cuales residen tanto su complejidad como el desafío a nuestras sociedades.
La soledad puede ocurrir en cualquier edad y, si bien la vejez no es la responsable única, se ha descrito una relación según acontecimientos frecuentes de la edad, especialmente, las pérdidas. La intervención se orientará a disminuir su ansiedad ofreciendo recursos y estrategias que propicien su paz y calma en los momentos más críticos, además de solventar la desorientación que, en ocasiones, les crean las nuevas y extrañas situaciones.
Disponemos de una elevada esperanza de vida, envejecemos con más salud y este período abarca ya un tercio de nuestra vida, lo que exige que reflexionemos sobre ella y, más si cabe, planificar para vivirla como una etapa de desarrollo personal. Parece oportuno pensar y reflexionar sobre las mejoras que debemos establecer con nuestros antecesores. Desde Pedagogía Social. Revista Interuniversitaria queremos participar en este debate y, en lo posible, estimularlo a través de nuestras páginas. Somos muchas las personas que hemos perdido a seres queridos en las circunstancias adversas sufridas durante esta pandemia, a ellos debemos, el reconocimiento y el valor de las experiencias aprendidas, los valores transmitidos con sus vidas, el compromiso y la entrega a sus seres queridos, todo el cuidado prestado y el legado transmitido.
Por otro lado, desde el ámbito profesional, el profesor Santos Guerra (2020) en su reciente obra "¿Para qué servimos los pedagogos? El valor de la educación", nos alienta sobre la aportación de los pedagogos a la hora de cubrir ciertas necesidades y demandas sociales en este ámbito, así como a contribuir al avance de la investigación y la intervención socioeducativa en este campo.
Envejecimiento global y la experiencia de soledad en la vejez
El siglo XX nos legó una oportunidad sin precedentes: poder ser longevos (Dabove, 2020; Dabove et al., 2020) y produjo un cambio histórico en la posición del ser humano frente al tiempo, mostrando que la prolongación de la vida de una persona ya no es un tema individual, sino social. Vivir en soledad es una característica definitoria de la vida actual (De la Mata y Hernández, 2021), por estar en un momento en que la vida es más plural y porque se alarga para los individuos en todos los tramos de edad.
Los hogares unipersonales, en España, aumentan considerablemente, desde 2017, el 1% para los menores de 65 años y el 3,8% para los que se encuentran por encima de esta edad (Abellan et al., 2019). Según la Encuesta Continua de Hogares (INE, 2019) hay más de dos millones de personas de 65 años o más, que viven solas. Algunos autores (Fokkema et al., 2012; Yang y Victor, 2011) han medido la prevalencia de este problema social en España, comparándola con la registrada en otros países, concluyendo que resulta más elevada aquí que en cualquier sociedad del centro o norte de Europa. Datos más recientes señalan que, la proporción de personas mayores que viven solas en Europa es del 32,1% y, en el caso de España, 24,1% (Eurostat, 2017; 2020a). Entre los Estados miembros de la UE (Eurostat, 2020b), Letonia registró la mayor proporción de mujeres de 65 años o más que vivían solas (49%), seguida de Eslovenia y Alemania (ambos con un 45%), así como de Finlandia y República Checa (ambas con un 44%). Los porcentajes más bajos son Estonia (26%), Bélgica (28%), España y Chipre (ambos con el 31%), Portugal (32%) y Dinamarca (33%).
Envejecer supone un buen momento para la evaluación del tiempo transcurrido, de los logros alcanzados y de las asignaturas pendientes (Freixas et al., 2009). El alargamiento de la etapa matrimonial está generando el incremento de las personas mayores que viven exclusivamente con la pareja: cuando experimentan la viudez, suelen permanecer en el domicilio propio, viviendo ya en solitario, provocando una situación de nido vacío y una situación de hijos e hijas emancipadas (López y Díaz, 2018), propensas estas personas a que aparezca el sentimiento de soledad emocional -dicha situación también constatada anteriormente por Iglesias (2001)-. Dichos autores manifiestan que las personas que han perdido al cónyuge a una edad avanzada son quienes más se identifican como víctimas de la soledad, diferenciándose de aquellas otras personas mayores que enviudaron en una fase prematura de su trayectoria vital (vieron la necesidad de sacar adelante a sus hijos e hijas, lo que les sirvió para activar una recuperación anímica que las protegió contra la soledad). Los mayores que han atravesado por dicho proceso (López y Díaz, 2018) cifran en dos o tres años el tiempo necesario para asimilar los cambios y acostumbrarse a su nueva realidad. Se constata, que los varones sufren este sentimiento con especial intensidad (Fonseca, 2019; López y Díaz, 2018; Montes de Oca, 2011), se les ve menos capacitados para mantenerse independientes y más vulnerables a la soledad pues reciben menos apoyo emocional por cuestiones de género.
