Resumen: El vacío de poder generado por la invasión napoleónica en la Península Ibérica activó el estallido de múltiples soberanías en toda la Monarquía hispánica en sustitución de la soberanía del monarca cautivo. Un mosaico de cuerpos políticos que desempeñaron un papel trascendental en los primeros momentos de la crisis monárquica, en la posterior configuración del movimiento independentista y, más adelante, en la organización de los incipientes Estados americanos. Chile, si bien aventajó a sus vecinos a la hora de consolidar un Estado estable, no escapó a las tendencias autonomistas, las que hallaron su máxima expresión en el periodo de la «Anarquía», intervalo entre dos dictaduras caracterizado por el enfrentamiento entre Santiago, antigua sede de la administración colonial y las provincias por la conducción en la construcción del Estado. En este artículo se pretende realizar una síntesis sobre dicho periodo basándonos en algunas de las más recientes investigaciones sobre el tema.
Palabras clave: Chile, Estado, Nación, siglo XIX, autonomismo, centralismo.
Title: AUTONOMY AND CENTRALISM: SHAPING THE CHILEAN STATE AND NATION (18231830).
Abstract: The power vacuum existing after the napoleonic invasion in the Iberian Peninsula activated the proliferation of many self-government scattered through the Spanish monarchy substituting the sovereignty of the captive monarch. A mosaic of political bodies that performed a significant role during the first moments of the monarchical crisis, the following shaping of the Independence movement and later on during the configuration of the emerging American States. Chile - even though it was ahead his neighbour countries regarding strengthening a stable State - did not avoid the movements towards autonomy that found their highest extent during the period of "Anarchy", intermission within two dictatorships characterised by the confrontation between Santiago - old headquarters of the colonial administration - and the provinces for management of the building of the State. In this article it is intended to synthesise that period based in the most recent research on the topic.
Keywords: Chile, State, Nation, 19th century, autonomy, centralism.
1. Introducción
El objetivo de este artículo es elaborar una síntesis, a la luz de la más recientes investigaciones, sobre el periodo que la historiografía tradicional chilena ha denominado peyorativamente como el de la «Anarquía». Como observó el historiador Diego Amunátegui, «la época de nuestra Historia Nacional más censurada, más vilipendiada, más ridiculizada, ha sido la que empieza con la abdicación de O'Higgins y termina con el triunfo conservador de Lircay»1. Anarquía2, desorden3 o falta de sentido de la realidad4 son solo algunos de los corrosivos epítetos arrojados contra este nebuloso paréntesis entre dos dictaduras.
Rescatando las tesis del historiador marxista Luis Vitale, nuestra hipótesis principal sostiene que a lo largo del periodo de la «Anarquía», comprendido entre los años 1823 y 1830, se desarrolló una lucha entre las pretensiones hegemónicas de Santiago, antigua sede de la administración colonial, y las elites provinciales, legitimadas por la conciencia y práctica de la autonomía local como cuerpos soberanos, por la dirección de la construcción del Estado chileno. Estas disputas encontraron su expresión en la configuración de dos proyectos políticos en el seno de las elites: el conservador o pelucón, partidario de un Estado centralista, autoritario y librecambista, y el liberal o pipiolo, defensor de un Estado con una organización más descentralizada, democrática y promotora de la producción nacional. De esto se desprende, como señala Chiaramonte, que la nación chilena, al igual que el resto de naciones americanas, no fue el punto de partida en la construcción del Estado, sino el fin al cual apuntaron las negociaciones de los distintos pueblos soberanos, surgidos a raíz de la crisis de la Monarquía hispánica, en la búsqueda de la armonización de sus respectivos intereses5. El periodo de la «Anarquía» sería, por lo tanto, la más aguda expresión de las tensiones entre los distintos pueblos soberanos, apaciguadas por la guerra de Independencia pero reactivadas con el intento centralista de Bernardo O'Higgins. De ahí que consideremos insuficientes tanto las interpretaciones tradicionales que caracterizan al periodo como un caos endémico producto de la ignorancia (Barros Arana, Encina, Edwards) o las que lo definen principalmente como una etapa de aprendizaje y formación política (Donoso, Heise6).
A través de este artículo buscamos, por otra parte, cuestionar determinados lugares comunes en torno a la configuración de la nación y el Estado chileno, al insertar su desarrollo dentro del fenómeno global del autonomismo hispanoamericano. Entre estos destacamos fundamentalmente el esencialismo que sitúa a la nación chilena como una realidad preexistente, y no como fruto de un intrincado proceso en el que el papel de los distintos cuerpos políticos soberanos que surgieron a raíz de la crisis de la Monarquía hispánica fue primordial, y el organicismo que plantea la progresiva evolución histórica que encuentra su culminación en la instauración del régimen portaliano (el Estado «en forma»)7, avasallando con ello al abanico de alternativas surgidas en la coyuntura por medio de una mezquina prepotencia retrospectiva (y cuyos remanentes se pueden observar en la más reciente designación del periodo de la «Anarquía» con el nombre no menos impreciso, pero más profiláctico, de «Ensayos constitucionales»).
Sobre la bibliografía empleada para el estudio del autonomismo hispanoamericano hemos utilizado diversos textos del historiador argentino José Carlos Chiaramonte relativos al papel del poder regional en la organización de los nuevos estados como Modificaciones del pacto imperial y Estado y Poder Regional: constitución y naturaleza de los poderes regionales, excelentes síntesis sobre los fundamentos y desarrollo de las tendencias autonomistas en América. Otra de sus obras utilizadas fue Ciudades, Provincias, Estados: Orígenes de la Nación Argentina (1800-1846), concretamente el capítulo Acerca del vocabulario político de la Independencia, estudio en el que se define una serie de conceptos que integraban el lenguaje político en los albores del siglo XIX del continente. En lo que respecta al caso de Chile, hemos utilizado fundamentalmente obras de historiadores chilenos ligados a la denominada Nueva Historia Social, entre ellos María Angélica Illanes, Julio Pinto, Sergio Grez y Gabriel Salazar. Entre las obras de este último destacamos Construcción de Estado en Chile (1800-1837), importante contribución al estudio del proceso de configuración del Estado chileno donde analiza la emergencia de los cuerpos políticos soberanos y el papel que jugaron en la construcción de la joven república americana. Otros libros de los que nos hemos servido son los dos primeros volúmenes de Historia Contemporánea de Chile, escrito por el mismo autor antes mencionado junto al historiador Julio Pinto. También ha sido de enorme utilidad el libro Chile des-centrado. Formación socio-cultural republicana y transición capitalista (1810-1910) de María Angélica Illanes, que reúne una serie de estudios sobre la configuración política, social y cultural del Estado chileno a lo largo del XIX.
