Recibido: 22/05/2019
Aceptado: 09/03/2020
RESUMEN
Este artículo analiza las razones por las cuales en España no ha arraigado el populismo a pesar de darse muchas de las condiciones asociadas al surgimiento y crecimiento de esta corriente política -una profunda crisis económica que se inició en 2008 y una crisis política vinculada a los escándalos de corrupción que afectaban a los principales partidos del sistema-. En nuestro país la extrema derecha tradicional es muy débil. Además, los nuevos partidos como Podemos o Ciudadanos no pueden ser considerados populistas; y Vox, aunque cumple con todos los requisitos para ser considerado un partido de derecha radical, se diferencia de su familia política en que no es populista. Se argumentará que esta ausencia de populismo se explica, sobre todo, por la preeminencia de las fracturas izquierda-derecha y nacional, características políticas tradicionales en torno a las cuales se articula la competencia política en España.
Palabras clave: populismo, extrema derecha, derecha radical, Podemos, Ciudadanos, Vox.
ABSTRACT.
This paper analyses why Populism has failed to take root in Spain despite a soil' that has favoured its seeding and growth elsewhere. At first sight, Spain seems to provide the conditions in which Populism can thrive: a deep economic crisis (which began with the financial meltdown in 2008) and a succession of corruption scandals affecting all the main political parties. Even so, Populism has failed to gain a hold in Spain. The traditional Far Right is very weak, and new parties such as Podemos and Ciudadanos cannot be considered Populist. While Vox displays all the features of a radical right-wing party, it is one from which Populism is absent. We argue that the lack of Populism in Spain can mainly be explained by the highly fractured nature of the country's politics, with left-right and national fault lines shaping how political competition plays out in the nation.
Keywords: populism, Far Right, Radical Right, Podemos, Ciudadanos, Vox.
INTRODUCCIÓN
Uno de los fenómenos políticos recientes más destacados en el mundo occidental -aunque no solo en este espacio geográfico- ha sido la emergencia del populismo, una tendencia a la que muy pocas democracias consolidadas parecen haber escapado. Tanto se ha extendido el populismo que se ha llegado a afirmar que las democracias occidentales sin populismos fuertes constituyen más una excepción que la norma (Marzouki, McDonnel y Rey, 2016).
El propósito de este artículo es mostrar que en España, donde se han dado muchas de las condiciones asociadas al surgimiento y crecimiento del populismo, esta corriente política no ha arraigado y sigue constituyendo una excepción (Barrio, 2017a). Aunque la crisis económica iniciada en 2008 y la crisis política vinculada a los escándalos de corrupción de los principales partidos del sistema propiciaron a partir de 2014 la emergencia de nuevos partidos como Podemos y Vox, así como la extensión de Ciudadanos al conjunto de la política española, ninguno de estos partidos puede ser considerado populista en esencia. Las dificultades del populismo para asentarse se explicarían, sobre todo, por el predominio del eje izquierda-derecha y de la cuestión nacional, consideradas las principales fracturas políticas alrededor de las cuales se articula la política en España.
El artículo se estructura en cuatro apartados. En el primero se delimita el concepto populismo y se exponen las condiciones que propician su aparición y condicionan su desarrollo. En el segundo se explican las razones de la limitada presencia de la derecha radical en España hasta la emergencia de Vox. En el tercero se expone por qué Ciudadanos y Podemos, partidos de reciente creación, no pueden ser considerados partidos populistas. Por último, en el cuarto, se razonan los motivos por los que Vox es un partido de derecha radical pero no específicamente populista.
DEFINICIÓN, SURGIMIENTO Y CONSOLIDACIÓN
La palabra populismo se encuentra plenamente implantada en el leguaje ordinario y tiene una connotación claramente peyorativa. Se considera un concepto tan despectivo que las organizaciones o los líderes calificados como populistas raramente se reconocen como tales. Además, este ha sido un concepto ampliamente utilizado para referirse a una gran diversidad de movimientos, partidos e ideas en distintos espacios geográficos y en distintas etapas históricas. No debe extrañar, en consecuencia, la dificultad para construir una definición que englobe semejante pluralidad (Canovan, 1982), aunque los académicos no hayan cesado en su empeño de elaborar una teoría unificada.
El fenómeno ha sido abordado desde distintas aproximaciones y disciplinas. Todas ellas comparten la asunción de que el populismo tiene una naturaleza dualista como resultado de la contraposición entre el pueblo - de naturaleza virtuosa- y una élite dirigente -siempre corrupta-. Más allá de ese mínimo común denominador, el debate se sitúa, de acuerdo con la distinción propuesta por Moffit y Torney (2014), en torno a quienes consideran que el populismo es una ideología, los que lo perciben como una lógica, los que sostienen que es un discurso o un estilo de comunicación, y los que consideran que es una estrategia o una modalidad organizativa.
El populismo puede entenderse como una ideología en el sentido de que contiene un conjunto coherente de ideas acerca de cómo organizar la sociedad y cómo ejercer el poder. Sin embargo, más que una ideología en sentido estricto, se suele asumir que el populismo es una ideología delgada (Stanley, 2008) que necesita mezclarse con otras ideologías consideradas gruesas o con otras ideologías delgadas -como el nacionalismo-. En cambio, la concepción del populismo como una lógica busca desmarcarse de las disputas semánticas y se centra en la dimensión ontológica del fenómeno. En esta línea se sitúa Laclau (2005), quien considera que el populismo es la lógica que estructura la vida política y se enmarca en la lucha por la hegemonía. De este modo, un movimiento, partido o líder no debe ser considerado populista porque sus políticas o su ideología representen contenidos claramente identificables como tales, sino porque muestre una particular lógica de articulación de los mismos. La consideración del populismo como un patrón discursivo o un estilo de comunicación pone el foco en la idea del pueblo como ente virtuoso que ha sido traicionado por unas élites corruptas a las que hay que derrocar, y hace de esta idea su principal argumento comunicativo. Por último, existe el enfoque que percibe el populismo como una estrategia o una forma de organización por medio de la cual los líderes personalistas tratan de ejercer el poder a través del apoyo directo, inmediato y no institucionalizado ni organizado de sus seguidores. Con el objetivo de superar las limitaciones que presentan las distintas aproximaciones, Moffit y Torney (2014) sostienen que el populismo debe ser considerado, por encima de todo, un estilo político que estaría caracterizado por la apelación al pueblo como portador de la soberanía y por su oposición a una élite corrupta. También lo definirían la asunción de que hay una situación de emergencia derivada de la percepción de crisis o de amenaza y el uso sistemático de los malos modos, es decir, de la incorrección política.
