Griegos antiguos y alteridad. Pedro López Barja / Susana Reboreda Morillo (eds.). Fronteras e identidad en el mundo griego antiguo. Universidad de Santiago de Compostela / Universidad de Vigo, 2001, 300 pp.
Fronteras e identidad en el mundo griego antiguo fue el tema propuesto para la III Reunión de Historiadores que tuvo lugar en Santiago de Compostela y en Transalba (municipio de Amoeiro, Orense) los días 25 a 27 de septiembre de 2000. Dieciséis de las aportaciones que allí se presentaron aparecen ahora editadas por P. López Barja y S. Reboreda Morillo. El objeto de la III Reunión: «fronteras e identidad» fue deliberadamente amplio para poder dar así cabida a diversas investigaciones sobre la antigüedad griega. Las intervenciones se agrupan en cuatro grandes bloques: método y mito (i), Grecia y el bárbaro (ii), la identidad de hi polis (iii) y la identidad femenina (iv). Todos estos bloques presentan como vehículo conductor la identidad griega antigua y suponen un estudio de diversas manifestaciones identitarias helénicas durante el espacio de diez siglos de su historia, desde finales de la época «oscura» (siglos VIH y VII a. de n. e.) hasta el cénit de la dinastía antoniniana ya en pleno imperio romano.
El análisis de las expresiones de la identidad griega conforma una indagación acerca de sus propios límites y fronteras, tal como pone de relieve la primera de las intervenciones {Hécate y Asteria: aspectos de la concepción del espacio en la Teogonia hesiódica, de J. C. Bermejo Barrera), y resulta un ejercicio evocativo de imágenes sobre lo pensado, sentido e, inclusive, imaginado por aquellos griegos a lo largo de su historia. Estos mismos griegos concibieron un «nosotros» identitario enfrentado, en negativo, a un «otro» ajeno o extraño a ellos, que fiíe segregado y excluido. «La identidad -escribe J. Pascual González en Identidades y fronteras en Grecia central, p. 241- (constituye) el sentimiento por parte de un individuo de pertenecer a un grupo social... con el que comparte determinados rasgos, valores o símbolos... (y) se caracteriza, en primer lugar, por la autopercepción y, en segundo, por la adscripción... Los miembros de una determinada colectividad social se identifican a sí mismos como parte del grupo y poseen un sentimiento autoconsciente y autodeterminado de tener en común ciertos elementos».
Desde la consolidación del etnocentrismo griego, fenómeno que tiene que ver sobremanera con el efecto que provocó la victoria panhelénica sobre los persas en las Guerras Médicas, existía en Grecia una identidad racial {ethné) en un sentido amplio (explica con cierto detenimiento J. Gallego En los márgenes de la igualdad: figuras del bárbaro en la Atenas democrática). Hay una fí/'w/universal de los griegos (frente a la miríada de hordas bárbaras), junto con la propia que servía para distinguir a los pueblos griegos {ethné de dorios frente a la de jonios) y a ello había que sumar cada ethné «política » o políada, de cada ciudad o polis en particular (atenienses frente a corintios, argivos o megarenses, por ejemplo), mas la raza de mujeres -de que habla el poeta Hesíodo- que coexistía junto los hombres.
Sin duda, la forma identitaria que poseyó mayor relieve e importancia en la antigua Grecia fue la que adscribía a cada griego a nm polis, a pesar de que la identidad cívica era, en principio y salvando excepciones de particular concesión de la ciudadanía, beneficio exclusivo de la clase de privilegiados varones que habían de ser hijos de la ciudad, es decir, hombres autóctonos y libres, dedicados tanto a «lo privado» {ídios) como a la eminente actividad «pública» o comunitaria {demósios) -sic. intervención de A. Iriarte, Fronteras intramuros en el Económico de Jenofonte-. La pertenencia a una ciudad se erigió de esta suerte en la auténtica pantalla identitaria, como no podía ser de otro modo, dado que el mundo de la vida helénica transcurre en el marco del espacio cívico, en la polis como auténtico universo o kósmos (de acuerdo al significado primigenio de dicha palabra). Incluso cuando este mundo no existe, en el tiempo de la ciudad helenística, portavoces de la Segunda Sofística como Plutarco, Dión Crisóstomo y Elio Arístides reivindican la tradición helénica, una tradición que condensan en torno a la politiká como forma de educación o paideía, y como fuente de actualización a los tiempos que ellos vivían -bajo la égida de Roma- de la antigua libertad: la autonomía (M.* J. Hidalgo de la Vega, Identidad griega y poder romano en el alto imperio: fronteras en los espacios culturales e ideolócos). A mediados del siglo II de n. e., Elio Arístides es capaz de defender estos valores por encima, según decía, del superficial y vano «amor a las piedras y adicción a los baños públicos» {Orat. XXXIII, 25, cit. p.l53); éste era el pobre espíritu de los ciudadanos de la provincia romana del Asia (esmirnios, efesios y pergamenses) a los que alecciona; había, si bien, una velada crítica a la pretendida heredera de la paideía, Roma. ¿Era este el precio que debían pagar los ciudadanos orientales del imperio, bajo garantía de paz, seguridad y prosperidad?