2. Conceptos básicos
Es indiscutible la enorme influencia que ha ejercido a lo largo de las últimas décadas en la historiografía el estudio de los conceptos históricos, entre cuyas escuelas destaca particularmente la alemana Begriffsgeschichte o historia de los conceptos. Reinhardt Koselleck, uno de sus más insignes exponentes junto a Werner Cozne y Otto Brunner, la definió como «una historia de las ideas instituida y transformada por cuestiones y métodos sociológicos, y que se concentra en el estudio de la evolución de palabras particularmente significativas en un periodo de tiempo»8. Como sostiene dicha escuela los grandes conceptos sociopolíticos contemporáneos han sido adoptados por parte de los diferentes grupos sociales como instrumentos de expectativa social y reinterpretación del pasado9. Como el mismo autor citado señala:
«Sin acciones lingüísticas no son posibles los acontecimientos históricos; las experiencias que se adquieren desde ellos no se podrían interpretar sin lenguaje. Pero ni los acontecimientos ni las experiencias se agotan en su articulación lingüística. Pues en cada acontecimiento entran a formar parte numerosos factores extralingüísticos y hay estratos de experiencia que se sustraen a la comprobación lingüística. La mayoría de las condiciones extralingüísticas de todos los sucesos, los datos, instituciones y modos de comportamiento naturales y materiales, quedan remitidos a la mediación lingüística para ser eficaces. Pero no se funden con ella»10.
Es a través del lenguaje como nosotros estructuramos nuestro conocimiento de la realidad, permitiéndonos representar y comprender el mundo que nos rodea, nuestras relaciones con los otros y nuestro propio ser11. Por ello consideramos oportuno definir una serie de conceptos del periodo que abordaremos con el propósito de acercarnos a su imaginario político. Las transformaciones que estos han sufrido desde finales del siglo XVIII hasta nuestros días, sumado a las distintas acepciones que pudieron tener en su misma época producto del influjo de doctrinas y prácticas políticas vinculadas al Antiguo Régimen y la difusión de otras ligadas a los cambios derivados de la Revolución norteamericana y francesa12 nos llevan a realizar este sucinto análisis con el propósito de delimitar nuestro objeto de estudio y evitar posibles anacronismos, principalmente en lo referente al concepto nación.
Hacia finales del siglo XVIII y principios del XIX se entendía por pueblo a un conglomerado de estamentos, corporaciones y territorios, con las correspondientes relaciones propias de una sociedad que cristalizaba en lo político la desigualdad enraizada en la economía13. Una acepción corporativista y organicista que, por otra parte, era sinónimo del término ciudad en su sentido político. Los pueblos soberanos que surgieron como resultado de la crisis de la Monarquía correspondían a las ciudades políticamente organizadas según las pautas hispanas, las cuales establecían que sus habitantes no existían políticamente si no tenían la calidad de vecinos, a lo que se accedía una vez cumplidas determinadas condiciones como estar casados, con propiedad y casa abierta en la ciudad14.
En cuanto al término nación, debemos tener la precaución de distinguirlo del concepto de nacionalidad, surgido posteriormente con la difusión del Romanticismo hacia mediados del XIX. Para el periodo que abordamos la «cuestión nacional» orbitó fundamentalmente en la libertad política y la autonomía15. Es decir, cuando se hace referencia a la conformación de la nación, ésta se realiza en términos contractualistas y racionalistas de la cultura ilustrada y de la tradición iusnaturalista16. De ahí que el termino nación deba entenderse esencialmente como un conjunto humano definido por su sujeción a un mismo gobierno y a unas mismas leyes17.
Por otra parte, era habitual que el término nación fuera usado en un sentido equivalente al de Estado como se puede verificar en diversos manuales de derecho de gentes de finales del XVIII y principios del siglo XIX. Emmer de Vattel, una de las autoridades del derecho más leídas de Hispanoamérica, señalaba que las «naciones o estados son cuerpos políticos, de sociedades de hombres reunidos para procurar su salud y adelantamiento»18. Otro ejemplo es el del intelectual y jurista venezolanochileno Andrés Bello quien escribe que «una Nación o Estado es una sociedad de hombres que tiene por objeto la conservación y felicidad de los asociados; que se gobiernan por leyes positivas emanadas de ella misma, y es dueña de una porción de territorio»19. También se puede constatar la sinonimia entre los términos Estado y provincia en diversos textos de la época.
Otro concepto es el de soberanía, el cual también es definido con conceptos que ya hemos encontramos en el término nación, como puede observarse en la Constitución venezolana de 1811, donde se le describe como una «sociedad de hombres reunidos bajo unas mismas leyes, costumbres y gobierno»20.
En definitiva, como señala el filólogo Álvarez de Miranda en su obra sobre el lenguaje político del XVIII español:
«Términos como nación, patria, estado, país, reino, monarquía, república, provincia, resultaban intercambiables en muchos contextos, y recubren sectores de significación en los que reiteradamente se solapan unos a otros»21 .
A partir de lo anteriormente expuesto se puede afirmar que la nación, en el sentido actual, no fue el punto de partida en la configuración de los Estados americanos, sino el fin al cual apuntaron las negociaciones emprendidas por estos sujetos soberanos22. De ahí que fenómenos tales como el federalismo serían, en consecuencia, una expresión de las tendencias asociativas de dichos pueblos soberanos23 y no un «desmigajamiento» de un todo nacional, el cual no existía. Como dijo el sacerdote y político mexicano Ramos Arizpe en 1823:
«...que se considerase a las provincias como que están separadas y van a unirse, y no al contrario, porque ciertamente no hay tal unión, falta un pacto fundamental»24.
3. Crisis monárquica y el estallido de las soberanías locales
La acefalia monárquica producida por la invasión napoleónica y la abdicación forzosa del rey en favor de José Bonaparte en Bayona generó el surgimiento de distintas soberanías en sustitución de la soberanía del monarca cautivo ante la necesidad de reestablecer una autoridad legítima25. Una verdadera «revolución de las provincias»26 que, en el caso de los dominios americanos continentales, dio inicio a un convulsionado proceso que culminó con su independencia.
Si bien, en un primer momento, el patriotismo hispánico se extendió de forma unánime tanto en la España peninsular como americana27, este fue enarbolado por un mosaico de cuerpos políticos que conformaban a la Monarquía, los cuales, enfrentados a esta insólita circunstancia (nunca antes en España y en Europa una casa real había sido sustituida por otra sin que la primera hubiera desaparecido o mediara un conflicto armado), hicieron suyo el derecho a asumir soberanías coyunturales hasta la restauración de una soberanía única e inalienable del monarca 28
Los numerosos cuerpos políticos que brotaron con la crisis se afirmaron en una supuesta soberanía originaria, doctrina sustentada por el derecho de gentes29, que habría sido delegada por ellos a la Corona de Castilla, siendo esta reasumida. Como proclamó el Catecismo político cristiano dispuesto para la instrucción de los pueblos libres de la América meridional de 1810:
«Pregunta: I disuelto el gobierno por la muerte o cautiverio del rei i toda su familia, a quien vuelve la autoridad, i quien puede organizarle de nuevo?
Respuesta: La autoridad vuelve al pueblo de donde salió, vuelve a la fuente pura i primitiva de donde emanó, i el pueblo es el único que tiene autoridad para nombrar o instituir un nuevo rei, o para darse forma de gobierno que mejor le acomode para su prosperidad: esta es la doctrina que, como una verdad incontestable, han enseñado los mismos españoles en sus proclamas, actas i manifiestos, escritos con motivo de la invasión i perfidia de Bonaparte...»30.
