RESUMEN: Tradición y autenticidad existen en una relación de interdependencia. A través de la relación con su tradición el individuo se reconoce a sí mismo auténticamente en el mundo. Por ello, el alejamiento de la tradición resulta inevitablemente en la alienación. El ejemplo más claro de esa forma de enajenamiento es la ruptura con el pasado propuesta por los movimientos avant-garde, o las llamadas vanguardias históricas, del siglo XX. Tal ruptura significó mucho más que un deseo de innovación en el arte. El intente iconoclasta de las vanguardias fue, en verdad, el reflejo de un sentimiento antiburgués exacerbado. Ese ensayo analiza los corolarios de tales intentos vanguardistas de ruptura en las prácticas culturales posmodernas y apunta hacia la relación entre estas prácticas y la alienación.
Palabras clave: tradición, autenticidad, ruptura, vanguardias, posmodernidad.
ABSTRACT: Tradition and authenticity exist in an interdependent relationship. It is through the relation with tradition that individuals recognize themselves authentically in the world. Consequently, the distancing from tradition inevitably results in alienation. The most evident example of this form of distancing from tradition is in the rupture with the past proposed by the avant-garde movements, or the so-called historical vanguards, of the first half of the twentieth century. Such rupture signified much more than a desire of innovation in the arts. The iconoclastic intent of the vanguards was, in truth, the reflection of an exacerbated anti-bourgeois feeling. This essay examines the corollaries of these vanguardist efforts of rupture in postmodern cultural practices and points to the relation between such practices and alienation.
Key words: tradition, authenticity, rupture, vanguards, postmodernity.
El propósito de ese ensayo es investigar la posibilidad de que la alienación resulte de la ruptura con la tradición. Y como tal ruptura puede asumir distintas formas, empezaré echando un vistazo a aquello que históricamente representó más claramente el deseo de negar la tradición: las vanguardias históricas del siglo XX. A través de un rápide acercamiento al programa de los movimientos de vanguardia vistos en relación con sus corolarios en la mentalidad posmoderna, espero dejar clara la idea de que tradición y autenticidad existen en una relación de interdependencia, y apuntar hacia la conclusión de que la pérdida o el extrañamiento de la tradición puede efectivamente resultar en una peculiar forma de alienación.
Las vanguardias son un fenómeno esencialmente moderno. Su deseo de romper con la tradición representa una sensibilidad análoga a la insatisfacción inherente a las contradicciones de un mundo heterogeneo. En Los hijos del limo, Octavio Paz apunta hacia el carácter contradictorio de la tradición en la modernidad, y afirma que «la modernidad nunca es ella misma: siempre es otra» (Paz, 1974: 18), lo que es decir que la modernidad, a la vez que una forma de tradición, constantemente se niega a sí misma, creando en su seno lo que Paz llama «la tradición de la ruptura».
La modernidad definida como una forma de tradición contra sí misma es, según Matei Calinescu, «the very thing that makes the vanguards possible» (Calinescu, 1987: 141). En su sentido más estricto, la vanguardia sólo existe mientras propone tal ruptura con la tradición. Pero las vanguardias no deben ser confundidas con la modernidad estética en su totalidad, toda vez que ésta (y especialmente la angloamericana) no siempre propuso una ruptura con el pasado.
También es importante percibir que lo que las vanguardias proponían conlleva, como precondición en su programa, la noción eminentemente moderna de progreso. A ese respecto, Calinescu apunta hacia el hecho de que la actitud vanguardista sólo es posible sobre la base de una concepción lineal del tiempo, y que como tal, la idea de futuro está en su raíz. Él afirma: «It was modernity's own alliance with time and long-lasting reliance on the concept of progress that made possible the myth of a self-conscious and heroic avant-garde in the struggle for futurity» (Calinescu, 1987: 95). Pero aunque, como he mencionado, la vanguardia es esencialmente moderna, no puede ser simplemente identificada con la modernidad. En ese sentido, Calinescu nota que «the avant-garde is in every respect more radical than modernity. Less flexible and less tolerant of nuances, it is naturally more dogmatic -both in the sense of self-assertion and, conversely, in the sense of self-destruction» (Calinescu, 1987: 96).