Heródoto había resumido en tres los rasgos definitorios del sentido helénico: raza, lengua y costumbre {nomos). E J. Gómez Espelosín en Los límites de Grecia en la Geografía griega pone de relieve que los griegos concibieron además otro criterio definitorio de la helenidad: el territorio. Naturalmente que hubo un territorio físico que ocupó Grecia y en el que se asentaron los pueblos griegos; sin embargo, el problema de saber cuáles fueron sus fronteras se corresponde más bien a un planteamiento de la moderna investigación, puesto que en las fuentes geográficas griegas no se adivina ningún planeamiento o trazado de líneas al más puro estilo del mapa que hoy conocemos. La intervención de F. J. González García sobre La geografía de los reinos de Argos y Micenas en el «Catalogo de las Naves» evidencia dicho problema de mirada: el presupuesto o punto de partida errático de los investigadores que se afanan en intentar construir una geografía de la Hélade que se corresponda a la época tardomicénica y «oscura». Partiendo de la atenta lectura del Canto II de la lUada obvian considerar la virtualidad de una geografía mítica y, por consiguiente, imaginada, más que una geografía física o real (la que se corresponde con los registros arqueológicos hallados).
El nombre Helias (Grecia) resulta intercambiable con el de «Atenas» en el Libro VII de la Historia herodotea, es decir, desde que la ciudad ática vence a los persas en la batalla naval de Salamina. La Hélade es hipóstasis del imperio ateniense, y por ende Atenas es la escuela de Grecia según enunció Tucídides. Este protagonismo didascálico revierte en la noción de tradición helénica como paideia en las fuentes del siglo IV a. de n. e., como en el orador Isócrates o el historiador Éforo -imagen de Grecia que reaparece en la tornasolada interpretación de Plutarco, Dión Crisóstomo y Elio Arístides, destacada arriba-.
Tenemos que volver a la identidad «política». La polis marcó la diferencia respecto a lo que resultaba extraño a ella, según se dijo, respecto al «otro» como extranjero, ya fuera el griego {xenos) como el no griego {barbaros). En la imagen ideológica del Menéxeno o, máxime, de la República, Platón sienta la política de la amistad (philía) con el hermano griego; solamente respecto de un griego cabía pensar en puridad la institución de la hospitalidad (xenía) y solamente respecto a un bárbaro, la guerra en sentido propio. Con igual propiedad cabría establecer relaciones y pactos o acuerdos entre las póleis entre sí, ya fueran de naturaleza militar {symmmachia) o estrictamente religiosa {anphictionía). No significa que en realidad no hubiera intercambios entre griegos y bárbaros, ni que las relaciones entre las distintas póleis helénicas fueran por los cauces de lo pacífico sino que más bien sucedía lo contrario. Las intervenciones de M. V. García Quíntela {Tales de Mileto en Heródoto, en la fírontera de saberes y culturas), A. Domínguez Monedero {Fronteras e intercambio cultural en el mundo griego colonial), C. Fornis {Identidad corintia e identidad argiva en la «unión» de 392-386 a. de n. e.), A. Lozano {Estratonicea de Caria: la pervivencia de elemento anatólicos en una polis griega), S. Reboreda Morillo {Delfos: fronteras entre póleis e identidad helénica) y E J. Fernández Nieto {Frontera como barrera: el valor religiosos y mágico del limite en la cultura griega) dan buena cuenta de ello. Tales es el sabio milesio que ha bebido de la sabiduría de los bárbaros (las culturas egipcia y mesopotámica) y se erige en defensor de una política de acercamiento con el persa, postura pro médica que granjeaba a Mileto la posibilidad de ostentar una situación hegemónica a mediados del siglo VI a. de n. e. en toda la zona lidia y jonia. Mileto esgrimió una política de alianza con el bárbaro que ulteriormente será retomada por otras ciudades que pactan y se alian con el «despotismo oriental» -Esparta es el ejemplo más conspicuo-. La hegemonía de unz polis condiciona la geopolítica de alianza y relaciones de las demás; C. Fornis analiza dicha situación tal y como parece desprenderse principalmente de la fuente jenofontea (pro oligárquica