RESUMEN
Este artículo reflexiona sobre el papel de la teoría y el método en la Historia, entendida como una construcción social y discursiva, así como sobre la importancia creciente de la divulgación de la Historia como ciencia compleja y reflexiva. Asimismo, presenta las líneas fundamentales de los artículos que le siguen y que conformaron la mesa redonda «Nuevas formas de hacer Historia: apuntes teóricos», que se celebró el 21 de mayo de 2008, dentro del VII Encuentro de Jóvenes Investigadores de Historia Antigua de la Universidad Complutense de Madrid.
PALABRAS CLAVE:
Teorla, método, construcción, tendencias históricas, divulgación.
ABSTRACT
This article, on the one hand, deals with the role of theory and methodology in History, discipline which is understood as a social and discursive construction. On the other hand, it tries to show the growing importance of the spreading of History as a complex and reflexive science. Likewise, it introduces the principal ideas of articles which follow it. These articles constitute the panel «New forms of making History: theoretical sketches», which was held on 21st May 2008, in the frame of the 7th Meeting of Young Researchers in Ancient History (Complutense University, Madrid).
KEYWORDS:
Theory, methodology, construction, historical trends, spreading.
El 21 de Mayo de 2008 tuvo lugar en la Facultad de Geografía e Historia de la UCM una mesa redonda, que tuve el placer de conducir, bajo el título «Nuevas formas de hacer Historia: apuntes teóricos», dentro del VII Encuentro de Jóvenes Investigadores de Historia Antigua de la Universidad Complutense de Madrid. El espíritu de dicha mesa pretendía ser -y creo que se consiguió- fresco, dinámico y sincero. No se trataba de hablar de teoría para historiadores del pensamiento o filósofos de la historia -o no sólo-, sino acercar la teoría, esa gran olvidada, al quehacer cotidiano del historiador y, lo que es tan importante, al lector, al estudiante, al interesado en la historia al que con suerte le llegan las conclusiones de nuestro trabajo, pero casi nunca el proceso del mismo y, por tanto, concibe la teoría como un ente abstracto ajeno a la realidad de los datos y los hechos.
Desmontar esta imagen tópica de lo teórico fue la primera razón para organizar una mesa redonda sobre el tema. La teoría es imprescindible para hacer Historia y, sin embargo, tiende a pasar desapercibida, cuando no es ninguneada o, directamente, despreciada. Todos hemos oído que para hacer Historia basta con recoger datos, ordenarlos y dejarse arrastrar por la fuerza de la evidencia. Ahora bien, ¿acaso los datos hablan? ¿Y se reconocen a sí mismos, se diferencian de aquello que no lo son, se recogen solos, se agrupan por filas, por columnas, en un orden dado por la naturaleza e imperturbable? Formulada así la pregunta, la respuesta es obvia pero, lamentablemente, la pregunta no suele presentarse de este modo y, lo que es más preocupante, ni siquiera es común la conciencia de que es necesario plantearla de alguna manera.
Cada vez es más evidente para quienes nos dedicamos a la Historia que ésta no avanza gracias a los nuevos descubrimientos de objetos maravillosos o textos perdidos, sino gracias a las preguntas, porque sin preguntas nuevas no sería posible construir conocimiento, objetivo de cualquier ciencia, sino simplemente repetir lo ya dicho, como en una letanía condenada a la reiteración sin sentido. En Historia no hay prácticamente nada que podamos probar a la manera tradicional de las llamadas ciencias puras. No contamos con probetas que demuestren nuestras teorías sobre los procesos sociales, ni podemos reproducir en un laboratorio las condiciones exactas que nos permitan recuperar un acontecimiento y estudiar su estructura, ni podemos estar seguros de cuáles son todos los componentes de un hecho y desmenuzarlos hasta hallar su orden interno. Los intentos por conseguir algo semejante a una ciencia 'dura' han conducido a lo que Flanery (1973) calificó como las 'Leyes de Mickey Mouse', es decir, comprobaciones tan obvias que no aportaban nada ni a la Historia ni al conocimiento, por muy generalista que éste sea. ¿Puede un historiador limitarse a analizar los pesos y medidas de, por ejemplo, una acuñación monetaria? ¿Le basta con analizar qué presión es la necesaria para dibujar las líneas que forman la silueta de una lechuza sobre una cantidad x de plata, o delimitar con precisión las proporciones de una aleación? Sin duda son datos necesarios, pero no lo son por sí mismos, sino por lo que aportan a un análisis ulterior, a un estudio de los procesos sociales en los que dichas monedas se acuñaron, tuvieron sentido, ocuparon un lugar dentro del entramado político-económico y socio-ideológico de determinados pueblos. Y un estudio de este tipo necesita de preguntas, de nuevas formulaciones, de indagaciones diferentes a las ya realizadas, matizadas por intereses que antes no existían o no eran prioritarios.