La retroversión del poder presuponía un pacto tácito entre los españoles americanos y el monarca que consagraba sus propios derechos, fueros y privilegios31, en pie de igualdad con los españoles peninsulares. Uno de los autores que cobró vital importancia en la elaboración de este discurso político fue el jurista y teólogo jesuita Francisco Suárez (1548-1617). Su teoría del derecho, impartida en las universidades coloniales, sirvió de sostén para la configuración de los poderes políticos locales. La soberanía, señalaba Suárez, ante la ruptura del pacto por ausencia o muerte del monarca, retornaba al pueblo. En su obra De legibus de 1612 escribe:
«El poder político, cuando se encuentra en una institución o príncipe por un título legítimo [...] es que ha emanado del pueblo y de la comunidad, sea inmediata o mediatamente»32.
«La razón [...] es que este poder por la naturaleza de la cosa inmediatamente reside en la comunidad; luego para que comience a residir justamente en alguna persona como el príncipe, es preciso que se le atribuya a partir del consenso de la comunidad»33.
«El magistrado recibe a partir del pueblo su poder; luego el pueblo pudo no dárselo si no era con esta condición, que las leyes del príncipe no le obligaran si el mismo pueblo no consentía también en ellas aceptándolas»34.
Es necesario indicar que la invalidez de la noción monista de la soberanía del absolutismo europeo no implicó que estuviera en curso una revolución conceptual como se vio en el caso de la Revolución Francesa35. La constitución de los pueblos como cuerpos políticos soberanos se basó fundamentalmente en el código conceptual del Antiguo Régimen y de sus mecanismos corporativos de representación36, los cuales, por otro lado, se readecuaron para ser aplicados en una situación completamente insólita. A lo largo de toda Hispanoamérica, la doctrina de la reasunción del poder por «los pueblos», y no por «el pueblo» de la soberanía moderna, se convirtió en el fundamento jurídico-político de la constitución de los poderes locales37.
Amparadas en esta doctrina y alentadas por el ejemplo de la insurgencia de las ciudades españolas, las respuestas a la crisis de la monarquía en las ciudades americanas bascularon desde un mayor autonomismo hasta la independencia absoluta38. El poder político local se asentó en los antiguos órganos administrativos coloniales siendo el cabildo, expresión política de las ciudades, la institución que desempeñó un rol destacado y, en muchos casos, central en los primeros pasos del movimiento independentista39. Este órgano, bajo la doctrina imperante de la retroversión de la soberanía, adquiría la calidad de legítimo representante del pueblo, quedando las demás autoridades coloniales excluidas de dicho atributo. Como declaró el apoderado del Ayuntamiento de México, Francisco Primo Verdad y Ramos en 1808:
«...dos son las autoridades legítimas que reconocemos, la primera es de nuestros soberanos, y la segunda de los ayuntamientos...»40.
Por otra parte, una institución complementaria a la labor del cabildo que nació fue la Junta de gobierno, un órgano provisional de poder constituido por diputados representantes de los pueblos soberanos, destinado a cohonestar la iniciativa del cabildo de las capitales principales mediante la participación de los demás cabildos. Su constitución fue una clara muestra de la calidad política que se atribuían los pueblos soberanos, fundamentalmente por su representación política, asentada en la diputación con mandato imperativo41. Los sectores partidarios del centralismo buscarán sustituir dicha representación política, expresión de las múltiples soberanías, por la cristalizada en el diputado de la nación, en correspondencia con la instauración de un poder único basado en la proyectada nación42.
La pretensión de autonomía local fue expresión de una vida económica y social de limitadas dimensiones43 caracterizada por espacios económicos reducidos generalmente conformados por una ciudad dominante, sede de un grupo de mercaderes que controlaban el comercio y la producción, y su hinterland rural, y una vida social de similar magnitud44. A raíz de esto, los conflictos se derivaron frecuentemente de la voluntad de defender los intereses de un cuerpo soberano frente a los de los cuerpos vecinos y, fundamentalmente, frente a las pretensiones hegemónicas de la ciudad cabecera del territorio45. Esto dio pie a diversos proyectos de estructuras políticas mayores, como consecuencia de la reunión de varias de estas soberanías locales, que oscilaron desde formas federativas diversas a otros que buscaron establecer formas de estado centralizadas fundados en la preeminencia de las ciudades principales como cabeceras de alguna gran división política.
En síntesis podemos concluir que conformar una nación consistió en organizar un Estado mediante un proceso de negociaciones políticas que apuntaron a la armonización de las intereses de cada parte y en las que cada grupo participante era sabedor de los atributos que le amparaban según el derecho de gentes: su calidad de persona soberana, su derecho a no entrar a asociación alguna sin su consentimiento y su derecho a buscar su conveniencia en un proceso de negociaciones con concesiones recíprocas, con la conveniencia de las demás partes46.
3.1. La caída de O'Higgins
El 28 de enero de 1823 Bernardo O'Higgins abdicó como Director Supremo presionado por el patriciado mercantil de Santiago en el salón del Consulado, como consecuencia del movimiento revolucionario iniciado en el sur liderado por Ramón Freire, General en Jefe del Ejército de la Frontera e intendente de Concepción. Hijo de un Gobernador de Chile y Virrey del Perú, O'Higgins, uno de los líderes de la lucha emancipadora, asumió el gobierno, una vez conquistada la Independencia del país, e instauró una dictadura militar que se extendió por 6 años.
La Constitución de 1822, nacida de una asamblea designada por el mismo O'Higgins, además de prolongar 10 años más su gobierno, contemplaba desmantelar la división provincial que estructuraba al país, despojando a las provincias de la condición y status igualitario que tenían con Santiago, antigua sede de la administración colonial, para convertirlas en departamentos y distritos subordinados a dicha ciudad. O'Higgins buscaba de este modo quebrar definitivamente el cogobierno interprovincial y establecer la nación sobre la base de un todo compuesto por partes divididas, pero al mismo tiempo, sujetas directamente a los intereses de la capital, encarnación territorial del Estado Nacional47. Sin embargo, ese «monstruoso feto»48, en palabras de Freire, no lograría entrar en vigor.
Concepción, una de las provincias más golpeadas por la guerra, respondió desconociendo la Constitución y convocando a los distintos cabildos del sur para coordinar la creación de una asamblea provincial49. Dicho órgano desplazó a la institución de origen colonial de la intendencia y cristalizó la soberanía popular de la localidad. La asamblea, dirigiéndose a O'Higgins señaló las razones de la insurrección:
«La falta de numerario para sostener al ejército, la desnudez, hambre y demás calamitosas miserias que ha padecido, nos han persuadido, de que se trataba de su disolución. El alto desprecio con que se han mirado los justos reclamos de este pueblo para la terminación de esta guerra de sangre que ha asolado la provincia; la fría indiferencia en auxiliarnos en nuestros apuros de Talcahuano; las órdenes para que se permitiera a determinados hombres la exportación de granos para la otra provincia en circunstancias de morirse las gentes de necesidad en ésta; por último, la destructora ley de la división de la provincia en partidos (departamentos), nos prueban a la evidencia que es llegado el tiempo de que reclamemos el goce de nuestros imprescriptibles derechos, y de que removamos los obstáculos que se oponen a nuestra libertad civil, pues nuestra paciencia llenó las medidas del sufrimiento. Desde ahora, señor excelentísimo, se sustrae esta provincia de la obediencia de ese gobierno, convencida de su nulidad y de los ilegítimos medios de que V.E. se vale para perpetuar su poder contra la voluntad de todos los pueblos del Estado»50.