Sin duda, a lo largo del proceso del envejecimiento, tienen lugar importantes cambios (personales y sociales) en la configuración, las características y el uso que se realiza de la red social y de apoyo. Estas modificaciones pueden ser, como venimos diciendo, resultado de la jubilación, los sucesos vitales, las pérdidas (muerte de la pareja, familiares u otras relaciones de amistad), de factores materiales (status económico más bajo tras la dependencia de una pensión de jubilación), del deterioro de la salud (física, con la posterior dependencia y niveles de autonomía, o psicológica) o de la institucionalización. La red social experimenta un cambio, y esta reducción significativa de fuentes potenciales de apoyo sucede a la par que las necesidades y el grado de dependencia de las personas mayores se incrementan.
Las personas mayores se sienten más satisfechas con sus vidas y se autoperciben como más sanas en la medida en que mantienen sus relaciones sociales y ha sido demostrado en diversas investigaciones (Cable et al., 2013) que los beneficios son similares a los de otras etapas de la vida. La familia, especialmente el cónyuge y los hijos e hijas adultos, son la fuente central de apoyo (Waite y Gallagher, 2000).
La experiencia de soledad (Bermejo, 2016; Fonseca, 2019; Gajardo, 2015; Golden et al., 2009; Sánchez, 2009) es una condición de malestar emocional que surge cuando una persona se siente incomprendida o rechazada por otros o carece de los recursos sociales adecuados para llevar a cabo las actividades que desee, particularmente las actividades que proporcionan integración social y las oportunidades para la intimidad emocional con otras personas.
Quienes la padecen afirman que se trata de una experiencia desagradable y estresante (Bermejo, 2016), asociada con un importante impacto emocional, sensaciones de nerviosismo y angustia, sentimiento de irritabilidad, mal humor, marginación social, creencias de ser rechazado, etc. Hablamos, por tanto, de la soledad subjetiva (sentimiento doloroso y temido, nunca una situación buscada) que debe ser diferenciada del aislamiento social. Ambos conceptos están interrelacionados, pero no aluden a lo mismo. El sentimiento de soledad obedece a una insatisfacción motivada por la falta de ciertas relaciones o la pérdida de calidad en los contactos con otras personas; es decir, tiene que ver con la manera en que los individuos perciben, experimentan y evalúan la falta de comunicación interpersonal (López y Díaz, 2018; Martín y González, 2016). Por otro lado, el aislamiento social concierne a las características objetivas de una situación marcada por la escasez de relaciones sociales.
Evidentemente es una situación dolorosa que aumenta el riesgo de sedentarismo, la enfermedad cardiovascular, la alimentación inadecuada y el riesgo de muerte (Losada y Álvarez, 2014; Pinazo, 2020; Rodríguez, 2009; Yanguas et al., 2018). Así, puede tener importantes consecuencias negativas en el plano físico (aumenta la presión sistólica, eleva las alteraciones en el sistema inmunológico y empeora la nutrición, acentúa la obesidad, amplifica el declive motor, eleva las dificultades para dormir, ...), en el plano psicológico (predice síntomas depresivos, empeora el funcionamiento cognitivo y baja la autoestima, acrecienta problemas de salud mental, incrementa tasa de institucionalización, ...) y en el plano social (conductas como el uso de teléfonos party-line, prejuicios sociales, etc.).
¿Cómo solventar la soledad de los mayores? Construyamos espacios de intercambio
Los investigadores han puesto de manifiesto cómo el apoyo social es una variable relevante en el mantenimiento de la salud y en el decremento de las enfermedades entre la población mayor (Pinazo, 2005; Leturia et al., 2001). El vivir a solas en el hogar puede ser una fuente de libertad para dedicarse a sí misma y una experiencia para fortalecer lazos familiares y amicales.
