RESUMEN: Los últimos datos ofrecidos por el «Latinobarómetro» permiten volver a reflexionar sobre un tema clave como es la compleja relación entre democracia y autoritarismo en América Latina. Con este trabajo se pretende realizar una lectura crítica de estos datos, presentando una línea de análisis que permita evaluar el desarrollo de la democracia en la región durante el último decenio (1995-2005), sin renunciar a aventurar algunas hipótesis sobre el devenir futuro de la democracia en el subcontinente americano.
Pahbras clave: democracia, autoritarismo, mano dura, América Latina.
ABSTRACT: The last results gotten from «Latinobarómetro» allow as thinking again about a key issue like the complex link between democracy and authoritarism in Latin America. This paper will try to make a critical review about this data, presenting an analysis to evaluate the development of democracy in this region during the last ten years (1995-2005). Some hypothesis about the future in the Latin American democracy will be offered also.
Key words: democracy, authoritarism, tough policy, Latin America.
I. INTRODUCCIÓN1
Los datos ofrecidos por el «Latinobarómetro» hasta 2006 invitan a realizar una reflexión actualizada sobre uno de los temas clave en la literatura que ha abordado, esencialmente desde los últimos procesos de transición (simple o doble) protagonizados por los Estados iberoamericanos, la realidad de esta región: el binomio democracia-autoritarismo. La pertinencia de este análisis se incrementa notablemente considerando que estos datos comprenden, aun con alguna excepción2, una visión de conjunto de los últimos diez años; perspectiva que permite elaborar conclusiones de índole general, no circunscritas por tanto a un evento o coyuntura particulares.
Al respecto, convendrá recordar que el período de estudio (1995-2005) engloba situaciones muy distintas en el subcontinente: experiencias de inicio de procesos de transición clásicos (como en la mayoría de Centroamérica o en el Perú), transiciones más desarrolladas (como, por ejemplo, en Argentina, Chile o Uruguay), severos ajustes, importantes crecimientos o marcadas crisis económicas, procesos electorales y cambios de gobierno de amplio espectro (entre los que cabe destacar la primera alternancia en el poder en México en el año 2000 o el fin del monopolio bipartidista en Uruguay en el 2004, sin olvidar la imposibilidad de finalizar el mandato de nueve presidentes electos en la región, tres de ellos en tres meses en Argentina -triste marca sólo superable por acontecimientos como la «crisis de los tres presidentes» del Ecuador de 1997)-, reformas institucionales de profundidad diversa, entre otros3.
La consecuencia inmediata de esta realidad fáctica, en lo que aquí interesa, es que un análisis que atienda de forma individualizada a todas estas particularidades debería gozar de una naturaleza distinta a la de esta contribución. De este modo, aunque serán pertinentes algunas reflexiones específicas a lo largo de la argumentación que se desplegará, tanto la naturaleza de los datos disponibles, como la heterogeneidad subrayada, aconsejan que se renuncie al estudio de una situación concreta o circunstancia histórica específica, tratando, por el contrario, de conformar una visión regional a través de una lectura crítica y sistemática de algunos de los datos ofrecidos por el «Latinobarométro».
Desde estos parámetros, el objetivo del presente artículo será por tanto construir una aproximación propia que permita observar hacia dónde han caminado y (quizá) caminan, bien estas democracias latinoamericanas, bien aquellos procesos de transición a la democracia; conformando, a la postre, tanto una valoración del futuro previsible, como una evaluación del pasado transcurrido.
II. CONSIDERACIONES INICIALES
Como punto de partida convendría mencionar brevemente que resulta no sólo propio del imaginario colectivo, sino empíricamente constatable, que aunque la democracia no es más que uno de los varios procedimientos para la toma de decisiones en una sociedad, en aquellas comunidades políticas que han adoptado este sistema se han logrado mayores desarrollos económicos, sociales y culturales que en sociedades que han optado por algún otro. Si todo se restringiese al binomio democracia-crecimiento/desarrollo económico, el que se conoció como «milagro asiático» pareciera haber presentado, hasta 1997, una primera arista para contradecir este ya casi apotegma de la Ciencia Política, y hoy quizá China podría ofrecer un obcecado contraargumento a esta realidad indiscutida; mas, si se abre el abanico a un concepto más inclusivo, como el expuesto, la democracia bien parece presentar las mayores virtudes fácticas para el desarrollo humano4.
Así, a nadie habrá de sorprender que la Carta Democrática Interamericana inicie su articulado estableciendo que:
Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla. La democracia es esencial para el desarrollo social, político y económico de los pueblos de las Americas (art.l)'.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos ya se había ocupado de este particular en ocasiones anteriores, y si en el ejercicio de su competencia contenciosa había destacado la obligación estatal de organizar la estructura del poder público para asegurar la efectividad de los derechos humanos, subrayando la estrecha vinculación existente entre éstos, la democracia y el Estado de Derecho6, fue en sus Opiniones Consultivas donde expuso su posición más completa al explicitar que:
En una sociedad democrática los derechos y libertades inherentes a la persona, sus garantías y el Estado de Derecho constituyen una tríada, cada uno de cuyos componentes se define, completa y adquiere sentido en función de los otros7.
Por su parte, refiriéndose a esta misma cuestión, la propia Carta recogió que:
Son elementos esenciales de la democracia representativa, entre otros, el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al estado de derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos [. . .] Son componentes fundamentales del ejercicio de la democracia la transparencia de las actividades gubernamentales, la probidad, la responsabilidad de los gobiernos en la gestión pública, el respeto por los derechos sociales y la libertad de expresión y de prensa.
La subordinación constitucional de todas las instituciones del Estado a la autoridad civil legalmente constituida y el respeto al estado de derecho de todas las entidades y sectores de la sociedad son igualmente fundamentales para la democracia. [...] La participación de la ciudadanía en las decisiones relativas a su propio desarrollo es un derecho y una responsabilidad. Es también una condición necesaria para el pleno y efectivo ejercicio de la democracia. Promover y fomentar diversas formas de participación fortalece la democracia8.
Ahora bien, resulta evidente que todas estas aseveraciones están referidas a un concepto de democracia que va más allá de un procedimiento para la toma de decisiones, de una elemental democracia formal. Y de este modo, con estas palabras, hacen acto de presencia un enorme número de problemas, pues si todo el mundo parece dispuesto a aceptar lo anterior, el mismo porcentaje de gente está deseosa de calificar sus regímenes políticos como democracias plenamente desarrolladas, como «democracias avanzadas» y, en este punto, la vara de medir no en pocas ocasiones torna en estaca, garrote o jabalina interestatal9.
