RESUMEN: Se analizan y discuten aspectos relacionados con la génesis y evolución de la mente humana. La discusión se organiza en tres apartados. En el primero, se describe y se defiende una aproximación semiótica de la cultura y de la mente humana; en el segundo, se señala que, generalmente, se le ha otorgado un rol casi exclusivo o preponderante a la biología en la formación de las capacidades intelectuales del ser humano, como opción de este exclusivismo biológico, se defiende la idea de un efecto conjunto de la cultura y la biología. En la parte final, se ponderan diferentes aspectos de las capacidades simbólicas que tanto filogenética como ontogenéticamente han sido decisivos en la formación de la mente humana moderna.
PALABRAS CLAVE: Capacidades simbólicas, cultura, evolución, lenguaje, mente humana.
ABSTRACT: Some aspects related to mind and culture evolution are discussed and analyzed. The arguments are organized in three parts. In the first part, a semiotic approach to human mind is presented. In the second, it is sustain that the constitution of intellectual capacities has been diminished in favor of a biological emphasis. Finally, it is claim that cultural and biological aspects should be taken into account in order to provide an integral-that is, interdisciplinary- view of human mind evolution.
KEYWORDS: Culture, evolution, human mind, language, symbolic abilities.
1. Introducción
Las ideas de Darwin, no obstante que su difusión ocurrió hacia la segunda mitad del siglo XIX, no sólo cobraron fuerza y aceptación en vida del propio naturalista inglés sino que su impacto e influencia aún continúa vigente en este nuevo milenio. No es de sorprender, las nociones darwinianas-al igual que las modernas ideas al respecto- sobre la evolución poseen un poder explicativo y heurístico imposible de soslayar. Sin embargo, en el enorme poder implícito en estas ideas radica, paradójicamente, también su debilidad o, mejor expresado, su desventaja como proyecto.
El impacto del concepto de evolución fue tal que no sólo la biología sintió sus efectos sino las ciencias naturales en general y, aún más importante para nuestra discusión, en las ciencias humanas o sociales. El inicio del siglo XX, vio el surgimiento de numerosos enfoques que consideraban que no sólo los organismos evolucionan sino también las sociedades y las culturas. Los autores con inclinación evolucionista conformaron un robusto frente que sostenía que los fenómenos culturales y sociales se modificaban de acuerdo con principios propios de una evolución biológica. Herbert Spencer y Edward Tylor, en Inglaterra o Henry Morgan, en Norteamérica ilustran fehacientemente esta aproximación. Esta tendencia por encontrar las raíces biológicas de la naturaleza humana fue tan vigorosa que generó una reacción contraria igualmente fornida. Los ambientalistas -por denominarlos genéricamente de algún modo pese a sus diferencias-optaron por ubicarse en el polo opuesto: los fenómenos humanos son producto del ambiente y/o de las circunstancias inmediatas. La versión ambientalista extrema la encontramos tanto en el conductismo metodológico de John Watson como en la versión radical de B. F. Skinner.
Una vez definidos dos frentes, los innatistas, por un lado y los ambientalistas, por el otro, la justa evaluación de los procesos tanto biológicos como socia les fue vulnerada por posiciones extremas. Por supuesto, Darwin no tiene la culpa de dichos fundamentalismos pero sin duda fue el influjo de sus ideas lo que forjó dichas posturas.
En este ensayo, no voy a adoptar -y mucho menos a defender- ninguno de los extremos mencionados pero sí voy a tratar de ponderar el papel que la cultura ha jugado en la constitución de la mente humana sin que ello implique el minimizar o pretender conjurar el peso de los factores biológicos. Para cumplir con este propósito, primero, voy a describir la postura semiótica tanto de la cultura como de la mente humana que voy a intentar sostener; segundo, voy a discutir la idea de otorgar un rol protagónico exclusivo a la biología en la evolución de la mente y, finalmente, trato de balancear los factores evolutivos y socioculturales que confluyeron para que ocurriera ese fascinante milagro que es la mente humana.
