ABSTRACT: The right to freedom of speech provides greater cover for messages of a political nature than for anti-religious, irreverent or religiously offensive messages. This is what emerges, without a solid foundation, from the case law of the ECHR, which is otherwise rather hesitant in this respect. The criminalisation of the offence of mockery of beliefs to offend religious feelings (Art. 525 CP) illustrates this different protection depending on whether the expressive conduct refers, in general terms, to ideas or to beliefs. It is an empty criminal offence, whose typical conducts are related to the crime of blasphemy and religious hate crimes, and whose protected legal right is not of constitutional relevance. Consequently, its repeal would not cause punishability loopholes and, on the other hand, its validity raises doubts as to its constitutionality.
RESUMEN: El derecho a la libertad de expresión ofrece una mayor cobertura al mensaje de carácter político que al antirreligioso, o irreverente u ofensivo con la religión. Así se desprende, sin una sólida fundamentación, de la jurisprudencia del TEDH, por lo demás bastante vacilante al respecto. La tipificación del delito de escarnio de las creencias para ofender los sentimientos religiosos (art. 525 CP) ilustra esa distinta protección según la conducta expresiva se refiera, en términos generales, a ideas o a creencias. Se trata de un tipo penal vacío, cuyas conductas típicas guardan relación con el delito de blasfemia y los delitos de odio religioso, y cuyo bien jurídico protegido no alcanza relevancia constitucional. En consecuencia, su derogación no causaría lagunas de punibilidad y, en cambio, su vigencia arroja dudas de constitucionalidad.
Key words: freedom of speech, religious feelings, religious freedom, dignity, right to honour, offence of scorn, offence of blasphemy, religious hate crimes.
Palabras clave: libertad de expresión, sentimientos religiosos, libertad religiosa, dignidad, derecho al honor, delito de escarnio, delito de blasfemia, delitos de odio religioso.
I. LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y MENSAJE ANTIRRELIGIOSO
El fundamento de la libertad de expresión descansa, aunque no solamente1, en que los individuos deben autodeterminarse políticamente en cuanto que presupuesto indeclinable del Estado democrático. Para autodirigirse políticamente es preciso que los individuos dispongan de libre acceso, tanto en el proceso electoral como en el parlamentario, a las distintas opciones políticas e ideológicas que coexisten y compiten en el seno de la sociedad. Sólo así podrán participar en el proceso de deliberación y decisión política, ya sea directamente -ámbito electoral- o por medio de representantes -ámbito parlamentario-, de una manera libre, racional y razonable (Rawls, 1996: 52, 88 y ss). Y sólo así puede sostenerse la ficción, que descansa en la suspensión voluntaria de la incredulidad (Morgan, 2006: 13-14, citado apud Blanco Valdés, 2010: 123), de que la manifestación de voluntad del Estado expresada a través de la ley es, en última instancia, expresión de la voluntad general de la sociedad, de manera que los ciudadanos «pueden entenderse a sí mismos conjuntamente como autores de aquellas leyes a las que se someten como destinatarios» (Habermas, 1998: 69). Es por ello por lo que el ejercicio de la libertad de expresión como derecho fundamental está íntimamente conectado con el principio de soberanía popular (Weinsten, 2011: 498. En el mismo sentido, STC 6/1981, de 16 de marzo, FJ 3). Sin pluralismo político (arts. 1.1 y 6 CE) no hay democracia y sin libertad de expresión no puede haber pluralismo político.
El Tribunal Constitucional (TC) ha puesto particular énfasis en esta vertiente objetiva del derecho fundamental a la libertad de expresión como garantía institucional del funcionamiento del sistema democrático, en cuanto instrumento indispensable para la formación de una opinión pública libre que, a su vez, constituye un pilar maestro en el edificio del Estado democrático2.
Esta concepción de la libertad de expresión y de su fundamentación proporciona una gran amplitud a su objeto de protección, de manera que muchas expectativas de conducta quedarían incluidas dentro del ámbito de garantía iusfundamental, ya que el «cauce para el intercambio de ideas y opiniones» habrá de ser «lo suficientemente generoso como para que pueda desenvolverse sin angostura; esto es, sin timidez y sin temor»3. Al mismo tiempo, sin embargo, este acento en el libre intercambio de ideas que contribuye a la formación de una opinión pública libre parece privilegiar la protección del discurso político frente a otro tipo de expresiones, como la artística, literaria, científica o técnica, que podrían disponer de un distinto ámbito de protección, en cuanto que meras subespecies de la libertad de expresión4. Y, a su vez, de esta fundamentación de la libertad de expresión en el intercambio de ideas (STC 192/2020, de 17 de diciembre, FFJJ 3, 4) parece seguirse también una protección cualificada de las expresiones de ideas frente a las opiniones sobre creencias, y así, vale decir, del discurso político frente al discurso antirreligioso.
1. Ideas vs. creencias: discurso político y expresiones antirreligiosas
Este valor objetivo de la libertad de expresión como vehículo indispensable para la formación de una opinión pública libre, a su vez imprescindible para el funcionamiento del Estado democrático, conforma un auténtico principio superior del ordenamiento jurídico que fundamenta el orden político y la paz social (art. 10.1 CE). Y supone también un mandato de optimización a los poderes públicos, que deberán actualizar el contenido normativo del derecho fundamental a la libertad de expresión [art. 20.1 a) CE] de manera que permita su máximo desarrollo5, de modo que todas aquellas expectativas de conducta que en principio se correspondan con la definición abstracta contenida en la norma que contiene el derecho fundamental serán merecedoras de protección. Esta fuerza expansiva del derecho de acuerdo con su dimensión objetiva y el mandato de optimización que lleva aparejado ha de tenerse en cuenta, por tanto, en la labor de delimitación del mismo.
Asumiendo esta vertiente institucional de la libertad de expresión, el TEDH proclamaba ya en Handyside contra Reino Unido que esta ampara no sólo «las informaciones o ideas que son favorablemente recibidas o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existe una "sociedad democrática"». (STEDH, caso Handysidec. Reino Unido, de 7 de diciembre de 1976, 49).
Esta concepción de la libertad de expresión como fundamento esencial de la sociedad democrática induce al Tribunal a concluir que «toda formalidad, condición, restricción o sanción impuesta en la materia debe ser proporcionada al objetivo legítimo que se persigue» (STEDH, caso Handyside c. Reino Unido, de 7 de diciembre de 1976, 49). Y elabora un test para juzgar la convencionalidad de las posibles injerencias de las autoridades nacionales en la libertad de expresión. En primer lugar, la restricción ha de estar prevista en la ley. Ha de estar justificada, en segundo lugar, en una finalidad legítima. En tercer lugar, ha de ser necesaria en una sociedad democrática y, por último, debe ser proporcionada a la finalidad legítima perseguida (STEDH, caso Handyside c. Reino Unido, de 7 de diciembre de 1976, 44-45-46-52-53-54-55-56 y 58).
El riesgo, sin embargo, de la fundamentación exclusiva de la libertad de expresión como garantía institucional del sistema democrático es incurrir en su funcionalización (Solozábal Echavarría, 1988: 144-146). Únicamente aquellas expresiones, con independencia de su cauce de transmisión, que contribuyan a la formación de una opinión pública libre gozarán de la cobertura de la norma iusfundamental. O, dicho de otro modo, el mensaje político, aquel que, aun en un sentido muy amplio, concierna a la autoorganización política de la sociedad, quedará indubitadamente cubierto por la libertad de expresión, mientras que, por el contrario, otro tipo de mensajes podría quedar excluido de su protección.
Ante este riesgo parece sucumbir el TEDH cuando, con relación al ejercicio de la libertad de expresión, distingue si su objeto consiste en opiniones, en sentido amplio, sobre creencias, o bien en opiniones sobre ideas. En otras palabras, el Tribunal europeo discrimina entre la expresión de pensamientos, opiniones o juicios políticos y aquellos otros vertidos acerca de la religión (Bustos Gisbert, 2005: 554; Solar Cayón, 2009: 897-898). En este segundo caso, y a diferencia de lo que acaecería con el mensaje político, cuando la manifestación, por cualquier medio, de opiniones acerca de la religión y sus dogmas pudiese dañar los sentimientos religiosos de terceros, los Estados dispondrán de un mayor margen de apreciación6 a fin de poder restringirlos7. Así pues, la operación de delimitación del derecho fundamental a la libertad de expresión producirá un resultado distinto según tenga por objeto un mensaje político o uno de naturaleza religiosa. La restricción, conforme al ensanchado margen de apreciación nacional, del juicio de valor, emitido por el medio que fuese, acerca de la religión, que pudiese ofender los sentimientos religiosos de quienes la profesan, podría constituir una injerencia legítima en el ámbito de protección de la libertad de expresión. No así, en cambio, el juicio político que contenga ideas que choquen, inquieten u ofendan (schocking ideas), que quedaría amparado en cualquier caso por la libertad de expresión. De todo ello parece inferirse sin demasiada dificultad que la religión (las creencias) gozaría de una protección cualificada8, del mismo modo que la disfrutarían también los sentimientos religiosos frente a cualquier otro tipo de sentimientos.
Sin embargo, este mismo fundamento de la libertad de expresión como garantía institucional de la democracia no impedirá al Tribunal dar un giro en su orientación jurisprudencial. Aun cuando el TEDH estima que los sentimientos religiosos constituyen un límite a la libertad de expresión, reduce su capacidad limitadora y, en consecuencia, también el margen de apreciación de los Estados9. No obstante, este cambio de orientación debe tomarse con cierta cautela. En primer lugar, porque se trata de casos en los que el objeto de litigio está, en términos generales, vinculado a la libertad de opinión y no tanto a la de expresión artística como sucedía, sobre todo, en Otto-Preminger-Institut y en Wingrove (Vázquez Alonso, 2016: 330-331). En segundo lugar, porque el TEDH, aun cuando reduce el margen de apreciación de los Estados con relación a las expresiones que atañen a la moral y a la religión, admite que es distinto -más amplio- respecto al que aquellos disponen con relación a otro tipo de expresiones10. Y, en tercer lugar, porque el Tribunal parece retomar la anterior línea jurisprudencial en E.S. contra Austria, de 25 de octubre de 201811.
2. El mensaje beligerante con la religión como objeto de la libertad de expresión
Una primera cuestión por dilucidar es si el mensaje crítico, hostil, o incluso el discurso provocativo o la expresión del tipo que sea -creativa, artística, literaria, etc.- que hace burla, chanza o sátira de la religión y de sus dogmas está protegido por la libertad religiosa y, en su caso, por la libertad de expresión.