Más tarde, en el norte, Coquimbo siguió este ejemplo creando su propia asamblea. Ante la determinación de O'Higgins de aplastar la rebelión, los pueblos del sur enviaron a Freire con parte de sus tropas a Santiago, acampando en las afueras de la ciudad. O'Higgins, viéndose desprovisto de apoyo, abdicó. Dos meses después Freire asumiría el mando del país como Director Supremo interino, siendo posteriormente ratificado en el cargo.
El nuevo gobierno tuvo que hacer frente a un país aún diezmado por las consecuencias de la guerra de independencia. La devastación de los campos, la pérdida del mercado peruano, la ruina de los artesanos por la invasión de mercancías extranjeras51, la proliferación del bandidaje y la lucha contra las últimas tropas realistas que resistían en el sur dibujaban un panorama político, económico y social desalentador. El paupérrimo estado de las arcas fiscales hacía aún más grave la situación. Un año después de la caída de O'Higgins, el ministro de Hacienda Diego José Benavente señalaba la imposibilidad de obtener recursos de un país «sin comercio, sin industria, sin crédito, sin cosechas en cuatro años consecutivos, y es preciso decirlo, bastantemente (sic) cansado»52.
3.2. Los cabildos: órganos de representación de la soberanía local
Hacia 1820 Chile tenía una población de aproximadamente 885.000 habitantes, de los cuales el 90% vivía en zonas rurales. Las comunicaciones y el sistema de transporte en el territorio estaban limitados53 por lo que los casi cincuenta pueblos de Chile (ciudades, aldeas, villorrios, etc.) vivían en un relativo aislamiento. El cabildo era el principal órgano de autogobierno de los pueblos, lugar en donde se tomaban las decisiones de cómo administrar, explotar y asegurar las fuentes materiales de vida. La organización del proceso productivo a través de la asamblea fue forjando una cultura política de autonomía local que ponía énfasis en la producción y en la participación de los vecinos en la toma de decisiones relativas al pueblo54. Las prácticas políticas de estos pueblos contrastaban con las de Santiago, sede de la administración colonial y región relativamente pobre en comparación con el norte agro-minero y el sur agroganadero. En dicha ciudad se fue entronizando una oligarquía urbana ligada estrechamente al comercio y a los cuadros burocráticos coloniales con un sentido fuertemente centralista del poder55. Santiago desde su origen había controlado los mecanismos legales y coercitivos coloniales, los cuales, luego del desarrollo de los espacios productivos regionales y la consolidación de una red comercial y financiera con eje en la misma capital, le permitieron ejercer su hegemonía sobre los demás territorios del país56.
3.3. Pipiolos y pelucones
La caída del régimen centralista y autoritario de O'Higgins provocó una lucha intestina en el seno de las elites criollas del que se fueron perfilando dos proyectos políticos a lo largo del septenio. Uno, el liberal o pipiolo, mote que alude a los sonidos con que «los pollos parecen solicitar grano»57, estaba estrechamente ligado a las elites regionales. Abogaba por la autonomía local, un control más democrático del poder público, la protección y fomento de la producción agrícola y manufacturera, la abolición de los mayorazgos, la eliminación o fiscalización de los monopolios y el freno a la expansión de los extranjeros en el mercado interno58. Aglutinando los principios liberales y la tradición popular y cabildante de la sociedad colonial proyectó a nivel nacional la soberanía ejercida por los pueblos59.
El otro fue el conservador o también llamado pelucón por la nostalgia de sus partidarios por la colonia (que se traducía en su lealtad al uso de la peluca borbónica)60, que era respaldado por los grandes terratenientes y los mercaderes más ricos de Santiago quienes habían comprado cargos y títulos durante la época colonial. Eran partidarios de un estado centralizado, autoritario y mercantil61. La fracción mercantil desempeñó un papel fundamental en la estructura nacional de acumulación capitalista desde la época colonial, al administrar y monopolizar regularmente los canales de ida y vuelta del comercio exterior chileno, conjuntamente con el mercado del oro y divisas ligado al mismo62. Por otra parte, el patriciado mercantil ejercía un notorio influjo en el aparato administrativo al controlar cargos clave en numerosas instituciones durante todo el periodo que va desde 1817 hasta 1830 (superintendente de la Casa de la Moneda, de Aduanas, fiscales de la Caja de Descuentos, ministros de la Corte Suprema, ministros de Tesorería, etc.)63.
En consecuencia, cuando los pueblos de las provincias, buscaban salida para sus productos en mercados regionales e internacionales, se veían supeditados a los intereses de los mercaderes y banqueros, y el sistema institucional que los respaldaba, los cuales controlaban los resortes del comercio64.
Los pelucones se vieron seriamente afectados por la guerra de independencia (la interrupción del comercio colonial y la fractura de vínculos con los mercaderes españoles, prestamos forzosos a realistas y patriotas, la irrupción del contrabando inglés), lo cual se tradujo un vacío de poder que O'Higgins intentó llenar aupando a los mercaderes ingleses, pero que, luego de su caída, fue también ocupado por los propios pipiolos65.
3.4. La constitución de 1823
El 30 de marzo de 1823, representantes de las provincias de Santiago, Concepción y Coquimbo firmaron el Acta de Unión, la cual las reunía sobre la base de igual representación en un Senado y preparaba las bases para un nuevo Congreso constituyente66. Para la elección de los diputados, se concedió el derecho al voto a todos los hombres mayores de 21 (si eran casados) y de 25 años (si eran solteros) con un oficio conocido. Los pueblos, principalmente los de provincia, procuraron mantener estrictos controles sobre los diputados que habían elegido, cuidando que hicieran valer sus intereses en la capital. Remitieron instrucciones a sus representantes en las que se explicitaba su opinión sobre diversos asuntos tales como el inquilinaje67, los mayorazgos, la forma de elegir a los gobernadores, etc. Si la actuación del diputado electo se desviaba del mandato recibido, el pueblo podía revocarlo y, una vez que retornara a la localidad, someterlo a un juicio de residencia68.
La mayoría que reunieron los diputados de las provincias en el Congreso fue considerada una preocupante amenaza por el patriciado de Santiago. Se hacía cada vez más visible las diferencias entre una fracción de la oligarquía vinculada al sector mercantil y financiero asentada en la capital y otra, de carácter productivista y localista69, ligada a las provincias. Por otra parte, los intereses de la elite política liberal gobernante, encabezada por Freire y respaldada por el ejército (constituido en su mayor parte por artesanos urbanos y oficiales reclutados en el estrato inferior de la clase propietaria y comercial70) y sectores plebeyos, fue entrando en conflicto con los intereses de la clase dominante de los grandes propietarios71.
El patriciado santiaguino utilizó diversas estratagemas con el propósito de impedir que las aspiraciones de las provincias se vieran plasmadas en la Constitución. Sometieron a los diputados de las provincias a una agresiva campaña de burlas y mofas a través de panfletos y periódicos, alentaron la confusión en los debates parlamentarios desde las tribunas, dilataron la estadía de los representantes de las provincias hasta que se vieran obligados a retornar a sus pueblos y lograron acaparar la redacción de la Constitución. Finalmente, luego de haber mermado la mayoría que disponían los diputados de las provincias, la Constitución fue aprobada72.