De este modo, por ejemplo, la efervescencia nacionalista y étnica que siguió a la II Guerra Mundial, y que tantos noticiarios ocupa en nuestros días, es una de las causas de que los historiadores de la Antigüedad nos preguntemos, cada vez con mayor insistencia, por los orígenes de los procesos identitarios, sus formas de desarrollo y adaptación, los cambios que provoca la asunción de una identidad opositiva u otra agregativa, las diferencias y similitudes entre grupos identitarios y grupos étnicos, las posibilidades de análisis de la identidad/etnicidad desde la arqueología, etc. (Siapkas 2003; Hall 1997 y 2002; Jones 1997; Rowlands 1994; Jenkins 1997; Malkin 2001; Cardete 2004; 2005; 2007; 2009). Todas estas preguntas, tan consustanciales a la reflexión presente de gran parte de los historiadores de la Antigüedad, no son algo propio de la disciplina histórica y, de hecho, no han tenido mayor relevancia hasta los años 80 del siglo pasado. Es decir, no entraron en la agenda histórica hasta que la identidad y la etnicidad no se convirtieron en una fuente de preguntas inagotables que miraba hacia el pasado en busca de nuevas respuestas.
Así que, preguntémonos: ¿Qué es la Historia? ¿Cómo se hace? ¿Para qué sirve? Tendemos a pensar que tenemos muy claras las respuestas, que son tan obvias las contestaciones que no merece la pena detenerse en ello y, sin embargo, la reflexión sobre nuestra disciplina, sus métodos de construcción y su finalidad debería ser continua e inagotable. ¿Qué diferencia existe entre dato y hecho? ¿Qué buscamos? ¿Encontramos o construimos? ¿Cuál es nuestra responsabilidad en el proceso de construcción de la memoria? En el momento en el que empezamos a preguntar no hay final posible, sino la continua indagación, como demuestran los múltiples interrogantes que se lanzaron en esta mesa redonda, y las simplificaciones en las que los datos hablan y los historiadores nos limitamos a recogerlos y exponerlos pierden todo significado.
Se impone, pues, una reflexión teórica que contribuya a evidenciar los fines y los medios de nuestra investigación, el cómo, el porqué y el para qué, de modo que quienes nos lean sepan qué pueden encontrar en nuestro trabajo. Presentarnos como garantes de la Verdad es sólo una forma de engañarnos a nosotros mismos y a quienes nos escuchan. Explicitar qué buscamos, cómo lo buscamos, de qué premisas partimos, qué nos interesa y por qué requiere obligatoriamente una reflexión teórica. No hace falta llegar a altas cotas de sofisticación filosófica para tener claros cuáles son nuestros parámetros de trabajo y los métodos que empleamos, ni siquiera encuadrarse claramente en una tendencia ya dada. Pero negar nuestra ineludible relación con la teoría no conduce sino a la negación de nuestro propio trabajo como historiadores.
Y la Historia en concreto y las Humanidades en general han tendido bastante hacia el peligroso camino de la negación. Es de todos sabido que desde el positivismo decimonónico hasta la actualidad las corrientes históricas han sufrido muchos cambios, muchos más que los historiadores mismos. Pero tras la II Guerra Mundial la eclosión ha sido imparable y, bajo el paraguas del posmodernismo, ha afectado a todas las expresiones culturales (Plácido 2005; Fernández 2006; Bauman 2004; Anderson 2000; Grant 2001; Heise 2004; Hodder 2001).