La libertad religiosa y de culto de los individuos y las comunidades comprende el derecho a profesar las creencias religiosas que libremente se elija o, por el contrario, a no profesar ninguna; a cambiar de confesión o abandonar la que se tenía, y a manifestar libremente las propias creencias religiosas o la ausencia de estas [arts. 16 CE y 2. a) Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de Libertad Religiosa (LOLR)]. Así pues, la expresión crítica, beligerante o provocativa respecto de una determinada religión, de varias o de todas ellas, podría estar amparada en el derecho a no profesar ninguna de ellas y a manifestar la ausencia de creencias religiosas, o incluso en el derecho a cambiar de confesión o abandonar la que se tenía.
El derecho a manifestar, con inmunidad de coacción, las propias creencias religiosas o la ausencia de ellas guarda una evidente conexión con la libertad de expresión. Esa libre manifestación o expresión de las propias convicciones religiosas o, por el contrario, de su completa ausencia, constituirá en algunos casos un pleno ejercicio del derecho a la libertad religiosa con una clara proyección en la libertad de expresión, pero sin desbordar el ámbito de protección propio de la libertad religiosa. Piénsese, por ejemplo, en los distintos puntos de vista, incluso críticos, respecto a diversos aspectos de una o de varias religiones expresados en un debate teológico o en una acción de captación de prosélitos de una determinada fe religiosa o en el seno de una asociación de seguidores de una determinada confesión religiosa.
En otros supuestos, en cambio, y son los que aquí ahora interesan, esa expresión crítica o provocativa o incluso soez acerca de la religión constituye, ciertamente, un ejercicio de la libertad religiosa con una proyección en la libertad de expresión que, sin embargo, desborda a aquella para de ese modo constituir también pleno ejercicio de la libertad de expresión. En este tipo de casos se produce una aproximación a la religión y al fenómeno religioso que entronca con su carácter intrínsecamente social. Desde esta perspectiva, la religión es una institución social (Herrera Gómez, 2004: 53-54), en la medida en que contiene un complejo normativo que tiene por objeto regular los comportamientos de los individuos en aspectos que tienen también un impacto o relevancia social. Además de una determinada fe o dogma, los individuos que profesan una concreta religión comparten también algunas pautas de conducta que tienen proyección social. En este sentido, la religión actúa como un potente catalizador de la cohesión de grupos y, por extensión, de la cohesión social, ya que conforma grupos de individuos que comparten «unas mismas ideas, creencias, dogmas, formas de vida y modos de comprender la existencia» (González Uriel, 2018: 9). En última instancia, la religión es una cosmovisión compartida por un grupo de individuos. El discurso antirreligioso, en tanto que expresión crítica de esa cosmovisión, tiene una indudable dimensión social o, si se prefiere, una naturaleza político-social (Scolnicov, 2016: 3; Alcácer Guirao, 2017: 19, y, del mismo autor, 2019: 31,34-35). Tiene relevancia social, y también política, en cuanto que pone el punto de mira de su crítica en una determinada concepción de vida en sociedad. Esta confluencia entre lo religioso y lo político-social explica, a fin de cuentas, la conexión entre la libertad religiosa y la libertad ideológica, pues ambas, en su dimensión positiva, dan cobertura respectivamente a la libertad de creencias y de pensamiento de los individuos, lo que, en definitiva, garantiza el pluralismo político en cuanto valor superior del ordenamiento jurídico del Estado social y democrático de derecho (art. 1.1 CE).
De forma análoga, cuando un ministro de culto expresa en un acto religioso, entre fieles, su interpretación o su parecer respecto a determinados dogmas de su fe y su incidencia en el modus vivendi de la comunidad religiosa, estaría ejerciendo el derecho individual de cualquier persona a manifestar libremente sus propias creencias religiosas12, así como también, en su dimensión comunitaria, y juntamente con los fieles congregados, el derecho de libertad de culto13. No obstante, dada su condición de ministro de culto o persona cualificada de una determinada confesión, concurriría también en este caso el derecho de las Iglesias, Confesiones y Comunidades religiosas, una vez inscritas en el correspondiente Registro público, a divulgar y propagar su propio credo (arts. 5 y 2.2 LOLR). Estas podrán ejercer este derecho no solamente con una finalidad de adoctrinamiento de sus propios fieles, sino también con la intención de ganar nuevos adeptos y también de reforzar sus planteamientos frente a otros que concurren y compiten en el seno de la sociedad. Imagínese ahora, por ejemplo, que esta hipotética ceremonia religiosa es retransmitida por un medio de comunicación o su contenido, total o parcialmente, incorporado a las redes sociales. En este caso el mensaje religioso ingresa en el mercado de las ideas, en el que compite con otros mensajes tratando de consolidar o mejorar su posición, dependiendo del grado de implantación social de la respectiva Iglesia o Confesión religiosa. Sin duda el mensaje sigue siendo religioso. Pero no exclusivamente religioso. Es también un mensaje con una evidente dimensión política o, si se prefiere, político-social14. En primer lugar, porque el emisor del mensaje -la Iglesia o Confesión religiosa- es un sujeto de la sociedad civil, con relevancia social y productor de opinión pública. En segundo lugar, por el contenido mismo del mensaje: el establecimiento de pautas de comportamiento social fundamentado en el corpus doctrinal de una determinada religión. Y, en tercer lugar, por el debate social que suscita, desencadenando la intervención de otros actores sociales y políticos que patrocinan en ese mercado de ideas su propio mensaje con relación, en el figurado ejemplo expuesto, a esa pauta de comportamiento social. Así pues, su expresión constituiría una expectativa de conducta que se situaría, prima facie, no sólo dentro del contorno de protección de la libertad religiosa sino también de la libertad de expresión.
Así las cosas, y desde este enfoque, no habría demasiadas dificultades en incluir la expresión antirreligiosa, en cualquiera de sus modalidades -incluida la artística, la literaria o incluso la científico-técnica-, en la categoría del mensaje político en sentido laxo, en la medida que aquella, en cuanto que, de un modo u otro, con mayor o menor fortuna, implica una crítica más o menos evidente o más o menos soterrada a un determinado modelo o cosmovisión de la vida en sociedad que toda religión propone, tendrá relevancia pública, será de interés general y contribuirá a la formación de la opinión pública. Desde esta perspectiva, en consecuencia, podría cohonestarse la fundamentación de la libertad de expresión como garantía institucional de la democracia y la equiparación de las expresiones antirreligiosas y políticas, en cuanto que expectativas de conducta -ambas- que se incluyen en el ámbito de protección de la libertad de expresión. Con ello se evitaría atribuir, como ha hecho el TEDH, un distinto margen de apreciación a los Estados a la hora de valorar las restricciones a la libertad de expresión según el tipo de mensaje, que está en el origen, como se ha visto, de la deficiente protección de la libertad de expresión artística (García Rubio, 2014: 419-434) y, en general, de una jurisprudencia un tanto zigzagueante sobre esta materia del Tribunal europeo.
Sin embargo, como ya se ha indicado y, por lo demás, es sabido, no es esta la única fundamentación posible de la libertad de expresión. Esta, en su configuración clásica, liberal, es, sobre todo, un derecho de defensa. El sentido último de la libertad de expresión no es garantizar la comunicación de ideas inofensivas, pacíficas o comúnmente admitidas en el seno de la sociedad. De ser así, esa garantía sería superflua. Por el contrario, «[e]s la libertad del provocador, del sátiro, del disidente político, del hereje» (Teruel Lozano, 2018: 18). Es, antes que nada, una libertad negativa, que proscribe cualquier injerencia en la manifestación de ideas y opiniones, del tipo que sean, con el único límite de no incurrir en difamaciones, vejaciones, o expresiones injuriosas o amenazantes. Desde esta perspectiva pocas dudas ofrece que el discurso o testimonio, en cualquiera de sus modalidades posibles, antirreligioso o crítico con la religión, y manifestado dentro de los márgenes apuntados, se situaría, prima facie, dentro del ámbito de protección de la libertad de expresión.
II. LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y SUS LÍMITES
La expresión del discurso crítico con la religión, como se ha señalado, podrá contenerse en algunos casos dentro del ámbito de protección de la libertad religiosa. Sin embargo, los supuestos que aquí interesa analizar y que constituyen el objeto de estudio de este trabajo son aquellos en los que esa crítica excede el ejercicio de la libertad religiosa para alcanzar también -y sobre todo- al ámbito de protección de la libertad de expresión.
El ejercicio de la libertad de expresión no está sujeto a ningún límite externo. En nuestro ordenamiento jurídico-constitucional no se prevé una reserva genérica de limitación de los derechos fundamentales (Bastida Freijedo et al, 2004: 132-133 y 139). Por el contrario, los arts. 53.1 y 81.1 CE disponen únicamente una reserva de ley para la regulación del ejercicio y desarrollo de los derechos. Y el art. 20 CE no prevé ninguna habilitación al legislador para crear un límite en sentido propio o límite externo. Ahora bien, que el derecho no pueda ser limitado no quiere decir que sea ilimitado. El propio art. 20.4 CE enumera algunos límites internos de la libertad de expresión e información, en concreto los derechos reconocidos en el Título I de la Constitución y, especialmente, el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia15. Así pues, el legislador -como también los jueces y tribunales y la administración- podrá concretar esos límites internos, pero en modo alguno crear ex novo otros distintos16.
Por tanto, la libertad de expresión vendrá delimitada únicamente por sus límites inmanentes, esto es, los que responden a la protección y garantía de otros derechos u otros bienes o intereses jurídicos constitucionalmente protegidos. A fin de señalar algunos de estos derechos o bienes jurídicos constitucionales susceptibles de protección que podrían operar como límites internos, cabría acudir, a efectos estrictamente hermenéuticos conforme al art. 10.2 CE (STC 36/1991, de 14 de febrero, FJ 5), a la propia CEDH que, con relación a la libertad de expresión, prevé, entre otros, la seguridad pública y la seguridad nacional, la defensa del orden, la protección de la moral y de la reputación o de los derechos ajenos. (art. 10.2 CEDH).
Así pues, habrá que examinar, y a ello se dedican las páginas que siguen, si la protección de la religión y de los sentimientos religiosos de los creyentes constituyen derechos o bienes o intereses merecedores de protección constitucional y, en consecuencia, con capacidad para restringir el derecho a la libertad de expresión.