Aunque existen numerosas discrepancias en cuanto al enfoque, la definición de Mudde (2004: 543) del populismo como una ideología delgada ha sido ampliamente aceptada. Según dicho autor, el populismo es «una ideología que considera que la sociedad se divide, en última instancia, en dos grupos homogéneos y antagónicos, "la gente pura" contra "la élite corrupta"; y que argumenta que la política debería ser una expresión de la volonté genérale [voluntad general] de la gente». Esta definición recoge buena parte de las aportaciones de las distintas aproximaciones y contiene, como han apuntado Kriesi y Pappas (2015), cuatro elementos fundamentales a considerar: la aceptación de que hay dos grupos homogéneos, el pueblo y la élite; la existencia de relaciones antagónicas entre ellos; la concepción del pueblo como soberano; y una perspectiva maniquea por medio de la cual una concepción positiva del pueblo se opone a una élite que es denigrada.
Pero además, añaden Pappas (2014) y Kriesi y Pappas (2015), aquello que caracteriza al populismo es una concepción iliberal de la democracia (Zakaria, 1997). Esta se asienta, en primer lugar, en la asunción literal de la idea de gobierno del pueblo y en el rechazo a los clásicos controles y equilibrios liberales. En segundo término, en la hostilidad hacia los intermediarios y en la preferencia por una vinculación directa de las masas con los líderes que les lleva a inclinarse por mecanismos de democracia participativa. Finalmente se apoya en la idea de la existencia de una voluntad monolítica del pueblo que no deja espacio al pluralismo. Y es justamente de esta concepción monolítica del pueblo de la que deriva no solo el antagonismo hacia las élites sino también la posibilidad de que existan antagonismos con otros colectivos que no se encuadran en la categoría de élite pero que tampoco son considerados parte integrante de la categoría pueblo. Es aquí donde se sitúa la cuestión de la identidad, definida en términos nacionales, culturales o religiosos y que se asocia a la concepción nativista que incorporan algunos populismos. Este es el planteamiento habitual de los partidos populistas de derecha radical europeos, que sostienen que el pueblo corre el riesgo de perder su propia identidad debido a la globalización, a la inmigración y al multiculturalismo (Marzouki, McDonnel y Rey, 2016). Estos partidos consideran a los inmigrantes una amenaza, principalmente a los musulmanes, y los acusan de querer imponer sus valores y sus tradiciones religiosas, así como de poner en peligro la tradición autóctona -aunque en muchos casos esta sea más de tipo cultural que propiamente religiosa y acostumbre a estar asociada a la laicidad-. Por el contrario, los partidos populistas de izquierdas carecen de este componente identitario y se inclinan por el laicismo, la aconfesionalidad y el multiculturalismo.
La ausencia de una teoría general del populismo no ha impedido que exista un elevado grado de consenso respecto a cuáles son las razones que explican su emergencia y su crecimiento, en particular en el mundo occidental recientemente. La mayor parte de explicaciones se han vinculado a las distintas dimensiones de la crisis económica de 2008 (Shambaugh, 2012). De acuerdo con este planteamiento, el populismo sería, sobre todo, una consecuencia del descontento, de la ira y de la frustración que han generado la Gran Recesión y las políticas de austeridad. Pero también una reacción a los efectos perversos que ha tenido la globalización en amplios sectores de la población occidental. En este sentido, algunos sienten que han perdido sus empleos y perciben la llegada masiva de inmigrantes como una amenaza mientras que otros sectores han experimentado el estancamiento de las clases medias y una sensación de privación relativa (Eatwell y Goodwin, 2018). El descontento derivado de estas circunstancias habría sido capitalizado por los líderes populistas, que habrían apelado a la movilización de la gente común en contra de unas élites políticas y económicas consideradas responsables de la situación. En contraposición, el populismo pretendería gobernar en nombre del pueblo verdadero y se presentaría como la respuesta al problema de la representación. Desde este punto de vista, el surgimiento del populismo sería también un fenómeno de naturaleza política (Roberts, 2015).
En consecuencia, el populismo no sería solo una reacción a los problemas de naturaleza económica y a la percepción de amenaza de la globalización, sino a un problema político que vendría gestándose desde hace tiempo y que habría provocado la erosión de los partidos tradicionales. Este desgaste se habría plasmado en el declive continuado de la militancia y de las identificaciones partidistas, en el descenso de la participación electoral y en el incremento de la volatilidad. Todos estos fenómenos revelarían las dificultades de los partidos, como ha apuntado Mair (2013), para ser simultáneamente responsivos, es decir, permeables a las demandas del electorado y responsables como fuerzas de gobierno. Así pues, el efecto combinado de ambas crisis, la económica y la política, explicaría el surgimiento de los populismos.
No obstante, el populismo no es homogéneo, sino que está condicionado por factores de distinto tipo: algunos de naturaleza cultural vinculados a la cultura política de las distintas sociedades (Norris e Inglehart, 2018), otros de naturaleza institucional como las barreras que pueden suponer ciertos sistemas electorales, y otros de tipo político como la persistencia o no de las fracturas políticas tradicionales y, asociado a ello, el grado de institucionalización de los partidos y de los sistemas de partidos. De acuerdo con este último punto, cabría esperar que la persistencia de las fracturas políticas clásicas junto a la existencia de partidos y sistemas de partidos altamente institucionalizados dificultara la emergencia del populismo, mientras que la descomposición de las fracturas, unida a unos bajos niveles de institucionalización de los partidos y de los sistemas de partidos favoreciera su aparición y crecimiento.
