R. ARON: El marxismo de Marx; texto establecido y anotado por J. C. Casanova y C. Bachelier; París: Éditions des Falléis, 2002; 767 pp.
EL MARXISMO DE ARON
Los tiempos cambian y justameme ahora no hace faha ya excusarse para hablar de Marx. Aron, por su parte, pensaba de otra manera, él que a lo largo de toda su carrera no había cesado de frecuentar la obra de aquél. En los años que precedieron al mayo del 68, circulaba el rumor de que Aron daba en la Sorbona excelentes cursos sobre Marx y especialmente sobre El Capital. Pero esto no significaba que los estudiantes fuesen a escucharlo: preferían masivamente a Althusser, cuya lectura de Marx estaba ligada a un proyecto revolucionario y a una jerga científica que hoy nos haría sonreír; el sectarismo llegaba tan lejos que del opúsculo que Aron consagró entonces a este fenómeno, D'une Sainte Famille á l'autre, casi estaba prohibido realizar ninguna reseña en las revistas bienpensantes. Con la valiente iniciativa de publicar las notas de estos cursos, complementadas con las de otro curso profesado en el CoUége de France en 1976-77, Jean-Claude Casanova y Christian Bachelier nos permiten hoy juzgar estas piezas. Este gran volumen, que nos da una idea de lo que habría sido el libro sobre Marx que Aron tenía en proyecto escribir, nos muestra que éste era uno de los mejores conocedores de Marx de su época. Trasladándonos treinta o cuarenta años hacia el pasado, nos invita a tomar un poco de distancia con relación a nuestra actualidad, lo que no deja de tener un efecto estimulante.
Las primeras palabras de la obra tratan sobre la dificultad de hablar de Marx. El autor de El Capital no es, de hecho, un autor como otro cualquiera. En la época en que Aron escribía, el informe Kruschev tenía ya algunos años. Toda una parte del mundo se declaraba marxista, de tal manera que, en opinión de la mayoría, hablar de Marx suponía irremediablemente tomar posición sobre el tablero de la política. Aron, sin embargo, distinguía claramente su papel como redactor de Le Figaro y su papel como profesor en la Sorbona. El aula donde se impartían los cursos no era la plaza pública y un trabajo académico debía intentar olvidar las luchas partidistas. Si se desea ver cómo Aron ajusta cuentas con Sartre, Merleau Ponty o Althusser en tomo a la cuestión del marxismo, deberemos ir a otras obras. Aquí se trata de la obra de Marx y sólo de ella. Es el punto de vista del historiador, buscando saber lo que un autor ha dicho y lo que ha querido decir.
Regresar al texto no significa ignorar el trabajo de sus predecesores. La literatura concerniente a Marx es tan colosal que hay que distinguir en ella a marxistas, marxianos y marxólogos. Aron dedica un gran espacio a los numerosos debates suscitados por la obra de Marx después de su muerte, y cuando trata de Kautsky, de Lukacs o de Schumpeter siempre es el autor de El Capital el que hace de hilo conductor. La situación es, por otra parte, común: nadie se asombra, por ejemplo, en un libro sobre Kant, de ver cómo se comentan las interpretaciones que de él han hecho Hegel, Schopenhauer o Heidegger.
Un acontecimiento mayor en la recepción del pensamiento de Marx fue el descubrimiento de un conjunto de manuscritos de juventud que el autor había abandonado «a la crítica roedora de los ratones», entre los que destacan los Manuscritos de 1844, publicados por vez primera en 1927. Como apunta el título de su fragmento más célebre, el trabajo alienado, dichos manuscritos muestran, para el que no es todavía más que un joven hegeliano, el descubrimiento del mundo de la economía (el trabajo), aunque bajo un modo todavía filosófico (la aliena ción), y es por lo que se les ha dado el nombre de Manuscritos económico-filosóficos. Desde hace mucho el debate que dirige todas las interpretaciones gira sobre la relación entre las obras de juventud y las de madurez: ¿Marx era ante todo un filósofo o un economista? Antes de la aparición de los Manuscritos del 44, Lukacs había dado el modelo de la primera lectura, que admite diversas versiones y que era, por ejemplo, la de Sartre o la de Merleau Ponty.
La lectura de Aron, como en la misma época la de Althusser, reacciona contra esta tendencia a subestimar la obra del joven Marx. Ahí termina lo que ellas tienen en común y Aron se alinea al lado de Schumpeter, el economista que no quería ver en Marx más que un discípulo de Ricardo. No sostiene, por tanto, una posición original. Antes de nada, él insiste sobre el carácter inacabado de la obra de Marx. Y no solamente para el periodo que precede a 1848, que hemos transformado al utilizar unos manuscritos que su autor no había considerado dignos de ser publicados. Esto vale igualmente para las obras de madurez. Marx sólo publicó el primer libro de El Capital; los libros segundo y tercero fueron publicados después de su muerte por Engels y el libro cuarto por Kautsky; en 1939 fue publicada una versión preliminar (los Grundrisse), muy distinta de la que se disponía hasta entonces. La enorme cantidad de manuscritos, los diferentes planes sucesivos a los que corresponden, son para el intérprete una fuente de dificultades casi inextricables. Algunos se regocijaron al ver así asegurado su trabajo durante bastante tiempo; con la prudencia que le caracteriza, Aron prefería subrayar todo lo que una interpretación puede tener de azarosa en tales condiciones: ¿qué es, pues, lo que ha dicho Marx para que sea posible hacerle decir tantas cosas?