De este Congreso salió la llamada Constitución moralista, redactaba por el político y jurista Juan Egaña. En ella se establecía un gobierno centralista, aristocrático, ilustrado y oligárquico que coincidía plenamente con los intereses defendidos por las elites de Santiago. Encuadrada en el mismo concepto excluyente de soberanía defendido por la abortada constitución o'higginiana, la Constitución fue derogada por asonada popular. De cualquier forma cabe destacar la abolición de la esclavitud consagrada en ella, de la que se beneficiaron cuatro mil esclavos73.
El descontento de las provincias culminó con el retiro de los diputados de Concepción y Coquimbo por orden de sus respectivas asambleas provinciales. Con la autodisolución del Congreso de 1824, las provincias, incluida Santiago, se convirtieron en estados independientes, cada una con su propia asamblea como órgano administrativo y de gobierno74. En una carta a Freire la Asamblea de Coquimbo declaró que prefería «cualquier estado de existencia política a la ignominiosa degradación de vernos esclavos de los insanos caprichos...de la capital»75.
3.5. Las leyes federales de 1826
Fue después del fracaso en los intentos de establecer un equilibrio de poderes entre las provincias en el Congreso, cuando el federalismo surgió como la fórmula institucional más adecuada para la estructura política y económica policentrista del país76. El máximo exponente del ideario federal fue José Miguel Infante, Presidente del Consejo directivo, órgano instaurado por Freire como respuesta a un intento golpista por parte de Santiago, quien impulsó la aprobación en 1826, en calidad de ley provisoria, el plan federal de gobierno y administración de provincias. El plan dividía al país en 8 provincias (Coquimbo, Aconcagua, Santiago, Colchagua, Maule, Concepción, Valdivia y Chiloé) cada una con su respectiva Asamblea provincial. Sería renovada cada dos años y abriría sus sesiones cuando se considerara necesario. Las asambleas provinciales tendrían mayores competencias relativas al gobierno legislativo y la administración de las provincias, entre ellas la constitución de municipios, el nombramiento de funcionarios, la organización de milicias, la imposición de contribuciones, etc.77
Con el retorno de Freire al gobierno, después de vencer a las últimas tropas realistas y concluir la guerra de independencia, se convocó un nuevo Congreso constituyente. Las ideas federalistas predominaron en la asamblea. Una vez inaugurado, Freire dimitió de su cargo, siendo sucedido por Manuel Blanco Encalada quien se convirtió en el primer Presidente de Chile luego de la abolición del título de Director Supremo. En ese mismo Congreso constituyente se fueron dictando desde el primer momento leyes y disposiciones que de facto instauraron el régimen federal. Una de las leyes más importantes fue la ley electoral que dejaba en manos de las provincias la elección de diversas autoridades como intendentes, gobernadores, asambleas provinciales y curas78.
El patriciado santiaguino procedió contra el gobierno del mismo modo que en 1823. Su ofensiva culminó con un golpe militar encabezado por el Coronel Enrique Campino, quien logró deponer al entonces presidente Agustín Eyzaguirre79. Freire fue nuevamente llamado encabezar el gobierno. Sofocó la insurrección80 y dejó el cargo, siendo sucedido por el liberal moderado Francisco Antonio Pinto, quien procedió a la clausura formal del Congreso constituyente. Se desconocieron las leyes federales y se anuló la ley electoral81.
3.7. La constitución de 1828
En 1828 se celebró una nueva Asamblea constituyente, esta vez en Valparaíso, con el fin de escapar de las presiones ejercidas por el patriciado santiaguino. Esta decisión les permitió eludir el motín emprendido por los sectores federalistas del ejército disconformes con la nueva dirección del gobierno, los que proclamaron efímeramente a José Miguel Infante como presidente82.
Después de la disolución de la Asamblea Constituyente de 1826, se creó una Comisión Nacional, elegida por los mismos diputados destituidos, cuya tarea fue consultar a las diversas provincias sobre el modelo de gobierno que deseaban que se implantara en el país83. Valparaíso, Chiloé y Maule se manifestaron partidarios del sistema federal. Concepción no envió respuesta. Santiago se declaró en contra del régimen federal, además de impugnar la consulta. La provincia de Aconcagua se aprestó a autogobernarse, al considerar la situación reinante como ilegal al desmantelarse el régimen federal84.
Sin embargo, la postura de la asamblea provincial de Coquimbo, que reconocía como fundamento institucional a la democracia, será la alternativa que se impondrá en el nuevo Congreso constituyente. La asamblea abogó por:
«un sistema de gobierno representativo popular, en el que dándose a las autoridades generales cuantas facultades se crean necesarias a efecto de procurar la dicha común, seguridad y dignidad del país, se proporcione al mismo tiempo a las provincias medios y facultades para proveer a sus necesidades interiores por el órgano de sus autoridades provinciales; les sea conservado el derecho de tener parte en el nombramiento de sus magistrados; y a sus pueblos e individuos respectivos se les ponga a cubierto de toda arbitrariedad que pudieran temer de parte del capitalismo y despotismo»85.
En la nueva Constitución, redactada por el abogado y literato español José Joaquín Mora, se confió el gobierno y la administración de las provincias a las asambleas provinciales y a las intendencias, ambas llamadas al mutuo entendimiento y al equilibrio de poderes. La asamblea provincial concentró amplias atribuciones en cuanto a la soberanía local tales como la calificación de las elecciones de sus propios miembros, la propuesta de terna al Ejecutivo sobre la cual se nombraría tanto a intendentes, viceintendentes y jueces letrados de primera instancia, el nombramiento de senadores para el Congreso nacional, etc. La elección de la asamblea se realizaría por votación directa correspondiendo un diputado por cada 7.500 habitantes, el cual para optar al cargo, de dos años de duración, debía ser residente de la provincia representada. En cuanto a los intendentes, elegidos entre las propuestas realizadas por la asamblea provincial al Ejecutivo, su papel era velar tanto por la aplicación a nivel local del sistema político nacional imperante como por las ordenes emanadas de la asamblea, siempre que no entraran en conflicto con la Constitución y las leyes86. El derecho al sufragio se extendía considerablemente pudiendo ser ejercido por hombres mayores de 21 (si eran casados) y 25 años (si eran solteros) que dispusieran un oficio, sin importar que supieran leer o el capital que dispusieran.
La constitución aseguró, de este modo, que los pueblos pudieran participar orgánicamente en el Estado a todos los niveles. Primero por la participación directa en los cabildos, luego a través de delegados comunales en la Asamblea provincial y finalmente por medio de los delegados provinciales en un Senado descentralizado87.
La nueva Constitución fue un nuevo golpe para los intereses patriciado de Santiago, al igual que para los terratenientes y la Iglesia (esta última ya afectada por la supresión de conventos con menos de ocho religiosos, la confiscación de propiedades llevada a cabo por Freire y el destierro de un obispo realista88), ya que proclamaba la abolición de los mayorazgos y de determinados privilegios eclesiásticos, además de permitir el culto privado a los disidentes.