Este trabajo sostiene que en España, donde los rasgos del electorado no difieren de los de otros países donde ha arraigado el populismo -en particular los rasgos de los votantes de derecha radical (Alonso y Rovira Kaltwasser, 2015)- y donde el sistema electoral ha demostrado no ser una barrera para el acceso de nuevos partidos -que han alterado el sistema de partidos y lo han hecho mucho más abierto (Rodríguez-Teruel y Barrio, 2018)-, la solidez de las fracturas políticas parece ser el principal factor que explicarían el débil arraigo del populismo.
LA LIMITADA PRESENCIA DE PARTIDOS POPULISTAS DE DERECHA RADICAL
Tras muchos años de congelación de las fracturas políticas y de estabilidad del sistema de partidos, los primeros partidos populistas que alteraron el panorama político en Europa occidental a principios de los años ochenta fueron los partidos de derecha radical. Esta familia de partidos se caracteriza por su nacionalismo y su nativismo, del que se derivaban tanto su discurso antiinmigración como su oposición al multiculturalismo y su rechazo a la globalización y a la integración europea (Mudde, 2007). El populismo ha sido la corriente política que más ha crecido en Europa desde entonces, pero no lo había hecho en España, territorio donde la insatisfacción política y las actitudes hacia los inmigrantes eran bastante homologables a las de otros países europeos que sí habían experimentado la emergencia de este tipo de partidos.
Plataforma per Catalunya (PxC), una formación que reunía todas las condiciones para ser considerada populista de derechas, fue el primer partido de estas características con una mínima presencia institucional. Se oponía a la inmigración masiva, a la que consideraba una amenaza tanto para la identidad catalana como para la española y para los valores familiares tradicionales. Era muy crítico con respecto a la criminalidad y el terrorismo, mostraba una preferencia por los autóctonos en la asignación de las ayudas sociales, y trataba de superar las divisorias políticas tradicionales. Bajo el liderazgo de Josep Anglada, procedente de la extrema derecha tradicional, y gracias a una importante presencia en los medios, fue capaz de construir un discurso populista moderno con fuertes raíces locales (Hernández-Carr, 2011) que le permitió acceder a ese nivel de representación. PxC contó con cierta implantación en municipios catalanes con una alta concentración de población extranjera, pero nunca logró representación ni en el Parlament de Catalunya ni en las Cortes Generales (Casals, 2011; Hernández-Carr, 2012). En febrero de 2019 aprobó disolverse como partido pero continuar su actividad como fundación y subsumirse en Vox.
La extrema derecha tradicional vinculada al franquismo también ha sido muy débil desde la transición y apenas ha tenido presencia institucional. Solo Fuerza Nueva en 1979 fue capaz de superar el umbral de representación al conseguir un escaño en el Congreso de los Diputados para su líder, Blas Piñar. Desde entonces, esa familia política ha sido extraparlamentaria en todos los niveles de gobierno (Casals, 1998). Factores como su incapacidad para generar un discurso atractivo, su nostalgia respecto al pasado falangista, sus coqueteos con la violencia, su elevado grado de faccionalismo interno y la ausencia de liderazgo, junto con la abrumadora preferencia de los electores españoles por las opciones políticas moderadas, explican por qué la extrema derecha clásica en España nunca ha sido relevante desde el restablecimiento de la democracia.
El fracaso de los partidos de derecha radical, a pesar de su potencial electoral -es decir, de la existencia de una cierta demanda-, ha sido atribuido por Alonso y Rovira Kaltwasser (2015) a tres factores vinculados a las dificultades de la oferta política para articularse. En primer lugar, porque las características del sistema electoral no favorecerían la entrada de pequeñas formaciones. En segundo término, porque la estructura de las fracturas políticas en España, con dos clivajes principales -la fractura izquierda-derecha y la fractura centro-periferia-, se encuentra muy asentada y dificulta la aparición de nuevas líneas de conflicto, especialmente las que tienen un componente exclusivista o nativista. De ahí que los pocos partidos que han tratado de movilizar la cuestión migratoria o religiosa han tenido muy poco éxito más allá del ámbito local, como ilustra el caso de PxC. El último factor que explicaría la ausencia de derecha radical en España sería la presencia del PP. Esta formación, el principal partido del centro-derecha español, y el único durante mucho tiempo, habría optado por una estrategia de competición que le habría permitido ocupar la totalidad del espectro ideológico, desde el centro-derecha hasta la extrema derecha, movilizando así a los potenciales votantes de partidos populistas de derecha radical.
Recientemente, sin embargo, Esteban y Martín (2017) han cuestionado estas explicaciones. Respecto al sistema electoral sostienen que, aunque tradicionalmente no haya favorecido la entrada de nuevos partidos, la irrupción de Ciudadanos y de Podemos en el ciclo electoral 2014-2016 ha puesto en duda esa explicación clásica. El sistema de partidos, por tanto, no sería tanto el resultado del sistema electoral -como plantea la explicación institucional clásica de matriz duvergeriana- sino que más bien sería el resultado de los alineamientos en torno a las fracturas políticas existentes en la sociedad -como habitualmente plantean las explicaciones de tipo sociológico-. Y en relación a la estructura de las fracturas, han argumentado que en otros países donde también está presente la fractura centro-periferia, como Italia, Bélgica o el Reino Unido, los partidos populistas de derecha han sido capaces de acceder al umbral de representación y se han visto beneficiados por la conexión entre la cuestión de la inmigración y el conflicto centro- periferia, que enfatiza las preocupaciones materiales y de identidad similares, como también ha sucedido en España (Pardos Prado, 2012). Finalmente, Esteban y Martín también han concluido que en algunos aspectos los votantes del PP no serían diferentes de los votantes de los partidos populistas de derecha radical en Europa, particularmente en cuanto a las valoraciones sobre la cultura y la religión de la población de origen inmigrante y en su papel como posibles competidores en el mercado laboral. Diferirían, sin embargo, en algunos aspectos: la tendencia que tienen a dar apoyo al partido gobernante; el grado menos beligerante de crítica hacia los inmigrantes, en gran medida por el origen hispano de una parte importante de ellos, con los que comparten una misma matriz cultural; una naturaleza más europeísta; y por último, una mayor inclinación por la ley y el orden. Existiría pues un votante del PP susceptible de identificarse con un votante de derecha radical europeo que habría quedado oculto entre los heterogéneos electores de los populares. El PP, un partido altamente institucionalizado y sin rivales hasta hace poco, habría sido capaz de atraer tanto a los potenciales votantes de derecha radical como a los electores moderados, y habría ejercido una importante función sistémica como dique de contención de la derecha radical. Eso hasta el momento en que, acosado por los escándalos de corrupción, perdió el gobierno en 2018 tras la moción de censura de Pedro Sánchez. A partir de ese momento empezó a verse afectado por la fragmentación del espacio de derecha a causa de la irrupción de Ciudadanos y de su estrategia competitiva y, muy debilitado, se vio sorprendido por la irrupción electoral de Vox.