1. Protección de la religión y libertad de expresión: el delito de blasfemia
Una buena muestra de lo que anteriormente se apuntaba acerca del componente político-social de la religión es precisamente la tipificación del delito de blasfemia. Con ella se protegía ciertamente la religión y sus dogmas. Pero también, y sobre todo, en cuanto que la religión actúa como un potente instrumento de cohesión de los grupos que, juntamente con otros, como la lengua, una historia política compartida, etc., constituye un fundamento de la comunidad política, con su tipificación se protegía un determinado orden social y, en última instancia, desde esta concepción identitaria de la religión, al Estado confesional (Scolnicov, 2016: 9-10; Fenwick, 2011: 484 y ss.). Ello explica, a fin de cuentas, las restricciones impuestas a la libertad religiosa en los orígenes del Estado constitucional, que, a su vez, han condicionado el pleno reconocimiento de las libertades ideológica y de expresión17. La ausencia de una completa consagración de la libertad religiosa lastró las libertades ideológica y de expresión. No en vano la pugna por el reconocimiento de la libertad religiosa y de culto actuó como verdadero acicate en la construcción y consolidación del Estado constitucional (Barrero Ortega, 2006). Así pues, desde una perspectiva histórica, primero vendría la libertad religiosa y, una vez consagrada esta, le seguirían las libertades ideológica y de expresión en toda su extensión. Dicho de otro modo, solo cuando la libertad religiosa y de culto es reconocida con todas sus consecuencias, es entonces que las libertades ideológica y de expresión extienden su cobertura sobre todas aquellas expectativas de conducta que, en abstracto, caen bajo su ámbito de protección. Desde un punto de vista sistemático, en cambio, la libertad ideológica es el fundamento último de la libertad religiosa y no al revés. Por ello mismo el ejercicio de los derechos de libertad religiosa y de expresión no son más que proyecciones, al fin y al cabo, de la vertiente positiva de la libertad ideológica.
La destipificación del delito de blasfemia avanzó en Europa en paralelo con el proceso de secularización del Estado constitucional. Sin embargo, este proceso se desarrolló en el espacio europeo de forma diacronica y, además, la posición de los Estados europeos respecto a la tutela penal de la religión ha sido, en muchos casos, indecisa y titubeante (Vázquez Alonso, 2016: 314).
Esta tutela penal de la religión ha sido en muchas ocasiones incompatible con un pleno reconocimiento del pluralismo religioso, ya que el delito de blasfemia preveía únicamente las conductas expresivas injuriosas dirigidas contra los dogmas de la religión mayoritaria, o de la religión oficial o de Estado. Es el caso de la tutela penal exclusiva inicialmente de la religión anglicana y posteriormente de las religiones cristianas en Inglaterra o de la católica en Italia. Sin embargo, el imparable, aunque, según los casos, lento y tortuoso proceso de secularización provocó que estos tipos penales fuesen escasamente aplicados18 y finalmente derogados. Este fue el caso de Inglaterra, en el que el tipo evolucionó hacia un delito de odio religioso con la aprobación del Racial and Religious Hatred Act en 2006 y la derogación en 200819 del delito de blasfemia en Inglaterra y Gales (Sandberg y Doe, 2008); o el de Italia, que, con la participación decisiva de la Corte Constitucional20, lo hizo con la reforma de su Código Penal de 2006 hacia un tipo que tutelaba no ya la religión, sino los sentimientos religiosos de los creyentes (Cianitto, 2012). Y esta fue precisamente la evolución seguida entre nosotros tras la derogación del delito de blasfemia por el Código Penal de 199521 y la incorporación del delito contra los sentimientos religiosos (art. 525 CP).
Paradójicamente, en el caso de la República de Irlanda la tipificación por el legislador de la blasfemia se hizo con la finalidad de garantizar el pluralismo religioso. Es, sin duda, el de Irlanda un caso singular dentro de este panorama general de decaimiento progresivo del delito de blasfemia en los ordenamientos jurídicos europeos. La Constitución irlandesa establece en su art. 40.6. 1.°i. un mandato de tipificación de la blasfemia dirigido al legislador penal. Sin embargo, la omisión del legislador en esta materia originó que la blasfemia subsistiese como un delito de common law, que rige como derecho supletorio en Irlanda en tanto no sea incompatible con la Constitución de la República. Justamente esa incompatibilidad fue la que puso de manifiesto el Tribunal Supremo irlandés, por cuanto el common law admitía la existencia de una Iglesia de Estado y, en consecuencia, únicamente ofrecía protección respecto a las ofensas dirigidas contra la religión anglicana, lo cual era incompatible con la Constitución irlandesa22. Esta decisión del Tribunal Supremo desencadenó que el legislador finalmente neutralizase esta omisión legislativa y aprobase «la que puede decirse que es la última ley que incrimina la blasfemia aprobada en Europa» (Vázquez Alonso, 2016: 320).
Tampoco cercena el pluralismo religioso la tipificación en Alemania del delito de difamación o ultraje de las religiones, creencias religiosas o de las Iglesias oficiales existentes en Alemania (art. 166 CP alemán). En realidad, en este precepto se advierte una cierta equiparación entre ideas y creencias, pues el contenido del injusto no sólo incluye, según se acaba de señalar, el escarnio de las religiones o de las Iglesias, sino también de las distintas cosmovisiones de los ciudadanos y de sus asociaciones de carácter ideológico. Así pues, más que en un residuo del Estado confesional, este precepto hunde sus raíces en las particulares, y de sobra conocidas, razones históricas relacionadas con el triunfo en Alemania del nazismo y del pensamiento antisemita. Y, por ello, el bien jurídico protegido no es en este caso la protección de los dogmas religiosos, de las confesiones religiosas o de los sentimientos religiosos de los ciudadanos, sino la paz social. En última instancia, se trataría de un instrumento punitivo al servicio del Estado para preservar el pluralismo político-religioso y defenderse de aquellos discursos que pretenden socavarlo.
Así pues, la punición de las conductas expresivas injuriosas de la religión o las Iglesias no es necesariamente incompatible con la existencia de un Estado aconfesional ni con el pluralismo religioso. En términos generales, sin embargo, históricamente la limitada aplicación de este tipo penal y su progresiva derogación está asociada al paulatino proceso de secularización del Estado confesional y a la plena garantía del pluralismo religioso. En efecto, el pleno reconocimiento del pluralismo religioso no obsta la tipificación de la blasfemia, si bien, tal y como señalaba el juez Frankfurter en su voto particular concurrente al que se unieron los jueces Jackson y Burton en Joseph Burstyn, Inc. v. Wilson, un acentuado pluralismo religioso como el existente en los EE. UU. hace de lo sacrilego un concepto demasiado amplio y difuso como para ser jurídicamente útil23. Y con esta gradual destipificación de la blasfemia en Europa24 se abría paso también la libertad de expresión como libertad negativa, esto es, como inmunidad de coacción de los individuos con relación a la utilización de expresiones, del tipo que sean, provocativas, indecorosas, obscenas, irreverentes o subversivas.
2. La reformulación del injusto del delito de blasfemia: la protección de los sentimientos religiosos de los creyentes
Sin embargo, como ya se ha tenido ocasión de señalar, el delito de blasfemia ha ido, en general, desapareciendo progresivamente de la escena al tiempo que la ha venido a ocupar la tipificación de las ofensas contra los sentimientos religiosos. Y esto también ha sucedido entre nosotros con la tipificación, tras la reforma del Código Penal de 1995, del escarnio de los dogmas o ritos de una religión o la vejación de quienes los profesan o practican con el específico ánimo de ofender sus sentimientos religiosos (art. 525 CP). El principal aspecto problemático de la configuración de este tipo penal desde el punto de vista de la limitación del derecho fundamental a la libertad de expresión lo constituye, a nuestro juicio, la cuestión de si los sentimientos religiosos, aparte los problemas que suscita como bien jurídico protegido, pueden actuar como un límite interno o inmanente a la libertad de expresión, tal y como el legislador penal lo ha concretado en el precepto indicado. A ahondar en ello se dedican las páginas que siguen.
2.1.Los sentimientos religiosos como bien jurídico protegido
El art. 209 del antiguo Código Penal -directo precursor del actual art. 525 CP- establecía la religión y las Iglesias como bienes jurídicos protegidos. Como se ha tenido ya ocasión de señalar, con el proceso de secularización de los Estados y la vis expansiva de la libertad de expresión como libertad negativa, tanto la una como las otras se habían ido de facto paulatinamente inaplicando como límites a la libertad de expresión para terminar, finalmente, por perder esa condición con la progresiva y muy extendida derogación del delito de blasfemia. De ahí que, de modo similar a como acaece en otros casos de derecho comparado, nuestro legislador penal tipificase el escarnio de la religión o la vejación de sus fieles, pero con el exclusivo ánimo de ofender sus sentimientos religiosos, que pasan a constituir de este modo el bien jurídico protegido del nuevo tipo penal25.
Los sentimientos religiosos, como bien jurídico protegido, podrían concebirse como un estado de bienestar emocional que en los creyentes provoca su particular vivencia de los dogmas y ritos propios de la religión que profesan; bienestar emocional que puede verse menoscabado por la afloración de emociones desagradables irrogadas por comportamientos de terceros (Roca de Agapito, 2017: 566).
Ese bienestar emocional tiene, por definición, carácter individual. En este sentido, todo sentimiento religioso es un sentimiento individual. Sin embargo, los dogmas, ritos y creencias que conforman una determinada religión tienen una evidente dimensión social o comunitaria en la medida en que son compartidos y vividos por una comunidad de creyentes, de suerte que tales creencias o convicciones tienen también una dimensión supraindividual (Díez-Picazo, 2013: 228). Así pues, los sentimientos religiosos en cuanto bien jurídico protegido pueden tener un carácter individual o social (Tamarit Sumalla, 1989: 143 y ss.).
La conformación del bien jurídico protegido, ya sea como los sentimientos religiosos individuales o bien como los sentimientos religiosos sociales, lejos de ser baladí tendrá importantes consecuencias en la configuración del tipo penal. En efecto, caso de que el bien jurídico protegido se identifique con los sentimientos religiosos sociales, el tipo penal que le dé cobertura será de peligro abstracto y de mera actividad, y el sujeto pasivo la sociedad en su conjunto o la comunidad de fieles que profesen la religión objeto de escarnio. Y tendría además importantes consecuencias procesales al permitir la apertura de juicio oral aun cuando sólo existiese una acusación popular (Roca de Agapito, 2017: 569). Más allá de los distintos problemas que suscita esta identificación del bien jurídico protegido con los sentimientos religiosos sociales (Roca de Agapito, 2017: 566-567), hay otro que interesa particularmente traer aquí a colación por cuanto concierne a los límites de los derechos fundamentales. En concreto, una configuración de esta naturaleza del tipo penal alejaría excesivamente la puesta en peligro o el riesgo de lesión del bien jurídico protegido con el consiguiente adelantamiento de la barrera punitiva, lo que entrañaría una restricción desproporcionada del derecho a la libertad de expresión con posible afectación de su contenido esencial, al aproximar peligrosamente estos delitos a los delitos de opinión. Con todo, un sector doctrinal defiende esta configuración del bien jurídico, en ocasiones restringiéndolo a los sentimientos religiosos de la comunidad religiosa y no a los de la sociedad en general (Morillas Cueva, 1997: 729), a la que tampoco ha sido ajena nuestra jurisprudencia26, ni incluso tampoco el Tribunal Europeo de Derechos Humanos27.
