Resumen: Insertas en el poderoso flujo de transferencias culturales mantenido en época contemporánea entre Europa y América Latina, personas, objetos, saberes y métodos de pensamiento y trabajo intelectual viajaron de España a Costa Rica. Aunque la mayoría de esas transferencias respondieron a demandas estatales, algunas resultaron de peticiones realizadas por actores de la sociedad civil costarricense. En función de sus necesidades, las estrategias puestas en marcha por la parte receptora combinaron en distinta proporción la apropiación, la reutilización o el rechazo de lo que España emitía. Priorizando el contexto de la recepción y el rol de los mediadores culturales, el artículo analiza el uso que el proyecto decimonónico de nación costarricense hizo de las influencias culturales recibidas de España, la contribución a las tendencias democrático-liberales habidas en esa república por parte del krausismo español y la intervención en la reforma del sistema universitario costarricense de mediados del siglo XX de profesores españoles.
Palabras clave: Costa Rica, España, transferencias culturales, intelectuales, nacionalización, krausismo, reforma universitaria.
Abstract: Inserted in the powerful flow of cultural transfers maintained in contemporary times between Europe and Latin America, people, objects, knowledge and methods of thought and intellectual work traveled from Spain to Costa Rica. Although most of their contributions responded to state demands, some resulted from requests made by Costa Rican civil society actors. Depending on the needs of the receiving party, the strategies implemented by it combined in different proportions the appropriation, reuse or rejection of what Spain issued. Prioritizing the context of reception and the role of cultural mediators, the article analyzes the use that the nineteenth-century project of the Costa Rican nation made of the cultural transfers received from Spain, the contribution of Spanish Krausism to liberal-democratic tendencies in that republic, and the collaboration of Spanish professors in the middle of the 20th century in the reform of the Costa Rican university system.
Keywords: Costa Rica, Spain, cultural transfers, intellectuals, nationalization, krausism, university reform.
1. Introducción
El concepto de transferencia cultural nació en el terreno de los estudios germánicos de mano de Michel Espagne y Michael Werner, quienes se ocuparon de la construcción contemporánea de un referente cultural alemán en Francia2. De la germanistica la noción pasó pronto a la historia, y más concretamente a la historia cultural, relevando desde sus orígenes, según defiende el especialista en teorías culturales latinoamericanas Friedhelm Schmidt-Welle, múltiples posibilidades de aplicación a procesos culturales diferentes y aun distantes. Ayudó a esa ampliación de campo la etimología del primero de sus términos -transferencia, del latín transferre, cuyo significado inicial es el de pasar o llevar algo de un lugar a otro- y su natural ligazón a nociones como movilidad, traslado y cambio, lo que le concedió un aspecto claramente interdisciplinario3. También, podría añadirse, transnacional.
En esa línea e incluso antes de que el libro de Espagne y Werner viese la luz, los intercambios entre distintos espacios culturales habían despertado el interés de una crítica cultural latinoamericana dispuesta a cuestionar el sentido de una historia casi exclusivamente nacional. Por lo que a las relaciones entre España y América Latina se refiere, uno de esos estudiosos fue el historiador uruguayo Carlos Manuel Rama, quien al considerar los viajes intelectuales de ida y vuelta entre la antigua metrópoli y sus dominios americanos, aportó significativos resultados en el campo de las ideas, la literatura y otras expresiones artísticas4. Años más tarde y ampliada a otras naciones europeas, la atención a la circulación de saberes y prácticas culturales en el espacio transatlántico forjó términos como el acuñado por el historiador francés Olivier Compagnon, "Euro-Amérique"5. En estos momentos, la versión más evolucionada de los estudios sobre las transferencias culturales entre Europa y América Latina se deben al esfuerzo de grupos de investigación interdisciplinarios y alientos editoriales como el dirigido por Ronald Soto-Quirós e Isabelle Tauzin-Castellanos6, por Peter Birle, Sandra Carreras, Iken Paap y Friedhelm Schmidt-Welle7, o a reflexiones individuales como la llevada a cabo por la historiadora argentina Paula Bruno con su noción de "visitas culturales", con la que intenta ofrecer alternativas y complementar categorías como intercambios, movilidades científicas o académicas, redes intelectuales, cooperación intelectual y otras afines8.
Asentada una mínima genealogía del concepto y presentadas algunas de sus notas de uso tanto en las humanidades a nivel general como en la historia y en la historiografía latinoamericanista en particular, conviene incidir en que, como era de esperar, los historiadores que lo emplean han coincidido en cuestionar la oportunidad de elaborar a partir de él mecanismos de análisis desde un punto de vista preferentemente nacional. Y es que aunque como apuntó el referido Espagne, el intercambio cultural en época contemporánea ha estado particularmente asociado a la autopercepción de los grupos humanos como nación9, ello no es óbice, de acuerdo con posturas como la mantenida por Béatrice Joyeux-Prunel, para que al hablar de transferencias culturales deba reflexionarse sobre los movimientos de personas, ideas y objetos entre dos o más espacios geográficos, analizarse los soportes y las lógicas que los acompañan e interesarse por las zonas de interconexión, mestizaje y frontera en las que superando al Estado o la nación aquellos se producen10. De hacerlo, las transferencias culturales darán la oportunidad, como indicó uno de los más relevantes teóricos en la materia, Pierre-Yves Saunier, de recuperar la historia de proyectos, individuos, grupos, conceptos, actividades, procesos e instituciones que, a menudo, han sido invisibles o secundarios para los historiadores por desarrollarse entre, a lo largo o a través de entidades políticas y sociedades nacionales11. De algo de todo ello han tratado en sus estudios sobre la interacción de actores, formaciones y modelos de relación social autores que como Néstor García Gandini con sus "culturas híbridas", Horni К. Bhabha con los "cultural inbetween-spaces", Walter D. Mignolo con el "border thinking" o Peter Burke con el "cultural hybridity'12, transcendieron el paradigma nacional como marco de sus investigaciones.
El presente trabajo reúne y valora las contribuciones que mediante su presencia en Costa Rica durante los siglos XIX у XX la cultura española realizó al desarrollo científico-técnico y humanístico de la república centroamericana. Un objetivo que se plantea desde la observación de dos realidades nacionales -la costarricense y la española- autónomas y asimétricas, dotadas de sus respectivos sistemas de emisión y recepción de saberes, prácticas y objetos culturales. Y más concretamente, desde la contemplación de las fórmulas y modos de recepción ejercidas por Costa Rica, que hizo intervenir como árbitro de ese tráfico cultural los requerimientos y necesidades que le eran propias. Convendrá por ello enfatizar, en el marco de la dinámica de los intercambios mantenidos entre ambos países, los filtros de apropiación, reutilización y, en su caso, rechazo, que la nación ístmica ejerció sobre el caudal cultural que de España importaba. Asimismo, se concederá un valor sustancial a las acciones de quienes protagonizaron tales transferencias, bien con su desplazamiento hasta Costa Rica (científicos, ingenieros, médicos, geógrafos, filósofos y pedagogos españoles), bien como promotores de dichos viajes (políticos y altos funcionarios, eruditos y profesores costarricenses). Establecer estos objetivos de investigación busca develar no tanto un fenómeno de exportación cultural, es decir, de tráfico unidireccional de transferencias, sino las necesidades que desde el lado receptor éstas encubrieron, los intereses que las suscitaron y los patrones que las rigieron. Así, el contexto de recepción y el rol que en él desempeñaron los mediadores culturales resultará determinante.
El artículo se estructura a partir de la periodizáción de la historia cultural costarricense trazada a mediados del siglo XX por el filósofo Abelardo Bonilla, quien dividió la memoria intelectual de su país en cuatro periodos. Ligaba el primero, de raíz española, con la época colonial, cuyo final alargó hasta 1840. El segundo, que abarcaría la segunda mitad del siglo XIX, habría implicado un cambio de rumbo hacia la cultura francesa e inglesa y, singularmente, hacia el positivismo bajo influencia de Charles Darwin, James Stuart Mill, Herbert Spencer, August Comte e Hippolyte Taine. El tercer periodo comprendería las primeras décadas del XX, cuando, según Bonilla, se dio una lucha entre el sedimento positivista de la etapa anterior y la reacción espiritualista de carácter teosófico iniciada alrededor de 1910, fase que se prolongaría hasta los años treinta bajo el peso de la filosofía del pragmatismo de los norteamericanos William James y John Dewey. El cuarto periodo, en gestación cuando él escribía, lo habría inaugurado la fundación en 1940 de la Universidad de Costa Rica13.
Con algunas variaciones, serán los tres últimos ciclos dibujados por Abelardo Bonilla los aquí analizados. Se comenzará con un repaso, a partir de la bibliografía existente, de la situación cultural costarricense durante el programa de construcción del Estado nación, esto es, desde el momento de la independencia hasta los años finales del siglo XIX, con especial atención a las demandas que en el campo de la cultura y la educación las elites políticas nativas dirigieron a España. Establecida la situación de partida, se considerará la recepción por el medio intelectual costarricense del pensamiento krausista español como elemento clave para el asentamiento de las tendencias democrático-liberales en aquel país. Finalmente y recurriendo al uso mayoritario de fuentes primarias, se evaluarán las aportaciones de los intelectuales españoles del exilio al medio académico y a la cultura de Costa Rica.
2. Transferencias culturales al servicio de un proyecto nacional en gestación.
Hace ya unas décadas Gabriela Ossenbach relataba la dificultad que presenta el estudio del pensamiento costarricense del siglo XIX. Dichas dificultades se debían, según la autora, al ambiente cultural relativamente reducido que imperaba en el país, en un período aún cercano a la época colonial y en un tiempo muy pobre en todos los ámbitos. Preocupada la nación por su organización y consolidación en forma de Estado, la producción cultural era escasa y corrientes como el liberalismo o el positivismo no se consolidaron en un grupo fuerte de pensadores, formando antes una atmósfera que una doctrina. Los problemas para indagar en la historia intelectual decimonónica costarricense se agravaban ante la carencia de escritos políticos y filosóficos autóctonos y de calidad suficientemente reconocida. Una penuria de fuentes que obligaba al investigador a ceñirse a la consulta de periódicos, de artículos con frecuencia anónimos, de proclamas y discursos políticos o al examen de las bibliotecas privadas más distinguidas. Concluía la historiadora costarricense reconociendo que todas esas limitaciones intimaban al estudioso a centrar su atención en aquellas ideas y personalidades capaces de influir en las actuaciones de gobierno14.