Si ya hace algunos años, autores como Vallespín (2000: 159-164) subrayaban las notables perversiones actuales de esta perspectiva comparativa para el mismo desarrollo de la democracia, justamente en un trabajo reciente, otro especialista como Hagopian ha recordado algo que ya adelanta la misma formulación del artículo 3 de la Carta Interamericana, esto es, lo complejo que resulta enfrentar la evaluación indubitada de cualquier régimen democrático; y es que aunque parece generalmente admitida la pertinencia de atender a tres elementos básicos para medir la «calidad» de una democracia (procedimiento, contenido y resultados), a la hora de dotar de contenido a estos parámetros, parafraseando a este autor:
[...] no está claro qué constituye una democracia de alta calidad y, aunque digamos reconocer una cuando la vemos, no existe un consenso acerca de cómo definir la calidad de la democracia y cómo, una vez medida, puede funcionar este concepto (Hagopian, 2005: 42).
En todo caso, en atención a los objetivos de este trabajo, sobre este particular baste mencionar que, en consonancia con lo señalado, existen muy diversas clasificaciones y gradaciones sobre los mismos regímenes políticos, que partirían, por referir algunos ejemplos, de las clásicas construcciones teóricas de las dictaduras comisariales y soberanas (Schmitt, 1985), las dictaduras simples, cesaristas y totalitarias (Neumann, 1957), o por utilizar la más moderna formulación de Linz (1975: 285-350), los regímenes totalitarios y autoritarios en sus varias modalidades -regímenes burocráticos autoritarios en manos de militares, estatismo orgánico, regímenes autoritarios que fomentan la movilización en sociedades posdemocráticas y en sociedades posteriores a su independencia, regímenes políticos pretotalitarios y regímenes autoritarios postotalitarios, regímenes autoritarios patrimonialistas, sultanistas, o populistas (O'Donnell, Schmitter y Whitehead, 1988: 16-18)-. El punto de llegada palpable, desde esta perspectiva, se concretaría en la llamada poliarquía en expresión de Dahl (1997 y 1999), o desde un enfoque teórico, la inasible «democracia ideal», inmortalizada en la célebre máxima de Sartori. En el extenso páramo entre ambos extremos, la doctrina especializada señala la existencia de un numeroso conjunto de subcategorías englobadas bajo el rótulo de «regímenes intermedios», entre los que se situarían las semidemocracias, cuasi democracias, pseudodemocracias, democraduras, dictablandas (Colomer, 2001: 57-58), democracias formales/electorales, democracias populares, democracias tuterales, democracias limitadas (O'Donnell y Schmitter, 1988: 23-24), democracias defectuosas, excluyentes, de dominio, iliberales (Merkel y Croissant, 2001: 121-141), democracias delegativas (O'Donnell, 1994), democracias en conflicto (Ní Aoláin y Campbell, 2005: 175-179), «cleptocracias»10, entre otras.
Ahora bien, a lo que se deriva del abrumador listado referido habría que añadir una dificultad adicional, pues si se pretenden analizar los regímenes (democráticos) en el subcontinente americano, su mismo punto de partida presenta ya sustanciales particularidades. Así, aceptando por concepto de transición el período de tiempo en que los valores, las normas, las reglas de juego y las instituciones del régimen anterior han dejado de existir sin que el conjunto de valores, normas, instituciones y reglas que integran el nuevo régimen hayan surgido por entero (Santamaría, 1982: 372-373)11, si se atiende al devenir de estos procesos en los Estados considerados, inmersos en lo que se ha conocido como «tercera ola de democratización»12, frente a los postulados clásicos, muchos de ellos se han producido, o han acaecido, sin eliminar a los protagonistas del régimen anterior, sin grandes movilizaciones populares que determinen el ritmo de la transición, sin alcanzar un alto nivel de desarrollo económico, sin una redistribución del ingreso, sin una burguesía nacional capitalista, sin una cultura cívica realmente implantada, e incluso sin que existan muchos demócratas (Schmitter, 1994: 50-52).
Con todo, en lo que aquí ocupa es suficiente retener que si durante años se ha mantenido que dentro de toda esta clasificación teórica los procesos de transición en el subcontinente han culminado, en líneas generales, en democracias delegativas, tal y como a principios de la década de 1990 señalara O'Donnell (1994), en mi opinión resultan, en todo caso, más ajustados los subtipos de las «democracias defectuosas», y específicamente de las «democracias de dominios», en atención a la evidente existencia de distintos estamentos con poderes de veto en estas sociedades (Merkel y Croissant, 2001: 126)13. En este orden de ideas, la misma presidenta de Chile, Michelle Bachelet (entonces ministra de Defensa Nacional), recogiendo una conclusión generalmente admitida, concretaba lo anterior sosteniendo en su intervención en la Primera Semana Iberoamericana Sobre Paz, Seguridad y Defensa, que «[...] acaso una de las mejores maneras de medir la calidad de las nuevas democracias en este ámbito (es) observar el nivel y la evolución de las prerrogativas militares» (Bachelet, 2002: 30); es decir, analizar lo que un especialista como Agüero (1995: 47) ha definido como «supremacía civil».
De este modo, en la evaluación del devenir de las democracias que aquí interesan tornaría un aspecto de notable trascendencia el papel, protagonismo y presencia de las Fuerzas Armadas en la realidad iberoamericana14; debiendo recordarse en este sentido que como han plasmado Krujit y Koonings (2002: 7-8):
[...] durante los últimos doscientos años la carrera militar ha constituido a menudo el camino más rápido y seguro para llegar a la jefatura máxima de la nación en países tan diversos como Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, El Salvador, Honduras, Guatemala, México, Paraguay y Perú.
Esta posición de dominio no ha sido nunca totalmente superada ni en aquellos Estados con mayores avances en este ámbito -por ejemplo, Uruguay, Argentina, y más recientemente Honduras o Chile-15, y así, los datos ofrecidos por «Latinobarómetro» presentan ya un primer dato revelador, en tanto que aún para 2005, si bien sólo en Venezuela, se consideraba a los militares como institución más poderosa distinta al gobierno y las grandes empresas, cerca del 20% de los encuestados en América Latina valoraba a las Fuerzas Armadas como uno de los tres estamentos con más poder en sus países16. Mas, aceptando el enfoque inicial de la «democracia delegativa», o el de la «democracia de dominios», desde una perspectiva como la aquí escogida cualquier revisión de la historia del subcontinente hará necesario convenir en que la región ha vivido siempre en el peligroso filo de la navaja entre los dos extremos señalados, esto es, entre el más cortante autoritarismo y la democracia más o menos desarrollada. A partir de aquí se pretende valorar justamente el modo en que, en su caso, se ha desplegado este deseado tránsito entre ambos extremos a lo largo de la última década.