Las Humanidades han reaccionado ambivalentemente al cambio, tan pronto entusiasmadas como recelosas. Dentro del ámbito histórico, la Prehistoria ha sido una de las ramas más avezadas en lo que a discusión teórica y metodológica se refiere. Sin embargo, buena parte de la Historia Antigua aún continúa aferrada a presupuestos clasicistas que consideran estéril o incluso contraproducente el cuestionamiento de los postulados tradicionales o su renovación. Buena prueba de ello es la batalla librada contra el posmodernismo. Una de las críticas más directas que el posmodernismo ha esgrimido contra la tradición histórica es, precisamente, la imposibilidad de hacer Historia sin referentes teóricos y la necesidad de reconstruir los discursos (mensajes dominantes que se hacen pasar por inocentes) para no disfrazarlos de objetividad, para no naturalizarlos. Por lo tanto, nuestra conciencia como historiadores debe partir de una reflexión sobre aquello que nos es propia, la teoría histórica y/o arqueológica, concebida no como una entidad filosófica cuya comprensión queda reservada a unos pocos elegidos, sino como la fijación metódica de la práctica. Las nuevas corrientes abogan por una reflexión teórica y metodológica siempre sometida a revisión, perfeccionamiento y cambio, en una continua retroalimentación en la que una no puede existir sin la otra y viceversa.
La dicotomía artificial alimentada por la Ilustración y, posteriormente, por el Romanticismo, que separaba objetividad y subjetividad atribuyendo a la una o a la otra, dependiendo de la época, virtudes o defectos capitales no tiene ya sentido una vez que ha sido desvelada. No se trata de juzgar las elecciones de nuestros antepasados y culparles de deformaciones y manipulaciones, sino de ser capaces de descubrir el discurso, analizarlo y extraer conocimiento de él, pero conocimiento crítico, no adoctrinamiento. Negar la existencia de los discursos y la influencia que tienen en la conformación del pensamiento no hace que dicha influencia desaparezca, sino que la oculta, haciéndola peligrosa, cuando al reconocerla podemos transformarla en conocimiento. No se trata, pues, de aceptarlo todo, sino de ser capaces de analizar con pensamiento crítico tanto el pasado como nuestro propio trabajo presente.
Uno de los grandes problemas que ha fomentado la postura tradicionalista es la separación entre Historia Antigua y Arqueología, entre fuentes literarias y fuentes arqueológicas. Los historiadores de la Antigüedad y los arqueólogos tradicionalistas se encierran en sus respectivas especialidades obviando la influencia decisiva que la una tiene sobre la otra. ¿Podemos concebir la Arqueología sin Historia? ¿Se puede hacer Historia Antigua obviando las fuentes arqueológicas? Evidentemente, las respuestas pueden ser afirmativas, pero hay que ser conscientes de los riesgos que entraña la afirmación, especialmente del empobrecimiento al que conduce.
Fruto de esta dicotomía artificial es la idea de que las fuentes literarias hablan directamente a quien las lee mientras que las arqueológicas se interpretan, lo cual ha conducido a lo que Anthony Snodgrass llamaba la 'falacia positivista': igualar lo que es observable arqueológicamente con lo que es significativo históricamente (Snodgrass 1990: 50-51; Hall 1991: 157; Insoll 2001: 1-10). Y ha provocado también que, cuando las fuentes arqueológicas y las literarias se contradicen en un esquema interpretativo, no se piense en modificar el esquema teórico -cuya existencia los clasicistas no suelen aceptar-, sino en cuestionar la fuente, cada uno desde su lado.
En el caso de las fuentes literarias, es común el creer que, como están escritas en un lenguaje que somos capaces de entender, no es necesaria más traducción que la lingüística, obviando la contextual. Sin embargo, es necesario que seamos conscientes de que los contextos de producción antigua y de reproducción actual son totalmente distintos. ¿Cómo podemos equiparar sociedades prácticamente iletradas con otras en las que la escritura es tan frecuente y necesaria para la vida cotidiana que ni se cuestiona?