Frente a la situación de soledad, el apoyo social se concibe como "el conjunto de relaciones interpersonales que implican afecto y ayuda emocional (sentirse querido, intimidad, confianza, disponibilidad), instrumental (ayudas domésticas, cuidados) e informacional (búsqueda de información, consejo), así como afirmación personal a partir de esta relación" (Leturia et. al, 2001, p. 138).). Es un proceso transaccional (dar y recibir), a través del cual nuestras relaciones nos proporcionan un "espacio" para el intercambio tanto de experiencias emocionales como de apoyo en cuestiones instrumentales cotidianas (Arias, 2013; Yanguas et al., 2018).
Las relaciones sociales próximas pueden constituir un valioso recurso para completar o a veces sustituir la red asistencial pública; puede disminuir la necesidad de hospitalización o el tiempo de permanencia en el mismo y aumentar la probabilidad de que un individuo intente practicar y mantener conductas de salud preventiva. Sin duda, la familia, constituye el principal referente social y grupo de pertenecía de las personas mayores y al que asignan una mayor relevancia. Por otro lado, las amistades (Bazo, 2008) constituyen un apoyo social y una fuente de satisfacción considerable. Son personas con las que se comparte, no solo la edad, sino algo que es más importante: una experiencia vital parecida, intereses comunes, recuerdos, opiniones y valores similares. Permiten el vínculo intenso, un espacio de comunicación íntima, y suponen un pilar para manejar los cambios en la vejez, lo que permite una mayor influencia en su autoestima (De la Mata et al., 2018; De la Mata y Hernández, 2021). De igual modo, los vecinos, constituyen una fuente especial de apoyo y ayuda, especialmente, para aquellas personas que han vivido durante largos períodos de tiempo en el vecindario, esto es, casi la mitad de su vida. Quizás una de las consecuencias de la crisis que estamos viviendo podría ser el desarrollo de la empatía, el darse cuenta de cuántas personas eran invisibles hasta ahora pero, también el fortalecimiento de las redes sociales del vecindario y la solidaridad intergeneracional (Pinazo, 2020). Podemos señalar, en los últimos meses, miles de ejemplos de jóvenes que apoyan a los mayores en su confinamiento: llevándoles la compra, paseando sus perros, llamándoles por teléfono para aliviar su soledad...
En síntesis, el contacto con la familia, la existencia de grupos de referencia como los amigos, el vecindario u otros, disponer de salud y de recursos económicos suficientes, son los indicadores que sostienen una vejez suficientemente confortable (Freixas et al., 2009).
Pero "estar solo" no siempre es problema, no es sólo un sentimiento negativo...
Conviene matizar que para algunas personas (Yanguas et al., 2018) la soledad puede ser menos lesiva que mantener relaciones sociales conflictivas; es decir, puede ser una solución como mecanismo de afrontamiento para evitar relaciones potencialmente dañinas. Según indican De La Mata et al. (2018), la soledad, al igual que la vejez, es un constructo que ha evolucionado con la investigación hacia perspectivas más desahogadoras y positivas y se puede presentar en cualquier grupo o clase social, incluso, puede ser elegida y no constituye un problema. Podemos hablar, por tanto, de soledad objetiva y puede ser una experiencia buscada y enriquecedora (Bermejo 2016; Rodríguez Martín, 2009).
Sin duda, las personas mayores también emprenden acciones contra el sentimiento de soledad, tanto en su componente emocional como social (De La Mata et al., 2018; Freixas, 2018; López y Díaz, 2018; Martín y González, 2016): tareas de autocuidado (actividad física regular, alimentación más frugal y ligera, interés por la belleza); el desarrollo de actividades domésticas; salir a la calle a dar un paseo, realizar visitas o compras improvisadas o motivar encuentros casuales con familiares, amigos o vecinos; comunicaciones telefónicas; el uso de tecnologías de la comunicación (televisión, radio, internet,..); aficiones (lectura, manualidades, cuidado de plantas); la participación en actividades culturales, turísticas o de ocio; las actividades de voluntariado; el fomento de las relaciones de vecindad, entre otras, pueden ser recursos útiles a la hora de luchar y prevenir la soledad.