Me parece ser el punto crucial sobre el asunto el que, para que exista esta inextricable urgencia por la ruptura, la tradición hubo de ser percibida como elemento alienante. Y si, como defiendo aquí, la tradición no es enajenante, sino que por el contrario, es exactamente aquello que presenta la posibilidad de autenticidad, la ironía de todo el proyecto vanguardista aparecería en el hecho de que por el propio intento de evitar la alienación se acaba por caer en ella. Así, me arriesgaría a decir que las vanguardias, pese a todo el gran arte que han creado, tenían sus raíces en un error básico: su identificación de la tradición con una fuerza alienante. Si el marxismo encontró una bien conocida forma de alienación en el hecho de que un trabajador que produjera un bien de consumo podría más tarde no ser capaz de adquirirlo, o, para decirlo de otra forma, podría no reconocerse en él, los movimientos artísticos de avant-garde del siglo XX, de modo similar, percibieron la tradición como algo extraño a sí mismos, algo que ejercitaba una fuerza dominadora y, en una explosión de resentimiento y rabia, propusieron la ruptura.
El mismo programa se diferenciaba sustancialmente de las tentativas hacia lo nuevo de tiempos anteriores: no más enanos sobre hombros de gigantes; aquella antigua forma de renovación asume ahora la expresión de un deseo por romper con el pasado, sin considerar seriamente la posibilidad de aprender con él y trabajar para su desarrollo. El impulso destructivo de las vanguardias tomó la forma de algo que podría haber parecido con una querelle des anciens et des modernes pero que, al contrario de la original, la cual según Calinescu, «sought to maintain its well defined purpose of trying to liberate reason from the hard fastened ties of medieval Scholastic thought» (Calinescu, 1987: 33), propuso poco más que una directa destrucción cultural, toda vez que ahora, la propia razón se había transformado en el enemigo. Y en esa lucha contra el racionalismo ilustrado, todo lo que lo mantenía había de ser derrumbado.
Esto demuestra que la tradición con la que las vanguardias intentaron romper representaba mucho más que una serie de normas artísticas y literarias: el dadaísmo pretendió un ataque a propia institución del arte; el surrealismo constantemente criticó a la Iglesia Católica; ambos representaron un humor antiburgués embebido en la moda de los ideales comunistas con sus bien conocidas y malinterpretadas aprensiones del pensamiento marxista. De hecho, el programa de las vanguardias contuvo mucho más que una simple indagación en el campo de la estética; su objetivo era ir más allá de la crítica social y alcanzar el nivel de revolución cultural.
Así, es posible deducir que la ruptura propuesta estaba dirigida a la propia tradición occidental. Y para romper con esa tradición, aquello que la representaba más claramente en ese momento histórico, es decir, la burguesía, había que ser severamente cuestionado. Para hacerlo, y de acuerdo con la propia base de su espíritu iconoclasta, las vanguardias tuvieron que arremeter contra la religión cristiana antes de todo, una vez que la burguesía derivaba de ella su peculiar moralidad.
Si Marx analizó los aspectos alienantes de la religión, los artistas e intelectuales ligados a los movimientos de vanguardia descontextualizan sus aportaciones, encontrando en el razonamiento del alemán la base teorica para declarar la guerra a los principios morales de la vida burguesa. Pero la burguesía del siglo XX difería sustancialmente de su forma decimonónica: en el tiempo en que las vanguardias florecieron, los principios morales derivados del cristianismo se habían tornado contradictorios con la nueva dinámica de la vida burguesa embebida en la creciente sociedad de consumo de masas. Tal era la situación en que se expandió el deseo de ruptura de las vanguardias, alzándose más allá del ámbito del arte, pues como notó Calinescu, los artistas de los movimientos de vanguardia tendían a creer que «to revolutionize art was the same as to revolutionize life» (Calinescu, 1987: 112). Eso apunta hacia la crítica vanguardista de la autonomía del arte.
Uno de los aspectos que caracteriza el arte en la modernidad es el advenimiento gradual de su autonomía. En Teoría de la Vanguardia, Peter Bürger analiza históricamente tal cuestión, y apunta hacia el hecho de que será su propia autonomía lo que posibilitará la autocrítica del arte en el período de las vanguardias:
Los estudios integrados a las teorías estéticas de Kant y Schiller parten del supuesto de una completa diferenciación del arte como esfera separada de la praxis vital. De ello podemos concluir que, todo lo más hacia el final del siglo XVIII, la institución arte está completamente formada en el sentido que arriba explicábamos. Pero con ello no basta para que comience la autocrítica del arte. [...] Sólo en el momento en que los contenidos pierden su carácter político y el arte desea simplemente su arte, se hace posible la autocrítica del subsistema social artístico. Este estadio se alcanza al final del siglo XIX con el esteticismo (Bürger, 1997: 68).