III. ANÁLISIS DE LOS DATOS OFRECIDOS POR EL LATINOBARÓMETRO (1995-2005)
Para abordar esta labor comenzaré centrándome en los indicadores incluidos bajo el epígrafe de apoyo a la democracia y la satisfacción con el funcionamiento de ésta; posición de partida que se apoya, frente a la postura clásica de autores como Almond y Verba (1963), en trabajos como los de Montero, Günther y Torcal (1998), quienes han puesto de manifiesto la necesidad de distinguir analíticamente entre lo que comúnmente se ha denominado como legitimidad democrática (la actitud de los ciudadanos hacia la democracia), satisfacción democrática (la evaluación de los rendimientos de la democracia) y desafección democrática (el grado de alejamiento o desapego de los ciudadanos con respecto al sistema político); dimensiones especialmente discriminables en Estados con recientes transiciones a la democracia (Montero, Günther y Torcal, 1998: 18-19), como es el caso de los países escogidos en este artículo.
Así, el primer conjunto de datos a comentar es el referido a la pregunta: «¿Con cuál de las siguientes frases está usted más de acuerdo? 1) La democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno; 2) en algunas circunstancias, un gobierno autoritario puede ser preferible a uno democrático; 3) a la gente como yo, nos da lo mismo un régimen democrático que uno no democrático». Esto es, la serie de datos que abordan la cuestión de la legitimidad democrática:
Este primer conjunto de datos, obviamente, permite ya el desarrollo de varias líneas arguméntales desde diversas perspectivas, pero, en realidad, resulta tan importante como revelador leer este gráfico en relación con los datos que ofrece otro indicador, el propio del «apoyo a la democracia», desglosado por países, de 1996 a 2004 (Cuadro I) y hasta 2005 (Gráfico II). Es decir, con las respuestas obtenidas a la pregunta sobre si la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno.
Esta serie de tablas muestran que en el último decenio ha habido un descenso en el apoyo a la democracia (de alrededor del 60% a apenas el 53 %), y una mínima reducción de aquellos que consideran los gobiernos autoritarios como el régimen preferible en determinadas circunstancias (del 17% al 15%). Junto a ello, resulta muy significativo el número de los «indiferentes», que sigue rondando un alarmante, revelador y explicativo de muchas de las contradicciones internas, 20%; circunstancia que deberá ser retenida para un comentario posterior.
Si, como suele pretenderse, con procesos de liberalización y transición supuestamente culminados y fases de consolidación en pleno desarrollo (si no completadas), que tan sólo en tres países (Chile, Honduras -en donde aún con ello siguen siendo minoría los que opinan que la democracia es siempre preferible- y Venezuela) se detecte un aumento en la valoración de la legitimidad democrática resulta poco estimulante, observando que en nueve de los países considerados el descenso se sitúa entre el 20% y el 10% se conformará tanto una tendencia como un escenario, cuanto menos, no muy edificantes. En este sentido, no está de más recordar como ha advertido Linz (1987: 38):
[...] es obvio que a ningún gobierno le conceden todos los ciudadanos legitimidad [...], pero ningún gobierno puede subsistir sin que esta creencia la comparta un número sustancial de estos ciudadanos, y un número todavía mayor de los que controlan las fuerzas armadas. Los gobiernos democráticos necesitan de esta creencia, con mayor o menor intensidad, por lo menos entre la mayoría.
Atendiendo a algunos casos particulares, conviene destacar la situación de un país como Venezuela. Respecto a este Estado, es remarcable que pese a determinadas actitudes y derivas del presidente Chávez, y a pesar del continuo acoso, desgaste y discurso dominante de la férrea oposición venezolana, el apoyo a la democracia presenta el ascenso más pronunciado; dato a no minusvalorarse tanto en relación con las próximas elecciones en el país, como en el contexto general de aparente división del subcontinente entre los Estado alineados con Venezuela, y los opuestos a sus proyectos o posturas. Prestando atención al segundo aspecto señalado, esto es, la satisfacción con el funcionamiento de la democracia:
Tal y como ya se justificó, si los socavones de 1996 y 2001 no distraen el análisis global, y pese a la notable volatilidad de este indicador ampliamente documentada, podrá comprobarse que transcurridos diez años, bien generalizando de régimen democrático, bien de procesos de liberalización, transición -o para los más optimistas- de consolidación17, si el apoyo a la democracia se ha reducido alrededor de un 7%, la satisfacción con la democracia ha seguido una senda similar. Esta disminución ha operado sobre unos porcentajes generales que apenas han superado el 30% y el 50% de la población. Así, aunque los valores son sensiblemente mayores en relación con la legitimidad democrática, llama la atención que aun resultando posible distinguir conceptualmente entre legitimidad y eficacia de la democracia, máxime en aquellos Estados con un pasado autoritario reciente, la pauta en ambos indicadores sea tan próxima, lo cual puede deslizar una línea de análisis que se apuntará en las próximas páginas.
Junto a ello, si para el año 2004 ningún Estado de la región presentaba una satisfacción mayoritaria con el funcionamiento de la democracia, para 2005 tan sólo Uruguay y Venezuela han superado esta barrera. Del otro lado, países como Perú (con un abrumador descenso del 16% y un ingobernable 7% de satisfechos), Panamá, Nicaragua, Paraguay y Ecuador no llegan ni al 20%. Este conjunto de datos tiene, cuanto menos, dos lecturas distintas. La primera resultaría de la valoración del aparente estancamiento (aun a la baja) de los datos durante el decenio transcurrido, como una muestra de la existencia de un sustrato inalterado (e inalterable) en el que la democracia latinoamericana puede continuar desarrollándose; acudiendo al aumento de la crítica hacia el operar de los políticos y a las crecientes expectativas de la población en las nuevas democracias para interpretar los descensos detectados -lo que se ha conocido con el término del fenómeno del desencanto (Huntington, 1994)-. Para validar esta línea de análisis convendrá acudir a los datos disponibles en relación con lo que se ha conocido como «demócratas insatisfechos», esto es, personas que a pesar de declararse poco o nada satisfechos con la democracia, consideran que ésta es el régimen político preferible en todo caso.