Los cambios sociales, que han transformado la vida de las mujeres y de los hombres a lo largo del siglo XX, reclaman poner en práctica estrategias creativas para vivir felices durante los últimos años de la vida. Sin duda, la socialización diferenciada y los mandatos sociales de género constituyen elementos importantes en la experiencia de soledad de las mujeres, especialmente, aquellas que son mayores (De la Mata y Hernández, 2021; Maqueira D'Angelo, 2002). El hecho de que las mujeres estén erigidas como seres para "los otros" (tareas de cuidado, la educación de los hijos y las hijas así como de sus nietos y nietas, la mirada de desvelo, todo aquello que se denomina el "trabajo sentimental o relacional) puede ser tenido en cuenta para el manejo de la soledad y define su experiencia de relación con el mundo con una sensibilidad que resulta inconfundible en su desarrollo vital. Todo ello, determina una experiencia diferente de la que pueden tener los varones. Sin embargo, las formas de vida han cambiado y los cambios sociales determinan una independencia a todas las edades, desconocida en otros momentos. Así, las mujeres mayores nacidas a partir de los años cincuenta del siglo pasado, se enfrentarán a la vejez con experiencias laborales, económicas, familiares, de poder y estatus diferentes a las de sus predecesoras y, por lo tanto, dispondrán de mayores recursos económicos, sociales e intelectuales. Se comunicarán con sus seres queridos por correo electrónico, comprarán los billetes de avión y las entradas para el teatro por internet, leerán cada mañana la prensa desde su casa y un largo etcétera de cuestiones. La educación les ha facilitado el acceso a la información y ésta a la libertad (Freixas et al., 2009). Tienen ahora mayor independencia para definir y separar las prioridades de la familia, lo personal y lo profesional.
En este escenario de nuevas relaciones que tejer en el mundo (De la Mata y Hernández, 2021) no hay una senda marcada y todo está por elaborar. En términos de la explicación psicosocial habrá que reconceptualizar los marcos teóricos con los que hasta hoy se ha explicado el curso de la vida: "a falta de modelos sociales hacia los que mirar, las nuevas mujeres viejas de la primera mitad del siglo XXI tendrán que mirarse unas en otras para dibujar entre todas una nueva carta de navegar" (Freixas et al., 2009).
A medida que las personas van haciéndose mayores (Bericat, 2020), aprenden de sus experiencias moderando sus aspiraciones para ajustarlas a la situación real, reconocen con mayor precisión sus retos vitales, controlan más la frustración y se resignan de mejor grado a sus condiciones de vida. Revisan su idea de felicidad, abandonando la visión idealizada de la misma para adoptar una más sensata o realista.
Así, la soledad cuando se tienen redes sólidas de apoyo y se está implicada en el entorno, adquiere una significación que se relaciona con un valor positivo de independencia y autonomía a nivel físico y psíquico. Vivir a solas supone una afirmación de sí mismo y una resignificación de la identidad (De La Mata et al., 2018; Freixas, 2002), una posibilidad de situarse con autonomía en la vejez. Mirado desde la perspectiva de las mujeres, el envejecimiento puede ser un reto de gran alcance (Freixas et al., 2009), mujeres independientes que gobiernan sus proyectos de vida en solitario frente al papel en el que han vivido en el pasado como esposas y madres.
Por tanto, el constructo "soledad" es poliédrico (De la Mata y Hernández, 2021) pudiendo referirse al "padecimiento de estar solo o sola" o al "disfrute de estar solo o sola". Es una experiencia que tiene distintos matices, según la cultura en la que se vive y la percepción que se tiene de ella está influida por los estereotipos, sentimientos y creencias implícitas. Existiendo un consenso en la comunidad científica en que la vejez es una etapa con mayor probabilidad de experimentar la soledad, cabe resaltar la necesidad de profundizar en un argumentario que muestre la vivencia en soledad como un disfrute, la vivencia de esta etapa como fortaleza, no como desolación y sufrimiento.
¿Qué hacer en un futuro postpandemia?