3.8. El nacimiento del «Ejército Libertador»
En mayo de 1829 se celebraron las primeras elecciones presidenciales bajo la nueva Constitución. Se proclamaría como presidente a quien obtuviera la mayoría absoluta de sufragios y Vicepresidente la segunda. Francisco Antonio Pinto ganó la presidencia. Sin embargo, ante la aparente precariedad de su salud, la vicepresidencia adquirió una importancia de primer orden. De los tres candidatos restantes a la vicepresidencia, ninguno obtuvo la mayoría necesaria para ser elegido. Ya que la Constitución no recogía ninguna indicación sobre esta materia, las cámaras, con mayoría pipiola, escogieron al coronel Joaquín Vicuña, quien había obtenido la cuarta mayoría, pasando por encima de los otros candidatos, Francisco Ruiz-Tagle y Joaquín Prieto, Comandante del Ejército del Sur.
Las elecciones de 1829 se convirtieron en la justificación que los pelucones buscaban para levantarse contra el gobierno, pero esta vez abanderando como causa la «restauración de la Constitución» y el imperio de la ley89. La lealtad mostrada por el grueso del ejército al régimen liberal, llevó a Diego Portales, comerciante y líder de la facción pelucona, y al patriciado de Santiago a financiar un ejército mercenario, el llamado «Ejército Libertador», puesto al mando del general Prieto90. El coronel Manuel Bulnes, junto a varios suboficiales, además montoneras de inquilinos y bandidos, también se sumaron a la rebelión. El 7 de noviembre, reunidos en el salón del Consulado, el patriciado de Santiago se alzó contra el gobierno y se negó a reconocer su autoridad, como tampoco la del Congreso y la del cabildo91.
Prieto acampó con sus tropas a unos cuantos kilómetros de Santiago, en Ochagavía. El gobierno envió al ejército, encabezado por el general De La Lastra, contra los rebeldes venciéndolos rápidamente. Prieto invitó a los oficiales victoriosos a acordar las condiciones de rendición en las casas de Ochagavía, los cuales acudieron confiados. Prieto, con las tropas que tenía a su disposición, tomó a los oficiales como prisioneros y, afirmando que no era él sino ellos los que solicitaban el cese del combate, forzó un armisticio92. En él ambas partes se comprometían a disolver sus respectivos ejércitos y dejarlos al mando de Freire. De La Lastra firmó y disolvió sus tropas. Prieto, por el contrario, reorganizó a su ejército y marchó hacia la capital, la que ocupó en enero de 1830.
Una Junta Provincial, controlada por los pelucones, nombró a Prieto General en Jefe del Ejército. Freire, contrario a la deriva conservadora que tomaba el gobierno, salió de Santiago y reunió un ejército en Valparaíso. La ausencia de Freire en la capital consolidó el poder de la Junta, la que barrió con los mecanismos de representación de la soberanía popular. Se desmontó el cabildo de Santiago y se puso en su lugar regidores asignados. El congreso de plenipotenciarios, conformado por pelucones, anuló todos los actos del Congreso de 1829. Francisco Ruiz-Tagle, ministro de Hacienda de Pinto, asumió como Presidente93 y más tarde, el 6 de abril de 1830, Diego Portales se hizo con el control de los ministerios de Interior, Relaciones Exteriores y de Guerra, convirtiéndose en el hombre más poderoso del nuevo régimen. El 17 de abril, el ejército de Freire fue derrotado por las fuerzas de Prieto en Lircay.
3.9. El régimen portaliano
La coalición triunfadora encabezada por comerciantes y terratenientes estableció las bases de un orden social y político que reforzó las estructuras tradicionales del sistema económico colonial94, con su corolario de formas precapitalistas de relaciones laborales (inquilinaje, pago de salario en especies, persistencia de medios extraeconómicos de acumulación, etc.)95, el cual fue complementado con la implantación de un Estado fuertemente centralizado de corte autoritario, garante de la disciplina y el orden social.
El mismo cónsul de Inglaterra calificó al régimen surgido con la derrota de los pipiolos como «despótico y tiránico»96. Ejemplo de ello fueron las duras represalias contra el bando vencido y la maquinaria del terror puesta en marcha: se desterró a Freire, se purgó al ejército dando de baja y sin pensión a la totalidad de los oficiales constitucionalistas (más de 200), fusiló a decenas de jóvenes opositores en varias provincias, excluyó a los pipiolos del poder por más de 30 años, se impuso la censura, se creó una policía secreta, etc.97
La expresión jurídica del nuevo orden fue la Constitución de 1833, redactada por el abogado Mariano Egaña, hijo de Juan Egaña. El presidente podía gobernar dos periodos consecutivos (de cinco años cada uno). Sus poderes sobre el gabinete, el poder judicial, la administración y el ejercito eran enormes98. Se estableció un restringido sufragio censitario en la que solo podían votar hombres mayores de 21 años (si era casados), y 25 (si eran solteros), que supieran leer y escribir y que dispusieran de propiedades99. Por otra parte, las elecciones eran arregladas por el ejecutivo100. Además, Chile tuvo el dudoso honor de ser la primera república americana que incluyó en su Constitución el estado de sitio101.
Después de la batalla de Lircay, el poder central barrió con los poderes locales, quebrantando «los resortes de la máquina popular representativa»102, para abrir paso a su amplio dominio mercantil de circulación. El proyecto mercantil de comienzos de siglo XIX no concebía la existencia de límites que obstaculizaran su desarrollo aún cuando estos fueran la misma Constitución y la ley103. Como manifestaron los diputados de la Convención Constituyente de 1831 refiriéndose a la Constitución de 1828:
«la experiencia ha acreditado que no puede obtenerse la tranquilidad interior y el restablecimiento del orden si la Nación ha de continuar dirijiéndose por ella»104.
«el gobierno interior de las provincias es monstruoso: asambleas con atribuciones equívocas... Intendentes en clase de ajentes de las asambleas, lo mismo que los gobernadores...un desencadenamiento que, estudiado, no podría hallarse mejor para establecer la anarquía...forman el cuadro más acabado del caos».
La instauración del proyecto de la clase mercantil que apuntaba, por un lado, hacia la integración en los mercados externos y, por el otro, a la implantación de un férreo orden interno105 se tradujo en la anulación de la soberanía comunal y la sometimiento de las provincias a la capital, la subordinación de la producción a los intereses mercantil-financieros y el control de los procesos electorales a los intereses del ejecutivo106.
Sin embargo, el tronchado proyecto pipiolo tendrá varios rebrotes a lo largo siglo XIX. Siete motines estallaron entre 1830 y 1837, año en que un regimiento del ejército se rebeló y fusiló a Portales. En 1851 y 1859 estallaron nuevas insurrecciones desde las provincias que desembocaron en cruentas guerras civiles.
4. Conclusiones
Es un lugar común en los libros de Historia destacar la rapidez con la que Chile, en comparación a sus vecinos, logró construir el Estado más estable de Hispanoamérica a lo largo del siglo XIX107. Sin embargo, a pesar de su peculiar extensión territorial y su reducida dimensión demográfica que propició una centralización efectiva, Chile no escapó de las tendencias autonomistas que se extendieron a lo largo y ancho de los territorios que integraban a la Monarquía hispánica luego de la invasión napoleónica. Una crisis política que provocó el surgimiento de una pluralidad de cuerpos políticos soberanos legítimos bajo la doctrina imperante.