La Arqueología no es la única respuesta. Igualmente falaz es, pues, la idea de que la propia existencia física del objeto convierte su mensaje en verdadero, frente a la malinterpretación a la que pueden dar lugar los textos. Y es falaz porque no debemos confundir significado y significante. Que un objeto exista no quiere decir a priori nada más que eso. Las implicaciones de su existencia ya entran en lo interpretativo.
Ambos clichés, fuertemente asentados en nuestras disciplinas humanísticas, han entronizado el tópico de que la Historia no se construye, sino que solamente se compila, convirtiendo a los historiadores en ratones de biblioteca ansiosos de confirmar una fecha más.
Esta mesa redonda fue, por tanto, una buena oportunidad de debatir sobre estos y otros muchos aspectos que incumben no sólo a los grandes teóricos, sino a cada uno de nosotros en nuestro trabajo cotidiano. Y tanto las diversas ponencias como, sobre todo, el debate posterior, arrojaron interesantes conclusiones.
Así, de la mano de Ricardo del Molino -«Historia Antigua e Historia de la relación entre Antigüedad Clásica e ideologías políticas: apuntes para una convivencia necesaria»- somos conscientes de la importancia que el mundo greco-romano tuvo en la formación de los diferentes estados en el siglo XIX y, por lo tanto, del cordón umbilical que nos une al pasado, de nuestra innata tendencia a utilizar la Historia para justificarnos, reconstruyéndola en ese proceso, así como de la necesidad de ser consciente de esa utilización y de esa reconstrucción para comprender los procesos sociales pasados y presentes, indisolublemente conectados.
Con Aarón Reyes -«Neurohistoria: razón y emoción en la Historia»- nos sumergimos en la importancia de los sentimientos y los elementos irracionales para la comprensión del ser humano y, por lo tanto, de la Historia. Que la Historia sea una ciencia no implica que deba dejar de lado, como así ha hecho hasta ahora, aquellos elementos que podríamos calificar de «sentimentales», sino encontrar nuevas formas de abordarlos consecuentes con nuestros objetivos: la neurohistoria es una de esas propuestas.
Las aportaciones de Manuel Fernández Götz -«Aproximaciones teórico-metodológicas al análisis arqueológico de la etnicidad»- nos hacen replantearnos la difícil relación entre Historia y Arqueología, máxime en un tema tan espinoso por actual como el de las construcciones étnicas, para mostrarnos las complejidades de la construcción de una teoría y una metodología que permitan avanzar en el estudio de los procesos identitarios y étnicos, pero también las posibilidades infinitas que existen para ello y que requieren, sobre todo y en primer lugar, cuestionar las barreras artificiales entre disciplinas y pensar teóricamente cómo superarlas.
Por último, Michal Krueger -«Valor, prestigio e intercambio en Andalucía Occidental durante el periodo orientalizante»- propone una nueva aproximación metodológica a las relaciones socio-económicas del mundo tartesio que, sin abandonar la importancia de la materialidad, se introduzca en la dimensión simbólica del valor económico, de las relaciones de intercambio y de los contactos culturales.
La segunda razón para elegir un tema como el de la reflexión teórica en Historia Antigua para una mesa redonda emana, en cierta forma, de la primera, y las intervenciones de los ponentes que acabo de esbozar no hicieron sino reforzarla al insistir en la necesidad de llegar al público. Y es que el público no nos toma en serio. No se trata de que no nos crea -que también-, o de que dude de nuestra utilidad -que lo hace-, sino que, además, no nos toma en serio. Y, en parte, eso es debido al olvido en el que suele caer la teoría y/o al desprecio que sienten por ella muchos historiadores. Si nosotros mismos no valoramos nuestras armas para producir conocimiento y nos consideramos recopiladores eruditos sin finalidad y sin método, ¿por qué tendría la sociedad que interesarse por nosotros? ¿Qué le ofrecemos?