2. Cultura, mente y semiosis
Para poder analizar el papel de la cultura en la evolución humana o, más específicamente, en la constitución de la mente humana, es menester caracterizar, aunque fuese genéricamente, qué entendemos por la una y por la otra. Este tema ya lo desarrollé anteriormente en una discusión semejante (Medina Liberty, 2007a), por lo que no voy a repetir argumentos ni a citar ejemplos ya expuestos, empero, algunos aspectos relativos a la comprensión de la mente y la cultura no pueden ser excluidos sin vulnerar considerablemente los argumentos de la siguiente sección.
Indudablemente, pretender definir en este espacio la noción de cultura resultaría no tanto un acto de audacia sino de absoluta ingenuidad condenada a la futilidad. Desde el surgimiento formal de la antropología, por convocar a una de las disciplinas orientadas a su estudio, hasta nuestros días las definiciones y de la cultura conforman un archipiélago amorfo, extenso y en extremo complejo. Este paisaje se complejiza aún más si sumamos los esfuerzos teóricos de la sociología, la psicología o la economía. ¿Qué se puede hacer entonces? En otro espacio (Medina Liberty, 2003) señalé que la forma más honesta de tratar esta cuestión es asumiendo una postura específica y contrastarla-o, en su caso, enriquecerla- con posiciones diferentes o rivales.
Para tratar el concepto de cultura me gustaría recuperar varios elementos procedentes de otras disciplinas. De la antropología simbólica -deudora, a su vez, deWeber-, quisiera rescatar la propuesta de ver la cultura como una «red de significados » y de la psicología sociocultural de Vygotsky y de Bruner resulta pertinente la caracterización de la mente humana como una organización semiótica.
¿Qué es lo más característico de una cultura? ¿Cuál es el rasgo infaltable de lo cultural? A pesar de las diferencias, mayores o menores, entre las diferentes tradiciones conceptuales, existe un atributo que muestra omnipresencia en los estudios culturales: la convencionalidad. En efecto, aún cuando un autor intentara orientarse a la indagación de las constantes o las invariantes culturales-i.e. Leslie White o Lévi-Strauss- o pudiera sentirse inclinado hacia el relativismo -como lo hiciera Boas o su discípula Margaret Mead-, es indudable que en ambos horizontes se reconocería que la cultura contiene numerosos aspectos que se originaron convencionalmente, es decir, que surgieron como un acuerdo entre los miembros de una cultura dada. Naturalmente, el reconocimiento de este atributo no es un rasero que iguale a los autores, entre las diferentes tradiciones antropológicas el peso que recibe el reconocimiento de que un rasgo cultural sea convencional es, en realidad, nimio, especialmente si se ponderan sus respectivas diferencias teóricas. Para mi, empero, la propiedad de la convencionalidad es capital para comprender los fenómenos culturales y perentoria para la construcción de un marco de inteligibilidad que pudiese aglutinar a la antropología, la psicología y la sociología pero esto sería tema de otro orden discursivo.
En primer lugar, la noción de cultura no debería operar mediante la vaga referencia a un todo uniforme: un orden convencional no significa que el todo sea uniforme tan sólo señala un estado de cosas donde un colectivo ha aceptado, tácita o explícitamente, que una sociedad, un grupo, una familia o un estado de cosas sea de determinada manera y que posea un significado específico que es compartido por dicho colectivo. En segundo lugar, la cultura debe representar y acotar un contexto concreto, pero por concreto no me refiero a un ambiente físico, aunque, naturalmente, un estudio siempre tiene lugar en el tiempo y el espacio, sino a un contexto significativo, lo cual implica la exclusión de elementos irrelevantes, por físicos que fuesen (por ejemplo, personajes, objetos y elementos del entorno intrascendentes para la celebración de una ceremonia) y la consideración de otros como pertinentes (tales como la vestimenta, los utensilios, los artefactos y/o los personajes que, por motivos simbólicos, son indispensables para que se lleve a cabo, por ejemplo, un rito de iniciación). Finalmente, la cultura, aunque se aborde 'localmente' como señala Geertz, es «dialógica» o posee la cualidad de la «heteroglosia», para tomar prestados los términos de Bakhtin, ya que se conforma por diversos grupos de edad, profesión, religión, origen, clase, intereses, etcétera, todo lo cual implica diferentes valores, ideologías, tradiciones, rituales, formas de actuar o, para referirme nuevamente a Bakhtin, distintas voces.