En cambio, si se considera que son los sentimientos religiosos individuales los que constituyen el bien jurídico protegido, el tipo que recoja la conducta típica será de peligro concreto y de resultado. En consecuencia, se exigirá una alteración o un riesgo concreto de alteración o perturbación psíquica en un individuo o en varios. No obstante, y en virtud del carácter fragmentario del derecho penal, no bastará con que esa alteración o perturbación sentimental se traduzca en una simple sensación de molestia o desagrado, sino en una verdadera conmoción emotiva directamente imputable a la ofensa.
En cualquier caso, el recurso a los sentimientos religiosos como bien jurídico protegido suscita no pocos problemas (Jericó Ojer, 2018: 545 y ss.; Muñoz Conde, 2010: 853), empezando por su difícil encaje con los principios de intervención mínima del derecho penal y de efectividad o utilidad de la intervención penal. Por su parte, la protección de los sentimientos religiosos conlleva una extraordinaria vaguedad del tipo y un exacerbado subjetivismo difícilmente compatible con el principio de taxatividad penal (nullum crimen sine lege stricta) y de seguridad jurídica. Además, la protección de los sentimientos religiosos tendría un sesgo discriminatorio respecto a los sentimientos de los no creyentes (García Amado, 2012). Y aun cuando se protegiesen los sentimientos de estos últimos, tal y como hace -de una manera un tanto artificiosa- el art. 525.2 CP, se incurriría en una protección privilegiada de este tipo de sentimientos -religiosos o arreligiosos- frente a los que pudiesen ocasionar otras creencias o convicciones, como las de carácter deportivo, estético, moral, ideológico o político, entre otras (García Rubio, 2014: 435-436; Vives Antón y Carbonell Mateu, 2010: 760761). De forma análoga, esta protección reforzada de este tipo de sentimientos con relación a cualesquiera otros guarda relación, tal y como se ha tenido ocasión de señalar con anterioridad, con aquellas mayores restricciones a las que el TEDH sometía el discurso antirreligioso con relación al discurso político por la vía de otorgar un mayor o menor margen de apreciación a los Estados dependiendo del tipo de discurso.
Identificado el bien jurídico protegido es necesario fundamentar su tutela penal. Los sentimientos religiosos, esto es, esa relación subjetiva de los creyentes con los dogmas y ritos propios de su fe que, a su vez, propicia un cierto bienestar emocional en ellos, no constituyen por sí mismos un bien o un interés jurídico-constitucional. Y, sin embargo, el legislador penal, al tipificar el delito de escarnio de los dogmas o ritos de una determinada religión o la vejación de sus fieles con el específico ánimo de ofender sus sentimientos religiosos (art. 525 CP), estaría utilizando estos -un interés o un bien infraconstitucional- a fin de concretar un límite inmanente o interno al ejercicio de un derecho fundamental, cual es la libertad de expresión, lo que sería manifiestamente inconstitucional. Por ello resulta ineludible fundamentar la protección penal de los sentimientos religiosos en un derecho o en un bien o interés jurídico-constitucional, pues solo así esa operación de concreción de un límite interno a la libertad de expresión efectuada por el legislador penal podría resultar constitucional.
2.2.Sentimientos religiosos y libertad religiosa
El procedimiento más frecuente por el que se lleva a cabo esta subsunción de los sentimientos religiosos en un derecho o interés de naturaleza constitucional y, de ese modo, se justifica su habilitación para operar como límite, es por la vía de interpretar que su protección forma parte del objeto del derecho a la libertad religiosa (art. 16 CE).
Un sector de la doctrina, y en particular de la doctrina penalista, sostiene que los sentimientos pueden ser objeto de tutela penal siempre que sean legítimos, es decir, siempre que no sean incompatibles con el ejercicio de un derecho que le asiste al autor o autores de la conducta presuntamente escandalosa o perturbadora que los origina. Por esta razón el delito de blasfemia, según esta interpretación, constituiría una limitación ilegítima del derecho a la libertad de expresión (art. 20.1 CE) por cuanto se fundamenta en unos supuestos sentimientos de escándalo u ofensa que en modo alguno justifica la limitación del derecho a expresar libremente, incluso de forma acerba e irrespetuosa, la crítica a una determinada cosmovisión, como es, en última instancia, una religión, cualquier religión. De forma análoga, la tradicional tipificación de ciertas conductas sexuales sobre la base de los sentimientos de escándalo que podían ocasionar en un amplio sector de la población no estaría justificada al tratarse de sentimientos ilegítimos que no constituyen un bien jurídico merecedor de protección. Conforme a esta visión doctrinal, sin embargo, la tipificación de las conductas descritas en los arts. 522 y siguientes del CP se fundamentaría en el art. 16.1 CE (derecho a la libertad religiosa y de culto) (Palomino Lozano, 2009: 539), pues en tales preceptos lo que se vendría a prohibir es la perturbación del pacífico desarrollo de las manifestaciones religiosas constitucionalmente garantizadas (Gimbernat Ordeig, 2007: 18-21), circunstancia esta última que no concurre a nuestro juicio en el delito de escarnio de la religión (art. 525 CP)28.
También la jurisprudencia ha venido sosteniendo este mismo criterio para fundamentar la tipificación de las ofensas a los sentimientos religiosos como límite a la libertad de expresión. Así, la ya mencionada sentencia 235/12, de 8 de junio, del Juzgado de lo Penal núm. 8 de Madrid (caso Krahe), consideraba que en el art. 525.1 CP «[s]e protege la libertad de conciencia, en su manifestación libertad religiosa, consagrada en el art. 16 de la CE». Y añadía: «[e]n la tutela de libertad religiosa el Código Penal quiere proteger no solo su ejercicio material sino también los íntimos sentimientos que a la misma se asocian. No se trata de defender a un determinado grupo religioso, sino de proteger la libertad de los individuos, religiosos o laicos (ver art. 525.2), en el ejercicio de sus derechos fundamentales. Se reconoce además que esta libertad religiosa se integra no sólo por la realización de actos materiales que la exterioricen, sino también, y en ocasiones principalmente, por el respeto a los sentimientos que conforman su esfera íntima» (FD 3).
En esta misma dirección la STS de 25 de marzo de 1993 (núm. de Recurso 606/1991) señalaba, con relación al delito de profanación (art. 208 ACP), que con él se otorgaba «la protección penal a un derecho fundamentalísimo en todo Estado Democrático de Derecho, como es el de respeto a un sentimiento, para algunos quizá el más profundo y querido, como es el religioso, que justifica, sobradamente, el que se sancionen penalmente actos tan repugnantes y gravísimamente hirientes [...]». (FD 3).
Tampoco ha sido ajeno a esta orientación el TEDH que, como ya se ha tenido ocasión de señalar, ha venido estimando, en una oscilante evolución jurisprudencial, desde Otto-Preminger-Institut contra Austria29 hasta, más recientemente, en E.S. contra Austria3, que los sentimientos religiosos forman parte del contenido protegido por la libertad de religión (art. 9 CEDH) y, en consecuencia, operan como límite al ejercicio de la libertad de expresión en cuanto sirven a la protección de los derechos ajenos (art. 10.2 CEDH).
El derecho subjetivo a la libertad religiosa tiene, conforme a la doctrina del TC, una doble dimensión: una interna y otra externa (STC 34/2011, de 28 de marzo, FJ 3). La segunda -la externa- vendría a garantizar el «ejercicio, inmune a toda coacción de los poderes públicos, de aquellas actividades que constituyen manifestaciones o expresiones del fenómeno religioso» (STC 46/2001, de 15 de febrero, FJ 4). Esta vertiente externa del derecho, que tiene también una evidente dimensión comunitaria, estaría en última instancia dirigida a garantizar el pleno ejercicio individual del derecho a la libertad religiosa en condiciones de igualdad. La vertiente interna del derecho, por su parte, garantizaría «la existencia de un claustro íntimo de creencias y, por tanto, un espacio de autodeterminación intelectual ante el fenómeno religioso, vinculado a la propia personalidad y dignidad individual» (STC 177/1996, de 11 de noviembre, FJ 9). Si antes decíamos que la vertiente externa del derecho estaba conectada con el principio de igualdad, la interna lo estará con el derecho a la intimidad que, en última instancia, garantiza el art. 16.2 CE al disponer que «[n]adie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias» (Garriga Domínguez, 2014: 102-103).
Con arreglo al planteamiento hasta aquí descrito, los sentimientos religiosos integrarían esa dimensión interna del derecho a la libertad religiosa. Conformarían ese espacio íntimo vinculado a la dignidad individual y al libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE) en el que, de forma libérrima, con absoluta inmunidad de coacción de los poderes públicos o de terceros, se forjan las propias creencias. Este espacio íntimo, preservado de cualquier injerencia externa, comporta que nadie puede ser obligado a declarar sobre su religión ni a nadie se le puede imponer coactivamente o por vías indirectas una determinada creencia, lo que incluye el proselitismo ilegítimo, es decir, aquel que otorga ventaja o mejor estatus social a aquellos que profesan un determinado credo, así como también poder cambiar de confesión o abandonar la que se tenía.