Durante años se ha considerado gran Historia aquella plagada de fechas, matrimonios reales, cotilleos de palacio y guerras, muchas guerras, intercaladas con breves treguas. Lo que Juan Cascajero, tristemente fallecido, denominaba 'el Hola de la Antigüedad'. Entonces, ¿por qué nos asombra que proliferen las novelas que se autodenominan históricas simplemente por estar ambientadas en el pasado y contar a sus espaldas con una gran 'investigación histórica' que se circunscribe a fechas, datos, modas y hábitos cotidianos? En el siglo XIX eran muy pocos los que podían acceder a ese tipo de datos, de modo que podían considerarse, en cierto modo, creadores de conocimiento, pero hoy son legión los que tienen acceso a ellos y si nosotros nos sumamos a la legión no podemos pretender distinguirnos de quienes la componen. ¿Qué nos diferencia? Lo que buscamos, el método, la teoría, la responsabilidad científica. Sin ellos seremos, simplemente, contadores de historias.
Aparte de no tomarnos en serio, la sociedad cree, con frecuencia, que mentimos. Y ese es otro producto, en parte al menos, de nuestra falta de reflexión teórica. Hasta hace poco más de 40 años la Historia se ha auto-definido como el arte de recuperar lo que pasó. Si esto es así, ¿por qué la Historia cambia si el pasado, evidentemente, no puede hacerlo? La conclusión más lógica es pensar que los historiadores mienten. Y nosotros mismos, al despreciar los contextos sociales, ideológicos y teóricos en los que escribimos y escribieron nuestros antecesores, contribuimos a hacer más grande la mentira. Si defendiéramos que la Historia es construcción, que habla del presente a través del pasado, que el historiador no en- cuentra lo que estaba escondido, sino que construye su propia ciencia junto con la sociedad en la que vive, entonces la mentira quedaría reservada a aquellos que manipulan intencionadamente, no a los que construyen en un contexto y con unas referencias teóricas explícitas.
Podemos estar o no de acuerdo con positivistas, estructuralistas, marxistas, posmodernistas o cualesquiera otros defensores de cualquier tendencia histórica, pero ellos ponen sus cartas sobre la mesa, las muestran. El problema son aquellos que las ocultan para hacer creer que no las tienen, que no les condiciona ninguna circunstancia. O peor aún, aquellos que ni siquiera son conscientes de que las están ocultando.
Si obviamos los contextos y universalizamos los datos vacíos de significados, disfrazamos de antiguas nuestras propias actuaciones, decisiones y formas de ver la vida. La Historia se ha utilizado desde antiguo para extrapolar, justificar y legitimar, para construir líneas directas de desarrollo entre lo que queremos defender y el pasado que creemos legitima nuestros deseos. Desde el mundo romano todos los imperios que han existido en Occidente han utilizado las referencias a Roma, sus signos, su idioma, sus títulos, sus expresiones plásticas para justificar su existencia. Dinamitar el tiempo y el espacio, obviar los contextos es, pues, una estrategia con siglos de tradición. ¿Queremos continuar manteniéndola? ¿Es legítimo hacerlo? Personalmente, estoy convencida de que no, de que la Historia no debe estar al servicio del poder, sino de la reflexión y el conocimiento. Y ese fue el sentir general de quienes participaron activamente en el debate de esta mesa redonda cuyas conclusiones ahora publicamos.
Tenemos una responsabilidad social como historiadores que pasa por no reducir el mundo a nuestros dictados, por no cercenar la capacidad crítica, por reflexionar desde la honestidad científica y desde una ética de trabajo que no olvide las palabras de E. Hobsbawm (1998: 17): «El pasado legitima. Cuando el presente tiene poco que celebrar, el pasado proporciona un trasfondo más glorioso (...) Antes pensaba que la historia, a diferencia de otras disciplinas como, por ejemplo, la física nuclear, al menos no hacía daño a nadie. Ahora sé que puede hacerlo y que existe la posibilidad de que nuestros estudios se conviertan en fábricas clandestinas de bombas (...) Esta situación nos afecta de dos maneras: en general, tenemos una responsabilidad con respecto a los hechos históricos y, en particular, somos los encargados de criticar todo abuso que se haga de la historia desde una perspectiva político-ideológica (...) Los intentos de sustituir la historia por el mito y la invención no son simples bromas pesadas de tipo intelectual. Después de todo, tienen el poder de decidir lo que se incluye o no en los libros de texto (...) La historia no es una memoria atávica ni una tradición colectiva. Es lo que la gente aprendió de los curas, los maestros, los autores de libros de historia y los editores de artículos de revista y programas de televisión. Es muy importante que los historiadores recuerden la responsabilidad que tienen».