No basta sin embargo con averiguar sobre prominentes figuras doctas para componer un cuadro satisfactorio del estado de la cultura costarricense del siglo XIX. Ciertamente, las insuficiencias intelectuales y materiales a las que Ossenbach se refería, herencia de la insignificancia de una provincia de Costa Rica que en la hora de la independencia era el rincón más aislado, pobre y deshabitado del Reino de Guatemala, explican el débil punto de partida del programa de construcción de una cultura nacional. Conocedora la clase dirigente de esa situación de indigencia y de la necesidad de una pantalla intelectual en refuerzo de su proyecto nacionalizador, conforme avanzó el siglo aquella luchó por elevar y asegurar una estratégica posición para el Estado en el entramado cultural de la nación. Un deseo que se vio favorecido por la centralización del grueso de las actividades políticas y económicas en San José una vez la ciudad alcanzó en 1835 la capitalidad, pero también por lo paupérrimo del mercado cultural no oficial y la flojedad en él de la iniciativa privada.
Sea como fuese, para completar el cuadro de situación cultural de la Costa Rica decimonónica es preciso atender, entre otras cuestiones, al peso que la cultura extranjera tuvo en la nación. Desde los albores de la independencia Europa irradió su encanto a las elites dirigentes latinoamericanas, hasta hacerlas confiar en la posibilidad de erigir una cultura nacional sustentada en la europea. Contagiadas de ese ensueño, las costarricenses imaginaron un país étnicamente blanco, democrático, pacífico, regido por la racionalidad y excepcional respecto a su más cercano entorno geográfico, un país dependiente y parte de la civilización europea. Un concepto, el de civilización, que lo mismo que el de progreso fue una constante en el vocabulario de los grupos gobernantes de la nación a lo largo del siglo XIX15. Esa imagen ejemplar de Costa Rica apareció en la década de 1840 en numerosos textos de autores tanto nacionales como extranjeros16, y acabó formalizándose en emblemas identitarios pensados para hacer nación, en instituciones en las que la contribución europea fue determinante: el Archivo Nacional (1881), la Academia Militar (1886), el Museo Nacional (1887), la Biblioteca Nacional (1888), el Instituto Físico Geográfico (1888) o el Teatro Nacional (1897). Ejemplo de esa contribución foránea, al tiempo que prueba de la debilidad en sus distintas manifestaciones de la cultura nacional, es que símbolos como la estatua al héroe Juan Santamaría (1891) o el monumento a la Campaña Nacional (1895) se elaboraron en talleres franceses e importaron luego a Costa Rica17.
Se observa entonces que desde sus primeros años como nación independiente recibió Costa Rica avisos de la cultura extranjera. Al igual que ocurría en toda Centroamérica, en unas pocas bibliotecas -en la del bachiller Rafael Francisco Osejo, en la de Joaquín de Iglesias- habitaban, como mensajeros de esa vida intelectual foránea, textos de Ovidio, Séneca, Virgilio y Horacio junto a los de Garcilaso, Loyola, Cervantes, Quevedo, Calderón y Lope, títulos de Malebranche, Montesquieu y Destutt de Tracy al lado de los de Suarez, y de Pascal, Filangiere y Franklin frente a los del padre Mariana. Obras que como ha estudiado en varios de sus trabajos el historiador costarricense Iván Molina Jiménez, acompañaban a las de La Fontaine, Bossuet, Racine y Kempis, al Catecismo del padre Jerónimo Ripalda, a los Gritos del purgatorio y medios para acallarlos del teólogo José Boneta, a la España sagrada de Enrique Flores o al Despertador cristiano eucarístico de José Barcia. Una literatura devota que compartía anaqueles con la Teórica y práctica de comercio y marina de Jerónimo de Ustáriz, la Política indiana de Juan de Solórzano o el Teatro crítico universal del benedictino Benito Jerónimo Feijóo. Asimismo, circulaban títulos de autores favorables al pensamiento ¡lustrado, caso del citado Feijóo, el dominico fray Servando Teresa de Mier o el sacerdote portugués Teodoro de Almeida, y los de sus detractores, con el español José Musso Valiente y su Impugnación a Voltaire a la cabeza18. Con el paso de los años esas bibliotecas particulares irían recopilando, junto a numerosos títulos en francés e inglés o traducidos de esas lenguas, la Historia de la Florida del Inca Garcilaso, El Evangelio en triunfo de Pablo de Olavide19, las Escenas Matritenses de Mesonero Romanos20 o los Episodios Nacionales de Benito Pérez Gaidos21. En cualquier caso, ni la literatura española ni la extranjera proveyeron a los lectores costarricenses de aquello de lo que carecían, una suerte de Bibliothèque bleue con sus cancioneros, farsas, parodias y crónicas de amores y crímenes22.
Mientras esto sucedía en el ámbito privado, en la Universidad de Santo Tomás -inaugurada en San José en 1843 a partir de la Casa de Enseñanza de igual nombre abierta en 1814- se constituyó la primera biblioteca pública del país. En febrero de 1845 ésta adquirió para su colección 86 títulos que comprendían textos científicos, históricos, geográficos, legales, filosóficos y políticos en español y francés. Más tarde, en marzo de 1859, su inventario señalaba la mayoritaria presencia en su sección de filosofía de producciones francesas, pero también 22 obras de filosofía elemental del sacerdote catalán Jaime Baimes, así como el relevante peso de autores españoles en lo que al derecho se refiere, pues además de los 12 tomos de Los códigos españoles, contaba con la Ilustración del Derecho Real de España de Juan Sala, el Derecho Real de España de Febrero y el Derecho español de Ortiz23. Una política de adquisiciones con la que sus responsables mostraban una clara preferencia por los títulos extranjeros más recientes que, llegado el momento, heredaría la Biblioteca Nacional.
Para la provisión de esos fondos resultó determinante la llegada de la imprenta a Costa Rica. En 1830 el comerciante y futuro cafetalero Miguel Carranza abrió en San José el taller La Paz, con el que procuró satisfacer la creciente demanda de servicios de impresión a cuenta del Estado en formación24. En La Paz se editaron obras con licencia y también sin ella, caso de La infancia de Jesucristo (1833), poema dramático en diez coloquios del cura español Gaspar Fernández y Ávila25.
La edición de libros y folletos creció de forma paulatina durante el siglo XIX, y de 1880 a 1899 se imprimieron en Costa Rica 472 títulos, la mayoría de temática política, económica, legal y educativa, así como reglamentos, estatutos y memorias. A ese auge contribuyó la decisiva modernización de la industria de impresión, con la llegada al país de tipógrafos y libreros europeos, muchos de ellos de origen español. Ese fue el caso de Vicente Lines, Avelino Alsina y José Faja, o el de los hermanos Ginés, Ramón y José Pujol Lines26. Hombres como éstos hicieron que a las temáticas anteriores se sumasen géneros como la poesía, el teatro y especialmente la novela, los cuales encontraron en los jóvenes de ambos sexos de las familias más acomodadas a sus principales consumidores.
Estos y otros avisos de la cultura española gravitaron, desde el lado receptor, en torno a tres fenómenos clave: el national building -y, más concretamente, el esfuerzo de quienes lo protagonizaron por fijar algo que pudiera ser considerado como una cultural nacional-, las continuidades y rupturas respecto al pasado cultural colonial y la kulturkampf.
De la fijación de una cultural nacional costarricense se habló al tratar las ilusiones de las elites nativas por desempeñarse en un país hermanado con Europa, y los emblemas e instituciones culturales con que acompañaron tales fantasías.
En lo que concierne a las tensiones entre viejas y nuevas influencias culturales una vez declarada Costa Rica independiente, hubo cierta continuidad respecto al pasado más inmediato, especialmente en lo referido al elemento hispano: algunos de los libros hasta aquí mencionados circularon entre las elites cultas costarricenses de finales del coloniaje y se mantuvieron vigentes décadas después. Una continuidad que además de en lo bibliográfico se concretó en cuestiones relacionadas con la educación, caso de la presencia en el país de legislación, de métodos y útiles pedagógicos y de personal docente de origen español. Pero al lado de esas continuidades se dieron significativas rupturas. La cultura costarricense, especialmente la impresa, profundizó en la integración de la producción francesa e inglesa, cuya impronta se expandió en el último tercio del XIX entre las clases medias y aun populares rurales y urbanas. Como escribió a finales de siglo en su artículo «En Costa Rica» el intelectual salvadoreño Alberto Masferrer:
"[...] no hay libro bueno que no se encuentre, ni lujosa edición que falte para recreo de la vista y el espíritu. Todo Hugo, Rabelais, Taine, Macaulay, de Lisle, Carlyle, Goethe y Heine; los griegos en ediciones económicas francesas; el arsenal completo de Schopenhauer, los clásicos ingleses, la biblioteca entera de Rivadeneira. La masa, claro está, se deleita con el admirable Ronson du Terrail y con el exquisito Montepin; mas los escogidos leen de veras, y a la mano tienen las grandes producciones del ingenio humano"27.
Por su parte, la kulturkampf enfrentó en Costa Rica a doctrinarios católicos como Domingo Rivas, el obispo Bernardo Augusto Thiel y Juan de Dios Trejos, con los positivistas Máximo Jerez, Mauro Fernández y Antonio Zambrana, aliados a los krausistas José María Céspedes y Salvador Jiménez. Una lid en la que también intervinieron españoles como el positivista José Torres Bonet o los hermanos krausistas Valeriano y Juan Fernández Ferraz, y que se agudizó cuando el presidente Bernardo Soto Alfaro (1885-1889), representante de una oligarquía cafetalera liberal hostil a los conservadores y a la Iglesia católica por el dominio de la arena pública, enarboló la bandera del laicismo, la soberanía nacional y la instrucción reglada como instrumentos formadores de ciudadanos conscientes de su pertenencia nacional. Convertido en instrumento de combate, del impulso secularizador participó lo más granado de la historiografía nacional, que aun reconociendo que la gran mayoría de los costarricenses eran católicos, consideraba positiva la tolerancia religiosa y la libertad de cultos, tal y como defendió Joaquín Bernardo Calvo Mora en sus Apuntamientos geográficos, estadísticos é históricos28 y Francisco Montero Barrantes en Elementos de historia de Costa Rica29.