LOS NUEVOS PARTIDOS: PODEMOS Y CIUDADANOS
El surgimiento de nuevos partidos en España ha coincidido con las distintas oleadas de populismo identificadas por Casals (2013). La primera abarcaría del año 1989 al 2000 y estaría encarnada por José María Ruiz-Mateos, quien consiguió dos escaños en el Parlamento Europeo en 1989, y por Jesús Gil, cuyo Grupo Independiente Liberal (GIL) logró las alcaldías de diversos municipios andaluces, entre ellas la de Marbella, de la cual el propio Gil llegó a ser alcalde, así como la presidencia del gobierno autónomo de Ceuta. En ambos casos, señala Álvarez Tardío (2017), se trataba de empresarios que daban el salto a la política con la ambición de dar voz a un pueblo que supuestamente padecía arbitrariedades y corrupción moral y económica por parte de los partidos establecidos. Ambas iniciativas se aprovecharon de la estructura de oportunidades que ofrece el sistema multinivel en España -europeo en el caso de Ruiz-Mateos y local en el caso de Gil- pero tuvieron dificultades no solo para mantenerse en el poder, sino también para implantarse más allá del nivel en el que accedieron a la representación, por lo que esta primera ola no logró implantarse. El último exponente de esta primera oleada populista fue el también empresario Mario Conde, que fracasó en su intento de acceder al Congreso de los Diputados en el año 2000. Ante unos partidos establecidos fuertes y altamente institucionalizados, y un sistema de partidos también muy institucionalizado y cerrado, es decir, con una estructura de la competencia y unas fracturas plenamente asentadas, esos partidos, todos ellos muy personalistas y con escaso arraigo social, no fueron capaces de sobrevivir.
La segunda oleada se inició en 2003 en Cataluña con la irrupción en el ámbito local de Plataforma por Cataluña y de la Candidatura d'Unitat Popular (CUP), una formación independentista de izquierda radical de ámbito local. Más tarde aparecieron otras iniciativas que se articularon alrededor de la fractura territorial, como Solidaritat Catalana. Pero ni Plataforma por Cataluña, como se ha visto, ni Solidaritat, que tuvo una efímera presencia en el parlamento catalán (2010-2012), consiguieron asentarse. La CUP, sin embargo, accedió al Parlamento de Cataluña en 2012 y no solo ha mantenido una presencia constante sino que desde 2015 es un partido indispensable para la gobernabilidad en Cataluña, lo que contribuye a explicar la deriva populista que ha experimentado el nacionalismo catalán en los últimos años (Barrio, Barbera, Rodríguez Teruel, 2018) y que se justifica por la apertura del sistema de partidos y por la primacía de la fractura nacional en detrimento de la fractura ideológica (Rodríguez Teruel y Barrio, 2018).
En 2008 comenzó la tercera oleada. Como se ha señalado, a partir de ese año se dan en España muchos de los factores facilitadores del populismo: una profunda crisis económica que provocó elevados niveles de paro; agresivas políticas de ajuste implementadas sucesivamente por los gobiernos socialista y popular que implicaron, en ambos casos, importantes recortes en las políticas sociales y que se produjeron en paralelo a un rescate público de una parte del sistema bancario; por último, como remate, los numerosos escándalos de corrupción que afectaron a los principales partidos políticos, sobre todo al PP, que gobernaba con mayoría absoluta desde 2011. El disgusto ciudadano con la situación política era tan grande que a partir de 2013, según los barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), los españoles consideraban los principales problemas: la situación económica, la corrupción, los políticos y los partidos. En estas circunstancias cabía esperar la emergencia de formaciones populistas de distinto signo, tal y como estaba sucediendo en otros países del entorno con condiciones similares. Y aunque desde luego la crisis económica y el desprestigio de los viejos partidos abrió una ventana de oportunidad para el surgimiento de nuevos partidos y su acceso a las instituciones (Medina y Correa, 2016; Cordero y Montero, 2015; Orriols y Cordero, 2016; Rodon y Hierro, 2016; Bosch y Durán, 2017), no se puede considerar que en España -aunque todos los partidos hayan experimentado un cierto contagio populista- haya arraigado el populismo. Como veremos, el peso de la fractura izquierda-derecha y de la fractura nacional lo ha dificultado.