Esta serie de datos permite observar, en primer lugar, que los porcentajes no son muy diferentes a los obtenidos en otros países y regiones, suponiendo una nota positiva materializada en que alrededor de una cuarta parte de la población se mantiene fiel al sistema democrático pese a sus defectos o disfunciones en todos estos Estados. Dicho de otro modo, con independencia de la coyuntura particular de cada Estado, en esta década aproximadamente un 25% de la población ha continuado mostrando un apoyo prioritario al régimen democrático aun declarándose poco o nada satisfechos con su funcionamiento particular. Esta constante, por tanto, fundamentaría la primera lectura mencionada, que, anótese, es la deslizada en la misma introducción del Informe de la Corporación Latinobarómetro de 2005, en la que se concluye que:
Si bien es cierto que muy poco ha cambiado en la década, se han sentado las bases para una sólida democratización que puede empezar a ver sus frutos. [...] Nunca antes se habrán enfrentado los dirigentes, candidatos a la presidencia a poblaciones tan críticas, con tantas expectativas y con tanta educación [...] (Corporación Latinobarómetro, 2005: 4).
Ahora bien, la segunda lectura anunciada no goza de iguales virtudes. Para desarrollarla conviene atender a varios indicadores adicionales, que abordarán algunos aspectos más particulares de lo que se ha conocido como cultura democrática, cultura cívica, o de forma más amplia, cultura política. Comenzaré con la apreciación existente respecto a la necesidad de aplicar «mano dura» por parte de las autoridades democráticas.
Con la excepción de Brasil y Uruguay, la mayoría de los ciudadanos de todos los Estados del subcontinente abogan por la necesidad de un «poco de mano dura»'8; opinión para la que no parece ser óbice que en su pasado más reciente esa «mano dura» se concretase, por referir algunos ejemplos, en doscientas mil víctimas del conflicto armado en Guatemala -la inmensa mayoría víctimas de una política genocida contra la comunidad maya-19; treinta y cinco mil víctimas en El Salvador sólo durante 1978-198120, y según el común de las estimaciones, entre setenta y cinco y ochenta mil muertos y ocho mil desaparecidos -la mayoría no combatientes- durante el enfrentamiento armado de 1980 a 1991-1992; más de tres mil ejecutados y/o desparecidos21 y más de veintiocho mil víctimas de detención política y tortura en Chile entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 199022; casi setenta mil muertos o desaparecidos durante el conflicto armado de Perú (1980-2000) -de nuevo, la mayoría campesinos no combatientes-23; más de trescientos cincuenta mil torturados en Paraguay bajo el régimen de Stroessner (1954-1989)24 o alrededor de nueve mil desaparecidos durante el gobierno de las Juntas Militares en Argentina25.
Sin adentrarse en estos extremos, habrá de subrayarse, en todo caso, que esta demanda de «mano dura» ha estado especialmente presente, y ha sido notablemente utilizada, por los distintos partidos de la región en los procesos electorales más cercanos, como bien demuestran las cercanas campañas presidenciales en Colombia y Perú, o la polémica vivida en Honduras en torno a las «leyes antimaras». Con todo, aunque los valores más altos se detectan en aquellos países con menor apoyo a la democracia -y viceversa-, si tan sólo era un 15% el que prefería, en algunas circunstancias, un gobierno autoritario a uno democrático, podrá alegarse que la percepción de «un poco de mano dura» no supone la aceptación o invocación inmediata ni de ese pasado ni de esas medidas. Ahora bien, para dar una visión más completa conviene detenerse un momento más en las posibles implicaciones de ese difuso concepto de «mano dura», esto es, adentrarse en su probable contenido concreto. A este respecto, resulta oportuno observar los porcentajes obtenidos respecto a la eficacia de los gobiernos autoritarios para la resolución de problemas:
Aunque la inclusión de Costa Rica, no por casualidad el país con el índice más alto, podría resultar parcialmente perturbadora por la historia de este país -en tanto que la comparación en sí es casi inimaginable para los costarricenses-, si los porcentajes varían entre un 40% y un 85% (frente, destaqúese, al 63% y 13% en la satisfacción con la misma democracia), prácticamente en siete países (Colombia, Honduras, Brasil, Guatemala, El Salvador, Paraguay y Perú) son minoría los que consideran que los gobiernos militares son menos eficaces que los civiles, dato que debe vincularse con el binomio libertad-seguridad, completando, a la postre, el que bien podría considerarse como significado de la referida «mano dura»:
En uno de los indicadores que se ha valorado como sustento de las tentaciones autoritarias, los datos son muy destacados. Tan sólo en apenas siete países (Venezuela, Ecuador, Uruguay, Panamá, Colombia, Bolivia y Chile) existe una convicción mayoritaria acerca de la primacía del respeto de los derechos y libertades frente a las exigencias de mayor orden, y los valores más altos en este sentido no sobrepasan el 62% de la población -los bajos no llegan ni al 30%-. Estos porcentajes deben enlazarse con lo expuesto, recordando además que la mayoría de derivadas hacia el autoritarismo, o de forma más expresa, de los golpes de Estado en la región, se han justificado, ya en la ineficacia del gobierno democrático depuesto, ya en la necesidad de acabar con el caos y poner orden en la sociedad. A este respecto, valga reproducir la perorata del general Pinochet el día de su despedida como comandante en jefe del Ejército chileno:
Chile se enorgullecía como nación de larga tradición democrática, señera en el continente y sus Fuerzas Armadas habían contribuido a su formación y defensa. Sin embargo, en el devenir de nuestra historia fue generándose un estado de conflicto público, cada vez más extendido, agudo e incontrolable. Conflicto que llegó a afectar a la subsistencia de la Patria misma, como nación libre y estado soberano. ¡Eran evidentes las posibilidades de autodestrucción de Chile! ¡Primaron entonces los «Deberes Patrióticos» por sobre toda otra consideración! Las Fuerzas Armadas, destinadas a asegurar y defender la integridad de la Patria, debieron en esas circunstancias extremas pronunciarse. El Ejército e Instituciones Hermanas asumieron la conducción del Estado y se abocaron a la restauración de la institucionalidad quebrantada y la reconstrucción política y económica del país. El estudio desapasionado de la realidad de la época hace concluir que o las Fuerzas Armadas tenían éxito en esta empresa extraordinaria, o la suerte del país volvía a etapas de aniquilamiento peor que las que existieron26.
Esta serie de datos van dando forma a la segunda lectura advertida. Si se tiene en cuenta que, con la excepción uruguaya y brasileña, y a pesar del pasado reciente de la región, la mayoría de los ciudadanos de todos los Estados del subcontinente abogan por la necesidad de un «poco de mano dura», son también mayoría los que consideran que los gobiernos militares son más eficaces que los civiles en prácticamente 7 de los 18 países examinados, y solamente en el mismo número de Estados la mayoría valora como preferente la primacía del respeto de todos los derechos y libertades frente a las exigencias de mayor orden, las bondades antes referidas empezarán a oscurecerse.