Como no podía ser de otra manera, los avalares de esa lucha cultural se traslucieron en la cultura impresa circulante en el país, dándose un cambio en favor de una literatura secular al que gustosamente contribuyeron impresores y libreros, muchos de ellos españoles. En ese sentido, en su deseo de animar una amplia oferta que interpelase a sus posibles lectores en términos de edad, género, ocupación y clase, el catalán Antonio Font, propietario de la Librería Moderna, advertía en febrero de 1895 en el editorial del primer número de La Nueva Literatura, periódico que dirigía, que su local tenía obras que satisfacían desde al:
"[...] pequeño niño que por primera vez acude á la escuela, hasta el distinguido jurisconsulto, recto teólogo ó eminente literato. Este nuevo establecimiento cuenta con admirable variedad de obras de Ciencias, Artes, Medicina, Derecho, Religión, Literatura, Educación, Novelas, Críticas, etc. etc, todo selecto, abundante y además barato. Hemos procurado que el libro esté al alcance de cualquier bolsillo, los vendemos instructivos, amenos y elegantes, desde el ínfimo precio de 5 cts. Hasta $5.00 cada uno"30.
En un estudio seminal de la influencia del pensamiento extranjero en Costa Rica, el historiador costarricense Luis Felipe González Flores afirmó que dos circunstancias de orden interno promovieron las demandas culturales que a partir de 1850 esa nación hizo a Europa y aseguraron su éxito. La primera tuvo su origen en el florecimiento económico del país, determinado por el desarrollo de la producción del café; la segunda en las medidas políticas relativas al fomento de la inmigración extranjera y a la apertura de relaciones internacionales con los países del viejo mundo31. La conjunción de ambas circunstancias habría articulado una expansión económica capaz de atraer bajo control estatal una migración cualificada de la que participaron hombres de progreso que actuaron como agentes transmisores de cultura. Como subrayó Molina Jiménez, la llegada de comerciantes, artesanos y profesionales europeos estimuló una temprana europeización de la burguesía criolla. Vital para actualizar las técnicas empresariales y la tecnología, su aporte se extendió con fuerza en la esfera de la cultura. El impacto de esos migrantes, en sí un grupo poco numeroso, fue de tipo cualitativo más que cuantitativo, favorecido por lo extremadamente pequeño y provinciano del medio que los acogió. Unida al éxito económico, la influencia cultural del migrante cristalizó en diversos campos -impartió clases, administró imprentas y ejerció variadas ocupaciones- y, en la diversificación del consumo, su liderazgo fue decisivo -adalid de lo europeo, difundió otras conductas, modas, gustos e ideologías-32. Además, el florecimiento económico y la promoción de la inmigración extranjera benefició a una todavía pequeña pero cada vez más boyante burguesía agroexportadora con posibilidad e interés por viajar fuera del país y por mandar a sus retoños a estudiar a Francia, Bélgica, Inglaterra o España. Jóvenes que, a su regreso, ayudaron a transformar, mejorándola, la cultura nacional.
A los dos factores de orden interno mencionados por González Flores, hay que sumar la decidida apuesta de un Estado en ciernes por la educación de su población. Ello incitó a las autoridades a adoptar legislación, métodos y textos pedagógicos extranjeros, y a promover la llegada de maestros foráneos. Así y una vez declarada en 1848 la república, sucesivas administraciones cuidaron de habilitar las condiciones necesarias para el desarrollo cultural. Una mejora que las elites costarricenses esperaban reforzase tanto el adelanto económico como el desenvolvimiento social, sin olvidar su renovado proyecto de afirmación nacional. En ese marco se implementaron medidas favorecedoras de ciertas garantías políticas individuales, y bajo amparo legal se permitió el libre intercambio en periódicos y revistas de ideas y opiniones. Esto halló su adecuado complemento en la incorporación a la Constitución Política de abril de 1869 del principio de enseñanza primaria para ambos sexos, obligatoria, gratuita y pública, antesala de la reforma educativa dispuesta en la Ley Fundamental de Instrucción Pública (1885) y en la Ley General de Educación Común (1886), normas que regularon el proceso mediante el cual el Estado costarricense buscó hacer de la educación el principal instrumento con el que asentar la identidad nacional. Al tiempo que estas leyes se implementaban, se sucedió una batería de normas orientadas a la creación de centros educativos de nivel primario y secundario, lo que implicó la necesidad de traer del exterior y adaptar a la realidad nacional literatura jurídica, sistemas y textos pedagógicos foráneos, además de numerosos docentes extranjeros, hombres la mayoría, pero también mujeres. La identidad de cultura y lengua, los antecedentes históricos y las buenas relaciones mantenidas con la antigua metrópoli, hicieron que en esa tarea Costa Rica mirase a España.
Por lo que a la legislación educativa se refiere, los gobernantes costarricenses, pese a beber en distintas fases del siglo XIX de otras fuentes - especialmente de las argentinas en tiempos del ministerio de Mauro Fernández (1885-1890)-, si de algún país copiaron fue de España. Abundaron los puntos de conexión entre las normas de una y otra nación: el Reglamento Orgánico de Instrucción Pública decretado en octubre de 1849 por el primer gobierno de José María Castro Madriz (1848-1849) se inspiró en dos normas peninsulares, el Reglamento General de Instrucción Pública de junio de 1821 y el Plan y Reglamento de Escuelas de Primeras Letras del Reino de febrero de 1825; la Ley de Enseñanza Primaria de noviembre de 1869 y los reglamentos de instrucción pública, de enseñanza primaria y normal, de enseñanza secundaria y el orgánico del Colegio San Luis Gonzaga de Cartago, disposiciones todas ellas redactadas durante el referido año por el segundo gabinete de Jesús Jiménez Zamora (1868-1869), en el Plan General de Instrucción Pública de agosto de 1836, en la Ley de Instrucción Primaria de 1838 y, sobre manera, en la Ley de Instrucción Pública de septiembre de 1857, más conocida como Ley Moyano. Igualmente sucedió con normas como el Reglamento Orgánico y Disciplinario de las Escuelas de junio de 1887, elaborado por quien dirigía la Inspección General de Enseñanza, el antes citado Juan Fernández Ferraz33.
En relación con los sistemas, métodos y procedimientos de enseñanza, el modelo basado en la escuela unitaria que implantó en España la Ley Moyano fue adoptado en Costa Rica a lo largo de varios lustros, siendo sustituido en 1886 por el de la escuela graduada. Más larga presencia tuvieron usos como hacer de premios y castigos medios disciplinarios, la secuenciación de una práctica de enseñanza lectoescritora basada en un método alfabético y mecánico de lectura, la búsqueda de la destreza en la escritura con el auxilio de pautas, rayas, engarces y trazos diversos o el confiar en la memoria como elemento central del proceso formativo. Estos y algunos otros rasgos de origen hispano pervivieron en la escuela costarricense hasta, al menos, fin de siglo. Asimismo, los escritos de Antonio de Nebrija y el diccionario de latín de Raimundo de Miguel, los libros de la Real Academia Española y los de gramática de autores como Diego Narciso Herranz y Quirós, los de matemáticas de Faustino Paluzie y José María Rey Heredia, los de geografía de Bernardo Monreal Ascaso y Félix Sánchez Casado, los de historia de Femando de Castro y las lecturas de Tomás de Iriarte y Félix María de Samaniego, sirvieron por mucho tiempo de textos de enseñanza en las aulas costarricenses34. Otro tanto sucedió en el campo de la educación física con la Gimnástica civil y militar del teniente de infantería Francisco Pedregal Prida, libro que allá por 1884 estaba recibiendo una buena acogida tanto en las sociedades médicas e higienistas como en la prensa política y militar española. Una entusiasta recepción que animó a su autor a donar un par de ejemplares a la Biblioteca Escolar del Instituto Universitario de Costa Rica35.
Si bien Costa Rica recibió a lo largo del XIX numerosas influencias de movimientos pedagógicos europeos y americanos (de Alemania, Inglaterra, Francia, Bélgica, Suiza, Estados Unidos, México, Chile o Argentina), por vínculo histórico e identidad de cultura e idioma fue la pedagogía española la que por más tiempo orientó al sistema educativo costarricense. La literatura pedagógica de Antonio Gil de Zarate, Francisco Giner de los Ríos, Ricardo Becerro de Bengoa, Adolfo González Posada, Manuel Bartolomé Cossío o Rafael Altamira, el Diccionario de educación y métodos de enseñanza de Mariano Carderera y diversos textos de Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán, fueron el sustrato en el que las autoridades educativas del país centroamericano nutrieron su cultura pedagógica. Una literatura promovida por empresas editoriales como La España Moderna, Jorro, Suárez, Sempere, Calleja, Renacimiento o Editorial Americana y su colección Biblioteca Andrés Bello, cuyos textos se buscaron y leyeron en Costa Rica. También las ediciones y trabajos pedagógicos publicados en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, Cervantes, La Lectura, Revista de Filología, Revista General de Madrid o La Revista de Barcelona36.
Pero además de foco de irradiación cultural, España fue espejo en el que reflectaron hacia Costa Rica normas, sistemas y obras educativas europeas. Un nexo que facilitó a la producción legislativa y a la literatura pedagógica alemana, francesa o inglesa llegar a San José. Sucedió con la técnica pedagógica froebeliana, transportada a España desde Alemania al finalizar la década de 1850 por el citado de Castro, con las reformas educativas emprendidas en la década de 1840 en Francia por François Guizot o con la edición de ciertas obras de autoría inglesa o de monografías sobre las ideas pedagógicas de un autor como John Locke37. En ese terreno la labor de la industria editorial peninsular resultó determinante, pues traducciones al español de obras extranjeras -sobre todo francesas- de pedagogía, pero también literarias y filosóficas, circularon con profusión por la nación ístmica.