En este sentido, la cultura viene a constituirse por las prácticas concretas de los miembros de la misma que se regulan de acuerdo a un orden de significación específico. Lo que posee significado en una cultura, por ejemplo, un simple gesto de fastidio o de ofensa, puede tener un sentido por entero distinto en otro grupo cultural. Cada grupo humano, comunidad, familia o pueblo gestan, desarrollan, mantienen y, en su caso, transforman los significados propios de dicho grupo, comunidad, familia o pueblo. Por ello, Geertz señala que:
«Hacer etnografía, es como tratar de leer un manuscrito extranjero, borroso, plagado de elipsis, de incoherencias, de sospechosas enmiendas y de comentarios tendenciosos y además escrito no en las grafías convencionales de representación sonora, sino en ejemplos volátiles de conducta modelada» (Geertz, 1973/2000b, p. 10).
El estudiar la cultura como un tejido de significación o como un texto, conlleva el propósito de conectar la acción con su sentido más que el comportamiento con sus determinantes. Es decir, no importa tanto el comportamiento observable como tal-los conductistas lo hicieron su objeto de estudio-sino el significado que éste tiene para quien lo manifiesta y para quienes lo interpretan. Justamente, este mundo simbólico es lo que separa al humano de los animales y le permite superar un determinismo puramente biológico. Para Geertz, la cultura es una de las condiciones de la evolución humana y no un mero resultado de ésta. Para orientarse en su entorno, el humano echa mano de innumerables fuentes simbólicas de significación debido a que las fuentes no simbólicas, como aquellas determinadas genética y biológicamente, no le son suficientes. Por ello, para Geertz la cultura subsana las carencias de la biología, por lo que no existiría naturaleza humana al margen de la cultura.
Interesantemente, un psicólogo ruso fallecido en 1934, Lev Vygotsky, desarrolló un conjunto de ideas sobre la mente humana que son altamente coherenÉNDOXA: tes con esta postura semiótica de la cultura. De hecho, la postura vygotskiana puede ser concebida como una aproximación semiótica de lo mental. Aquí me voy a referir a ciertas nociones esenciales ya que en otro escrito desarrollé con detalle las ideas vygotskianas (Medina Liberty, 2007b).
En el trabajo-como en cualquier otra actividad cotidiana-, el instrumento es un objeto que se interpone entre el sujeto de una acción u operación y el medio que se pretende transformar, es decir, media las acciones del humano sobre el entorno. Vygotsky se refiere a este tipo de utensilios como herramientas físicas y propone, por otro lado, que el pensamiento humano también emplea herramientas, pero éstas poseen un carácter psicológico: los signos o símbolos. Como lo señala Vygotsky, la analogía básica entre signo y herramienta descansa en la función mediadora que caracteriza a ambas. Las herramientas físicas, se interponen entre nuestras acciones y la naturaleza, mediando nuestra conducta sobre el medio y los objetos. El signo actúa como un instrumento de actividad psicológica, al igual que una herramienta lo hace en el trabajo. Más precisamente, «las herramientas son la esencia de la inteligencia» (Vygotsky, 1994, p. 101). Los símbolos, entonces, son instrumentos esencialmente psicológicos que median y regulan nuestra propia actividad intelectual al igual que nuestras relaciones con los demás durante los procesos de comunicación. Los símbolos, por decirlo de otro modo, son los utensilios primordiales de la conciencia y son proporcionados fundamentalmente por la cultura, por las personas que rodean al niño en desarrollo.