Puede darse un paso más para enlazar esta línea analítica con los datos antes expuestos. En 2004 y 2005 tan sólo el 15% de la población de la región declaraba que los gobiernos autoritarios podían ser el régimen preferible en determinadas circunstancias, pero si la cuestión planteada es directamente si apoyarían un gobierno militar que reemplazase a uno democrático, los resultados son sensiblemente diferentes:
Pese a que los datos deberían ser corregidos a la baja, por las razones ya expuestas para Costa Rica -que presenta un porcentaje del 94%-, si bien puede invitar al optimismo que un 63% y 62% manifieste que en ningún caso apoyaría un gobierno militar, cualquier realista bien informado advertiría que el 30% que lo apoyarían en situaciones extremas supera a los antes definidos como «demócratas insatisfechos»; balance no muy halagüeño. Al mismo tiempo, siendo que el porcentaje de los que «no saben/no responden» tan sólo aumenta en un 4%, estos datos permiten aventurar que el referido 20% de «indecisos» en lo referente al apoyo a la democracia, es decir, aquellos que se definen bajo la fórmula «a la gente como yo, nos da lo mismo un régimen democrático que uno no democrático», puestos a que no les dé lo mismo, parecen tender, cuanto menos, hacia el escenario de la «mano dura», la poca eficacia de los gobiernos civiles frente a los militares, o el apoyo del orden aun en detrimento de los derechos y libertades fundamentales; es decir, tienden mayoritariamente a completar el 30% de los que apoyarían un gobierno militar si las cosas se ponen muy difíciles.
Observando los datos por países, y excluyendo de nuevo a Costa Rica, el rango de la serie referida quedaría en el 46%, entre el caso de Panamá (67%) y el de Paraguay (31%); siendo que en países como Paraguay, Honduras, Perú, y prácticamente Ecuador, son mayoría los que aceptarían un gobierno militar en las circunstancias expuestas.
Ahora, ¿cuándo se darán esas circunstancias?; ¿cuándo se «ponen las cosas muy difíciles»? La respuesta a estos interrogantes desde luego no es unívoca, pero desde el enfoque aquí escogido podría plantearse una de estas posibilidades atendiendo a una construcción de conjunto que parta de la consideración global de la democracia (basada, entre otros, en la cultura cívica, los bienes políticos, la economía, o el desempeño de los gobiernos) en el subcontinente. Así, como punto de partida, podría elegirse la valoración que los ciudadanos de la región tienen sobre el carácter democrático de sus Estados:
Aunque la percepción recogida no coincide plenamente con los datos ofrecidos por otros indicadores como los de la reputada Freedom House22 , si se acepta, con las matizaciones necesarias28, que en el polo opuesto a lo democrático se encuentra, en líneas generales, el autoritarismo, bien podría concluirse que aun en la actualidad, y en clara contradicción con las pretensiones de sus líderes políticos, la percepción mayoritaria en Iberoamérica no parece muy propensa a autovalorar a sus países como democracias desarrolladas; particular que bien puede relacionarse con los datos ofrecidos en la evolución del índice de Desarrollo Humano en la región29.
Esta primera conclusión podría enlazarse con la primera lectura propuesta, esto es, con lo apuntado respecto al probable aumento de la crítica hacia el operar de los políticos y a las crecientes expectativas de la población ante unos nuevos regímenes que se reputan como en el límite de lo democrático pese al tiempo transcurrido; no obstante, si a este punto de partida se agrega un análisis de las expectativas respecto al futuro del país -evaluación en la que el devenir económico es un aspecto destacado- el escenario se agravará por momentos. En este sentido, además, ha de tenerse presente que si la consulta se refiere estrictamente a la situación económica presente del país, entre 1996 y 2004, con sólo mínimas variaciones del uno o dos por cierto, solamente el 8% de la población consideraba que su país se encontraba en una posición buena o muy buena30, lo que no debe extrañar si se recuerda que en el mismo 2004 en quince de los dieciocho países considerados una cuarta parte de la población se encontraba bajo el umbral de la pobreza, y en siete de estos Estados más de la mitad de sus habitantes vivían en esas condiciones'1.
Solamente en cuatro Estados se percibe mayoritariamente que el país va por buen camino (Argentina, Chile, Colombia, Brasil), mientras que el descontento es casi total en Ecuador y Perú, seguidos de México, Bolivia, Nicaragua, Guatemala, República Dominicana, Panamá, Honduras y Uruguay. En enfoque general, entonces, parece claramente defendible que los optimistas son clara minoría cuando se les consulta sobre este particular. Dicho de otro modo, los ciudadanos consideran que sus regímenes políticos son poco democráticos, y sus economías marchan mal o muy mal, y como futuro, mayoritariamente, esperan, o entienden, que la situación no va sino a empeorar más.
La pregunta a formularse podría ser: ¿Ese mal camino puede llevar a una situación en la que las «cosas se pongan muy difíciles» en sociedades donde apenas el 50% apoya la legitimidad democrática en cualquier caso, donde existe un notable apoyo a la «mano dura», a priorizar el «orden» a los derechos y libertades, y donde aún no parece descartada la eficacia de los gobiernos militares frente a los civiles? A todos nos vendrán algunos ejemplos para responder este interrogante32, debiendo además tener muy presente que las propias características de los sistemas presidencialistas iberoamericanos no son especialmente propicias para desactivar el estado de cosas que puede abocar a situaciones de esta naturaleza (sus plazos, rigidez, dificultades para tratar las grandes crisis, problemas para solventar las diferencias entre el Legislativo y el Ejecutivo, asimetría en los poderes de uno y otro, ausencia de un «poder moderador», tensiones de legitimidad, tendencia al inmovilismo o al uso de los amplios poderes del Presidente -y Jefe de las Fuerzas Armadas-, peligro de asimilar a su electorado con todo el «pueblo» o de caer en lo que Sartori ha denominado como «videopolítica», imposibilidad de funcionar con multipartidismo, el alto carácter «individualista» de las elecciones, o el carácter de «suma cero» de su sistema electoral, la excesiva libertad para formar el gobierno, entre otras)33.