Adviértase, sin embargo, que lo que ese claustro íntimo preserva son las creencias y su proceso de gestación, no los sentimientos que unas y otro puedan originar en el individuo. Los sentimientos y emociones que desencadena la relación del creyente con los dogmas y ritos de su religión, y que además podrán ser de gran intensidad tanto en el sentido de provocar bienestar emocional como lo contrario, en el caso, por ejemplo, de crisis de fe, debieran quedar, a nuestro juicio, fuera del ámbito de protección de la libertad religiosa. Para el derecho, las emociones que en el creyente provocan sus creencias son, o debieran serlo al menos en nuestra opinión, irrelevantes. Probablemente no lo serán desde el punto de vista de la psicología, o de la psicología social o la sociología en el caso de que atendamos a los sentimientos religiosos colectivos, pero sí desde el punto de vista jurídico. En este sentido, nos parece más coherente con el objeto propio de la libertad religiosa aquel sector doctrinal que sostiene que las ofensas a los símbolos o ritos no supone imponer coactivamente la asunción de una creencia determinada, ni tampoco, desde la dimensión externa del derecho, impide la práctica de ritos o ceremonias religiosas (López Guerra, 2013: 89-90, y Martínez-Torrón, 2015: 27 y 30, entre otros), de manera que tales ofensas no representarían una intromisión ilegítima en el derecho a la libertad de creencias (García Amado, 2012). Sólo se produciría esa intromisión ilegítima en el caso de que las expresiones ofensivas tuviesen un componente coactivo o intimidatorio, pero en ese supuesto ya no serían de aplicación los arts. 524 y 525 CP, que tipifican los delitos de profanación y escarnio en ofensa de los sentimientos religiosos respectivamente, sino los dos preceptos anteriores (Alcácer Guirao, 2019: 9).
Así pues, la libertad religiosa garantizará la inmunidad de las creencias respecto a la coacción de los poderes públicos y de terceros, pero no su indemnidad frente a la crítica. En otras palabras, no dará cobertura a un pretendido derecho a no sentirse ofendido con relación a las propias creencias (Alcácer Guirao, 2019: 10 y 28; García Rubio, 2014: 415, 437 y 447). Si retomamos ahora el paralelismo entre ideas y creencias, entre discurso político y religioso, al que antes hacíamos referencia, se podrá apreciar una cierta analogía entre la dimensión negativa de la libertad ideológica y la dimensión interna de la libertad religiosa. Aquella, como esta, también es un ámbito privativo en el que se constituye la voluntad individual de manera autónoma y sin injerencias externas no consentidas, y guarda también una evidente conexión con la dignidad personal y el libre desarrollo de la personalidad. Protege, por tanto, frente a cualquier intromisión ilegítima o frente a cualquier agresión externa. Pero esa inmunidad de coacción lo es respecto de las ideas y su alumbramiento, no respecto de los sentimientos que esas mismas ideas suscitan. La libertad ideológica no comprende un sedicente derecho a no sentirse ofendido con relación a las propias ideas. Si así fuese, al proyectarse o exteriorizarse en otras libertades, derechos fundamentales o deberes constitucionales, como por ejemplo la libertad de expresión, los derechos de reunión y manifestación o participación, entre otros, quedarían estos entonces en buena medida vaciados de contenido al cercenar el libre intercambio de ideas, en cuanto que este vendría limitado no sólo por la concurrencia con otros derechos, bienes o intereses jurídico-constitucionales, sino también por el sentimiento de bienestar emocional que la adhesión a las propias convicciones provoca en cada individuo. Una vez más, y como señalábamos con relación a las creencias, la inmunidad de coacción es con relación a las ideas que, en cambio, como las creencias, deben ser permeables a la crítica, incluso a la crítica ofensiva, dentro naturalmente de ciertos límites, y al margen de los sentimientos que dicha crítica en su caso pueda hacer aflorar (Naranjo de la Cruz, 2021: 91-92).
En este sentido parece más concorde con el contenido del CEDH y con la propia jurisprudencia del TEDH en materia de libertad de expresión la opinión disidente común de la jueza Palm y los jueces Pekkanen y Makarczyk en Otto Preminger Institut contra Austria31, en la que advertían que el «Convenio no garantiza explícitamente el derecho a la protección de los sentimientos religiosos». Y añadían: «Más exactamente, tal derecho no puede derivarse del derecho a la libertad religiosa, que, en realidad, incluye un derecho a expresar puntos de vista que critiquen las opiniones religiosas ajenas». Este planteamiento será más adelante adoptado por la mayoría en Klein contra Eslovaquia3, donde el TEDH sostendrá que la crítica que pudiese ofender los sentimientos religiosos, incluso los de una parte muy significativa de la población eslovaca, no interfiere, sin embargo, con el derecho de los creyentes a expresar y ejercer su religión y, en consecuencia, no puede constatarse una interferencia con el derecho de otras personas a la libertad religiosa.
Así las cosas, no parece que pueda desprenderse del CEDH o de nuestra Norma Fundamental un supuesto derecho a preservar los sentimientos religiosos de las ofensas a los dogmas y ritos religiosos como objeto de la libertad religiosa (Presno Linera, 2019: 28), de modo que, a nuestro juicio, no podrían ser empleados para concretar un límite interno a la libertad de expresión por la vía de considerar que tales sentimientos caen dentro del perímetro de protección propio del derecho a la libertad religiosa.
2.3.Identidad religiosa: identidad cultural e identidad personal
2.3.1. Dignidad y sentimientos religiosos
Otra vía para justificar el ius puniendi con relación a las ofensas a los sentimientos religiosos es considerar que su protección penal ha de fundamentarse en la dignidad que reviste la relación entre la persona y los dogmas, creencias y ritos a los que se adhiere y que impregnan de manera experiencial su existencia, como individuo y también en comunión con otros que comparten la misma fe. Desde este planteamiento, «cualquier escarnio intencionado y grave de las creencias, del culto o de la moral de una Confesión para ofender dichos sentimientos, ha de ser considerado como antijurídico, porque la protección de los sentimientos religiosos frente al insulto es equivalente a un trato indigno o denigrante» (Carrillo Donaire, 2015: 239). Así pues, desde esta perspectiva, la tutela penal de los sentimientos religiosos no se justifica con relación al «reconocimiento emotivo con esta o aquella explicación trascendente de la vida, sino a la dignidad de la relación entre la persona y unos valores» (Pérez-Madrid, 2009: 24).
Esa relación subjetiva del creyente con los símbolos y ritos de su fe con los que se identifica, y que está en la raíz de los sentimientos religiosos a los que se pretende proteger, genera también un vínculo supraindividual que, como ya se ha señalado, provee de identidad al grupo y lo cohesiona frente a otros. La identidad religiosa, en este sentido, sería una forma de identidad cultural, mucho más fuerte e intensa en ocasiones que otro tipo de identidades culturales, como la nacionalidad o la etnia, por ejemplo. El primer problema que suscita esta protección de los sentimientos religiosos como una extensión de la dignidad personal es la necesidad de considerar la identidad cultural religiosa como identidad personal. Se arguye en este sentido que la pertenencia a una determinada cultura no sólo condiciona la cosmovisión particular del individuo, sino que también el reconocimiento o la opinión que en los demás suscite esa cultura afectará a la dignidad y autoestima de sus miembros (Taylor, 2003: 43-45). Esta vinculación entre identidad cultural y dignidad personal supondrá que «las ofensas a los símbolos culturales del grupo de pertenencia implicará un daño a la dignidad personal de sus miembros» (Alcácer Guirao, 2019: 11, cursivas en el original).
Sin embargo, la identidad religiosa, a diferencia de la raza o el sexo, no tiene una base biológica o genética, sino que es, pese a todos los condicionamientos sociales y culturales, adquirida y ejercida libremente por sus miembros. Cabría, pues, distinguir entre aquellos atributos identificativos de un grupo de carácter genético o biológico, que les vienen dados a sus miembros y que, por tanto, no pueden ser elegidos por ellos, y aquellos otros vínculos convencionales o culturales que, por el contrario, son susceptibles de adhesión voluntaria, reflexión crítica y, en su caso, de separación o abandono o sustitución por otros. Visto así, el discurso ofensivo dirigido contra esos atributos constitutivos de la persona -el sexo, el color de la piel, una minusvalía, etc.- será más lesivo y, por tanto, merecedor de un mayor reproche que aquel otro orientado contra las creencias y convicciones religiosas personales, pues mientras que en el primer caso el individuo no puede desprenderse de esas condiciones objeto de ofensa, en el segundo, en cambio, al menos conceptualmente, la persona sí podría desligarse de sus creencias. Así pues, la carga ofensiva será mayor y más grave cuando se dirija contra lo que uno es que cuando lo haga contra lo que uno cree (Alcácer Guirao, 2017: 5-6, 14-15; del mismo autor, 2019: 12-13; Ash, 2016: 255). En cambio, para quienes sostienen que las convicciones religiosas son un elemento constitutivo e indisoluble de la persona, de suerte que la identidad religiosa conformaría también la identidad personal, vinculada a la dignidad, lo que uno cree es, al fin y al cabo, también lo que uno es.
Ahora bien, la tesis de que los vínculos identitarios religiosos están conectados con la identidad personal y la dignidad puede sostenerse únicamente desde el punto de vista interno de la propia confesión religiosa o comunidad de creyentes. Desde este enfoque, la experiencia religiosa sería subjetivamente de tal intensidad que caracterizaría también la identidad personal del individuo. Otra cosa es que esta perspectiva sea la más apropiada para diseñar una política criminal racional y coherente. Todo parece indicar, por el contrario, que los principios y fundamentos del Estado liberal y democrático aconsejan, o mejor, exigen elevar el foco y adoptar una perspectiva externa a las propias comunidades religiosas, es decir, y, en definitiva, adoptar un punto de vista aconfesional. Desde este ángulo, los vínculos identitarios religiosos podrán ser, en su caso, más intensos que los surgidos de otras identidades culturales, como los ideólogos o nacionales, pero no disponer de una mayor protección o de una garantía privilegiada (Alcácer Guirao, 2019: 13-14; Naranjo de la Cruz, 2021: 97). Y, en cualquier caso, esta última interpretación -la identidad religiosa entendida como identidad netamente cultural- parece ser la orientación que sigue el legislador orgánico en congruencia con esos fundamentos del Estado democrático, al disponer que la libertad religiosa y de culto garantizada por la Constitución comprende el derecho de toda persona a «[p]rofesar las creencias religiosas que libremente elija o no profesar ninguna; cambiar de confesión o abandonar la que tenía [...]» [art. 2.1.a) LOLR].
No obstante, no todo discurso ofensivo contra lo que uno es merecerá reproche penal por suponer menoscabo de la dignidad personal. No todo discurso sexista, racista u homofóbico, por poner por caso, será siempre e incondicionalmente merecedor de sanción penal, so pena de convertir la dignidad en una suerte de "superlímite" de la libertad de expresión (Teruel Lozano, 2018: 27). Lo será, en cambio, cuando, por el contexto en el que tales expresiones racistas, sexistas u homofóbicas se hayan producido, constituyan discursos de odio que inciten a la discriminación o a la violencia contra estos grupos o los difamen, de suerte tal que pongan en riesgo de lesión evidente y altamente probable y de forma inminente no ya la dignidad, que también, sino la igualdad y la seguridad de los grupos afectados, que serían los bienes jurídicos protegidos con la tipificación de las expresiones de odio (art. 510 CP) (Portilla Contreras, 2016: 364-365).