Esta puesta en guardia no le impide añadir su propia lectura a las ya disponibles. Contra Schumpeter, mantiene que Marx no es im economista como los otros: él se propuso escribir una crítica de la economía política; en esto reside la originalidad de su propuesta y toda la dificultad se resume entonces en comprender lo que hay que entender por ella. Una respuesta consiste en decir que la marcha del Capital, que va del valor al precio, reposa en la oposición entre esencia y apariencia, que no tiene ningún sentido para el economista; o también que la argumentación marxista, que quiere que el capitalismo sea condenado desde el presente en razón de las contradicciones que le son inherentes, remite a dos conceptos del valor, ya que la palabra no tiene el mismo sentido según se hable del valor de una mercancía o del valor de la fuerza de trabajo. En otra parte, contra los que sostienen una lectura filosófica, Aron hace valer que Marx, desde 1844, opera con dos conceptos de alienación, entendida como parte de la esencia humana o como fenómeno histórico -este segundo sentido sólo fue mantenido en las obras de madurez. La formulación posiblemente más clara de la lectura de Aron consiste sin embargo no en hacer de la crítica de la economía política ni filosofía ni economía sino sociología, puesto que, a diferencia del economista, el sociólogo está capacitado para dar un sentido a la oposición entre esencia y apariencia.
Ciertamente, todo esto no tiene el mismo peso en este grueso volumen y, por ejemplo, el argumento sobre el doble sentido de la alienación apenas no aparece. El resultado no es por ello menos destacable. La claridad y la modestia de estas lecciones constrasta singularmente con la densa nube de humo del althusserismo que florecía en aquella época. No se ve que los estudios marxianos hayan hecho grandes progresos desde entonces y nos permitimos pensar que este libro llegará a convertirse rápidamente en una obra de referencia. Aunque centrado en El Capital, cubre, sin embargo, el conjunto de la obra de Marx, no dejando al margen los escritos d ejuventud, a los que consagra la primera parte del libro; y añadiendo una tercera parte, titulada «el destino pósUx mo», que trata de los debates ulteriores a la muerte de Marx. Aquí reencontramos todas las valiosas aportaciones de exposición de Las grandes etapas del pensamiento sociológico. La plasticidad de espíritu, su capacidad para hacer abstracción de sus propias referencias y para presentar con cercanía a unos autores con los cuales no ha tenido nunca ninguna afinidad intelectual, puede hoy todavía servir de modelo. Destacable es la prudencia de Aron, que, lejos de imponer dogmáticamente la posición que defiende, nos subraya sobre todo su fragilidad.
Aparte de otros méritos intrínsecos, la obra viene a completar la imagen que puede hacerse de Aron. El opio de los intelectuales y otras obras polémicas le habían hecho pasar por un antimarxista. No se trata de convertirle en marxista, sino de ver que sus relaciones con Marx son de mucha más complejidad; no se trata sólo de reconocer en qué punto concreto Marx ha contado para él sino el profundo respeto que siente por el autor de El Capital, -y que no se extiende a los que se proclaman sus seguidores. Si Aron se incribe en la tradición liberal ilustrada por Tocqueville, no se debe olvidar que él ha leido El Capital antes que La democracia en América y que, según su propia confesión, es desde allí desde donde llega hasta aquí. Más todavía, su adhesión al liberalismo no le vuelve ciego a lo que discierne de verdad perdurable en la obra de Marx. Considera junto con Schumpeter que «todavía hoy, leer El Capital y entrenarse manejándolo es uno de los mejores métodos de formación de los economistas, haciendo abstracción de la cuestión de saber si los análisis esenciales de Marx son justos o falsos» (p. 386). Algunos estimarán que Aron, en este punto, es víctima de los prejuicios de su tiempo; y añadirán que su formación alemana pertenece a una época acabada, y no querrán retener más que sus conclusiones inglesas. Aunque nuestra mirada sobre Marx ha cambiado bastante, Aron no ha tenido que cambiar la opinión sin ilusiones, que siempre mantuvo, sobre el régimen soviético. Finalmente señala en la conclusión de su curso, nadie puede decir lo que Marx habría pensado en 1963. Hoy, treinta y cuarenta años después, esta obra de Aron aparece como un homenaje rendido al autor de El Capital y como una invitación a no interrarlo demasiado deprisa, puesto que uno de los grandes errores del siglo XX ha sido el querer enterrar el capitalismo demasiado deprisa.
MiCHEL BORDEAU
(traducción de Antonio Vallejos)
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