Envejecer es un logro, un triunfo, no un cataclismo (Freixas et al., 2009). Dos concepciones de vejez conviven en este siglo XXI. El modelo deficitario, basado en el modelo médico tradicional que, centrado en los cambios biológicos, conceptualizó la vejez en términos de déficit y de involución y contabiliza pérdidas y deterioro, dependencia, enfermedad, inactividad, improductividad. Por otro lado, el modelo de desarrollo basado en la necesidad de establecer una "nueva cultura del envejecimiento", desde la que se considere a las personas de edad agentes y beneficiarios del desarrollo y donde la vejez sea redefinida como una etapa diferente de la vida, pero plena de posibilidades (ver, entre otros, De Juanas, Limón y Navarro, 2013; Freixas, 2013; Fuentes y Solé, 2012; Martín, 2000).
Una de las tareas importantes en el proceso de envejecer consiste en "otorgar significado a la propia vida" (Freixas et al., 2009, p. 65), situación que exige la conjunción entre la reminiscencia (dar significado a la vida pasada) y la preminiscencia (proyectar el futuro)...ofrecer oportunidades para encontrar un camino personal para envejecer bien, asumiendo el pasado y diseñando el futuro.
La sociedad tiene muchas ventajas para ofrecer, innovaciones que permiten avanzar. El reto o desafío actual desde el ámbito político es desear no retroceder en lo que hemos avanzado, no perder los nuevos y positivos hábitos que hemos ido incorporando tras esta crisis global (tiempos para el ocio familiar, oportunidades de conciliación de la vida familiar y laboral, uso de las tecnologías para reforzar los vínculos afectivos, fuertes lazos de solidaridad, etc. ). Es importante desarrollar políticas transversales que favorezcan oportunidades de envejecer de manera activa promoviendo la autonomía e independencia de las personas a lo largo de toda la vida porque, vivir sin compañía a edades avanzadas, no siempre es una elección. Sin duda, parece necesario revisar un modelo de cuidados de las personas mayores que habrá de tomar como centro a la persona y no a la institución. Pero este cambio ha de formar parte de una estrategia de políticas públicas con una visión más amplia (Pinazo, 2020).
El envejecer en su entorno es una de las metas más comúnmente expresada por nuestros mayores, el hogar, como lugar de provisión de cuidados (Aceros, 2018; Salech et al., 2020). En la literatura anglosajona se reconoce el concepto de "aging in place" (envejecimiento en el lugar) entendido como la capacidad de vivir en su propio hogar y comunidad de manera segura, independiente, confortable, independientemente de la edad, nivel de ingresos o la capacidad funcional. Es la opción elegida más habitual para residir, retrasando lo más posible la institucionalización, seguir manteniendo la vivienda como espacio de vida (Rojo et al, 2007, 2018; Vanleerberghe et al., 2017). Para afrontar el ideal de permanecer en la propia casa el mayor tiempo posible, el entorno residencial ha de ser adaptado a las necesidades de la persona que envejece. Así, la teleasistencia y otros recursos y apoyos técnicos pueden ser una solución a la ansiedad de los familiares y una respuesta a las necesidades de los mayores. Hablamos, igualmente, de ampliar el horizonte de habitabilidad de los mayores con la dotación de servicios de los que proveerse en la vida diaria (asfaltado de las calles de los parques y jardines, aceras con posibilidad de caminar o desplazarse a personas con alguna dificultad de movilidad, oportunidades para la realización de actividades, entre otros aspectos). Sin duda, es fundamental el entorno construido, pero también son necesarios una adecuada integración social, el acceso a servicios, la protección económico-social, la promoción, el acceso a la salud, entre otros (Gajardo, 2014).
Por otro lado, el "cohousing" o la vivienda colaborativa se presenta como alternativa a los formatos de convivencia usuales, entendida como un proyecto residencial en el que todos los residentes participan y colaboran en su gestación, desarrollo y mantenimiento en un proceso de apoyo y convivencia juntos. Se caracterizan por tener dotaciones comunes como espacios verdes, culturales y formativos, de ocio y recreación así como unidades de uso privado. Además de los espacios y servicios comunes entre los residentes, se enfatiza en las estructuras organizativas de colaboración mediante redes de apoyo mutuo en términos de solidaridad y reciprocidad de manera formal o informal. Es otra opción que toma cada vez más protagonismo y está despertando el interés de muchos colectivos, no solo los mayores para abordar estilos de vida sostenibles desde diversas perspectivas -social, económica, ambiental- (Rojo et al., 2018; Torio et al., 2018).