Podemos, surgido a principios de 2014, aspiraba en sus inicios a imponer una lógica populista en el sentido de Ernesto Laclau (2005). De ahí que sea el único de los partidos españoles que se ha definido a sí mismo como un partido populista, razón por la cual es considerado como tal por distintos autores (Zarzalejos, 2017; Sanders et al. 2017; Sola y Rendueles, 2017; Ivaldi et. al. 2017). Podemos se proponía superar la dialéctica izquierda-derecha, la fractura más relevante del sistema político español, y sustituirla por el dualismo pueblo-élites propio del populismo (Rodríguez-Teruel, Barrio y Barbera, 2016; Barrio, Barbera, Rodríguez-Teruel, 2018). De acuerdo con el clásico esquema populista, Podemos aspiraba a convertirse en el defensor de los intereses de la gente sencilla frente a los intereses de la élite privilegiada, a la que, utilizando el clásico concepto italiano, calificaba de casta, una idea que se hizo muy popular a raíz de las apariciones televisivas de algunos de sus principales promotores, como Pablo Iglesias. Muy influido por la obra La Razón Populista de Laclau (2005), en la que se planteaba la idea de la nación como un constructo al servicio del pueblo, Podemos formulaba su concepción de nación en torno a tres ejes (Torreblanca, 2015: 139). En primer lugar, la democracia, expresada en la idea de que las élites no representan al pueblo y afirmada en el lema «no nos representan» importado del movimiento 15-M, del que Podemos se reclamaba continuador. En segundo término, la soberanía, que adoptaba su sentido tradicional y se refería a la autonomía del Estado frente al exterior, en clara alusión a la influencia de las organizaciones supranacionales, particularmente la Unión Europea, que determinó la política económica desde el inicio de la crisis. Y por último, la idea misma de nación, que materializaba a través de la garantía de los derechos sociales. A través de estos tres ejes, Podemos pretendía fusionar el componente nacional y el componente social para construir un proyecto de carácter transversal capaz de movilizar electoralmente a amplios sectores de la sociedad, como ya hiciera el 15-M. No obstante, pronto la vocación populista de Podemos se encontró con dos límites, ambos derivados del asentamiento de las fracturas tradicionales en España.
Por un lado, la fractura izquierda-derecha y su preponderancia histórica en la política española. La aparición de otro nuevo partido, Ciudadanos, considerado por algunos como un Podemos de derechas, como plateó el famoso banquero Josep Oliu, forzó a Podemos a situarse en el eje de competencia izquierda-derecha dentro de la nueva política. Posteriormente, y con el objetivo de superar al PSOE, optó claramente por una estrategia catch-all que, en palabras del propio partido, le posicionase en el «centro del tablero político». Por ello, que más que populista, Podemos se puede considerar un partido de izquierda radical de acuerdo con los criterios establecidos por Mudde y March (2005). Radical porque rechaza la estructura socioeconómica subyacente al capitalismo contemporáneo y sus valores y prácticas, y porque propugna estructuras económicas y de poder alternativas que implican una redistribución importante de los recursos de las élites políticas. Y de izquierdas por su adhesión a los derechos económicos y sociales colectivos. No obstante, su radicalidad se ha ido matizando, particularmente a raíz de su acceso al gobierno en enero de 2020.
El programa electoral con el que Podemos concurrió a sus primeras elecciones, las europeas de 2014, avalaba ese carácter nítidamente radical-izquierdista. Aquel programa fue elaborado por medio de un proceso participativo abierto en el que participaron más de 30 000 personas, muchas de ellas procedentes de las distintas experiencias organizativas del 15-M. Ello explicaría la adopción de planteamientos maximalistas en materia económica, como la jubilación a los sesenta años, la negativa al pago de la deuda, la adopción de una renta básica con carácter universal o la nacionalización de los sectores clave de la economía -unas medidas que el propio partido consideró inviables con posterioridad-. Más adelante encargó la elaboración de su programa económico a dos reconocidos expertos, Vicenç Navarro (catedrático de Ciencias Políticas y Sociales en la Universitat Pompeu Fabra) y Juan Torres (catedrático de Economía en la Universidad de Sevilla), que situaron al partido en la órbita de la socialdemocracia, una estrategia coherente con el objetivo de disputar el espacio del PSOE y de evitar convertir a Podemos en una nueva versión de Izquierda Unida, la formación minoritaria heredera del partido comunista. Posteriormente, su alianza con este partido a partir de las elecciones generales de junio de 2016 reforzaría su posición en ese espacio ideológico, consolidando su voluntad de crecer electoralmente en él a expensas de la crisis del PSOE. A pesar de ser partidos competidores, Podemos apoyó en mayo de 2018 la moción de censura que llevó al socialista Pedro Sánchez a la presidencia del gobierno y provocó el desalojo del PP. Tras la repetición electoral de 2019 se conformó un inédito gobierno de coalición entre ambos partidos, en el que Podemos ostenta una vicepresidencia, en manos de su líder Pablo Iglesias, además de cuatro ministerios.
El segundo límite a la vocación populista de Podemos está relacionado con la fractura centro-periferia. Como se ha señalado antes, la concepción de nación de Podemos está asociada a la idea de democracia y a la de soberanía, entendida esta última en sentido clásico y por tanto referida a la autonomía del Estado, que se asocia a la garantía de los derechos sociales. No obstante, la compleja realidad nacional en España, así como las perspectivas de implantación y de crecimiento del propio partido, dificultaron la construcción de un discurso en torno a quién era el pueblo, a quién se aspiraba a representar y quién integraba la nación. Podemos y sus aliados en diversas comunidades autónomas, entre ellas Cataluña, asumieron que España era una nación de naciones con aspiraciones diversas, una asunción difícilmente compatible con la dialéctica pueblo-élites cuando el demos no es uno solo sino diversos y cuando las demandas y aspiraciones de los distintos demos son asimétricas. Podemos se ha enfrentado al reto de adaptar su populismo a las múltiples identidades nacionales existentes en España y lo ha hecho no solo mostrándose partidario del reconocimiento efectivo de la plurinacionalidad, sino también apoyando las aspiraciones secesionistas de catalanes y vascos. De ahí su compromiso con el derecho a la autodeterminación de Cataluña y su apoyo a la realización de un referéndum legal, si bien desde su acceso al gobierno ha matizado su postura. Este posicionamiento no solo ha sido una fuente de tensiones internas, sino que ha entrado en contradicción con el pretendido enfoque populista del partido y lo sitúa en una posición ambivalente en la fractura centro-periferia.
Hay que apuntar, sin embargo, que estas dificultades para imponer una lógica populista no han impedido, tal como han apuntado Vallespín y Bascuñán (2017), que Podemos haya conservado algunos elementos del populismo, como el lenguaje simplificador, la desconfianza hacia la democracia representativa, la retórica del pueblo con un antagonista definido y el manejo de nuevas capacidades de comunicación expresivas envueltas en racionalidad.