Pero la más relevante influencia pedagógica y aun cultural española en Costa Rica corrió a cargo de quienes se desplazaron a ese país para ejercer en él como maestros. Situados en la tradición de las transferencias culturales hispanas de época colonial, esos heraldos fueron reconvirtiéndose a lo largo del siglo en verdaderos agentes de cambio. Los menos lo hicieron en calidad de mentores particulares, en la capital o en provincias, caso del presbítero Manuel Paul, quien de 1845 a 1848 dirigió un importante colegio en Heredia al que concurrió lo más selecto de la juventud nacional, o Fernando Muñoz, que en 1854 inició un curso de teneduría de libros e idiomas en San José que más tarde impartiría en Alajuela, Cartago y Heredia. También eligieron la capital Fernando Velarde, José Sevilla y Alejandro Cardona: en 1858 abrió Velarde un curso de retórica, Sevilla una academia de baile y Cardona una escuela de música. Prolongando el quehacer de este último, en 1869 Santiago Arrillaga comenzó a dar clases de piano y Eladio Osma de órgano. En 1872 Josefa Hetch fundó el Liceo de Santa Teresa, desde el que ejerció una notable influencia en la educación de las jóvenes de familias socialmente distinguidas38. Aproximadamente por ese año desembarcó en el país Juana Fernández Ferraz, quien además de escribir poesías y una novela, El espíritu del río (1912), se dedicó a la educación privada en Cartago junto a la esposa del mayor de sus hermanos, Valeriano, con lo que le cupo en suerte formar a toda una generación de educadores y escritores costarricenses39. Y en 1891 llegó procedente de Honduras Tomás Mur, quien durante un corto espacio de tiempo cultivó en el país el dibujo, la pintura y la escultura40.
El arribo de estos y estas docentes, partícipes de la enseñanza privada, se compaginó en el tiempo con la irrupción de otros tantos colegas suyos llegados al país para ofrecer en él docencia pública bajo amparo del Estado. A instancia de las autoridades costarricenses viajaron desde España maestros de primeras letras, de enseñanzas medias y profesores de la Escuela Normal y la universidad. En 1850, por vez primera, el Consejo de Instrucción Pública trató de hacer llegar desde España dos profesores para enseñar matemáticas y ciencias naturales en la Universidad de Santo Tomás, y un maestro capaz de dirigir la que se preveía futura Escuela Normal. El encargo no se llevó a efecto, pero dos años después se contrató a Juan Urrutia para dar clases de matemáticas en dicha universidad41.
Un hito sustancial acaecido en 1869, cuando las necesidades creadas con la promulgación de la Ley de Enseñanza Primaria y los distintos reglamentos a ella asociados, así como con el elaborado para el Colegio San Luis Gonzaga, forzaron al presidente Jesús Jiménez a la búsqueda de profesores extranjeros para dirigir tanto este centro como la Escuela Normal. Para cubrir la primera plaza se recurrió al cónsul de España en Costa Rica, Melitón Lujan, quien, a su vez, por medio de Eugenio Montero Ríos contrató a Valeriano Fernández Ferraz. Montero Ríos recomendó a Fernández Ferraz que se acompañara de dos auxiliares, y al efecto fueron elegidos José Sánchez Cantalejo y José Moreno Benito. Los tres profesores viajaron en el vapor "Costa Rica", concluyendo su travesía en agosto de 1869. Valeriano se hizo cargo de la dirección del San Luis Gonzaga, donde Sánchez y Moreno impartieron clases hasta ser reemplazados a principios de 1871 por dos de los hermanos de Valeriano, Víctor y Juan42. Cuando en 1877 el colegio pasó a manos de la Compañía de Jesús, el padre León Tornero, natural de Alcalá de Henares, llegó a Cartago para ocupar su rectorado43.
Mientras, el licenciado Ezequiel Gutiérrez recibió la encomienda de contratar un director para la Escuela Normal, cuya fundación constituía una de las grandes preocupaciones del presidente Jiménez. Se buscó a Manuel María Romero, director de la Escuela Normal de Valencia, quien una vez en San José elaboró un documento que sirvió de base al Reglamento de Enseñanza Primaria y Normal de noviembre de 1869. Al mes de promulgarse esta norma, el pedagogo español fue nombrado director de la Escuela Normal de San José. Romero había llegado a Costa Rica acompañado de sus hijos Adolfo y Ángel, el primero de los cuales desplegaría una activa vida docente en el país44.
El envite legislador de 1869 hizo que en los siguientes años arribaran a Costa Rica personajes como el sacerdote José Rodríguez, el músico José Campabadal y el catedrático de pilotos Enrique Villavicencio. Llegado en 1872, Rodríguez tuvo el encargo de algunas clases en el Colegio San Luis Gonzaga, nombrándosele en 1875 rector del Colegio de San Agustín de Heredia45. Campabadal fue contratado en 1876 para trabajar en Cartago, ciudad en cuya cultura musical dejó una apreciable influencia. Profesor en el colegio de esa localidad, escribió obras de didáctica musical, himnos, piezas religiosas y de baile. Como organista desempeñó el cargo de maestro de capilla de las principales iglesias cartaginesas y como director de banda fundó la sociedad musical Euterpe y una escuela de capilla. Por su parte, Villavicencio creó en 1878 el Colegio Costarricense, confiándole el gobierno un par de años más tarde la dirección del Instituto de Alajuela y en 1883 la del Instituto Nacional. Fue, junto al citado Urrutia, uno de los escasos profesores españoles que según Ángel Ruiz dio matemáticas en Costa Rica46.
Pero sería en las décadas finiseculares cuando las distintas administraciones costarricenses aceleraron la contratación de docentes españoles. En 1880 viajó al país el catalán José Torres Bonet. Adepto a un socialismo mitigado y de amplia formación filosófica, difundió el positivismo de Comte en Costa Rica, siendo, para alguno de sus críticos, mayor su influencia personal que la de sus escritos47. Republicano y gran polemista, en 1882 fundó el Colegio de San José, siendo subdirector y luego director del Instituto Nacional, donde impartió clases de física y química, historia natural, dibujo lineal y matemáticas. La revista El Instituto Nacional publicó sus programas de matemáticas y el texto de su conferencia "Universalidad de la vida". Junto a él figuró como profesor del Instituto Nacional Manuel Veiga López, quien tuvo a su cargo las enseñanzas de lengua castellana e historia medieval y moderna. En 1882 la Gaceta publicó un informe suyo sobre sistemas y métodos educativos48.
Por esos años el Estado costarricense también buscó atender sus necesidades de instrucción militar a cuenta de importar docentes españoles. En 1886 se celebró un contrato entre el representante de la república americana en Madrid y los capitanes Diego Candón, Francisco Bredua y José Gómez para el establecimiento en aquella de una Escuela Militar. Estando al frente de la Secretaría de Instrucción Pública Mauro Fernández, poco afecto a la educación castrense, éste logró la rescisión del acuerdo en diciembre de ese mismo año49.
Más fortuna tuvo el proyecto que en junio de 1890 el gobierno presidido por José Joaquín Rodríguez Zeledón (1890-1894) dispuso para la contratación de veinte maestros y cinco maestras extranjeras destinadas al servicio en las escuelas nacionales. Se confió el encargo a Juan Fernández Ferraz, quien una vez en Madrid hizo saber en la prensa su misión y abrió un concurso al que se presentaron más de trescientos aspirantes, arribando a Costa Rica en enero de 1891 diecisiete hombres y tres mujeres50.
En esa misma época llegó procedente de Honduras el doctor en física y química Manuel Montorio. Precedido de una aureola de prestigio y recomendaciones, entre las cuales figuraba la de Emilio Castelar, tuvo a su cargo las cátedras de su especialidad en los colegios de Cartago y Alajuela, desempeñando además la dirección de las bibliotecas de ambas poblaciones. A finales de 1891 formuló un plan de estudios para el Liceo de Costa Rica bajo el sistema de enseñanza bifurcada que recibió aprobación oficial el siguiente mes de enero. Montorio formó parte del equipo de redacción de los programas de segunda enseñanza y normal decretados ese mismo año, siendo asesinado en 1892 en la biblioteca del Colegio de Cartago por un compatriota51.
Sería precisamente en el Liceo de Costa Rica, fundado por decreto presidencial de febrero de 1887 en la ciudad de San José, donde dieron clases los españoles Robustiano Rodríguez, de filosofía y latín, y Francisco Lloret y José Monturiol, de taquigrafía52. También concurrió a la capital de la república el profesor que mayor influencia tuvo en la educación artística costarricense del tránsito del XIX al XX, el andaluz Tomás Povedano, quien en 1897 fundó la Escuela Nacional de Bellas Artes. Durante varias décadas ejerció en ella como director, cargo que complementó con la impartición de enseñanzas artísticas en distintos colegios de secundaria53.
Como se indicó, en el trasfondo de estas transferencias culturales se hallaba el proyecto educativo liberal en beneficio de la definitiva consolidación del Estado nación en Costa Rica. Fruto de ese plan, convenientemente reglamentado por las disposiciones legislativas del bienio 1885-1886, el sistema educativo, hasta ese momento atomizado su control por las municipalidades y fuertemente influenciado por la Iglesia católica, se centralizó y secularizó. En esa lid combatieron al lado del Estado diversos intelectuales españoles, el más aguerrido de los cuales fue Juan Fernández Ferraz en su enfrentamiento al obispo Thiel.
Debe destacarse, por último, la relevancia que junto al grupo de españoles "trasplantados" a Costa Rica -por emplear el término acuñado por el crítico literario dominicano Pedro Henriquez Ureña para adjetivar a los intelectuales latinoamericanos residentes en Europa-54 tuvieron para la cultura costarricense los intelectuales nativos que tras viajar a España ejercieron labor en su patria. Unos migrantes de corto tiempo no despreciables para el tema aquí tratado, pues sus estancias hispanas los constituyeron en agentes de cambio, en protagonistas de transmisión de cultura. Valga el ejemplo del historiador Manuel de María Peralta, quien en la década de 1880 sirvió como ministro plenipotenciario de Costa Rica en Madrid, codeándose en tertulias y academias con renombrados hombres de letras55. Autor de la introducción del catálogo de los objetos arqueológicos que su país presentó en la Exposición H i stó rico-Ame rica na de Madrid de 1892, Peralta fue uno de los principales historiadores del XIX costarricense y compilador de unas colecciones documentales que durante décadas sirvieron de útil historiográfico56.