La segunda vuelta de las últimas elecciones presidenciales en Perú bien podría haberse considerado como un excelente marco para evaluar la línea de análisis esbozada. Ante los indicadores destacados en este país, la elección del candidato (y ex militar golpista) Ollanta Humala, en cuya persona y discurso se concitaban muchas de las valoraciones referidas, se hubiera presentado como la opción más esperable; máxime cuando su contrincante era el desprestigiado aprista Alan García. Sin embargo, en una curiosa reedición latinoamericana de las últimas elecciones presidenciales francesas34, los peruanos, puestos en esta coyuntura, prefirieron optar por el ex presidente García, aun bajo la consideración de que «era el mal menor»35. Este hecho permite vislumbrar que, incluso en un Estado como Perú donde los indicadores propios de esta segunda lectura expuesta son tan destacados, de la tendencia apuntaba no puede extraerse una conclusión tan pesimista (y determinista) como quizá sería de esperar. No obstante, habrá de mencionarse al menos que está por verse cuál será el efecto de esta elección en el futuro del país, pues ante la minoría parlamentaria del partido de Alan García, los diputados del partido de otro ex golpista, Fujimori, pueden ser claves en la legislatura, y todo ello en un escenario en que resulta previsible que ante las condiciones en que García ha sido elegido, más pronto que tarde su apoyo se verá muy menguado (de nuevo el ejemplo francés es de aplicación a este caso) arrastrando, quizá, a lo que queda de la misma democracia peruana; que, recuérdese, ha sufrido un descenso de casi el 20% en cuanto a la valoración de su legitimidad en el decenio examinado.
IV. CONCLUSIONES SOBRE EL DECENIO DE 1995-2005
Como ya se advirtió, sin renunciar a deslizar algún futurible a partir del caldo de cultivo referido -como se ha hecho-, el objetivo esencial de este trabajo se concreta en la evaluación del pasado, en la valoración de lo transcurrido en la década de 1995 a 2005. A tal efecto, los datos expuestos indican, en primer lugar, que el sistema democrático en el subcontinente americano no se ha derrumbado, manteniendo un nivel de legitimidad, aunque en descenso continuado, relativamente alto, y un porcentaje constante de personas que, aunque se declaran poco o nada satisfechas con su funcionamiento, consideran que la democracia es el régimen político preferible en todo caso. Estos datos no deben minusvalorarse, pues es bien sabido que la democracia es probablemente el régimen político más frágil; resultando que ante los retos, amenazas, limitaciones y obstáculos -con ejemplos extremos a lo largo de toda la geografía de la región, desde el despliegue de carros blindados en la capital hondureña entre el 2 y el 4 de agosto de 1995, o los más próximos acontecimientos protagonizados por los ex patrulleros civiles guatemaltecos, o los cercanos disturbios en Ecuador o Bolivia-, las crisis económicas de 1995, 1998 ó 2002 en el Cono Sur, los escándalos de corrupción, las disputas territoriales o los desastres de todo orden, que la democracia no se haya pulverizado es un hecho que debe ser destacado y valorado positivamente.
Desde esta línea interpretativa, entonces, podría sostenerse que el decenio examinado no habría sido una década perdida, sino la continuación de un largo y duro proceso de liberalización y transición general que ha sentado las bases y apoyos necesarios para lograr la futura consolidación y completo desarrollo de una democracia en la región que, aún en 2005, era valorada con poco más de un cinco sobre diez. Como se ha mencionado, ésta es la posición oficial mantenida por la Corporación Latinobarómetro, y si adicionalmente se presta atención a los acontecimientos más recientes habidos en lo particular de estos países, los últimos cambios políticos en Estados como, en un inicio Guatemala, Brasil, Argentina, Uruguay, Chile, México, Bolivia, y en el sentido apuntado Perú, bien podrían invitar a apoyar esta primera visión más optimista.
Naturalmente, resultará justificado argüir, en sentido contrario, que si en esta década no se ha logrado dotar de un contenido satisfactorio a la democracia, el margen de confianza de la ciudadanía en este régimen -desconocido en muchos países durante muy prolongados períodos- puede terminar menguando definitivamente, deslizándose toda la región por la peligrosa pendiente esbozada en la segunda lectura expuesta. Desde esta perspectiva, el pasado reciente del subcontinente puede ser valorado de forma inversa a la adoptada en el párrafo anterior, y así sostener que teniendo un referente aún tan próximo de lo que significan, e implican, regímenes autoritarios como los sufridos por la región, sería de esperar que el impulso de la democracia no se hubiera estacando, o reducido paulatinamente, en tan poco años. Es decir, que lo que se ha conocido como «efecto luna de miel» no se hubiese diluido tan aceleradamente; máxime si se recuerdan exposiciones como la de Flisfisch (1991: 156-175) acerca de los fundamentos de la «ideología democrática» latinoamericana.
Si viniendo de donde vienen, el apoyo a la democracia se va reduciendo, la defensa de la «mano dura» es mayoritaria, la primacía del respeto a los derechos y libertades fundamentales sobre el orden es prácticamente minoritaria, todavía se defiende la eficacia de los regímenes militares, un 30% de la población estaría dispuesta a aceptar un golpe de Estado si las cosas se «ponen muy difíciles», y el elevado grupo de los «indecisos» parecen más dispuestos a terminar decidiéndose por abandonar el escenario de la legitimidad democrática, las expectativas respecto al comportamiento esperable de las nuevas generaciones que ni vivieron ni conocieron ese pasado aún cercano36 -y que, quizá, con el pasar del tiempo puedan terminar convergiendo en su apreciación sobre la satisfacción y la legitimidad democrática conformando un cluster poco halagüeño-, al encontrarse además en países en los que, con contadas excepciones, es abrumadora la percepción de que todo empeora en los regímenes democráticos actuales, pueden llevar a dibujar un escenario no muy próximo a la esperanza. De hecho, la visión de conjunto de los datos propuesta más bien parece indicar que ésta sería la conclusión a extraer de todo el análisis realizado, aunque ante los resultados de las últimas citas electorales en la región podría convenirse en que, en todo caso, el descenso por la indeseable, e indeseada, pendiente señalada aún se mantiene en cierto modo contenido.
En resumen, lo cierto es que Latinoamérica ha vivido y vive un momento de incertidumbre en el que existen argumentos para justificar ambas interpretaciones. Los años transcurridos entre 1995 y 2005 no resuelven completamente la incógnita sobre el desarrollo de la democracia en la región, aunque la tendencia hacia el futuro se presenta especialmente delicada y llena de peligros. Los riesgos de dirigirse, o regresar, a concepciones más autoritarias en el subcontinente son evidentes, al tiempo que es patente que el proceso democratizador no ha fracasado de forma absoluta, como tampoco que la región está condenada a un perpetuo estancamiento en un mera democracia formal; aun más cuando sus propios ciudadanos son conscientes que de sus regímenes son, justamente, poco democráticos.