Para Vygotsky, el manejo de instrumentos era sumamente importante para el desarrollo, el sistema de actividad del niño está determinado, en cada etapa específica, tanto por el grado de desarrollo orgánico del niño como por su grado de dominio de los instrumentos. Su análisis comienza con el examen de estudios considerados ahora como «clásicos», como los realizados por Köhler y Bühler en los cuales se establecen parangones entre el comportamiento animal y el propio de niños pequeños. Vygotsky acepta que existen ciertas semejanzas en el manejo de instrumentos por parte de simios y de niños pequeños cuando se enfrentan a problemas de orden práctico, sin embargo, identifica una diferencia esencial: el uso de utensilios por parte de los simios es independiente de la actividad simbólica. Las invenciones de los monos respecto a la confección y uso de herramientas o el descubrimiento de rodeos para la solución de problemas, por ende, aunque constituyen indudablemente un pensamiento rudimentario pertenecen a una fase prelingüística de su desarrollo. Según Vygotsky, una verdadera comuÉNDOXA: nicación, entendida como intercambio de signos, sólo puede manifestarse cuando los participantes del intercambio comparten un sistema simbólico. Para que se de un acto comunicativo, se hace menester el significado, es decir, se tienen que poseer códigos compartidos o no habrá comunicación alguna.
3. Evolución y significado
Convendría detenernos un poco para analizar la naturaleza de los signos, ya que volveremos a ellos más adelante. Un signo o símbolo es enteramente arbitrario y convencional, porque su función de representación no es intrínseca o analógica. Las palabras «silla» o «jirafa», por ejemplo, representan a un mueble en el primer caso y a un animal en el segundo; en ambos casos, la relación representacional se estableció por mero convencionalismo. No hay reglas de analogía, contigüidad o semejanza que clarifiquen la connotación. La gran mayoría de las palabras cumplen su función representacional mediante la aceptación y el empleo de convenciones tácitas. En los símbolos, se manifiesta una total emancipación de éstos con respecto a sus referentes. No hay pertenencia inherente ni bases analógicas, su vínculo es arbitrario. Si es arbitrario o convencional, su naturaleza, por consecuencia, es social. No existen signos en la naturaleza ni se constituyen por generación espontánea, son una entera creación del ser cultural. El significado de un símbolo, es decir, el comprender su connotación, es una tarea que recae en el propio intérprete. Prácticamente, desde el nacimiento el ser humano se convierte en un dedicado exégeta del mundo simbólico que le rodea. Toda vez que nace un ser humano, éste llega a un medio que le preexiste y en el que, anticipadamente, se le ha asignado un papel. El niño, entonces, logra el dominio de su mundo y del papel de sus instrumentos físicos y semióticos, gracias a un proceso enteramente humano. Los adultos y, en general, todas las personas que rodean al niño, hacen explícito el orden implícito ya existente en el entorno humano y revelan continuamente la adecuación entre los diversos objetos y las acciones que les son propias, entre los distintos símbolos y sus significados. En suma, organizan el mundo para el niño por medio de la organización manifiesta de su propio contexto. La dinámica de esta labor de decodificación simbólica nos la explica Peirce, quien, a diferencia de Saussure, que desarrolló una semiología dicotómica, introdujo un tercer factor -además del símbolo y su referente- en el cálculo semiótico: el interpretante. En palabras del propio Peirce: «La relación triádica es genuina, es decir, sus tres miembros están unidos por ella de maneÉNDOXA: ra que no consista en ningún complejo de relaciones diádicas» (1988, p. 144); más adelante precisa que:
Un REPRESENTAMEN, es un objeto de una relación triádica. A un segundo, llamado su OBJETO, PARA un tercero, llamado un INTERPRETANTE, siendo esta relación triádica tal que el REPRESENTAMEN determina que su interpretante está en la misma relación triádica al mismo objeto para algún interpretante. (Ibid., p. 170; mayúsculas en el original).