Por su parte, Ciudadanos es un partido surgido en 2006 como respuesta a la demanda de algunos sectores descontentos con la asunción de la agenda nacionalista por parte de los partidos de izquierdas (Rodríguez Teruel y Barrio, 2016). A pesar de su alianza coyuntural con el partido eurófobo Libertas en las elecciones europeas de 2009, Ciudadanos no puede ser considerado un partido populista, aunque se haya visto contagiado por el Zeitgeist populista, como les ha sucedido a otros muchos partidos europeos (Rooduijn et al., 2012). En este sentido, Ciudadanos fue uno de los primeros partidos en España, junto con Unión Pueblo y Democracia (UPyD), que ya incluso antes de la crisis económica y política denunciaba sistemáticamente la corrupción de los partidos establecidos, a quienes acusaba de tener complicidades para protegerse mutuamente, y abogaba por la idea de regeneración democrática. Este discurso, aunque surgió en Cataluña y respondía a una cuestión espetíficamente catalana, permitió a Ciudadanos a partir de 2014 (Barrio, 2017b, 2017c) extenderse al resto de España y presentarse junto a Podemos como un exponente de la nueva política. Sin llegar a asumir la dicotomía pueblo-élite propia del populismo, sí que buscaba -al igual que Podemos- superar la fractura izquierda-derecha y posicionarse en torno a la divisoria vieja-nueva política. Y aunque llegó a afirmar, al igual que algunos movimientos populistas, que no era ni de derechas ni de izquierdas, progresivamente se fue definiendo como un partido de centro. En su congreso celebrado en febrero de 2018, en coherencia con su adscripción internacional -es miembro de Alianza de Liberales y Demócratas por Europa-, optó por eliminar las referencias a la socialdemocracia de su ideario y definirse estrictamente como un partido liberal, con la expectativa de superar al PP como consecuencia de la fragmentación del espacio de derecha. A la vez acentuó su discurso beligerante con los nacionalismos periféricos, en particular contra el catalán, auspiciando una competición con el PP y con Vox en su defensa de la unidad de España. Tal y como algunos esperaban de él, Ciudadanos pasó de ser un partido de centro a convertirse en el Podemos de derechas. Su apoyo al PP en la moción de censura que lo desalojó del poder y, sobre todo, su negativa a formar un gobierno de coalición con el PSOE después de las elecciones generales de abril de 2019 -una coalición matemáticamente posible y que ideológicamente parecía viable-, certificaban ese cambio, que fue muy penalizado en las que el partido pasó de los 57 escaños obtenidos en las elecciones generales de abril a los 10 obtenidos en las de noviembre.
VOX, UN PARTIDO DE DERECHA RADICAL NO POPULISTA
El nacimiento de Vox, al igual que el de Podemos y el de Ciudadanos, se produjo en el contexto de apertura de la estructura de oportunidades políticas que tuvo lugar en 2014 y que se materializó en la presentación de candidaturas a las elecciones europeas de aquel año. Sin embargo, a diferencia de esos dos partidos, Vox no obtuvo representación ni en las elecciones europeas ni en ninguna otra después -con algunas excepciones a nivel local, como las municipales de 2015, cuando obtuvo unos pocos concejales- hasta las elecciones andaluzas de 2018, a pesar de haberse presentado a todas ellas de manera sistemática. Las elecciones andaluzas fueron las primeras que tuvieron lugar desde el desalojo del PP del gobierno central como consecuencia de la moción de censura, y también las primeras fuera de Cataluña después de la celebración del referéndum de autodeterminación ilegal del 1 de octubre, la declaración de independencia y la aplicación del artículo 155 de la Constitución española. A partir de ese momento, en un contexto de amenaza de la integridad territorial del Estado y con un PP muy debilitado, Vox se posicionó como principal garante y defensor de la unidad de España, experimentando un sustancial crecimiento, tanto desde el punto de vista organizativo como electoral (Barrio, 2019). Tras los buenos resultados obtenidos en Andalucía -donde no solo traspasó el umbral de representación, sino también el de relevancia al convertirse en fuerza imprescindible para decantar la mayoría-, Vox también consiguió estar representado en las Cortes Generales, tras las elecciones de abril de 2019, con 24 diputados en el Congreso. En algunas comunidades autónomas como Madrid o Murcia, y en algunos municipios como Madrid, también ha tenido acceso al umbral de relevancia. Así mismo obtuvo tres diputados en el Parlamento Europeo y, tras la repetición de las elecciones generales en noviembre de 2019, consiguió 57 escaños, convirtiéndose en la tercera fuerza política en España con 3 656 979 votos.
Vox es ante todo un partido nacionalista español que creció gracias al descontento político provocado por la crisis catalana. Su nacionalismo exacerbado nace de una preocupación vital por la unidad de España que se percibe amenazada por el nacionalismo catalán. Se muestra muy crítico con el desarrollo del modelo de descentralización política emanado de la Constitución de 1978 -el Estado de las Autonomías-, al que considera disfuncional, de generar gastos excesivos y de no haber sido capaz de integrar a los nacionalismos periféricos. Además, apuesta por la transformación de España en un Estado unitario, administrativamente descentralizado, que reconozca su pluralidad cultural, lingüística e institucional, pero haciendo hincapié en la hegemonía del castellano en el conjunto del territorio. Su defensa a ultranza de la unidad de España llega a plantear la ilegalización de las organizaciones políticas independentistas, lo que supone, aunque no se refiera a ello explícitamente, apostar por un modelo de democracia militante que el ordenamiento constitucional español no contempla. Propone un plan integral para difundir y proteger la identidad nacional haciendo gala de un nacionalismo exaltado, e incluso no reniega del denostado apelativo facha.