Conviene recordar, al respecto, que, en nuestro ordenamiento jurídico-constitucional, a diferencia de otros como el alemán, la cláusula general de la dignidad humana (art. 10.1 CE) no contiene propiamente un derecho fundamental, sino un principio que apunta a uno de los fines que debe perseguir el Estado social y democrático de derecho y en el que fundamenta su legitimidad. Por ello, aun cuando se pueda utilizar como un límite a las posibles limitaciones que, en su caso, se pudiesen establecer en el disfrute de derechos individuales (STC 120/1990, de 27 de junio, FJ 4), en ocasiones, y en lo que aquí ahora interesa, expresamente se ha declarado su incapacidad por sí misma para limitarlos 33. Opera, a partir de un entendimiento sobre todo material o sustantivo de dicha cláusula por la jurisprudencia constitucional, aportando «criterios para la imposición o la interdicción de determinados contenidos en reglas y actos jurídicos» (Jiménez Campo, 2018: 217), y también como criterio interpretativo que, en su caso, se podría utilizar para reforzar una pretensión basada en otro precepto constitucional (SSTC 120/1990, de 27 de junio, FJ 4, y 91/2000, de 30 de marzo, FFJJ 7, 8 y 14, entre otras). Tal vez por ello se ha tratado, como veremos brevemente a continuación, basar la tipificación de las ofensas a los sentimientos religiosos en una presunta lesión del derecho al honor con fundamento en la dignidad personal, esto es, en un principio que, sin ser un derecho fundamental, constituye el fundamento de lo fundamental34.
2.3.2. Honor y sentimientos religiosos
El planteamiento de que los sentimientos religiosos están vinculados al ámbito de protección del derecho al honor parte también del axioma de que la relación del creyente con los dogmas, símbolos y ritos de su fe de la que, a su vez, se seguiría el surgimiento de unos sentimientos de tal naturaleza, conforma el núcleo esencial de la personalidad, constituye la identidad personal del sujeto ligada a la dignidad y al libre desarrollo de la personalidad (art. 10. 1 CE) y a su integridad moral, esto es, a su honor (art. 18 CE) (Tamarit Sumalla, 1989: 197 y ss.; Minteguia Arregui, 2006: 28-29).
El derecho al honor, que encuentra su fundamento último en la dignidad humana, tiene por objeto la estimación que el individuo siente por sí mismo y también la que espera de los demás. Por tanto, cabría distinguir un aspecto subjetivo o interno y otro objetivo o externo con relación al ámbito de protección del derecho al honor. El primero alude al aprecio o estimación que la persona tiene por sí misma. El segundo, en cambio, protege el prestigio, la reputación o la fama que cualquier individuo desea preservar frente a los demás. Este ámbito de protección que dispensa esta dimensión externa del derecho al honor constituye un presupuesto de la participación del individuo en el sistema social y, en consecuencia, desde esta perspectiva, lo sustancial del ataque al honor es aquello que denigra o rebaja ante los demás (Garriga Domínguez, 2014: 104-105).
Así las cosas, los sentimientos religiosos, en cuanto emanación de una íntima e intensa relación del individuo con los dogmas y ritos de la religión que profesa, conformarían su identidad personal. Las ofensas a esos sentimientos a los que la persona se siente apegada y con los que mantiene una honda relación emocional afectiva, de suerte que sentiría como parte de su propia identidad, constituirían menoscabo no ya de la libertad religiosa (art. 16 CE), sino del honor (art. 18 CE), en la medida en que afectaría a aquella estimación que la persona siente por sí misma y también espera tener de los demás. La tutela penal de las ofensas a los sentimientos religiosos (art. 525 CP) encontraría su fundamento, por tanto, en el honor y no en la libertad de creencias y de culto y, en consecuencia, guardaría una evidente conexión con el delito de injurias (art. 208 CP).
Un sector de la doctrina entiende, sin embargo, que las ofensas a los sentimientos religiosos no se pueden reconducir a las injurias cuando aquellas no tengan un destinatario concreto, pues, como se sabe, las injurias, como requisito de procedibilidad, sólo son perseguibles cuando existe querella del ofendido o perjudicado, y, por tanto, no podría interponerse cuando el mensaje ofensivo no tuviese un destinatario concreto, sino un grupo o comunidad (González Uriel, 2018: 13-14). Este planteamiento, que fundamenta la tipificación de las ofensas a los sentimientos religiosos en la libertad religiosa y de culto y no en el derecho al honor, es tributario de aquella extensión del bien jurídico protegido en este tipo de delitos a los sentimientos religiosos sociales, lo que, además de suscitar los inconvenientes, antes señalados, que se podrían seguir de una desproporcionada restricción de la libertad de expresión como consecuencia de una configuración del tipo penal de esta naturaleza (delito de peligro abstracto y de mera actividad), es incompatible con el carácter personalista del derecho al honor35.
A nuestro juicio, sin embargo, según venimos sosteniendo en las páginas que preceden, esa pretensión, frente a la ofensa o el escarnio de las creencias, de incolumidad de los sentimientos de los miembros de las confesiones religiosas, esto es, de las emociones que en el creyente pueda suscitar su particular e íntima relación con los símbolos, dogmas y ritos de su credo, no encuentra cobertura ni en el derecho a la libertad religiosa y de culto (art. 16 CE), ni en el derecho al honor en conexión con la cláusula de la dignidad humana (arts. 18 y 10.1 CE). En este último caso, la manera de justificar que los mensajes ofensivos de los dogmas o ceremonias puedan suponer afectación o menoscabo de la estimación, propia o ajena, es por la vía de considerar -sin suficiente fundamento según hemos intentado argumentar en las líneas que anteceden- que la relación del creyente con los rituales y dogmas de su fe y los sentimientos asociados a la misma son atributos constitutivos de su identidad personal y no, como aquí se sostiene, de su identidad cultural. De ser así, además, este tipo de sentimientos gozaría de una protección exclusiva y privilegiada respecto a los sentimientos aflorados al socaire de otras identidades culturales (ideológicas, nacionales, filosóficas, morales, estéticas, artísticas, etc.) (Naranjo de la Cruz, 2021: 82-83).
Así pues, ofrecería a nuestro juicio serias dudas de constitucionalidad la utilización por el legislador penal de los sentimientos religiosos a fin de concretar un límite interno a la libertad de expresión36, sin que, por otra parte, la hipotética (y conveniente) supresión de estos delitos contra los sentimientos religiosos vaya a ocasionar lagunas de punibilidad. Y, aunque con ciertas reservas, tampoco creemos que estuviese constitucionalmente justificado recurrir a tales sentimientos para limitar la libertad de expresión por la vía de la protección civil del derecho al honor, pues, como ya se ha señalado, las ofensas a los sentimientos religiosos no suponen merma o quebranto de la estimación personal, ni tampoco menoscabo del estatus social de los miembros de la confesión religiosa concernida, ni interfieren en sus posibilidades de interacción social.
2.4. El tránsito de la ofensa al daño: el delito de odio religioso
De algún modo, el art. 525 CP condensa esa evolución antes descrita que, con carácter general en el ámbito del derecho europeo comparado, explicaba la senda recorrida desde la extendida destipificación del delito de blasfemia hasta la generalizada tipificación de las expresiones de odio antirreligioso. De las dos conductas típicas previstas en este precepto, la primera -hacer escarnio de los dogmas, creencias, ritos o ceremonias de una confesión- evoca en cierta medida el delito de blasfemia, pues, aunque el bien jurídico protegido no es el corpus doctrinal de una determinada religión, sino los sentimientos religiosos de quienes la profesan, en realidad «[e]l ataque a los postulados religiosos es el vehículo necesario de la lesión de los sentimientos o, en otras palabras, no está prevista la sanción de la afección a los sentimientos sin el ataque a la religión» (Cugat Mauri, 2010: 41). Y, tal vez por ello, apenas se aplica por nuestra jurisprudencia37.
La segunda de las conductas descritas en el tipo -vejar públicamente a quienes profesen o practiquen una determinada creencia también con el ánimo de ofender sus sentimientos religiosos- recuerda, en cambio, a los discursos de odio antirreligioso, y, muy en particular, al previsto en el art. 510.2 a) CP, que tipifica la humillación, menosprecio o descrédito de un grupo, o de una parte de este, o de cualquier persona por razón de su pertenencia al mismo, por el motivo discriminatorio -elemento subjetivo del tipo- de su religión o creencias, entre otros. Tanto en un caso como en el otro se observa una evidente conexión con el derecho al honor ligado al principio de dignidad, e incluso ambos preceptos comparten el aspecto problemático de obviar el componente personalista del derecho al honor para extender su titularidad a los grupos o colectivos, ya sea por considerar el bien jurídico protegido a los sentimientos religiosos sociales en el caso del art. 525 CP, o bien al establecer a los grupos diana objeto de discriminación como sujetos pasivos de los discursos de odio previstos en el art. 510 CP. La diferencia entre una conducta típica y otra, siguiendo la tesis de Waldron (2012: 105-116) de que con el ejercicio de la libertad de expresión no sólo se puede ofender, sino también producir un daño real en las personas, es la que media entre las conductas expresivas que atacan un cuerpo de creencias y ofenden los sentimientos religiosos de las personas que las profesan y aquellas otras que, en cambio, provocan un daño en los individuos por profesar una determinada religión o creencia al afectar a su estatuto moral y, en consecuencia, a su autonomía personal y a sus posibilidades de interacción social, degradando la condición de ciudadanos de los miembros del grupo diana en cuestión.
Sin embargo, la frontera entre las vejaciones a los individuos para ofender sus sentimientos religiosos y la humillación, menosprecio o descrédito de las personas por razón de su pertenencia a una determinada confesión religiosa es en ocasiones difusa, lo que viene a confirmar esa cierta conexión entre la segunda conducta típica descrita en el art. 525 CP y los discursos de odio tipificados en el art. 510 CP a la que antes hacíamos referencia. Así, por ejemplo, cuando se dice que el catolicismo (y quienes lo profesan) fomenta la pederastía, o que el islam (y quienes lo profesan) promueve la pedofilia, podríamos estar ante un supuesto de vejaciones a quienes profesan o practican esas creencias religiosas para ofender sus sentimientos religiosos (art. 525 CP), pero también ante uno más grave, dentro ya del ámbito de tipicidad de los discursos de odio, bien como un supuesto de incitación a la violencia o a la discriminación (art. 510.1 CP), o de difamación de grupos (art. 510.2 CP), pues ese tipo de discursos podría generar un efecto reputacional negativo de la comunidad religiosa respectiva en su conjunto que podría comprometer su estatuto moral, esto es, la autonomía y la libre interacción social de sus miembros (Alcácer Guirao, 2019: 23).