Esto es, un referente (objeto, persona, cosa, evento, animal, etc.) podría ser representado por un símbolo mediante el vínculo arbitrario que el propio intérprete ha establecido. No puede existir un signo sin cosa u objeto designado. El símbolo siempre evoca algo más, nunca a sí mismo o dejaría de ser signo. Pero ese rol evocativo lo establece el intérprete. La acción de interpretar un signo -vincular un signo con su referente-sólo puede existir con la presencia de un intérprete, porque admitir, por ejemplo, que la palabra «círculo» representa a esa figura como una cualidad per se o como un unívoco e irrompible binomio, es absurdo. Se requiere de una conciencia-interpretante que admita y reconozca que el concepto «círculo» es adecuado para referir a esa figura. Ninguna connotación lingüística podría subsistir suspendida sobre sí misma, es una comunidad hablante concreta la que atribuye sentidos -o modifica- a las palabras. En suma, el significado de un signo emerge de la unidad-triangulación-entre el referente, el signo y el intérprete. La carencia de cualquiera de estos tres miembros de la unidad semiótica, significaría la omisión del significado. El cálculo semiótico necesariamente involucra los tres factores.
Por supuesto, la gran pregunta es: ¿Puede un primate operar dentro de este proceso semiótico? Responder esta interrogante, sin duda, nos ayudaría a entender porqué a lo largo de la línea evolutiva un grupo se desprendió del resto para culminar en el humano moderno.
Digámoslo así: un ser humano se convierte en tal al individualizarse y esto se logra mediante la guía de los patrones culturales característico de cada colectividad o formación cultural. Esto no es proceso biológico, aunque lo implica, sino un proceso simbólico. Para suscribir nuevamente a Geertz:
Convertirse en humano es convertirse en un individuo, y nos convertimos en individuos mediante la guía de patrones culturales, que son sistemas de significado históricamente constituidos con base en los cuales le damos forma, orden, sentido y dirección a nuestras vidas. Y estos patrones culturales no son generales sino específicos (Geertz, 1973/2000, p. 52).
Michael Tomasello señala la circunstancia de que 6 millones de años nos separan de los grandes simios y esto representa un período de tiempo relativamente corto desde un punto de vista evolutivo (Tomasello, 2000), especialmente cuando consideramos que los chimpancés y los humanos compartimos más del 98 por ciento de nuestro material genético. Esta circunstancia plantea un enigma temporal: para un lapso tan breve, resulta sumamente difícil-por no decir imposible- entender cómo pudieron evolucionar biológicamente nuestras capacidades cognitiva, una a una, necesarias para constituir al humano moderno. La creación y desarrollo de formas complejas de comunicación, el manejo fino de instrumentos, el rápido desarrollo del lenguaje, los procesos intelectuales superiores, las complejas formaciones sociales y culturales no pudieron ocurrir como un proceso biológico o evolutivo normal. La civilización humana ocupa apenas unos cuantos miles de años. ¿Cómo, entonces, podríamos comprender el hecho de que los humanos fueran capaces de crear todas estas formas complejas de existencia en el curso de unos cuantos milenios?
La única respuesta prudente a este enigma es la siguiente: la sorprendente y, en apariencia, ilimitada capacidad de los humanos para solucionar problemas, para crear avances tecnológicos, para generar y corregir conocimientos y, en suma, para adaptar el medio a sus necesidades, sólo pudieron ser el resultado de un modo evolutivo propio de nuestra especie: la transmisión cultural. La paleoantropología nos proporciona una evidencia abrumadora que sustenta la idea de que la transmisión cultural es un rasgo propiamente humano y que los primates apenas lo están arañando (véase, para una discusión detallada, a Lock y Peters, 1999).
De este modo, el ser humano no puede ser definido exclusivamente por sus capacidades biológicas, los factores culturales desempeñaron -y lo continúan haciendo-un rol esencial en la evolución del ser humano. La cultura es la totalidad acumulada de esas formas de transmisión simbólica o cultural y, por tanto, no es simplemente un ornamento de la existencia humana sino la condición esencial de ella; no hay tal cosa como naturaleza humana, dice Hertz, independiente de la cultura (op. cit., p. 49). Al ser la cultura un conjunto de formas sim bólicas constituidos convencionalmente, resulta insostenible la idea del ser humano como un ser que reacciona con base en propiedades genéticas y universales.