3. El krausismo español: una contribución clave a las tendencias democráticoliberales en Costa Rica.
Uno de los motivos por los que en el siglo XIX interesó en Costa Rica hacer acopio de elementos sustantivos de la cultura española fue la necesidad de descubrir la propia identidad y el lugar que la nación ocupaba en el escalafón de la más vasta cultura universal. Esa búsqueda de identidad, común a toda Latinoamérica según afirmó Carlos Beorlegui57, constituyó un acicate de reflexión persistente y profundo, y en ella emplearon sus fuerzas las mejores mentes del país. Pero contrariamente a lo que sucedió en naciones con mayor potencia cultural, en las que durante buena parte de la centuria predominó un progresivo y en ocasiones virulento despegue de la herencia cultura hispana, sustituida por modelos provenientes de Francia e Inglaterra, en Costa Rica esa búsqueda identitaria siempre quedó al amparo del cobijo español. La explicación puede hallarse en ciertas contingencias históricas, caso de que la independencia de la metrópoli fuese declarada por las elites coloniales y alcanzada sin apenas interés popular ni lucha, lo que evitó una mayor reacción ante lo proveniente de la península, o en la secular debilidad que dominó a la cultura y a las formas de pensamiento locales, incluida una frágil sed de saber que facilitó una cómoda pervivencia de los lazos fijados durante el coloniaje.
El periodo político que va de 1821 a 1870 estuvo marcado en Costa Rica por el fracaso en constituir una república según el modelo de las revoluciones democráticas atlánticas, al no contar con la base social necesaria para tal fin. En ese escenario se formó una clase propietaria sustentada en el cultivo, producción y comercialización exterior del café, decidida a moderar a su conveniencia cualquier anhelo auténticamente democrático. Una vez inaugurada en 1870 la época liberal con el asalto al poder del militar Tomás Guardia Gutiérrez, la triunfante burguesía capitalista nacional trató de aferrarse al imperante modelo político oligárquico. Sin embargo y conforme nuevos agentes subalternos presionaron en busca de espacios de acción, esa clase dominante optó por expandir las bases sociales sobre las que su autoridad se asentaba, iniciando la transición hacia un todavía tímido sistema democrático.
En ese hábitat, fueron las elites políticas, económicas e intelectuales del país, frecuentemente fundidas en las mismas personas, las que se ocuparon de transferir de Europa a Costa Rica el pensamiento positivo, corriente filosófica con la que se quisieron acompañar los intentos de progreso material y cultural de la nación. Un positivismo que de manera natural se mezcló pronto con el krausismo, visto como un mecanismo eficaz con el que articular y completar la modernización nacional. Como en el resto del continente, donde positivismo -primero en la versión francesa de August Comte y después en la inglesa de Herbert Spencer y James Stuart Mill- y krausismo representaron la instauración de la Ilustración europea y los valores de la modernidad, el trasplante a Costa Rica de ambas doctrinas fue consecuencia de su especial capacidad para dar respuesta a la realidad social y a los intereses de clase del nuevo bloque de poder, un capitalismo cafetalero al que dieron cobertura ideológica y soporte cultural. Instrumentos de modernización, positivismo y krausismo alentaron los breves espacios de vida intelectual costarricense en los campos del derecho, la educación o la historiografía.
Sin embargo y contrariamente a lo sucedido allí donde esas doctrinas fueron empleadas por intelectuales y políticos en su guerra cultural (por el conservador Andrés Bello y los liberales José Victorino Lastarria, Valentín Letelier y Francisco Bilbao en Chile; en Argentina por los también liberales Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento), en Costa Rica ambas escuelas fueron monopolizadas por el liberalismo una vez abierta, mediada la década de 1880, la lid Iglesia-Estado por la delimitación de sus respectivas áreas de influencia. En ese contexto, la llegada del pensamiento del alemán Karl Christian Friedrich Krause a Costa Rica usó un puente español, vehiculado en los escritos de quien había sido introductor del teutón en España, el filósofo y pedagogo Julián Sanz del Río, en las traducciones vertidas por Fernando Giner de los Ríos de textos del también germano Heinrich Ahrens, fiel discípulo de Krause, y en los viajes de intelectuales costarricenses como el político y profesor Mauro Fernández, quien durante su estancia madrileña del año 1871 asistió a cursos y conferencias impartidas por los pensadores de la plana mayor krausista, caso del citado Giner de los Ríos, Emilio Castelar, Nicolás Salmerón, Segismundo Moret o Francisco Silvela.
Siendo importantes todas estas formas de llegada del krausismo a Costa Rica, la aportación fundamental resultó del asentamiento en ese país de los varias veces citados hermanos Valeriano y Juan Fernández Ferraz, quienes pese no ser naturales de la nación vivieron, en palabras de Eugenio Rodríguez Vega, entrañablemente unidos a ella58. Desde puestos clave del entramado cultural y educativo nacional, ambos hicieron que la educación secundaria costarricense se gestase bajo la orientación filosófico-pedagógica del krausismo español59, auxiliaron la expansión de la cultura costarricense y socorrieron la consolidación de planteamientos políticos y sociales de gran transcendencia para la vida pública. Importantes fueron los cargos que ocuparon. Valeriano dirigió el Colegio San Luis Gonzaga y el Instituto Nacional, reservorios donde crecieron quienes dominaron el panorama político y cultural del primer tercio del siglo XX costarricense -los miembros de la denominada generación del Olimpo, con los presidentes Cieto González Víquez y Ricardo Jiménez Oreamuno, el literato Carlos Gagini y el pintor Enrique Echandi-60. Mientras, Juan dirigió el Instituto Universitario y el Instituto Americano, siendo responsable máximo de la Inspección General de Enseñanza, la Imprenta Nacional, la Oficina de Estadística y el Museo Nacional, además de fundar los periódicos La Palanca y La Prensa Libre y recuperar la revista La Enseñanza, de actuar como secretario de la comisión de Costa Rica en la Exposición HistóricoAmericana celebrada en Madrid con ocasión del IV Centenario del Descubrimiento de América y de presidir la delegación costarricense al I Congreso Pedagógico Centroamericano reunido en Guatemala en diciembre de 189361.
Formadores de jóvenes, impulsores de conciencias y movilizadores de ideas, su llegada desde España fue un acontecimiento cumbre de la historia cultural de la Costa Rica decimonónica. Así lo reconocieron en el caso de Valeriano varios de sus discípulos, entre otros el por tres veces presidente Jiménez Oreamuno, quien allá por 1926 confesaba cuánto había contribuido aquel hombre a transfundir a la juventud nacional algunas ¡deas filosóficas en boga en ciertos círculos intelectuales españoles62, o el pensador Mario Sancho Jiménez, quien le dedicó El Doctor Ferraz. Su influencia en la educación y en la cultura del país (1934). Al amplio curriculo educativo de Valeriano, sustentado en su fecunda labor docente, su contribución a la redacción legislativa y su batallar por una pedagogía laica, hay que añadir su singular papel en un aspecto decisivo de la historia política de la Costa Rica contemporánea: la fijación, a través del krausismo, de un discurso secularizado, progresista y moderno que al aunar educación y democracia favoreció la gestación de un sistema de libertades en el país. Un discurso que, obligado es reconocerlo, no fue en absoluto exclusivo de la república ístmica, pues los valores propios a los conceptos educación y democracia aparecieron estrechamente unidos en el pensamiento de numerosos estadistas e intelectuales del XIX latinoamericano: la antítesis civilización o barbarie, tan rotundamente dibujada por Sarmiento en Argentina, debía ser resuelta mediante la educación y, más precisamente, a través de una instrucción pública movilizadora de una no por restringida del todo incierta ambición democrática63. En ese escenario, Valeriano y Juan Fernández Ferraz contribuyeron a formar a las futuras elites dirigentes del país dentro de los principios liberales y krausistas, fortaleciendo sus originarias inclinaciones democráticas. Intelectuales orgánicos de la modernidad liberal en Costa Rica, sus figuras revelan con total nitidez el singular alcance de las transferencias culturales españolas en esa nación.
4. La Universidad de Costa Rica y sus profesores españoles.
La Costa Rica de las primeras décadas del siglo XX se mantuvo dentro de los patrones clásicos de los regímenes oligárquico-liberales existentes en la región, si bien su vida política fue orientándose de forma paulatina por sendas cada vez más abiertamente democráticas, inclusivas de la diversidad ideológica y la complejidad social. Con una población escasa pero personalmente independiente y libre, y una economía exportadora basada en el auge del café y el banano -principales productos de acumulación capitalista y sostenes de las clases patricias locales, al tiempo que promotores de una riqueza sobre la que se asentó la definitiva consolidación del proyecto de construcción de nación-, el país enfrentó en esos años el proceso de legitimización del sistema democrático liberal. De forma más o menos ordenada se sucedieron los relevos presidenciales de unos miembros de la generación del Olimpo -González Víquez (1906-1910, 1928-1932), Jiménez Oreamuno (1910-1914, 1924-1928, 1932-1936)- firmemente decididos a ensanchar la base social del poder a través de un sistema multipartidista, lo que facilitó la aparición y consolidación de diversas asociaciones de clase artesanales y obreras. Una experiencia política que supuso el encauzamiento institucional de los conflictos sociales, sirvió a la regularización de una cierta redistribución de los beneficios del capital y proveyó la mayoritaria aceptación popular del imaginario de comunidad nacional.