La línea que separa ambos supuestos típicos puede ser, como señalábamos, en algunos casos no muy nítida, y será necesario acudir al contexto en el que las acciones expresivas tuvieron lugar. Al respecto, si consideramos que las conductas recién descritas podrían ser subsumidas en los comportamientos más graves de las expresiones de odio, el contexto que lo justificaría sería uno de crisis, por definición excepcional, esto es, de tensión o enfrentamiento social más o menos explícito o larvado con relación a los grupos afectados; un caldo de cultivo en el que ese discurso de odio pueda verosímilmente calar, comprometiendo el estatuto moral de tales grupos, minando la autonomía individual y dificultando el ejercicio de derechos fundamentales de sus miembros, y de ese modo poner en riesgo de lesión evidente y altamente probable e inminente la dignidad de los miembros del grupo diana, pero no, según creemos, ligada al honor sino a la igualdad y a la seguridad de los grupos afectados, que serían los bienes jurídicos protegidos con la tipificación de las expresiones de odio.
El ejemplo expuesto suscita, además, con relación a los discursos de odio, un problema adicional relacionado con los grupos diana y su naturaleza como sujetos pasivos de estos delitos. En efecto, desde un punto de vista teleológico, la tipificación de los discursos de odio obedece a la necesidad de combatir expresiones que puedan dañar el estatuto moral de los miembros de grupos vulnerables, intensificando así la estigmatización que ya padecen. Ello plantea los inconvenientes derivados de los double standards (Martínez-Torrón, 2016: 29) que, en nuestro ejemplo, se traduciría en la dificultad de tipificar la expresión sobre el catolicismo (y los católicos) como discurso de odio, ya que, al menos a día de hoy, siendo como es la católica la religión hegemónica y con un mayor nivel de institucionalización en nuestro país, cuesta imaginar que expresiones de ese tipo puedan causar un daño real en el estatuto moral de los católicos, con afectación de su autonomía individual, entorpeciendo el ejercicio de sus derechos fundamentales y restringiendo sus posibilidades de interacción social.
En definitiva, el art. 525 CP, que criminaliza las ofensas a los sentimientos religiosos, es un precepto híbrido o, visto desde una perspectiva dinámica, un precepto de transición entre la tipificación de las blasfemias y las expresiones de odio religioso. En este sentido, está en buena medida vaciado de contenido y así lo interpreta la jurisprudencia que apenas lo aplica. Podría suprimirse sin que ello arrojase laguna de punibilidad alguna, por remisión a los tipos genéricos y, en su caso, y en contextos muy excepcionales -de crisis- a las expresiones de odio. Su vigencia, en cambio, sí arroja dudas de constitucionalidad, al recurrir el legislador, a fin de concretar un límite inmanente al derecho fundamental a la libertad de expresión, a un bien jurídico -los sentimientos religiosos- que no se fundamenta en otros derechos u otros bienes constitucionalmente protegidos.
Sumario
I. Libertad de expresión y mensaje antirreligioso. II. La libertad de expresión y sus límites.
Fecha de recepción: 18.01.2021 Fecha de aceptación: 23.02.2023
Cómo citar / Citation: Sanjurjo Rivo, V. A. (2023). Discurso antirreligioso y libertad de expresión: la tutela penal de los sentimientos religiosos. Teoría y Realidad Constitucional, 51, 385-415.
1Una fundamentación clásica de la libertad de expresión entronca con la filosofía utilitarista de Stuart Mill, que la concibe como un instrumento indispensable para la búsqueda de la verdad (2014), y que encontró su formulación jurídica más acabada en el voto disidente del juez Oliver Wendell Holmes en el asunto Abrams v. United States [250 U.S. 616 (1919)], en el que desarrolló la tesis del libre mercado de las ideas. Otra es la que se sustenta en la autonomía individual, de suerte que las personas son libres para forjar sus propias opiniones y expresarlas libremente sin interferencias de los poderes públicos. (Vid. al respecto Rosenfeld, 2000: 472-474).
2 SSTC 12/1982, de 31 de marzo, FJ 3; 159/1986, de 16 de diciembre, FJ 6; 20/1990, de 15 de febrero, FJ 4; 105/1990, de 6 de junio, FJ 4; 85/1992, de 8 de junio, FJ 4; 41/2001, de 11 de abril, FJ 4; 50/2010, de 4 de octubre, FJ 5, o 177/2015, de 22 de julio, FJ 2, entre otras.
3 SSTC 177/2015, de 22 de julio, FJ 2; 9/2007, de 15 de enero, FJ 4, y 50/2010, de 4 de octubre, FJ 7.
4 García Rubio, 2014: 409-414. Tampoco el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) se ha podido sustraer a esta protección cualificada del discurso político frente a otro tipo de expresiones, como la artística, en las sentencias Otto-Preminger-Institute contra Austria, de 20 de septiembre de 1994 y Wingrove contra Reino Unido, de 25 de noviembre de 1996. En la primera de las sentencias, el TEDH estimó que la prohibición de la emisión y el secuestro de la película Das Liebeskonzil no constituía una vulneración del art. 10 (libertad de expresión) del Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (CEDH) y, en cambio, podía justificarse en la lesión de su art. 9 (libertad religiosa), en la medida que las imágenes denigratorias de Dios, Jesús y la Virgen contenidas en la cinta dañaban los sentimientos religiosos de los creyentes católicos. En la segunda, y en idéntica línea argumental, el TEDH consideró que la no concesión por las autoridades británicas de la licencia para la exhibición y comercialización del film titulado Visions of Ecstasy no representaba una injerencia ilegítima en la libertad de expresión (art. 10 CEDH). Por el contrario, -sostuvo el Tribunal- las visiones eróticas experimentadas por Santa Teresa de Ávila en sus éxtasis religiosos que contenía la película lesionaban los sentimientos religiosos de los creyentes y justificaba la prohibición de su distribución y emisión. Bien es cierto, no obstante, que en ambos casos no había habido tutela penal de los sentimientos religiosos por parte de las autoridades nacionales, que no habían impuesto sanciones penales a los autores de ambas películas, sino que se habían limitado a impedir su exhibición. (Vid. Vázquez Alonso, 2016: 328-331).
5SSTC 157/1996, de 15 de octubre, FJ 5; 136/1999, de 20 de julio, FJ 13; 39/2005, de 28 de febrero, FJ 2, y ATC 231/2006, de 3 de julio.
6 Este distinto -por más holgado- margen de apreciación de las autoridades estatales respecto a expresiones relativas a cuestiones morales fue objeto de crítica en el apartado 6 de la opinión disidente del juez Lohmus en Wingrove contra Reino Unido (STEDH caso Wingrove c. Reino Unido, de 25 de noviembre de 1996). Este especial margen de apreciación de los Estados trataría de paliar la ausencia de un estándar común europeo acerca de cuestiones morales y religiosas.
7 SSTEDH, Otto-Preminger-Institut contra Austria, de 20 de septiembre de 1994, 47, 49 y 50; Wingrove contra el Reino Unido, de 25 de noviembre de 1996, 48, 58 y 64; I.A. contra Turquía, de 13 de septiembre de 2005, 24, 25.
8 Lo que fue objeto de crítica por los jueces Costa, Cabral Barreto y Jungwiert, según se desprende de su opinión disidente en la STEDH caso I.A. contra Turquía, de 13 de septiembre de 2005, en la que instaban a revisar la línea jurisprudencial seguida por el Tribunal en esta materia.
9 SSTEDH Giniewski contra Francia, de 31 de enero de 2006, 51-53 y 55; Aydin Tatlav contra Turquía, de 2 de mayo de 2006, 21, 22, 28, 30 y 31; Klein contra Eslovaquia, de 31 de octubre de 2006, 47, 52 y 54; Sekmadienis Ltd. contra Lituania, de 30 de enero de 2018, 81 y 83.
10 STEDH Giniewski contra Francia, de 31 de enero de 2006, 44.
11 Sobre esta evolución jurisprudencial del TEDH véase Presno Linera (2019: 25-29), Valero Heredia (2017: 326-330) y Pérez-Madrid (2009: 23-25).
12Art. 16.1 CE; art. 2.1 a) LOLR; art. 18 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH); arts. 18 y 27 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP); art. 9 del CEDH; y art. 10 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (CDFUE), en conexión con el art. 10.2 CE.
13 Art. 16.1 CE; art. 18 DUDH; art. 18 PIDCP; art. 9 CEDH, y art. 10 CDFUE, en conexión con el art. 10.2 CE.
14 Un planteamiento opuesto al que aquí se sostiene, tanto en relación con el discurso antirreligioso como con el discurso religioso con relevancia pública, puede leerse en Martínez-Torrón (2016: 29) y Herrera Ceballos (2018: 31), respectivamente.
15 Con relación a la libertad religiosa, no obstante, el art. 16.1 CE prevé un límite interno positivo, al disponer que se garantiza la libertad religiosa «sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley». Es decir, se trata de un límite expresamente recogido en el enunciado de la norma constitucional que excluye de protección una expectativa de conducta en principio incluida en el objeto del derecho fundamental, en este caso el ejercicio de la libertad religiosa en su vertiente positiva, cuando aquella vulnere ese límite expreso, es decir, el orden público protegido por la ley. Este límite expreso del orden público será concretado por el legislador en «la salvaguardia de la seguridad, de la salud y de la moralidad pública, elementos constitutivos del orden público protegido por la Ley en el ámbito de una sociedad democrática» (art. 3.1 LOLR). Del propio tenor literal de la norma constitucional parece desprenderse que en la operación de concreción del alcance de este límite los distintos operadores jurídicos habrán de proceder a un juicio de proporcionalidad, al apelar el art. 16.1 CE a la necesidad de la restricción para preservar el orden público, esto es, a la exigencia de necesidad o intervención mínima que, como es sabido, junto con la exigencia de idoneidad y de proporcionalidad en sentido estricto, integra los elementos del juicio de proporcionalidad.
16 Con carácter general entendemos por límite de un derecho fundamental la privación de la garantía iusfundamental a una de las posibles conductas que en principio cabría incluir en el objeto del derecho fundamental. Y distinguimos entre los límites externos o límites en sentido propio y los límites internos. Los límites externos son aquellos creados por el poder público -por el legislador en el ordenamiento constitucional español- habilitado expresamente para ello por la Constitución. Los límites internos, en cambio, o vienen dispuestos explícitamente por la Constitución (los límites positivos), o bien son resultado de la coexistencia de los derechos fundamentales entre sí o con otras normas de igual rango constitucional (límites inmanentes o lógicos) (Bastida Freijedo et al., 2004: 120 y ss.).