Su nacionalismo se acompaña de un componente tradicionalista, nativista y xenófobo, hostil a lo que define como ideología de género. Su tradicionalismo queda patente en la defensa del modelo de familia tradicional y en su concepción de la misma como una institución previa al Estado, así como en su rechazo al aborto o a las intervenciones de cambio de género. También ensalza tradiciones como los toros o la caza y defiende el cristianismo a ultranza. Es profundamente contrario al islam y plantea cerrar las mezquitas fundamentalistas al tiempo que exige el principio de reciprocidad para la apertura de lugares de culto, además de defender la exclusión de la enseñanza del islam en las escuelas. Asimismo, apuesta por la creación de una agencia de ayuda a las minorías cristianas amenazadas. Vincula la inmigración estrictamente a las necesidades económicas y se muestra partidario a la inmigración de origen hispano. Se muestra partidario de deportar a los inmigrantes ilegales y a los legales que cometan delitos graves, mostrándose favorable a impedir que los inmigrantes ilegales regularicen su situación y puedan acceder a ayudas públicas, así como de suprimir la institución del arraigo, que permite acelerar la regularización de las personas en situación irregular. Propone, al igual que Donad Trump para la frontera entre Estados Unidos y México, la construcción de un muro entre Ceuta y Melilla y Marruecos, y exige que sea sufragado por el propio Reino Alauita. Acusa al feminismo, del mismo modo que hacen otros movimientos de derecha radical, de promover la ideología de género y defiende la supresión de los organismos feministas. También propone la eliminación de las cuotas y defiende la derogación de la ley de la violencia de género por considerar que discrimina a los hombres, y sustituirla por una ley de violencia intrafamiliar en la que todos los miembros tengan el mismo tratamiento.
La seguridad es otra de las cuestiones prioritarias del partido. En este ámbito, propone el endurecimiento de las penas y de las condiciones de los condenados y plantea la supresión del espacio Schengen hasta que exista la garantía europea de que no será utilizado para eludir la justicia, en clara alusión a los políticos catalanes huidos al extranjero. Defiende además la cadena perpetua para los antiguos integrantes de la ya disuelta banda terrorista ETA y la inhabilitación de por vida para aquellas personas que la hayan apoyado o secundado sus distintas expresiones políticas. También ha defendido el derecho de las personas a ir armadas y a defender el hogar, e incluso a condecorar a los ciudadanos que maten o hieran a un criminal en su casa en legítima defensa.
Por otro lado, apoya la idea de regeneración democrática y propone la reforma del sistema electoral. Está a favor de un menor control de los partidos en la elaboración de las listas y de la eliminación de las cuotas, así como de endurecer el sistema de incompatibilidades y mejorar los mecanismos de control de los cargos públicos así como evitar la financiación pública de los partidos políticos. Del mismo modo, plantea la reducción del número de municipios y de representantes locales, además de apoyar la restricción del número de asesores políticos. Plantea que la designación de los miembros del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo sea por concurso de méritos y que este último tribunal asuma las funciones del Tribunal Constitucional, además de propugnar la eliminación del jurado popular.
Todos estos rasgos sitúan a Vox en la órbita de la derecha radical europea, como evidenció su participación en la cumbre de Coblenza en enero de 2017, en la que también participaron el Frente Nacional francés, Alternativa para Alemania o el Partido de la Libertad austriaco, con el objetivo de coordinar estrategias a nivel europeo. Sin embargo, no es un partido fervientemente antieuropeo ni esencialmente populista. De hecho, tras las elecciones europeas ingresó en el Grupo de Conservadores y Reformistas Europeos, distanciándose del intento, avalado por Steve Bannon, de formar un grupo unificado de derecha radical y euroescéptico bajo la dirección de Marine Le Pen y Matteo Salvini (Barrio, en prensa).
Su posición respecto a la Unión Europea es ambivalente. El Manifiesto Fundacional no contenía ninguna referencia -ni positiva ni negativa- a Europa, de lo que se deriva que no es una cuestión central para el partido. Su programa para las elecciones europeas de 2014 contenía una aspiración genérica a la mejora del funcionamiento institucional y de las políticas europeas, así como a la profundización democrática. A partir de 2015, coincidiendo con la crisis de los refugiados, Vox mostró su predilección por las posiciones del Grupo de Visegrado en materia migratoria y empezó a decantarse por un funcionamiento más intergubernamental de la Unión Europea y por un rechazo más explícito al supranacionalismo y a cualquier tipo de participación subestatal en las decisiones europeas. No obstante, no cuestiona la pertenencia de España a la UE, sino que aboga por transformarla desde dentro, como defendieron la mayor parte de partidos de derecha radical de cara a las elecciones de 2019. En su programa para estos comicios puso el énfasis en la garantía de la soberanía de los Estados, en su integridad territorial y en el mantenimiento de la singularidad cultural europea de matriz cristiana frente a la amenaza extranjera, así como en un endurecimiento de la política migratoria y de asilo, y la mejora de la política de seguridad y defensa.
Sin embargo, Vox carece del componente populista que suele acompañar a la derecha radical. Ciertamente impugna a los partidos establecidos y apela a la regeneración democrática y a la necesidad de llevar a cabo reformas institucionales ante la degradación que, a su juicio, ha provocado el estado de partidos, en especial a raíz de los escándalos de corrupción que han afectado a las grandes formaciones. Pero no cumple con el conjunto de requisitos que la literatura académica suele identificar con el populismo, en particular los que contempla la definición de Mudde (2004). No considera que existan dos grupos homogéneos, el pueblo virtuoso y la élite corrupta, ni enfatiza en la existencia de relaciones antagónicas entre ellos. No concibe la política como el resultado del antagonismo entre ambos grupos ni muestra predilección por la democracia directa por encima de otros instrumentos de la democracia liberal. Ni siquiera el énfasis en la idea de soberanía se vincula al pueblo, sino a España. No escapa, ciertamente, a un cierto contagio populista, como la mayoría de partidos en el mundo occidental -especialmente en lo que respecta a la voluntad moralizante de la vida política-, pero no es populista.
Vox es un caso singular de partido de derecha radical no populista, lo que permite mantener a España en el terreno de la excepcionalidad en cuanto al escaso arraigo del populismo. Su auge no se explica por la crisis económica y política de 2008 -aunque sí su nacimiento- sino por la crisis política que desencadenó la amenaza secesionista catalana a finales de 2017 y por la crisis del PP a partir de la primavera de 2018. Vox es un partido nacionalista español situado en la extrema derecha que crece no por su populismo, sino por su posición en las dos principales fracturas de la vida política española: fracturas plenamente vigentes y que en el último ciclo electoral, como ya sucediera durante la Segunda República, han tendido incluso a superponerse y a reforzarse mutuamente.