En ese caldo de cultivo la educación continuó desempeñando un papel central, lo que propició la prolongación durante el primer tercio de siglo del gasto en instrucción pública y el consiguiente incremento de la ratio alfabetizadora de hombres y mujeres, tanto urbanos como rurales64. Un esfuerzo al que contribuyeron profesores e intelectuales españoles con sus visitas o su definitivo asentamiento en el país. Lo hicieron manteniendo viejas pautas de acción o estableciéndolas nuevas. Así, Rafael Altamira fue invitado a dirigir el Liceo de Costa Rica, propuesta que no aceptó, proponiendo en su lugar a Arturo Pérez Martín, quien ocupó el puesto entre 1907 y 1913. La correspondencia entre ambos catedráticos ayudó a la renovación educativa en Costa Rica y sentó los pilares del futuro acercamiento del mundo académico español y costarricense65. De forma más anecdótica puede ensartarse en el hilo que unió a ambas naciones el nombre de la librepensadora feminista Belén Sárraga, quien en su gira de conferencias americanas iniciada en octubre de 1911 recaló en Costa Rica66. O ante la toma de conciencia por parte de las autoridades costarricenses de la importancia formativa e higiénica de la educación física, la llegada de Jacobo Foinquinos. Nombrado en 1924 primer Supervisor Nacional de Educación Física, el español fomentó la práctica de la gimnasia mediante presentaciones públicas en espacios abiertos y la capacitación de nuevos instructores67.
Algo similar acaeció respecto a la comercialización y consumo de libros importados de España, tendencia que siguiendo la tradición que prefería lo ajeno a lo propio, promovió que las distintas colecciones editoriales puestas en pie por el intelectual costarricense Joaquín García Monge publicasen entre 1906 y 1929 unos 240 títulos, de los cuales 126 eran de autor extranjero, muchos de ellos españoles68. Asimismo, varios números de la revista Lecturas del año 1919, la cual formaba parte de la empresa puesta en marcha por dos inmigrantes catalanes, los editores-libreros Ricardo Falcó y Andrés Borrase, ofertaban, entre otras muchas obras de autores foráneos, Las luchas de nuestros días de Francisco Pi i Margali, Filosofía y Sociología de Fernando Giner de los Ríos, Concepto de la Sociología y un estudio sobre los deberes de la riqueza de Gumersindo de Azcárate, Prometeo de Ramón Pérez de Ayala, Ensayos de Miguel de Unamuno, El dragón de fuego de Jacinto Benavente, Las vírgenes locas de Vicente Blasco Ibáñez, La escuela altruista de Anselmo Lorenzo, Lecturas de Ángel Ganivet, El patio azul de Santiago Rusiñol, Juan José de Joaquín Dicenta, Peregrinaciones de Carmen de Burgos, La voluntad de Azorín o El árbol de la ciencia de Pío Baroja69.
Inserta en esa presencia, la autoridad de pensadores españoles en Costa Rica fue profunda70, con dos nombres propios destacando sobremanera: el de Miguel de Unamuno y el de José Ortega y Gasset. Una posición que les cupo ocupar no sólo en relación con la cultura costarricense, sino con la más amplia latinoamericana, según afirmó el filósofo cubano Humberto Pinera71. En el caso del que fuera rector en Salamanca, y según Constantino Láscaris, aparte de la inicial influencia del ruso León Tolstói y su anarquismo cristiano, ningún otro pensador extranjero influyó tanto en la primera mitad de la centuria en Costa Rica como aquél72. A pesar de que su conocimiento de América fue totalmente libresco, pues jamás avanzó hacia occidente más allá de su destierro canario, su saber de la cultura costarricense fue relativamente amplio. En buena medida ello resultó de sus contactos con Repertorio Americano (1919-1959), emblemática revista publicada por el citado García Monge que Unamuno leyó durante sus años de exilio en Hendaya, de 1925 a 1930. Fruto del intercambio epistolar con su propietario y director, la publicación reprodujo 145 artículos, tres cartas y una poesía unamuniana inédita. Unos guarismos a los que hay que sumar los once artículos aparecidos entre 1907 y 1916 en la Colección Ariel, que dedicada a dar a conocer textos selectos de autores de todo el mundo también editaba García Monge73.
A los usos culturales de Unamuno se sumaron los políticos. Mediada la década de 1940, quienes escribieron en Surco (1940-1945), órgano de expresión del Centro para el Estudio de Problemas Nacionales (CEPN), cenáculo de tendencia liberalsocialdemócrata opositor al presidente Rafael Ángel Calderón Guardia (1940-1944), hicieron de un ensayo como El sepulcro de Don Quijote (1906) cantera de la que extraer material de grueso calibre que arrojar al gobierno de la nación74. Desnudar la falsedad era una de las labores que los jóvenes miembros del CEPN se habían atribuido a sí mismos como método de denuncia de la doblez que, según ellos, venía promoviendo en Costa Rica la administración Calderón Guardia y, por extensión, cuantas instituciones y personas la protegían y sustentaban. Con esa intención reproducían en su revista diversas frases vertidas por Unamuno en el referido ensayo75.
A partir de ese momento numerosos hombres de letras hicieron del español referente intelectual, y prolongada en el aval que los intelectuales republicanos españoles exiliados al continente americano le confirieron (Américo Castro, Francisco Ayala, José Ferrater Mora, Antonio Sánchez Barbudo, Juan David García Bacca o José Gaos), su autoridad se extendió en Costa Rica hasta bien entrada la segunda mitad del pasado siglo. Entre los pensadores nativos que lo acogieron cabe citar a Abelardo Bonilla, que recurrió a él en su novela de juventud El Valle Nublado (1944), marcada en su análisis de los valores que según el literato definían la historia y la cultura nacionales por el pensar unamuniano. A su figura regresaría Bonilla en sendas contribuciones periodísticas, «Unamuno y el partido social demócrata» (Diario de Costa Rica, 19 de mayo de 1951) y «Dos libros de Unamuno en el índice» (La Nación, 31 de enero de 1957), y con mayor profundidad en «El costarricense y su actitud política (Ensayo de interpretación del alma nacional)» (1954), artículo en el que apeló a la noción de individualismo empleada por el filósofo español para explicar la identidad costarricense . En similar empeño se situó Eugenio Rodríguez Vega, quien en «Debe y Haber del hombre costarricense» (1954) buscó el respaldo de la imagen robinsoneana que el bilbaíno había aplicado a España y sus gentes con la intención de trasladarla a Costa Rica y los costarricenses ; José Guillermo Malavassi, que le dedicó en 1958 su referida tesis de grado; Víctor Brenes, uno de los principales divulgadores de las ideas del vasco en el país al que además de en su tesis de licenciatura trató en «El concepto de fe en Miguel de Unamuno» (1959), artículo donde lo definía filosóficamente en virtud de su voluntad de creer en algo inexplicable, la inmortalidad ; Luis Barahona, que en «Unamuno e Hispanoamérica» (1965) atendió a la importancia que éste dio al español como argamasa idiomatica de los pueblos de ambas riberas atlánticas ; o, finalmente, León Pacheco, quien en «Miguel de Unamuno y la Agonía» (1968) trató la profunda relación que había existido entre un Unamuno noventayochista e Hispanoamérica .
En un nivel similar al de Unamuno se situó José Ortega y Gasset, un intelectual determinante para la mayoría de sus coetáneos latinoamericanos, bien a través de sus escritos, bien de su directa presencia en América. En el plano puramente intelectual la influencia de Ortega se hizo sentir en pensadores costarricenses como Alberto Martén, partícipe del CEPN y cercano a la justicia social preconizada por el fundador de Revista de Occidente; en Claudio Gutiérrez, su discípulo en temas sociales; en el citado Mario Sancho, singularmente, en sus ensayos sociológicos; y en Enrique Maçaya, hondamente sacudido por la meditación de las obras de Ortega76.
Y junto a éstos en Abelardo Bonilla, quien en el artículo referido y en respaldo a su tesis de la preeminencia histórica del actuar en Costa Rica del pueblo llano sobre la acción estatal, acudió a idéntica idea expuesta para el caso español por Ortega en España invertebrada (1921)77. En Luis Barahona, que en El ser hispanoamericano (1959), obra construida a partir de su tesis de doctorado defendida en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid, reiteró la desconfianza manifestada por Ortega respecto a la imposibilidad del intelectual hispanoamericano de constreñir sus ideas a sus datos esenciales78. Un autor, Barahona, que en «Hispanoamérica en el pensamiento de José Ortega y Gasset» (1969) pretendió demostrar que la visión de la realidad hispanoamericana del padre del racional-vitalismo tenía su origen en la tesis de Hegel sobre América79. También se exteriorizó la presencia del madrileño en José Abdulio Cordero, que en El ser de la nacionalidad costarricense (1964) tuvo como hitos declarados, además de al Unamuno de En torno al casticismo (1902), al Ortega de Ideas y creencias (1940) e Historia como sistema (1941). Fue la idea de ininterrumpida secuencia temporal presente en la teoría de las generaciones históricas del europeo la que permitió al americano hacer de la historia de Costa Rica la del tránsito silencioso por el cauce inconsciente de las generaciones en busca de la nacionalidad80.
Al igual que sucedió con Unamuno, Ortega fue usado con fines políticos por determinados intelectuales reformistas adscritos al CEPN81. En «Educación para la democracia. III. Las estadísticas y el ideal de la educación democrática» (1940), artículo publicado en la revista Surco, el poeta Isaac Felipe Azofeifa conectó con Ortega a cuenta del rol de servicio al país que, en tanto cohorte etaria, los centristas se habían encomendado82. Un año más tarde y a partir de España invertebrada, el futuro diplomático Gonzalo Facio Segreda explicitó el deseo de concretar en una minoría selecta la regeneración de la vida cultural y el comando de la práctica política de la nación. En «Necesidad de los partidos políticos doctrinarios en la democracia» (1941), el joven abogado requería la presencia en Costa Rica de una elite imbuida de una misma ideología política como paso previo a la reforma social83. Y como en los dos casos anteriores, de nuevo en Surco el historiador Carlos Monge Alfaro afirmaba en «Vieja y Nueva política» (1944) que cada generación debía pensar para su patria una meta diferente, una tarea que la dotase de contenido y sentido histórico84.
Transcurrido un tiempo, algún antiguo miembro del CEPN continuaba recordando la importancia que para los centristas había tenido Ortega. En esa línea escribía Luis Barahona en La patria esencial (1980):
"La patria de mis años mozos era para mí como una empresa que debía acometer mi generación, seguro de que el cambio lo alcanzaríamos por medio del estudio, del proceso democrático del sufragio popular; de ahí el fervor que pusimos en las labores cívicas y políticas del "Centro para el estudio de los problemas nacionales"; no en vano leíamos entonces las obras de José Ortega y Gasset, del mismo modo que la generación anterior hizo sus armas leyendo a José Enrique Rodó y a José Ingenieros"85.