La dificultad, empero, no estriba en el reconocimiento de una influencia conjunta de biología y cultura, cualquier académico estaría, de entrada, de acuerdo con esta aseveración-de hecho, se suele analizar este problema como filogénesis y ortogénesis-, el problema es cómo estudiar dicho efecto compuesto.
De algún modo, la antropología simbólica y la psicología sociocultural han abierto una brecha en esta dirección al adoptar una aproximación semiótica a la cultura, en el primer caso, y a la mente, en el segundo.
4. Biología y cultura: Hacia un análisis integrativo
Cuando las diferentes disciplinas sociales se abocan al análisis de sus propias áreas temáticas como si éstas fuesen autónomas, terminan por proporcionar una visión «estratigráfica» del ser humano donde cada dominio de conocimiento no se integra a los otros sino que permanece como territorio cerrado. Una concepción estratigráfica de las relaciones entre los factores biológicos, psicológicos, sociales y culturales de la vida social, entonces, sería como una composición de «niveles», cada uno sobrepuesto sobre otro y sosteniendo, a su vez, otro por encima. Analizar al hombre de este modo, sería como desgajar una capa tras otra, cada una irreducible entre sí, revelando, en cada nivel, un estado de cosas diferente.
Uno de los encantos de una conceptualización más integral, es que garantiza que cada disciplina o campo de conocimiento pueda mantener su independencia y hegemonía intelectual; el gran quebranto, empero, estriba en que los diferentes dominios teóricos se conservan aislados y sin posibilidades, inmediatas o mediatas, de integración. «Una vez, nos advierte Geertz, que la cultura, la mente, la sociedad y el organismo han sido convertidos en «niveles» científicos independientes, completos y autónomos en sí mismos, es sumamente difícil juntarlos nuevamente» (Ibid., p. 41).
En virtud de que la elaboración de utensilios requiere de una destreza manual y de la capacidad de anticipación, por ejemplo, su constitución debe haber gene rado un desplazamiento en las presiones de la selección, de manera que pudieran favorecer el rápido crecimiento del cerebro anterior, así como con toda probabilidad favorecieron los progresos en la organización social, en la comunicación y en la regulación moral, fenómenos que tenemos razón para suponer que se produjeron también durante este período de superposición de cambios culturales y de cambios biológicos.
El proceso evolutivo del ser humano, insisto nuevamente en ello, no fue el resultado exclusivo de factores biológicos sino también, y de manera fundamental, de factores culturales. La cultura es el dominio de lo simbólico, un espacio que todavía permanece casi vedado a los primates y esto a pesar de los primatólogos han mostrado sorprendentes resultados respecto a las capacidades simbólicas de algunos monos (Medina Liberty, 2002).
Desafortunadamente, un análisis más integral donde confluyan biología, psicología y antropología, por mencionar sólo tres disciplinas pertinentes, no es actualmente más que la expresión de un deseo. Creo que la clave de este problema radica en atender cuidadosamente a la evidencia paleoantropológica e interpretarla de modo tal que nos permita hacer inferencias sólidas sobre cómo surgieron, en el horizonte evolutivo, las capacidades simbólicas que finalmente constituyeron el humano moderno. Trataré de ilustrar esta idea.
Consideremos el ejemplo de un comportamiento aparentemente simple como la preparación, por uno de nuestros remotos antepasados, de una roca para que posea características punzocortantes. La preparación de una roca requiere de que el picapedrero imagine o se forme una imagen del tipo de artefacto que va a elaborar para poder elegir el objeto más apropiado, en cuanto a forma y material, e irlo trabajando de acuerdo a cierto patrón a fin de obtener, precisamente, la herramienta deseada y no un objeto de características fortuitas y con propósitos inciertos. Una herramienta, por tanto, era el producto de una idea pensada por anticipado-en el plano mental o simbólico-e impuesta al material. Esto, naturalmente, es más evidente en los trabajos artísticos. Existe certeza de que entre los 40 o 30 mil años A.c., ya existía una distendida actividad artística presente en numerosos restos de huesos, esculturas y cuevas. Las expresiones artísticas son impensables sin una capacidad simbólica. Los restos líticos, por otro lado, del Homo habilis que datan de hace 2 o 3 millones de años y que muestran confecciones deliberadas o intencionales, ¿podrían haberse llevado a cabo en ausencia de representaciones mentales? ¿Podría una piedra con forma punzocortante haber sido el resultado de golpes aplicados al azar y sin un propósito? Estimo que ambas interrogantes solo podrían conseguir respuestas negativas.