y filolaconia) para la supuesta unión de las ciudades de Argos y Corinto a comienzos del siglo IV a. de n. e., una derivación más del enfrentamiento entre espartanos y atenienses, en un tiempo en que Atenas ya había salido derrotada de la Guerra del Peloponeso. Hay fundadas razones para pensar que existía una «circulación de élites» que fiíe lo que permitiría a un ateniense, a un espartano, a un corintio, incluso, a un persa confraternizar y estar unidos, y que demuestra que las oligarquías eran fuente del primitivo cosmopolitismo: el ejemplo de Alcibíades constituye el mejor exponente, el noble ateniense que da el salto a la aristocrática Esparta y termina sus días viviendo en Persia. Esas mismas élites fueron las recipiendarias de la hospitalidad, de la protección del extranjero en tierras extrañas y las artífices de las uniones «interpolíticas» como la anfictionía deifica. El santuario apolíneo de la ciudad de Delfos llegó a congregar a todas las póleis y gozó de prestigio, incluso, entre los bárbaros (egipcios, persas y romanos). Como explica S. Reboreda Morillo la misión del oráculo pírico constituyó un instrumento de acercamiento hacia el «otro» griego o no griego, al menos en el nivel de las élites; entre zonas fronterizas vecinas, desarrolla F. J. Fernández Nieto, los santuarios desempeñaron este papel integrador. Por su parte, las ciudades coloniales eran las mejor situadas para comprobar el contraste que se establece entre mundo civilizado (polis) y naturaleza salvaje, bárbara, la tierra liminal o de los confines (schatid); A. Domínguez Monedero manifiesta que la radical diferencia a priori entre «orden» y «mundo caótico» termina por disolver dichas fronteras en un acercamiento y contacto entre griegos y nativos, lo que se verificó a todos los niveles (intercambios económicos, intelectivos y espirituales). Destaca en su intervención A. Lozano que una política civilizatoria como la llevada a cabo de forma sistemática por los seleúcidas en la zona de Caria -siglos III y II a. de n. e.- fue capaz ciertamente de «depurar» los elementos anatolios que se encontraban todavía presentes en las costumbres sociales, religiosas y el lenguaje, en la región donde lucía el fabuloso Mausoleo emplazado en las inmediaciones de Halicarnaso; aun así, el sincretismo y las reminiscencias antiguas locales consiguieron pervivir más allá de los centros carios «urbanizados».
El sofista Antifonte pudo percatarse de que la articulación de la propia constitución políada, los usos y costumbres de la ciudad (nomos) no era más que producto del mero artificio e invención de los hombres, de modo que ser bárbaro o ser griego fue el resultado de «complicar» la igualdad de nacimiento o naturaleza (ph_sis). J. Gallego en la intervención destacada antes {En los márgenes de la igualdad: figuras del bárbaro en la Atenas democrática) considera que seguramente Heródoto tuvo razón en cifrar el milagro griego en la democracia {isonomid) del Siglo de Pericles; frente a la proporcionada democracia ática se hallaba el desmesurado imperio persa en donde el rey y señor aparece como el único sujeto libre frente a todos sus subditos a él sometidos. Mientras tanto, aquélla ciudad que ganaba esplendor lo hacía a costa de los tributos que recaudaba a sus aliados de la Liga antibárbara de Délos. No se puede soslayar el hecho de que cultura (paideía), democracia y libertad {eleutherid) se cimentaron sobre el imperio ático, y por más que Atenas hubiera logrado profundizar el sistema poliárquico hacia el gobierno de «los muchos» {ho pollot), \a. polis democrática no había dejado de ser esa sociedad únicamente abierta a sus amigos. La resonancia de la sofística, en el sentido de la opinión vertida por el ateniense Antifonte, sólo encontraría eco en el período helenístico con el naturalismo cínico, la ética epicúrea y el humanismo estoico -la intervención de A. Fernández Canosa, Transformando identidades: Jesús el cínico trata de establecer una crítica a las aportaciones del Jesús Seminar de la Pacific School of Religión de la Universidad de Berkley, California-.
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