Probablemente, sea demasiado pronto para aventurar un desenlace definitivo ante el atormentado pasado y difícil presente de toda la región. El optimismo o pesimismo dependerá, en última instancia, de la naturaleza de cada uno, y el futuro, así quiero pensarlo, del trabajo que poco a poco vayamos desarrollando para conjurar los peligros de la segunda lectura propuesta, y potenciar lo propio de la primera, en atención a todos los datos que se han recogido y comentado.
1 Quisiera agradecer con este pequeño artículo la enorme ayuda, apoyo, y soporte constantes que a lo largo de todos estos años me han brindado Ana Gemma López Martín, Celinda Sanz Velasco, Esther López Barrero y Matilde Torrero, y en concreto, su generosidad en estos días pasados: sin ella, nunca habría encontrado el tiempo necesario para poder redactar el presente artículo.
Asimismo, no puedo dejar de agradecer a los revisores anónimos de América Latina Hoy, Revista de Ciencias Sociales, sus valiosos comentarios, indicaciones y sugerencias sobre este texto que me han permitido mejorarlo sustancialmente.
2. Téngase en cuenta que hasta el año 2005, con la inclusión completa de los casos de Chile y Paraguay, no toda la población de los Estados latinoamericanos se encontraba representada en los datos del «Latinobarómetro». Las fichas técnicas de las encuestas realizadas pueden consultarse al final de los Informes de la Corporación Latinobarómetro, disponibles en www.latinobarometro.org.
3. De los muchos estudios que han examinado estas cuestiones me permito referirme a un trabajo propio, donde además de analizar detalladamente bastantes de ellas, se aborda el desarrollo de muchas de las transiciones iberoamericanas; incluyendo, además, una amplia bibliografía al respecto. J. CHINCHÓN ÁLVAREZ (2007: 273-424).
4. En este sentido, no está de más recordar que ya desde el año 2002 el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo ha venido insistiendo en que la democracia no sólo es un valor en sí mismo, sino un medio necesario para el desarrollo humano.
5. Carta Democrática Interamericana, aprobada en la primera sesión plenaria del Vigésimo Octavo Período Extraordinario de Sesiones de la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos, 11 de septiembre de 2001.
6. Caso Castillo Páez v. Perú, sentencia de 3 de noviembre de 1997, en Serie C: Resoluciones y Sentencias, N.° 34, párr. 92; caso Suárez Rosero v. Perú, sentencia de 12 de noviembre de 1997, en Serie C: Resoluciones y Sentencias, N." 35, párr. 65; caso Bkke v. Guatemala, sentencia de 24 de enero de 1998, en Serie C: Resoluciones y Sentencias, N.°36, párr. 102; caso de h «Panel Bhnca» (Paniagua Morales y otros) v. Guatemah, sentencia de 8 de marzo de 1998, en Serie C: Resoluciones y Sentencias, N." 37, párr. 164; caso Castillo Petruzziy otros v. Perú, sentencia de 30 de mayo de 1999, en Serie C: Resoluciones y Sentencias, N." 52, párr. 184; caso Villagrán Morales y otros (Caso de los «Niños de U Calle») v. Guatemala, sentencia de 1 9 de noviembre de 1 999, en Serie C: Resoluciones y Sentencias, N" 63, párr. 234; caso Durand y Ugarte v. Perú, sentencia de 16 de agosto de 2000, en Serie C: Resoluciones y Sentencias, N." 68, párr. 101; caso Cantoral Benavides v. Perú, sentencia de 18 de agosto de 2000, en Serie C: Resoluciones y Sentencias, N". 69, párr. 163; caso Bámaca Velasquez ?. Guatemala, sentencia de 25 de noviembre de 2000, en Serie C: Resoluciones y Sentencias, N." 70, párr. 191; caso del Tribunal Constitucional v. Perú, sentencia de 3 1 de enero de 2001 , en Serie C: Resoluciones y Sentencias, N.° 71, párr. 90.
7. El Habeas Corpus Bajo Suspensión de Garantías (arts. 27.2, 25.1 y 7.6 Convención Americana sobre Derechos Humanos), Opinión Consultiva OC-8/87 de 30 de enero de 1987, en Serie A: Fallos y Opiniones, N." 8, párr. 26. Consúltese, también, Garantías Judiciales en Estados de Emergencia (arts. 27.2, 25 y 8 Convención Americana sobre Derechos Humanos), Opinión Consultiva OC-9/87 de 6 de octubre de 1987, en Serie A: Fallos y Opiniones, N." 9, párr. 35.
8. Arts. 3, 4 y 6 de la Carta Democrática Interamericana.
9. De entre todos los trabajos sobre este particular, resulta especialmente ilustrativa la lectura de J. L. CEBRIÁN (2004).
10. Así se han denominado a los regímenes que bajo formas pretendidamente democráticas han mostrado unos niveles de corrupción sobresalientes. El mejor ejemplo, y que dio lugar al rótulo, fue el Haití pre y postgobierno de la familia Duvalier (1957-1986). Al respecto, véase K. TOMASEVSKI (2000: 136).
11. Sobre la pertinencia de manejar una concepción temporal de las transiciones lo más amplia posible, véase J. E. MÉNDEZ (1998).
12. Aunque en la teoría del cambio de sistemas a veces se ha abogado por la identificación de cuatro «olas de democratización» (tras 1918, en 1945, 1970 y 1989), la posición mayoritaria defiende la existencia de sólo tres. Sobre este particular, resulta ineludible la referencia al trabajo de S. P. HUNTINGTON (1994: 25-37).
13. En atención a otros aspectos, debe señalarse que las democracias latinoamericanas bien pueden ser igualmente definidas como «democracias excluyentes» o «democracias iliberales». Para más datos, véase W. MERKEL y A. CROISSANT (2001: 125-129).
14. De entre los muchos trabajos sobre este tema, para una primera aproximación véanse F. AGÜERO (1995); A. BRENES y K. CASAS (1998); R. DIAMINT (2000); R. DIAMINT (1999); B. W. FARCAU (1996); P. GARCÍA (1995 y 2005); J. GARCÍA COVARRUBIAS (2005); M. HAGOPIAN (1993); D. KRUIJT y K. KOONINGS (2002); B. LOVEMAN (2000); A. STEPAN (1988); A. ROUQUIÉ (1988); H. SCHAMIS (1991); AA. VV. (1988) y, a partir de la experiencia centroamericana, J. M. SANAHUJA (1998).