La reversión de la soberanía ante el monarca cautivo, sustentada principalmente en la teoría jurídica suareciana, implicó la fractura de la legitimidad de las autoridades metropolitanas, impulsando a las ciudades americanas a recuperar el pleno derecho a ejercer su soberanía. El conflicto entre las ciudades peninsulares y americanas, por el reconocimiento de la legitimidad de los improvisados poderes metropolitanos y su primacía sobre los demás cuerpos políticos soberanos, tuvo su correlato en la pretensión hegemónica de las ciudades cabeceras, antiguas sedes de la administración colonial, y los intereses de las ciudades de las provincias. En Chile esta situación alcanzó su mayor expresión, una vez conseguida su independencia, en el periodo de la «Anarquía», comprendido entre 1823 y 1830.
Entre esos siete años, atravesados por la pugna entre las elites de Santiago y las de las provincias por imponer su hegemonía, los pueblos de Chile se reunieron, por primera vez, para erigir el modelo de Estado que querían para su desarrollo. Una manifestación del ejercicio de su soberanía que quedó plasmado en la Constitución de 1828, la única hasta la fecha consensuada libremente por la ciudadanía chilena108.
Sin embargo, los intentos realizados por los pueblos de las provincias para modificar la distribución del poder se encontraron con la respuesta del patriciado de Santiago, defensores de un Estado centralista, autoritario y mercantil quienes, ante la incapacidad de implantar un proyecto político basado en una legitimidad genuina, no dudaron, al presentarse la oportunidad, de derribar al gobierno liberal a través de la fuerza e instaurar un modelo de Estado acorde con sus intereses.
Recibido: 01-10-2015
Aceptado: 13-10-2015
Cómo citar este artículo: ASKEN MONTES, Byron S. Autonomía y centralismo: la configuración del Estado y la Nación chilena (1823-1830). Naveg@mérica. Revista electrónica editada por la Asociación Española de Americanistas [en línea]. 2016, n. 16. Disponible en: <http://revistas.um.es/navegamerica>. [Consulta: Fecha de consulta]. ISSN 1989-211X.
1 AMUNATEGUI, Diego. Pipiolos y Pelucones. Santiago de Chile: Universo, 1939, p. 5.
2 BARROS ARANA, Diego. Historia General de Chile. Tomo XIII. Santiago de Chile: Universitaria, 2009, p. 404. Véase también EDWARDS, Alberto, La fronda aristocrática en Chile, Santiago de Chile, Universitaria, 2005, p. 56 y ENCINA, Francisco. La literatura histórica chilena y el concepto actual de la historia. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1997, p. 278.
3 BRAVO, Bernardino. Historia de las instituciones políticas de Chile e Hispanoamérica. Santiago de Chile: Andrés Bello, 1986, p. 179.
4 VILLALOBOS, Sergio. Chile y su historia. Santiago de Chile: Universitaria, 2001, p. 199.
5 CHIARAMONTE, J. C. La formación de los Estados Nacionales en Iberoamérica. Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana "Dr. Emilio Ravignani". 1er semestre de 1997, n. 15, p.148.
6 Véase DONOSO, Ricardo. Las ideas políticas en Chile. México DF: FCE, 1946, p. 97, HEISE, Julio. Años de formación y aprendizaje políticos 1810/1830. Santiago de Chile: Universitaria, 1978.
7 EDWARDS, Alberto. La Fronda, p. 27.
8 HERNÁNDEZ, Elena. Tendencias historiográficas actuales. Madrid: Akal, 2004, p. 399.
9 PASAMAR, Gonzalo. La Historia Contemporánea. Aspectos teóricos e historiográficos. Madrid: Editorial Síntesis, 2000, p. 183.
10 KOSELLECK, Reinhardt. Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos. Barcelona: Paidós, 1993, p. 287.
11 FERNÁNDEZ, Enrique. El nacimiento de la cultura política de la nación en el Río de la Plata y Chile. Zaragoza: Fernando el Católico, 2011, p. 18.
12 CHIARAMONTE, José Carlos. Ciudades, Provincias, Estados: Orígenes de la Nación Argentina (1800-1846). Buenos Aires: Ariel, 1997, p. 114.
13 Ibídem, p. 114.
14 Ibídem, p. 115.
15 PALACIOS, Guillermo y MORAGA, Fabio. La independencia y el comienzo de los regímenes representativos. Madrid: Síntesis, 2003, p. 176.
16 CHIARAMONTE, J. C. Ciudades, p. 116.
17 Ibídem, p. 115.
18 Ibídem, p. 118.
19 BELLO, Andrés. Principio de derecho de gentes. Caracas: Valentín Espinal, 1837, p. 11.
20 CHIARAMONTE, J. C. Ciudades, p. 118.
21 ÁLVAREZ DE MIRANDA, Pedro. Palabras e ideas: el léxico de la Ilustración temprana en España (1680-1760). Madrid: Real Academia Española, 1992, pp. 217-218.
22 CHIARAMONTE, J. C. Ciudades, p. 145.
23 Ibídem, pp. 147-148.
24 Ibídem, p. 148.
25 CHIARAMONTE, José Carlos. Modificaciones del pacto imperial. En: ANINNO, Antonio y GUERRA, François-Xavier. Inventando la nación. Iberoamérica. Siglo XX. México DF: Fondo de Cultura Económica, 2003, pp. 85-86.
26 PORTILLO, José M. Crisis atlántica: Autonomía e independencia en la crisis de la monarquía hispana. Madrid: Marcial Pons, 2006, p. 53.
27 GUERRA, François-Xavier. Las mutaciones de la identidad en la América Hispánica. En: VÁZQUEZ, Josefina (dir.) y MIÑO GRIJALBA, Manuel (coord.). La construcción de las naciones latinoamericanas, 1820-1870. Volumen VI, de Historia General de América Latina. Madrid: UNESCO, 2003, p. 205.
28 GARCÍA, Manuel Andrés. La construcción del poder: Estado, Nación e Identidades. La Construcción del Estado Nacional en Perú y la marginación política indígena (siglo XIX). Zaragoza: Fernando el Católico, 2002, p. 36.
29 CHIARAMONTE, José Carlos. Estado y poder regional: las expresiones del poder regional, análisis de casos. En: VÁZQUEZ, Josefina (dir.) y MIÑO GRIJALVA, Manuel (coord.). Historia General de América Latina. Vol. VI. Madrid: UNESCO, 2003, p. 152.
30 GODOY, Pedro. Espíritu de la prensa chilena. Santiago de Chile: Imprenta del Comercio, 1847, p. 25.
31 FERNÁNDEZ, E. El nacimiento, p. 101.
32 DUSSEL, Enrique. Política de la Liberación. Historia mundial y crítica. Madrid: Editorial Trotta, 2007,
33 Ibídem, p. 224.
34 Ibídem, p. 225.
35 PALACIOS, G. La independencia, p. 73.
36 Ibídem, p.73.
37 CHIARAMONTE, J. C. Estado, p. 153.
38 CHIARAMONTE, J. C. La formación de los Estados Nacionales en Iberoamérica. Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana "Dr. Emilio Ravignani". 1997, n. 15, p. 150.