17Un buen ejemplo de ello lo constituye las Cortes de Cádiz que, en uno de sus primeros decretos, concretamente en el de 10 de noviembre de 1810, disponía en su art. I que «[t]odos los cuerpos y personas particulares, de cualquiera condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anteriores a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidades que se expresarán en el presente decreto». Pues bien, una de tales restricciones sería la prevista en el art. VI del mismo decreto: «Todos los escritos sobre materias de religión quedan sujetos a la previa censura de los ordinarios eclesiásticos, según lo establecido en el Concilio de Trento». Y este limitado reconocimiento de las libertades de comunicación intelectual (libertades ideológica, de expresión o de imprenta) motivado por la ausencia de un pleno reconocimiento de la libertad religiosa acabó teniendo su reflejo en el texto constitucional de 1812. En efecto, a tenor del art. 12 de la Constitución de Cádiz, «[l]a Religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única y verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra». Es por ello por lo que, cuando el art. 371 de la Constitución gaditana recoge la libertad de expresión, lo hace circunscribiéndola única y exclusivamente a las ideas políticas, al modo que lo hacía el art. I del Decreto de 10 de noviembre de 1810 precitado. Concretamente, el art. 371 rezaba como sigue: «Todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes» (cursivas nuestras). En definitiva, la falta de protección dispensada a otras ideas o concepciones religiosas distintas de la católica desencadenaba inevitablemente la ausencia de cobertura para cualquier idea política acerca de la religión que contraviniese los dogmas y postulados de la confesión católica.
18 Así, por ejemplo, en Inglaterra, Hill y Sandberg (2009: 149).
19 Sección 19 de la Criminal Justice and Immigration Act.
20 Sentencia de la Corte Costituzionale 508/2000, de 20 de noviembre, que declaraba la inconstitucionalidad del art. 402 CP, el cual tipificaba el vilipendio de la religión del Estado.
21 Aun cuando el TC había admitido, a nuestro juicio de manera harto discutible conforme al principio de laicidad, la compatibilidad del art. 239 del antiguo Código Penal, que tipificaba el delito de blasfemia (dejado sin contenido por el art. 2 de la L.O. 5/1988, de 9 de junio), con el art. 16.3 CE, a tenor de que el precepto no ofrecía una tutela penal exclusiva y privilegiada del corpus dogmático de una determinada religión -la católica-, sino que la misma habría de extenderse también a cualquier otra religión de acuerdo con los principios y derechos reconocidos en la Constitución (ATC 271/1984, de 9 de mayo, FJ 2).
22 Irish Supreme Court, Corway v. Independent Newspapers, 30th July, 1999, párrs. 13-38, en especial 36-38.
23 Joseph Burstyn, īnc. v. Wilson, 343 U.S. 495 (1952), 507-540.
24 Auspiciada también por instrumentos de soft law como la Resolución 1510 (2006) de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa: Libertad de expresión y respeto a las creencias religiosas; la Recomendación 1805 (2007) de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa: Blasfemia, insultos religiosos y discurso del odio contra las personas por razón de su religión, o el Informe de la Comisión de Venecia adoptado en su 76.a sesión plenaria (17-18 de octubre de 2008): Informe sobre la relación entre la libertad de expresión y la libertad religiosa: el asunto de la regulación y persecución de la blasfemia, el insulto religioso y la incitación al odio religioso ( 59-64). Disponible en http://www.venice.coe.int/webforms/documents/?pdf=CDL-AD(2008)026-e
25De hecho, con la reforma del Código Penal de 1963 efectuada por la Ley 44/1971, de 15 de noviembre, el bien jurídico protegido con relación al delito de profanación (art. 208 CP) ya pasó entonces a ser los sentimientos religiosos legalmente tutelados, que la jurisprudencia extendió también al delito de escarnio de la religión católica o de confesión reconocida legalmente o de ultraje de sus dogmas o ritos (art. 209 CP). (STS 495/1981, de 8 de abril).
26 Así, por ejemplo, Sentencia 235/12, de 8 de junio, del Juzgado de lo Penal núm. 8 de Madrid, FFDD 1 y 3, que absolvió finalmente a los acusados -Javier Krahe y Montserrat Fernández Villa- de un delito contra los sentimientos religiosos (art. 525.1 CP), y STS 495/1981, de 8 de abril.
27 En Otto-Preminger-Institute contra Austria recuerda el Tribunal que «no puede olvidar que la religión católica romana es la de la inmensa mayoría de los tiroleses. Retirando la película, las autoridades austríacas han intentado [...} impedir que algunas personas se sintiesen atacadas en sus sentimientos religiosos de manera injustificada y ofensiva». (STEDH Otto-Preminger-Institute c. Austria, de 20 de septiembre de 1994, 56).
28En este sentido, resulta en nuestra opinión acertada la decisión de la mayoría en la STC 192/2020, de 17 de diciembre, que estimó, a pesar de alguna referencia puntual y algo confusa a una presunta ofensa a los sentimientos religiosos, que la interrupción de una ceremonia religiosa -una misa católica- arrojando pasquines y gritando consignas a favor del derecho al aborto constituye una intromisión ilegítima en el derecho a la libertad religiosa y de culto, en concreto, en su dimensión externa, que «se traduce en la posibilidad de ejercicio "de aquellas actividades que constituyen manifestaciones o expresiones del fenómeno religioso, asumido en este caso por el sujeto colectivo o comunidades" (SSTC 46/2001, de 15 de febrero, FJ 4, y 128/2001, de 4 de junio, FJ 2)» (FJ 3). Pero en este caso el tipo penal aplicado era el previsto en el art. 523 CP, que pune el impedimento o la interrupción o la perturbación de la celebración de ceremonias religiosas, y cuyo bien jurídico protegido no son, como sí lo son en el caso del art. 525 CP, los sentimientos religiosos de los miembros de una determinada confesión, sino su libertad religiosa y de culto (Roca de Agapito, 2017: 562; Vives Antón y Carbonell Mateu, 2010: 760). No compartimos, por tanto, la tesis sostenida por el magistrado Cándido Conde-Pumpido en su voto particular a la sentencia de que no se hubiese visto en este caso afectado el contenido de la libertad religiosa y de culto de los feligreses que asistían a la misma. Sí, en cambio, suscribimos sus consideraciones acerca de que los subjetivos sentimientos de ofensa que los fieles hubiesen podido sentir no constituyen el objeto del derecho a la libertad religiosa. Distinto es, y en esto también coincidimos con el voto particular de este magistrado así como con el formulado por los magistrados Juan Antonio Xiol Ríos y María Luisa Balaguer Callejón, que habiéndose tratado de una breve interrupción -unos dos o tres minutos- de la ceremonia religiosa, que no impidió finalmente su celebración, su sanción penal con pena privativa de libertad no parece que se compadezca con las pautas del principio de proporcionalidad y de fragmentariedad del derecho penal y, además, provoca un evidente e innecesario efecto desaliento. (En el mismo sentido, aunque apartándose con sólidos argumentos en lo relativo al principio de proporcionalidad y al posible efecto desaliento de la sanción penal, en Naranjo de la Cruz, 2021: 115-153).
29 STEDH Otto-Preminger-Institute contra Austria, de 20 de septiembre de 1994, 47, 48, 50 y 56.
30 STEDH E.S. contra Austria, de 25 de octubre de 2018, 41, 53 y 57.
31STEDH Otto-Preminger-Institute contra Austria, de 20 de septiembre de 1994.
32STEDH Klein contra Eslovaquia, de 31 de octubre de 2006, 52 y 54.
33Así, STC 235/2007, de 7 de noviembre, sobre negación o justificación de los delitos de genocidio: «[...] nuestro ordenamiento constitucional no permite la tipificación como delito de la mera transmisión de ideas, ni siquiera en los casos en que se trate de ideas execrables por resultar contrarias a la dignidad humana» (FJ 6).
34No obstante, un sector de la doctrina considera que los sentimientos religiosos son un bien jurídico protegido que constituye un límite autónomo a la libertad de expresión en tanto que manifestación de la que se denomina "vertiente dinámica" de la dignidad, que estaría asociada a la capacidad cognoscitiva y volitiva de la persona y abarcaría lo que esta hace, piensa o cree, y que vendría a complementar su "vertiente estática", que tiene en cambio un carácter ontológico o consustancial a la persona y que, a su vez, sería fundamento del derecho al honor, la intimidad y la propia imagen (Ferreiro Galguera, 1996: 206-210).
35No obstante, el TC ha llevado a cabo, no sin polémica, una suerte de colectivización del honor del conjunto de los judíos de nuestro país en el asunto Violeta Friedman, que había formulado demanda de amparo contra la sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo dictada en recurso de casación, y que había confirmado, según se había fallado en juicio seguido en el juzgado de primera instancia núm. 6 de Madrid, la falta de legitimación activa de la señora Friedman para interponer una demanda de protección civil del derecho al honor contra el señor Degrelle por la divulgación de determinadas manifestaciones vejatorias contra el pueblo judío, que negaban el exterminio nazi y lo atribuían a la pura invención del pueblo judío. (STC 214/1991, de 11 de noviembre, FJ 4).
36 No obstante, el TC declaró la constitucionalidad del delito de escarnio tal y como aparecía tipificado en el art. 209 del antiguo Código Penal. (ATC 180/1986, de 21 de febrero, FJ 2).
37 Vid. la web de LibEx (Grupo de Trabajo sobre Libertad de Expresión), https://libex.es/escarnio-dedogmas-creencias-ceremonias-o-ritos-religiosos-ofender-sentimientos-miembros-confesion/
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Abstract
RESUMEN: El derecho a la libertad de expresión ofrece una mayor cobertura al mensaje de carácter político que al antirreligioso, o irreverente u ofensivo con la religión. Así se desprende, sin una sólida fundamentación, de la jurisprudencia del TEDH, por lo demás bastante vacilante al respecto. La tipificación del delito de escarnio de las creencias para ofender los sentimientos religiosos (art. 525 CP) ilustra esa distinta protección según la conducta expresiva se refiera, en términos generales, a ideas o a creencias. Se trata de un tipo penal vacío, cuyas conductas típicas guardan relación con el delito de blasfemia y los delitos de odio religioso, y cuyo bien jurídico protegido no alcanza relevancia constitucional. En consecuencia, su derogación no causaría lagunas de punibilidad y, en cambio, su vigencia arroja dudas de constitucionalidad.