CONSIDERACIONES FINALES
En España, donde recientemente se ha dado una combinación de los factores que acostumbran a favorecer la emergencia del populismo -una crisis económica y una crisis de naturaleza política-, el populismo no ha arraigado, lo cual la convierte en una rara excepción en el ámbito de las democracias occidentales.
Históricamente los partidos populistas de derecha radical han tenido una implantación muy escasa y limitada al ámbito local. El rechazo a la herencia franquista, la moderación ideológica del electorado, las dificultades de acceder a las instituciones por un sistema electoral y, sobre todo, la presencia del PP, un partido que ha sido capaz de atraer a los electores que pueden ser calificados de populistas radicales, ha limitado su potencial crecimiento hasta hace muy poco.
Los partidos de naturaleza populista surgidos en distintas oleadas han tenido dificultades para implantarse a causa de la elevada institucionalización de los partidos y del sistema de partidos. Entre los nuevos partidos surgidos como consecuencia de la crisis, Podemos, un partido que se ha autodefinido como populista de acuerdo con la concepción de Laclau, no ha podido imponer su lógica y ha optado por adaptarse a la estructura de la competencia política en España a fin de competir con el PSOE en el espacio de izquierdas.
De igual modo, la existencia de una potente fractura nacional dificulta su concepción populista por la existencia de diversos demos. Ciudadanos, por su parte, aunque comparte con muchos partidos políticos populistas su crítica a los partidos establecidos y su voluntad regeneradora, no enfatiza en ningún otro aspecto que permita catalogarlo como populista, y más bien ha tendido a reafirmar su posición como partido liberal en la fractura izquierda-derecha y su posición contraria a los nacionalismos periféricos en la fractura nacional.
Finalmente, la reciente irrupción de Vox obliga a matizar la idea hasta hace poco aceptada de que España era inmune a la derecha radical. Su crecimiento, sin embargo, no se explica como consecuencia de la crisis económica o política, sino que más bien parece ser fruto de la crisis territorial desencadenada a raíz del intento de secesión del independentismo catalán y de la oportunidad que ofrece la fragmentación del espacio de derechas, así como por la creciente debilidad del PP. Comparte con la familia de partidos de derecha radical el nacionalismo, el tradicionalismo, el nativismo y el rechazo al feminismo, pero carece del componente populista. Ni tiene una visión dualista de la sociedad ni contrapone el pueblo a las élites. Tampoco se presenta como la voz del pueblo, ni muestra preferencia por instrumentos de democracia directa en detrimento de la democracia representativa, por lo que constituye un raro ejemplo de partido de derecha radical no populista. Enfatiza sobre todo el nacionalismo y su defensa de la unidad de España, dando primacía a una de las fracturas clásicas de la política española.
A pesar de la profunda transformación que ha experimentado recientemente el sistema de partidos en España, uno de los factores que suele favorecer el auge y la consolidación del populismo, la persistencia y la tendencia a la superposición de las fracturas políticas tradicionales -la izquierda-derecha y la nacional- han dificultado la implantación del populismo, definido de acuerdo con Mudde (2004) como el movimiento que considera que la sociedad está dividida en dos grupos antagónicos y homogéneos -el pueblo puro frente a una élite política- y que aspira a que la política sea expresión del deseo del pueblo.
SUMARIO
Introducción
¿Qué es el populismo, cómo surge y se consolida?
La limitada presencia de partidos populistas de derecha radical
Los nuevos partidos: Podemos y Ciudadanos
Vox, un partido de derecha radical no populista
Consideraciones finales
Referencias bibliográficas
Autor para correspondencia / Corresponding author. Astrid Barrio López. Departamento de Derecho Constitucional, Ciencia Política y de la Administración. Facultat de Dret. Avda. dels Tarongers s/n, 46022 Valencia (España).
Sugerencia de cita / Suggested citation. Barrio, A. (2020). El débil arraigo del populismo en España . Debats. Revista de cultura, poder y sociedad, 134(1), 233-246. DOI: http://doi.org/1 0.28939/iam.debats.134-1.14
NOTA BIOGRÁFICA
Astrid Barrio es profesora de Ciencia Política en la Universitat de Valencia. Es doctora en Ciencia Política por la Universitat Autónoma de Barcelona y DEA por el Institut d'Études Politiques de París (Sciences-Po). Su ámbito de investigación son los partidos, las elites políticas, los sistemas de partidos y el nacionalismo. Es autora de numerosos capítulos en distintos libros y ha publicado artículos en revistas como Ethnic and Racial Studies, Revista Española de Ciencia Política, Revista Española de Investigaciones Sociológicas, Comparative European Politics, South European Society and Politics o Mediterranean Politics, entre otras. Escribe regularmente en diferentes medios como El Periódico o La Vanguardia y es analista habitual en TV3, Catalunya Radio, La Ser, RAC1 y RTVE. Asimismo, es fundadora de Agenda Política y de la revista Política & Prosa. Toda su producción académica puede consultarse en: https://uv.academia. edu/AstridBarrio
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© 2020. This article is published under https://creativecommons.org/licenses/by-nc/4.0 (the “License”). Notwithstanding the ProQuest Terms and Conditions, you may use this content in accordance with the terms of the License.
Abstract
Este artículo analiza las razones por las cuales en España no ha arraigado el populismo a pesar de darse muchas de las condiciones asociadas al surgimiento y crecimiento de esta corriente política -una profunda crisis económica que se inició en 2008 y una crisis política vinculada a los escándalos de corrupción que afectaban a los principales partidos del sistema-. En nuestro país la extrema derecha tradicional es muy débil. Además, los nuevos partidos como Podemos o Ciudadanos no pueden ser considerados populistas; y Vox, aunque cumple con todos los requisitos para ser considerado un partido de derecha radical, se diferencia de su familia política en que no es populista. Se argumentará que esta ausencia de populismo se explica, sobre todo, por la preeminencia de las fracturas izquierda-derecha y nacional, características políticas tradicionales en torno a las cuales se articula la competencia política en España.