La generación a la que se refería Barahona era la primera en disponer desde hacía más de medio siglo de un centro de educación superior en Costa Rica, pues, tras la clausura de la Universidad de Santo Tomás, quien deseara cumplir estudios superiores debía marchar al extranjero, a algún país americano o a Europa. Sólo en el contexto de cambio que supuso la llegada al poder del presidente Calderón Guardia terminó por definirse la fundación en agosto de 1940 y apertura al siguiente mes de marzo de la Universidad de Costa Rica (UCR), la cual, al democratizar el acceso a la educación superior y promover el ascenso social de aquella parte de la juventud hasta ese momento privada de tales posibilidades, generó en ésta expectativas nuevas.
En la convulsa década de 1940 la vida cotidiana en la UCR estuvo marcada por las luchas libradas por quienes defendían la acción gubernamental, incluidos los comunistas que la apoyaban, y quienes se oponían, representados en su mayoría por estudiantes ligados al reformismo del CERN. La guerra civil de la primavera de 1948 y la inmediata refundación política comandada por la Junta Fundadora de la Segunda República (8 de mayo de 1948-8 de noviembre de 1949) despejaron un inesperado horizonte a la institución, empujada por las nuevas autoridades a desempeñar un papel protagónico en el renovado proceso nacionalizador. De esta forma, en el orden de lo cultural o, más precisamente, en el de lo educativoinstitucional, el Estado surgido del embate fratricida del 48 se vindicó a través de los planes de reforma que mediada la década de 1950 se implementaron en la UCR.
La reforma se llevó a cabo en un país sumido en el proceso de transición de una sociedad agraria tradicional a otra en paulatino avance modernizador, todavía incipientes los fenómenos de urbanización e industrialización, con una población al alza que rondaba el millón de habitantes y un poderoso avance en la institucionalización de la vida pública y en la intensificación del papel desarrollado por el Estado en la economía y la sociedad. En esa coyuntura, la generación liderada por hombres como el antiguo centrista y desde septiembre de 1952 rector de la UCR, Rodrigo Facio Brenes, tomó las riendas a la hora de diseñar el papel dirigente que a dicha institución le cabía, tal y como ejemplificó Monge Alfaro en el artículo «La Universidad y la misión de los hombres de letras» (1954)86. En realidad y según expuso el citado Facio en el discurso ofrecido con motivo del acto de clausura del año académico de 1954, más que de una reforma se trataba de una suerte de refundación, orientada a dejar en un segundo plano el original interés profesionalizador en favor de unos más amplios propósitos de formación humana, investigación científica y servicio a la comunidad87.
Algunos investigadores han visto inserto ese plan de reforma en los puestos en marcha en otros centros educativos superiores de la región (en la Universidad de San Carlos de Guatemala, en la Universidad de Panamá o en la Universidad de Nicaragua), acogidos a lo escrito por Ortega en Misión de la Universidad (1930), por Karl Jasper en El espíritu viviente de la Universidad (1946) o рoг Clarence H. Faust en La educación general (1950)88. Otros han querido ver en el ambiente de reforma universitaria de la Centroamérica del ecuador del pasado siglo, junto a la sombra de Ortega, el influjo de la universidad norteamericana. Lo probaría la importación por las universidades del istmo del sistema de selección de ingreso de la de Chicago, traducido al español por la Universidad de San Juan de Puerto Rico89.
Sea como fuere, ese fue el marco en el que las autoridades universitarias diseñaron un voluntarista programa de excelencia académica por el que llegaron al país un grupo de profesores extranjeros de diferentes especialidades. En la Facultad de Ciencias y Letras, solemnemente inaugurada en marzo de 1957 en presencia del presidente José Figueres Ferrer (1953-1958), se dispusieron a impartir clases el historiador italiano Miguel de Fernandini, el fonetista francés Fouché, el lingüista Steiger o el herpetólogo estadounidense Archie Fairly Carr90. Y a su lado el filólogo navarro Salvador Aguado-Andreut, exiliado republicano que desde 1948 ejercía como profesor en la Universidad de San Carlos, desde la que se trasladaría a Costa Rica para dirigir de 1957 a 1959 la cátedra de Lenguaje de la UCR, y el filósofo catalán Roberto Saumells, que proveniente de la cantera del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y siendo profesor en la Universidad de Madrid, fue contratado por la UCR como director de su cátedra de Matemáticas, puesto que ocuparía hasta su regreso a España en 195891.
Pero de entre los españoles llegados a la UCR mención aparte merece el aragonés Constantino Láscaris Comneno. Profesor de filosofía en la Universidad de Madrid, tras ser requerido por intermediación del por entonces agregado cultural de la embajada costarricense en España, Luis Barahona, Láscaris aterrizó en San José en agosto de 1956. Asentado en Costa Rica, país cuya nacionalidad acabaría adoptando y en el que fallecería en julio de 1979, se convirtió en uno de los principales puntales del proceso de reforma emprendido por la UCR. Responsable de la cátedra de Historia del Pensamiento de la Facultad de Ciencias y Letras y de la de Filosofía del Departamento de Estudios Generales, instituidas ambas en 1956, al año siguiente participó en la fundación de la Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica, que dirigió durante dieciséis años. En el seno de la UCR Láscaris organizó el doctorado en Filosofía, creó en 1972 el Instituto de Estudios Centroamericanos y dos años después su revista, Anuario de Estudios Centroamericanos, acciones estas últimas que los confirman como decidido valedor de la integración universitaria regional92. Al margen de la UCR apoyó la gestación en 1971 del Instituto Tecnológico de Costa Rica y en 1973 de la Universidad Nacional (UNA), en cuyo Centro de Investigaciones de las Ciencias Educativas dio clases de filosofía. Colaboró con la UNA en la constitución del Instituto de Teoría e Historia de la Ciencia y la Tecnología y en la creación y desarrollo de los Estudios Generales Libres. A estos quehaceres sumó su rol en la fundación de la Asociación Costarricense de Filosofía y su constante batallar por la restauración de ese saber en las escuelas e institutos del país. Su producción bibliográfica fue notable, con tres importantes títulos en el campo de la historia de las ¡deas -Las ¡deas en Centroamérica 1938-1970 [Ideas contemporáneas en Centroamérica (1838-1970)] (1989), Historia de las ideas en Centroamérica (1970) y Desarrollo de las ideas filosóficas en Costa Rica (1965)- y otro en el de la ensayística sobre la identidad nacional -El costarricense (1975), donde pretendió describir a los naturales del país en su conducta colectiva, en el idioma que hablaban y en las convicciones vividas sin pensar93-. Fuera de lo académico se manifestó como un auténtico agitador cultural de la nación, desenvolviéndose con soltura en prensa, radio y televisión94.
Láscaris, Aguado-Andreut y Saumells componen una fracción significativa, pero no absoluta, de los profesores españoles trasladados a Costa Rica para impartir docencia en las universidades del país. Sin afán de exhaustividad, a sus nombres cabe añadir los de Teodoro Ciarte, Antonio Jaén Morente, Plutarco Bonilla, Florentino Idoate, Manuel Tebas, Francisco Álvarez y Mariano García Villas.
Exiliado de primera hora, el vitoriano Ciarte llegó a Costa Rica en febrero de 1940 tras un largo periplo americano por México, Estados Unidos y Cuba. Existencialista heideggeriano, de 1949 a 1952 ejerció como profesor de psicología en el Colegio San Luis Gonzaga, de donde pasó a la UCR para ofertar clases de filosofía, siendo en la década de los sesenta el primero en organizar en dicha institución un curso dedicado a Karl Marx95. Por su parte, el catedrático y diplomático andaluz Antonio Jaén Morente visitó San José en la primavera de 1943, en cuyo Teatro Nacional ofreció una conferencia. Tras vivir el exilio en México y Ecuador, a comienzos de la década de 1950 se trasladó a Costa Rica, donde tuvo a su cargo la cátedra Menéndez Pidal de la UCR96. Por esos mismos años ostentaron titularidad de cátedra en la UCR el jesuita guipuzcoano Florentino Idoate, doctor en filosofía por la Pontificia Universidad Gregoriana, Manuel Tebas, natural de El Puerto de Santa María y licenciado en matemáticas y física por la Universidad de Barcelona, y el canario Plutarco Bonilla, llegado en 1955 a Costa Rica para estudiar en el Seminario Bíblico Latinoamericano97.
Algo más tarde arribaron al país el madrileño Francisco Álvarez y el aragonés Mariano García Villas. Álvarez fue uno de los siete alumnos que terminaron sus estudios en la sección de Filosofía de la Universidad de Madrid en 1936, último año de los que enseñó Ortega en aquel centro. Llamado por las autoridades educativas ecuatorianas para organizar la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cuenca, desplegó allí su saber entre 1951 y 1965. Invitado por la Universidad de Concepción, residió en Chile de 1965 a 1971, cuando fue requerido por Claudio Gutiérrez, a la sazón rector de la UCR. Además de trabajar para esta institución, fue director de la cátedra de Filosofía de la Facultad de Estudios Generales de la UNA. Al igual que Láscaris, Olarte y Jaén Morente, falleció en Costa Rica98. Mientras, García Villas llegó al país en 1973 tras pasar buena parte de sus años de exilio en Honduras y El Salvador, donde fue director del Departamento de Bibliografía de la Biblioteca Nacional y profesor de la Escuela Normal Superior. En Costa Rica impartió docencia durante varios años en los Estudios Generales de la UNA99. De esta forma, se sumó a la larga lista de agentes pasadores que desde la disolución del lazo político que unía a España y Costa Rica habían contribuido a la evolución de la cultura costarricense.