39 CHIARAMONTE, J. C. Estado, p.154.
40 Ibídem, pp. 153-154.
41 Ibídem, p.154.
42 Ibídem, p.154.
43 Ibídem, pp.,158-159.
44 Ibídem, p.150.
45 Ibídem, p.159.
46 CHIARAMONTE, J. C. La formación, p.148.
47 ILLANES, María A. Chile des-centrado. Formación socio-cultural republicana y transición capitalista (1810-1910). Santiago de Chile: LOM, 2003, p. 367.
48 BARROS ARANA, D. Historia, p. 562.
49 ILLANES, M. A. Chile descentrado, pp. 367-368.
50 BARROS ARANA, D. Historia, pp. 565-566.
51 GREZ, Sergio. De la regeneración del pueblo a la huelga general : génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810-1890). Santiago de Chile: Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 1998, p. 216.
52 ORTEGA, Luis. Chile en ruta al capitalismo: cambio, euforia y depresión 1850-1880. Santiago de Chile: DIBAM-LOM-Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2005, p. 49.
53 Ibídem, p. 44.
54 SALAZAR, Gabriel, En el nombre del Poder Popular Constituyente (Chile, Siglo XXI). Santiago de Chile: LOM, 2011, pp. 35-36.
55 Ibídem, pp. 36-37.
56 SALAZAR, Gabriel. Construcción de Estado en Chile (1800-1837). Democracia de los "pueblos", militarismo ciudadano. Golpismo oligárquico. Santiago de Chile: Editorial Sudamericana, 2006, p. 521.
57 VICUÑA MACKENNA, Benjamín. Introducción a la Historia de los diez años de la administración Montt: D. Diego Portales. Valparaíso: Imprenta y Librería del Mercurio, 1863, p. 13.
58 SALAZAR, Gabriel y PINTO Julio. Historia contemporánea de Chile: Estado, legitimidad, ciudadanía. Vol. I. Santiago de Chile: LOM, 1999, p. 141.
59 Ibídem, p. 194.
60 LOVEMAN, Brian y LIRA, Elizabeth. Las suaves cenizas del olvido: vía chilena de reconciliación política, 1814-1932. Santiago de Chile: LOM, 1999, p. 68.
61 Ibídem, p. 198.
62 SALAZAR, Gabriel. La violencia política popular en las "grandes alamedas": la violencia en Chile, 1947-1987 : una perspectiva histórico-popular. Santiago de Chile: LOM, 2006, p. 83.
63 SALAZAR, Gabriel. Construcción, p. 527.
64 Ibídem, p. 524.
65 SALAZAR, Gabriel y PINTO, Julio. Historia contemporánea, pp. 31-32.
66 LYNCH, John. Las revoluciones hispanoamericanas, 1808-1826. Ariel: Barcelona, 2010, p. 148.
67 Régimen de trabajo desarrollado en las haciendas en el que los campesinos, a cambio de algunos derechos sobre la tierra, se sometía a un trabajo de semipeonaje. TINSMAN, Heide. La tierra para quien la trabaja. Género, sexualidad y movimientos campesinos en la Reforma Agraria chilena. Santiago: LOM, 2009, p. 30.
68 SALAZAR, G. En el nombre, p. 41.
69 SALAZAR, Gabriel y PINTO, Julio. Historia, p. 28.
70 Ibídem, p. 44.
71 MOULIAN, Tomás. Contradicciones del desarrollo político chileno 1920-1990. Santiago: LOM, 2008, pp. 10-11.
72 SALAZAR, G. En el nombre, pp. 42-43.
73 VILLALOBOS, Sergio [et al.]. Historia de Chile. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2004, p. 424.
74 CHIARAMONTE, José Carlos. Las expresiones del poder regional. Análisis de casos. En: VÁZQUEZ, Josefina (dir.) y MIÑO GRIJALBA, Manuel (coord.). La construcción de las naciones latinoamericanas, 1820-1870. Volumen VI, de Historia General de América Latina. Salamanca: UNESCO, 2003, p. 191.
75 COLLIER, Simon. Ideas and Politics of Chilean Independence 1808-1833. Londres: Cambridge University, 1967, p. 310.
76 GARCÉS, Joan. Desarrollo político y desarrollo económico: los casos de Chile y Colombia. Santiago de Chile: Andrés Bello, 1972, p. 128.
77 ILLANES, M. A. Chile des-centrado, pp. 371.
78 Ibídem, pp. 372-373.
79 Ibídem, p.116.
80 Ibídem, p.116.
81 ILLANES, M. A.Chile descentrado, p. 374.
82 LOVEMAN, B. Las suaves cenizas, p. 118.
83 ILLANES, M. A. Chile descentrado, p. 374.
84 Ibídem, p. 374.
85 Ibídem, p. 374.
86 Ibídem, p. 376.
87 SALAZAR, G. En el nombre..., p. 46.
88 LOVEMAN, Brian y LIRA, Elizabeth. Las suaves cenizas, p. 114.
89 LOVEMAN, Brian y LIRA, Elizabeth. Las suaves, p. 122.
90 SALAZAR, Gabriel. En el nombre, p. 48.
91 Acta. Santiago de Chile: Imprenta de Manuel Rengifo, 1829. Disponible en <https://archive.org/details/actaenlaciudadde02sant>.
92 SALAZAR, G. En el nombre, p. 49.
93 COLLIER, Simon y F. SATER, William. Historia de Chile, 1808-1994. Madrid: Cambridge University Press, 1998, p. 55.
94 ORTEGA, Luis. Chile en ruta, p. 37.
95 GREZ, S. De la regeneración, p. 234.
96 SALAZAR, Gabriel y PINTO, Julio. Historia, p. 35.
97 SALAZAR, Gabriel. En el nombre, p. 50.
98 COLLIER, Simon. Historia..., p. 59.
99 Ibídem, p. 61.
100 BRAVO LIRA, Bernardino. Historia..., p. 190.
101 LOVEMAN, Brian y LIRA, Elizabeth. Las suaves..., p. 137.
102 URZÚA, German. Historia..., p.54.
103 SALAZAR, Gabriel. Construcción, p. 24.
104 SOTO KLOSS, Eduardo. Derecho Administrativo: Bases y Fundamentales. Tomo II. Santiago de Chile: Editorial jurídica de Chile, 1996, p. 116.
105 PINTO, Julio. La formación del Estado y la nación, y el pueblo mapuche. Santiago de Chile: Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, 2003, p. 97.
106 SALAZAR, Gabriel y PINTO, Julio. Historia, p. 35.
107 Véase BETHELL, Leslie (ed.). Historia de América Latina. Vol. XVI. Barcelona: Crítica, 1991, p. 238.
108 SALAZAR, Gabriel. En el nombre, p. 47.
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Copyright Servicio de Publicaciones, Universidad de Murcia 2016
Abstract
The power vacuum existing after the napoleonic invasion in the Iberian Peninsula activated the proliferation of many self-government scattered through the Spanish monarchy substituting the sovereignty of the captive monarch. A mosaic of political bodies that performed a significant role during the first moments of the monarchical crisis, the following shaping of the Independence movement and later on during the configuration of the emerging American States. Chile - even though it was ahead his neighbour countries regarding strengthening a stable State - did not avoid the movements towards autonomy that found their highest extent during the period of "Anarchy", intermission within two dictatorships characterised by the confrontation between Santiago - old headquarters of the colonial administration - and the provinces for management of the building of the State. In this article it is intended to synthesise that period based in the most recent research on the topic.
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