El discurso es un producto social, pero su baza más poderosa es, precisamente, la naturalización de lo que es cultural, la ocultación de la construcción, disfrazándola de revelación, transformando lo modificable en imperecedero (Fou- cault 1979 y 1983; Eagleton 1983: 135; Rowlands 1993; Short 1991; Cardete e.p.). Y para ello utiliza las palabras y la tendencia que tenemos todos a no pensar que lo que decimos tiene múltiples significados y que el lenguaje es una importante arma de control -hasta el punto, si seguimos las teorías de Wittgenstein, de que «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo»-.
Antes nos preguntábamos si los historiadores encontramos/descubrimos o si construimos. En esta simple pregunta podemos ver el alcance del discurso y de la palabra como transmisora cultural. Si optamos por 'encontramos/descubrimos' estamos defendiendo -incluso aunque no seamos conscientes de ello, sobre todo si no somos conscientes de ello- que el historiador no participa en el proceso histórico más que como intermediario. Buscamos y encontramos lo que estaba oculto o era desconocido. No lo creamos, no intervenimos sobre ello, lo encontramos porque estaba allí. Elegir 'construimos' ya implica una posición metodológica, porque la palabra, esa sola palabra, presupone que el historiador es un agente activo más del proceso histórico, que la Historia no existe per se, que no hay una Verdad única y que nuestra interpretación construye pasado y presente -y, por supuesto, futuro-. Reconociendo nuestra participación ya no podremos sino aceptar nuestra responsabilidad social. Esa idea tan generalizada que expresaba Hobsbawm en el texto antes citado de que los historiadores «no matamos gente», como sí pueden hacerlo los médicos o los arquitectos si hacen mal su trabajo y que, por lo tanto, podemos decir cualquier cosa sin que pase nada por ello, se desmorona.
En un mundo cada vez más fragmentado y en el que se impone la especialización, sobre todo la tecnológica, sobre el conocimiento, la Historia concebida como un análisis global del hombre y los procesos sociales a lo largo del tiempo y el espacio nos permite recuperar los contextos -el bosque oculto por los árboles- y desvelar nuestras ideologías. Pero todo ello sólo será capaz con conciencia crítica y, para ello, es necesario que la educación enseñe a pensar. Si conseguimos que la Historia deje de lado rémoras anquilosantes y que potencie la tremenda capacidad de pensamiento crítico que encierra, lograremos obtener un lugar privilegiado entre las ciencias y, lo que es más importante, obtendremos la visibilidad social necesaria para hacer comprender, de una vez por todas, que la Historia no habla de muertos, del pasado entendido como hechos remotos sin conexión con el presente, de seres ajenos a nosotros e interesantes sólo para una casta cerrada de grandes eruditos, sino de procesos sociales, de lo que nos ocurre aquí y ahora, de por qué nos ocurre y de cómo podemos cambiarlo.
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M.a CRUZ CARDETE DEL OLMO*
* Departamento de Historia Antigua, Universidad Complutense de Madrid (C/ Profesor Aranguren, s/n. 28040 Madrid). E-mail: [email protected]. Este trabajo ha sido realizado en el marco del proyecto de investigación Identidad y religión: territorios y paisajes simbólicos de la Sicilia clásico-helenística y republicana (PR34/07-15864), concedido por la UCM-Fundación Santander.
Artículo basado en la comunicación leída el 21 de Mayo de 2008, en la VII edición del Encuentro de Jóvenes Investigadores de Historia Antigua de la Universidad Complutense de Madrid.
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