5. Conclusiones.
Manteniendo la tradición instaurada en el coloniaje, la Costa Rica independiente recibió de España un sinfín de saberes, prácticas y objetos culturales, además de intelectuales y hombres de ciencia dispuestos a servir y apoyar el desarrollo humanístico, científico y técnico del país. Sucedió a lo largo del siglo XIX y, en similar medida, durante los dos primeros tercios del siguiente. Una recepción determinada por las necesidades de progreso y mejora de la república ístmica, singularmente en lo que se refiere a la educación reglada de sus ciudadanos en los niveles secundario -siglo XIX- y superior -siglo XX-. En ese tráfico, los mediadores culturales que de uno y otro lado del océano intervinieron desempeñaron un papel decisivo. Políticos, diplomáticos, docentes y profesionales de diversas ramas oficiaron de acuerdo con sus posibilidades para facilitar y acrecentar dichos trasvases. Pero aunque la acción de algunas de esas figuras destacó con fuerza - del lado español los hermanos Fernández Ferraz y Constantino Láscaris, del costarricense Mauro Fernández y Rodrigo Fació-, fue el clima social y las necesidades de perfeccionamiento e instrucción pública imperantes en Costa Rica lo que en mayor grado motivó tales transferencias.
En un escenario signado por la aceptación gustosa de influencias extranjeras, la iniciativa privada jugó un papel menor, limitado en la mayoría de las ocasiones a la contratación de profesionales foráneos para ejercer en Costa Rica su labor. Fue por tanto el Estado costarricense el principal agente activo del proceso de transferencias culturales llegadas al país, incluidas las provenientes de España. Lo ejemplifica la intervención en la década de 1880 de Mauro Fernández desde la Secretaría de Instrucción Pública. Y es que fue precisamente a finales del siglo XIX, dedicado el Estado liberal a la consumación del proyecto de construcción nacional, cuando aquél alcanzó una posición estratégica en la cúspide del ecosistema cultural. La progresiva, aunque en ocasiones ondulante y contradictoria democratización de la política costarricense, sirvió de caldo de cultivo para la conformación de un espacio institucional de referencia por el que cada vez más segmentos de la población decidieron apostar. En el entre siglos, unos partidos políticos en paulatino distanciamiento ideológico, unas agrupaciones artesanales y obreras cada vez más aguerridas y un núcleo católico de poder decreciente, decidieron resolver sus diferencias en el marco de esa nueva institucionalidad. Otro tanto hizo una pléyade de intelectuales, pese a su general disconformidad con la marcha política y social del país. Apenas nada enturbió esa situación en las siguientes décadas, lo que permitió al Estado mantenerse como principal importador cultural. La reforma en los años 1950 de la UCR y las actuaciones de su rector, Rodrigo Facio, lo ilustran a la perfección.
Al igual que sucedió en buena parte de Latinoamérica o en determinadas naciones europeas, durante los siglos XIX y XX el Estado en Costa Rica dispuso del más amplio caudal de recursos económicos, materiales y humanos con los que intervenir en el mercado cultural, con lo que influyó grandemente a la hora de diseñar el tráfico de entrada al país de transferencias extranjeras. En ese horizonte, las llegadas desde España fueron siempre predominantes, consolidando una experiencia de varios siglos y aportando así, en un clima interno de reforma y consenso, savia nueva al desarrollo social y cultural de la Costa Rica contemporánea.
Recibido: 16-10-2023
Aceptado: 02-12-2023
Cómo citar este artículo: SANCHO DOMINGO, Carlos y LARA MARTÍNEZ, Laura. Transferencias culturales españolas a Costa Rica (Siglos XIX y XX). Naveg@mérica. Revista electrónica editada por la Asociación Española de Americanistas [en línea]. 2024, n. 32. Disponible en: <http://revistas.um.es/navegamerica>. [Consulta: Fecha de consulta]. ISSN 1989-211X.
1 Este artículo es resultado de una estancia postdoctoral I+D+i realizada durante el segundo semestre del curso 2021-2022 en la Universidad a Distancia de Madrid.
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21 MOLINA, Iván. El que quiera divertirse.... Op cit., p. 95.
22 Ibidem, p. 39.
23 Ibidem, pp. 78-80, 85, 91.
24 MOLINA, Iván. La estela de la pluma... Op. cit, p. 45.
25 MOLINA, Iván. De lo devoto a lo profano... Op. cit., p. 138.
26 CUESTA, Mariano. La presencia de España en Costa Rica. Aporte canario. Notas para su estudio. En: MORALES, Francisco (coord.). V Coloquio de Historia Canario-Americana (1982), vol. 1. Las Palmas de Gran Canaria: Cabildo de Gran Canaria, 1985, p. 563.
27 MOLINA, Iván. La estela de la pluma... Op. cit, p. 122.
28 CALVO, Joaquín Bernardo. Apuntamientos geográficos, estadísticos e históricos. San José: Imprenta Nacional, 1887, pp. 139-140.
29 MONTERO, Francisco. Elementos de historia de Costa Rica, vol. 2. San José: Tipografía Nacional, 1894, pp. 260-265.
30 MOLINA, Iván. La estela de la pluma... Op. cit., p. 140.
31 GONZALEZ, Luis Felipe. Historia de la influencia extranjera en el desenvolvimiento educacional y científico de Costa Rica. San José: Imprenta Nacional, 1921, p. 38.
32 MOLINA, Iván. De lo devoto a lo profano... Op. cit, p. 150.
33 GONZÁLEZ, Luis Felipe. Historia de la influencia... Op. cit., pp. 153-156.
34 Ibidem, p. 136.
35 DÍAZ, Ronald E. "Quiero que la gimnástica tome bastante incremento". Los orígenes de la gimnasia como actividad física en Costa Rica (1855-1949). Diálogos [en línea], 2011, vol. 12, n. 1, p. 10. [Consulta: 30-01-2024]. Disponible en <https://www.redalyc.org/pdf/439/43918787001 .pdf>.
36 GONZALEZ, Luis Felipe. Historia de la influencia... Op. cit., pp. 156-157.
37 Ibidem, p. 69 para de Castro, p. 252 para Guizot, p. 265 para Locke.
38 Ibidem, p. 137 para Paul, Muñoz y Velarde, p. 138 para Hetch, p. 157 para Sevilla, Cardona, Arrillaga y Osma.
39 CUESTA, Mariano. La presencia de España... Op. cit., p. 562; VILLALOBOS, Gabriela. Juan Fernández Ferraz en Costa Rica: Estado liberal, intelectualidad y americanismo. Fines del siglo XIX. En: SOTO-QUIRÓS, Ronald y TAUZIN-CASTELLANOS, Isabelle (eds.). Migraciones... Op. cit., pp. 191-192.
40 CUESTA, Mariano. La presencia de España... Op. cit., p. 564.
41 GONZALEZ, Luis Felipe. Historia de la influencia... Op. cit., pp. 136-137.
42 Ibidem, pp. 138, 141.
43 Ibidem, p. 146.
44 Ibidem, pp. 141-142.
45 Ibidem, p. 137 para Villavicencio, p. 138 para Rodríguez, pp. 157-158 para Campabadal.
46 RUIZ, Angel. Ideologías y extranjeros en la educación y las matemáticas de Costa Rica durante el siglo XIX. Llull. 2000, n. 23, pp. 661-688.
47 LÁSCARIS, Constantino. Desarrollo de las ¡deas filosóficas en Costa Rica. San José: Editorial Costa Rica, 1965, p. 203.
48 GONZALEZ, Luis Felipe. Historia de la influencia... Op. cit., p. 148.
49 Ibidem, p. 151.
50 Ibidem, pp. 148-149.
51 Ibidem, p. 150.
52 Ibidem, pp. 150-151.
53 Ibidem, pp. 158-159.
54 HENRIQUEZ, Pedro. La utopía de América. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1989, p. 25.
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59 LASCARIS, Constantino. Desarrollo de las ideas... Op. cit., p. 117.
60 GONZALEZ, Luis Felipe. Historia de la influencia... Op. cit., p. 140; CUESTA, Mariano. La presencia de España... Op. cit., pp. 559-561; MELENDEZ, Carlos. Influencia de Don Valeriano Fernández Ferraz en la cultura costarricense. El legado de un gran canario del siglo XIX. En: MORALES, Francisco (coord.). VI Coloquio de Historia Canario-Americana (1984), vol. 1. Las Palmas de Gran Canaria: Cabildo de Gran Canaria, 1987; LASCARIS, Constantino. Las ideas en Centroamérica 1938-1970 [Ideas contemporáneas en Centroamérica (1838-1970)]. Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica. 1989, voi. XXVII, n. 65, pp. 46-49 [monográfico].
61 GONZALEZ, Luis Felipe. Historia de la influencia... Op. cit., pp. 145-146; CUESTA, Mariano. La presencia de España... Op. cit., pp. 561-562; NEGRIN, Olegario. Juan Fernández Ferraz (1849-1904), impulsor del institucionismo krausista en Costa Rica. En: MORALES, Francisco (coord.), VI Coloquio... Op. cit; LASCARIS, Constantino. Las ideas en Centroamérica... Op. cit, pp. 49-51; VILLALOBOS, Gabriela. Juan Fernández Ferraz en Costa Rica... Op. cit.
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63 OSSENBACH, Gabriela. La influencia española... Op. cit, p. 116.
64 MOLINA, Iván. La estela de la pluma... Op. cit, pp. 71-72.
65 BEORLEGUI, Carlos. Historia del pensamiento filosófico latinoamericano... Op. cit, p. 344.
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Abstract
Insertas en el poderoso flujo de transferencias culturales mantenido en época contemporánea entre Europa y América Latina, personas, objetos, saberes y métodos de pensamiento y trabajo intelectual viajaron de España a Costa Rica. Aunque la mayoría de esas transferencias respondieron a demandas estatales, algunas resultaron de peticiones realizadas por actores de la sociedad civil costarricense. En función de sus necesidades, las estrategias puestas en marcha por la parte receptora combinaron en distinta proporción la apropiación, la reutilización o el rechazo de lo que España emitía. Priorizando el contexto de la recepción y el rol de los mediadores culturales, el artículo analiza el uso que el proyecto decimonónico de nación costarricense hizo de las influencias culturales recibidas de España, la contribución a las tendencias democrático-liberales habidas en esa república por parte del krausismo español y la intervención en la reforma del sistema universitario costarricense de mediados del siglo XX de profesores españoles.