Las ventajas del alojamiento compartido pueden extenderse a través de áreas diferentes (Torio et al., 2018): a) beneficios sociales (cuidado de niños, apoyo entre iguales, ayuda en las tareas domésticas, etc.); b) beneficios económicos (aún cuando los costes iniciales pueden ser caros, ahorran dinero a largo plazo); c) beneficios ecológicos (los miembros de la comunidad generalmente tienen un mayor nivel de conciencia ambiental e incorporan elementos de diseño ecológico e intentan aligerar su impacto en el medio ambiente) y por último, d) beneficios para el vecindario (a menudo están involucradas en una amplia gama de proyectos de sostenibilidad del vecindario como la plantación de árboles, jardines comunitarios, reciclaje, etc.).
Finalmente, la institucionalización como forma de afrontar las circunstancias personales durante la vejez (Rojo et al., 2018) para dar respuesta a aquella población o familias con necesidad de alojamiento por motivos diversos (ausencia de familiares que les den apoyo y cuidado, existencia de alguna enfermedad o discapacidad, inadecuadas condiciones de la vivienda o entorno residencial habitual, el hecho de tener cargas familiares, etc...). Los centros gerontológicos para mayores tratan de ser una opción elegida en último lugar y constituyen espacios de atención y cuidados con el incremento de la edad, las condiciones adversas de salud, el deterioro funcional o cognitivo, etc. De este modo, la adaptación a un centro residencial puede compensar la pérdida de salud y la capacidad funcional, la ampliación de redes sociales y, sobre todo, proporcionar un entorno de apoyo estable que es de gran importancia para las personas mayores.
Independientemente de la elección de la tipología residencial elegida, el acercamiento al modelo de entornos amigables con la edad y envejecer de forma activa y con calidad de vida son temas relevantes en el debate para el diseño de políticas. El trabajo más representativo en este tema lo realizó la Organización de las Naciones Unidas analizando los indicadores de "amigabilidad con la vejez" en 33 países. Los resultados, poco alentadores a nivel mundial, sirvieron como insumo para una propuesta que considera ocho áreas en pos de la transformación de las ciudades: los espacios al aire libre y edificios, el transporte, la vivienda, la participación social, el respeto y la inclusión social, la participación cívica y el empleo, el trabajo y la participación ciudadana, la comunicación e información y, finalmente, los servicios de apoyo comunitario y de salud (OMS, 2007). Una ciudad amigable con los mayores alienta el envejecimiento activo mediante la optimización de las oportunidades de salud, participación y seguridad. Formar parte de la "Red de Ciudades y Comunidades Amigables de las Personas Mayores" (IMSERSO, 2020) supone un compromiso con la metodología propuesta por la OMS para la década del Envejecimiento Saludable (2021-2030) y los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Ofrece la oportunidad de compartir experiencias, logros y lecciones aprendidas con otras ciudades y pueblos de la plataforma Age Friendly World (OMS, 2020). Algunos de los países industrializados han tomado ventaja en la implementación de acciones a fin de favorecer la accesibilidad en los espacios y el transporte público, aun cuando la vivienda es el área con más evidencia de desigualdades a nivel global (Cárdenas, 2020).
El envejecimiento activo (Limón, 2015) representa y nos descubre que valores sociales tan necesarios en la actualidad como la autonomía personal, la participación, la solidaridad, la convivencia, el diálogo, el compartir, la tolerancia, etc., no deben ser patrimonio exclusivo de una determinada edad. La situación sanitaria que vivimos nos ofrece una oportunidad de aprendizaje social que nos lleva a la urgencia de cambios estructurales, a una nueva forma de relacionarnos con la vejez y las personas mayores, a posicionarles con voz ante las medidas que tengan que ver con su realidad.
Una sociedad inclusiva, solidaria y amable, en la que las personas mayores participen de manera activa, se configura como una sociedad de futuro para todos y todas las personas, independientemente de la edad.
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