Volvamos al caso de una punta de piedra afilada. Quien fuera a realizar el trabajo, tendría que sostener una roca con una mano mientras que con la otra sostiene otro utensilio, seguramente otra roca con cierta forma, con la que va a golpear a la primera. En la medida en que las lascas se van desprendiendo, es muy probable que el sujeto vaya evaluando la forma que se va logrando y dirija sus esfuerzos de tal modo que, finalmente, obtenga el objeto deseado. Este proceso requiere de una cuidadosa coordinación visual, motriz y propioceptiva, lo cual involucra la coordinación de diferentes regiones cerebrales durante el proceso. Se sabe que este tipo de habilidad, más compleja de lo que a primera vista pudiera parecer, se comenzó a manifestar hacia los 2 ó 3 millones de años, con el Homo habilis; hacia el 1 ó 2 millones de años, el Homo erectus empleó martillos de hueso y elaboró piezas más finas y detalladas. Es claro, entonces, que a lo largo de este periodo de 2 o 3 millones de años el cerebro humano se fue desarrollando conjuntamente con la complejidad de las acciones que los homínidos emprendían.
Ningún primate, arcaico o moderno, ha demostrado jamás una habilidad semejante para trabajar material alguno; igualmente, ningún primate ha mostrado un tamaño y complejidad cerebral equivalente a la de nuestros ancestros y, mucho menos, a la de los humanos modernos. Por ello, cuandoMarshack examina la evidencia paleolítica relativa al Homo habilis y al Homo erectus, señala que el empleo simultáneo de las dos manos para confeccionar diferentes artefactos implica:
la percepción separada de diferentes vías sensoriales, un manejo diferenciado de los materiales y una manipulación coordinada de los objetos sostenidos en las manos derecha e izquierda. Este proceso requiere de una continua retroalimentación y de evaluaciones y juicios sobre las diferentes acciones que se están llevando a cabo por cada mano. El proceso total, mediado por tanto por niveles visuales y táctiles, es conjuntamente evaluado por niveles corticales tanto del hemisferio derecho como del izquierdo (Marshack, 1985, p. 23).
Cuando Marshack analiza piezas «más modernas», como la placa de Blanchard, concluye que «como un fino trabajo de retoque, la piedra de Blanchard1 aparece al final de un largo periodo de desarrollo neurológico y cultural» (Ibid, p. 24; énfasis añadido).
Desde el marco de la psicología neurocognitiva, también se puede evaluar la evidencia paleolítica de un modo que confirma las ideas previas. Gibson, por ejemplo, señala el hecho de que una sola red neuronal no es capaz de percibir y procesar información sobre dos objetos simultáneamente (Gibson, 1998). De modo que el empleo o la elaboración de herramientas requiere, al menos, de la activación de dos redes neuronales (para el caso, se requiere de la activación de una red neuronal para las acciones de la mano izquierda y de otra red para aquellas de la mano derecha). «Entre mayor sea el número de unidades de procesamiento, mayor será número de las acciones motrices que potencialmente se podrían procesar al mismo tiempo» (Gibson, 1998, p. 260). Esto significa que en la medida en que las áreas de asociación neocorticales proporcionaran múltiples unidades de procesamiento sensorial y motriz, cabría esperar que un aumento en el tamaño de dichas áreas se correlacionaría con un aumento en la realización simultánea de acciones motoras o en la percepción de varios objetos y/o palabras.