15 . Al respecto, en un párrafo especialmente memorable, ha sostenido T. ROSENBERG (2003 ): «Los poderosos militares son más que una amenaza cotidiana a los civiles: han dado a entender a los gobiernos electos que la democracia existe porque a los militares les conviene. América Latina ha visto en este siglo dos oleadas anteriores de democratización, pero cada vez la dictadura ha regresado. En la mayoría de las naciones latinoamericanas, el golpe militar es una posibilidad constante. Los presidentes civiles enfrentan la amenaza del derrocamiento si tratan de reducir los presupuestos militares, investigar la corrupción militar o llevar a los militares a juicio por violaciones a los derechos humanos. La dictadura cae periódicamente y se convierte en democracia en la mayor parte de las naciones latinoamericanas. Pero se queda muerta».
16. Latinobarómetro (2003-2005): n. 18.658, 19.605, 20.207.
17. Sobre estos conceptos conviene recordar que G. O'DONNELL y P. SCHMITTER (1998: 27-29) ya acogieron la existencia de dos subprocesos históricamente interrelacionados pero no sinónimos, el de liberalización y el de democratización. El primero vendría referido a la progresiva implantación efectiva de ciertos derechos que protegen a individuos y grupos sociales ante los actos arbitrarios cometidos o permitidos por el gobierno (como por ejemplo, el habeas corpus, el debido proceso, la libertad de expresión, la inviolabilidad del domicilio y la correspondencia, la libertad de asociación, el derecho de manifestación, la libertad de prensa, etc.). El segundo ha de entenderse como relativo a aquellos procesos en que las normas y procedimientos de la ciudadanía son bien aplicados a instituciones políticas antes regidas por otros principios, bien ampliados incluyendo a individuos que antes no gozaban de tales derechos. Finalmente, estos autores identifican un tercer proceso que denominan como de «socialización», del que dependerá la final transformación de una democracia política en una democracia económica, social o socialista. Este tercer indicador se articula sobre la base de dos desarrollos independientes, aunque relacionados entre sí: convertir en ciudadanos al mayor número de población posible, y suministrar iguales beneficios a la población a partir de los bienes y servicios generados por Ia sociedad. Respecto a la distinción entre la fase de transición y la de consolidación de la democracia, algunos autores han realizado una diferenciación inicial entre el concepto de transición y el de transformación. En este sentido, J. ARNOLD (1999: 28) argumenta: «Los conceptos de "transformación" y "transición" son utilizados en la literatura de las ciencias sociales con contenidos diversos y, ocasionalmente, incluso como sinónimos. "Transición", sin embargo -y como lo indica su raíz latina ("paso")- parece designar más bien el cambio puro de sistema como proceso, sin expresar nada acerca de la estabilidad y la consolidación. "Transformación" (del latín posterior, "transformare" = modificar), en cambio, funciona aparentemente como género para la modificación intencional de un sistema, y abarca como concepto continuo desde "modificaciones del sistema", pasando por "cambio de sistema", hasta "colapso del sistema"».
18. Sobre las contradicciones derivadas de estas demandas, no debe dejarse de consultar el interesante ensayo de E. GALEANO (2005: 105-150).
19. COMISIÓN PARA EL ESCLARECIMIENTO HISTÓRICO. Guatemala, Memoria del Silencio, Conclusiones y Recomendaciones. Guatemala: Oficina de Servicios para Proyectos de las Naciones Unidas, 1999, párr. 1.
20. COMISIÓN INTERAMERICANA DE DERECHOS HUMANOS. Informe Anual, 1981-1982. OEA/Ser.L/ V/II.57, doc. 6 rev.l, 20 de septiembre de 1982, Capítulo V, El Salvador, párr. 2.
21. Considerando los casos documentados porla Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación y la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación, la cifra de víctimas durante la dictadura chilena ascendería a tres mil ciento noventa y cinco. COMISIÓN NACIONAL DE VERDAD Y RECONCILIACIÓN. Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación. Diario La Nación. Santiago de Chile, 1991: Primera Parte, Capítulo I, y Tercera Parte, Capítulos i-lll; CORPORACIÓN NACIONAL DE REPARACIÓN Y RECONCILIACIÓN. Informe sobre Calificación de Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos y de la Violencia Política, 1996.
22. COMISIÓN NACIONAL SOBRE PRISIÓR Política y TORTURA. Informe de 10 de noviembre de 2004 e Informe Complementario de 1 de junio de 2005.
23 . COMISIÓR DE LA VERDAD y RECONCILIACIÓN. Hatun Wilkkuy. Versión abreviada del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Comisión de Entrega de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, 2004.
24. COMITÉ DE IGLESIAS PARAS AYUDAS DE EMERGENCIA. Paraguay, Nunca Más, 1990.
25. Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas. Nunca más, 2001.
26. Discurso del general Pinochet al dejar la Comandancia en Jefe del Ejército, Santiago de Chile, 10 de marzo de 1998, párrs. 13-19. Versión electrónica disponible en http://www.geocities.com/Capitol Hill/ Senate/1687/despedid.html.
27. Pueden consultarse sus datos actualizados en http://www.freedomhouse.org.
28. Véase a este respecto la argumentación que se realiza en G. SARTORI (1988: 225-260).
29. Consúltese el último Informe sobre Desarrollo Humano, disponible en http://hdr.undp.org/ reports/global/2004/espanol/.
30. Latinobarómetro 1996-2004: n. 18.717/17.767/17.907/18.135/18.135/18.522/18.658/19.605.
31. Véase PROGRAMA DE NACIONES UNIDAS PARA EL DESARROLLO (2004).
32. A este respecto, resulta interesante la relación histórica que se establece entre estos peligros y la situación económica del país en D. KRUIJT y K. KOONINGS (2002: 17-18).
33. Para una primera aproximación sobre este particular, véase P. C. MANUEL y A. M. CAMMISA (1998); S. MAINWARING (1995). Para una visión más detallada, ver: J. J. LINZ y A. VALENZUELA (1994); A. LIJPHART (1992); A. LIJPHART y C. WAISMAN (1996); K. VON METTENHEIN (1997).
34. Quizá por esos caprichos del destino, sea por ello que la melodía del himno del APRA sea idéntica a la Marsellesa.
35. Como anécdota, pero no por ello menos ilustrativa, en distintas entrevistas realizadas a los votantes peruanos el día de las elecciones resultaba común escuchar la siguiente consideración sobre el voto que debían emitir: «Es como elegir entre el cáncer y el sida».
36. A este respecto conviene recordar que, como se extrae de los datos del Informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (2004), en líneas generales, las personas cuya socialización se dio en los períodos autoritarios manifiestan un apoyo relativamente menor a la democracia.
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JAVIER CHINCHÓN ÁLVAREZ
Universidad Complutense de Madrid
BIBLID [1130-2887 (2007) 46, 173-199]
Fecha de recepción: junio del 2006
Fecha de aceptación y versión final: octubre del 2006
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