¿Que se podría inferir de todo lo anterior? Primero, que el Homo habilis -y más evidentemente el Homo erectus- desarrolló habilidades que exigían el desarrollo conjunto de la organización cerebral, de manera que existe una relación directa entre la complejidad de una tarea y el nivel de desarrollo cortical alcanzado; y segundo, para completar acciones como el tallado de una piedra se hace menester cierto nivel de representación simbólica que es la que permite, justamente, la planeación o anticipación de un artefacto cualquiera. Aún más, la confección de herramientas es una tarea que se llevó a cabo en el contexto de un grupo. Segal señala que si alguien iba a elaborar una herramienta, debía tener, al menos, un conocimiento de las necesidades de su grupo, lo cual ayudaría a comprender la utilidad potencial de la confección de uno u otro utensilio.
Hacer una herramienta era un problema que debía resolverse dentro de una cultura primitiva. ¿Qué tipo de cognición deberían de poseer a fin de resolver este problema? ¿Cuál era el estado inicial del artífice paleolítico? Los individuos que elaboraban utensilios debían conocer en qué consistía un instrumento para cortar y picar y cuáles eran sus propiedades.
Lógicamente, este conocimiento tuvo que ser inventado a partir de la observación de cómo, en algún acontecimiento natural, unas piedras podían desgajar a otras, o bien, éste podría ser parte de los conocimientos del grupo. Es muy improbable que las herramientas tuvieran que ser inventadas frecuentemente. Seguramente la comunidad ya contaba con los conocimientos necesarios y de algún modo se los comunicaba al sujeto que tuviese que elaborar un utensilio (Segal, 1997, p. 26).
En efecto, resulta difícil suponer que un artífice diera formas definidas a las piedras, en el Homo Habilis, o a los huesos, en el Homo erectus, como resultado de una actividad solipsista. Es más razonable conjeturar que dicho sujeto formaba parte de un grupo, por pequeño, inestable o errabundo que fuese, y que dicho grupo combinaba los esfuerzos de sus miembros para alcanzar más eficazmente el logro de sus metas (i.e. preparar el terreno donde se establecería un refugio temporal, procurar la alimentación o elaborar armas para la caza o la defensa). También y como el propio Segal lo asienta, es dable suponer que la confección de herramientas no era una tarea que cada miembro reinventaba incesantemente cada vez que fuese necesario hacer una, más bien, dicha tarea fue perfeccionada con el tiempo; entre el Homo habilis y el Homo erectus existen notables diferencias, siendo los segundos mejores artífices. Esto presupone, necesariamente, un proceso de comunicación entre los miembros de un grupo de modo tal que la confección de instrumentos, entre otras actividades, no tenía que ser inventada una y otra vez; si cada actividad tuviera que ser creada de la nada, por azar o por ensayo y error, el ascenso del ser humano hubiera sido casi imposible o extremadamente más lento.
5. Algunas ideas finales (para recomenzar)
Para entender cabalmente el desarrollo del ser humano y, más específicamente, de la mente humana, no basta la circunscripción a la biología, la paleoantropología o la psicología como perspectivas independientes o estratificadas, se requiere, por lo contrario, de una aproximación más integral que pondere con seriedad las formas teóricas interpretativas mediante las cuales se ha analizado la evidencia arqueológica y paleoantropológica disponible.
Los paleoantropólogos, vamos a expresarlo así, deben considerar con más detenimiento la evidencia procedente de la psicología cognitiva y sociocultural e integrarla a los análisis propios; los psicólogos, por su parte, deben reflexionar con más cuidado sobre los datos que surgen de restos fósiles y/o arqueológicos. Ambos grupos de teóricos, empero, no deberían desprender sus análisis e interpretaciones del horizonte biológico evolutivo que ha operado como trasfondo obligado del desarrollo de la moderna mente humana.
La humildad y la benevolencia conceptual son, sin duda, propiedades que podrían ayudarnos a entender el maravilloso misterio de la cognición humana.
1 Marshack se refiere a una placa de hueso encontrada en el sitio de Blanchard, Francia, no lejos de Les Eyzies y cuya antigüedad se estima en 28,000 años a.c.; la placa muestra varias hileras o secuencias de incisiones elaboradas intencionalmente aunque su propósito sigue siendo motivo de polémicas.
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Recibido: 1/09/2009
Revisado: 29/09/2009
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