Ese esteticismo se expresará en el movimiento llamado l'art pour l'art, lo cual denotará la nueva situación de independencia de un arte que estuvo vinculado a la aristocracia hasta el siglo XVIII, y a la Iglesia durante la Edad Media. El movimiento del l'art pour l'art se encuentra inserto en el contexto burgués, y como tal, será atacado por las vanguardias. Peter Bürger afirma:
Los movimientos históricos de vanguardia niegan las características esenciales del arte autónomo: la separación del arte respecto a la praxis vital, la producción individual y la consiguiente recepción individual. La vanguardia intenta la superación del arte autónomo en el sentido de una reconducción del arte hacia la praxis vital. Esto no ha sucedido y acaso no pueda suceder en la sociedad burguesa, a no ser en la forma de la falsa superación del arte autónomo (Bürger, 1997: 109).
Con el fuerte contenido social presente en la crítica vanguardista podríamos afirmar que aun más que el psicoanálisis de Freud, con toda la riqueza de sus descubrimientos acerca de los impulsos del inconsciente y su posterior asimilación por el surrealismo, fue el pensamiento marxista el que estaba en la base del proyecto de las vanguardias, por lo menos en lo que se refiere a sus ataques a la tradición. Así, si la propia noción de vanguardia había servido siempre el doble propósito de conceptualizar movimientos artísticos y políticos, el contexto revolucionario en política se hizo inseparable de su contrapunto artístico.
El contenido marcadamente marxista de los movimientos de vanguardia se hace claro en el hecho de que en los primeras años veinte el propio término burgués había alcanzado ya su matiz despectivo en el discurso de los artistas e intelectuales que pertenecían a tales movimientos. Al respecto, Calinescu comenta que «The most prominent students of the avant-garde tend to agree that its appearance is historically connected with the moments when some socially "alienated" artists felt the need to disrupt and completely overthrow the whole bourgeois system of values» (Calinescu, 1987: 119).
El humor antiburgués en el que las vanguardias se embebieron estaba dirigido a una clase que fracasaba en el intente de mantenerse fiel a los principios morales que garantizaron su cohesión en el siglo XIX. Ahora, el mundo empezaba a demandai la búsqueda del placer a través del consumo y la satisfacción inmediata de todos los deseos. Es importante percibir la relación directa entre la aparición de los movimientos de vanguardia y el advenimiento de la sociedad de consumo de masas en el decenio de 1920. Alrededor de esa fecha la burguesía empezó a entrar en severa contradicción consigo misma. Ante los principios hedonistas propuestos por la nueva forma capitalista del consumo de masas, su sistema de valores no podia mantener más su validad. Los ideales ascéticos que difundió como clase para posibilitar el ascenso social del individuo se perdieron; así como el espíritu de austeridad necesario para su supervivencia. Cuando el objetivo de ascensión social empezó a ser sustituido por el mero propósito de obtener bienes de consumo, el sistema de valores burgués se hizo obsoleto, y la propia existencia de la clase se encontró amenazada.
En ese sentido descubrimos que, aunque las vanguardias fueron influidas por el pensamiento marxista y tuvieron en la mayoría de sus programas un fuerte sentido de Utopía comunista, sus ataques al sistema de valores burgués promovieron irónicamente los valores capitalistas del consumo de masas. Esos nuevos preceptos se manifestarán en una ideología hedonista que perseguirá la satisfacción de los deseos. En ese sentido se podría decir que, en cierta forma, la extinción de la clase burguesa representó el fin de la moral como categoría de vida, y los corolarios de tal extinción son el nihilismo moral y la indolencia posmoderna actuales.
Pero antes de discutir esta cuestión comentaré el carácter iconoclasta de las vanguardias. Al analizar la cuestión del ataque vanguardista a la burguesía, Daniel Bell (1977) afirma en The Cultural Contradictions of Capitalism que los experimentalistas radicales en la cultura, desde Baudelaire y Rimbaud hasta Alfred Jarry, desearon explorar todas las dimensiones de la experiencia, pero odiaban con toda su fuerza el modo burgués de vida, creando así un fuerte antagonisme con esta clase. Bell percibe esa situación como enigma sociológico y apunta hacia el hecho de que, por lo menos hasta la publicación de su libro, a mediados de los setenta, la historia de tal antagonisme estaba todavía por escribirse.
Lo que podría deducirse de una directa observación histórica, es que el antagonismo parece estar presente en la propia lógica interna de la clase burguesa. Max Weber ha apuntado hacia la importancia del papel de la ética protestante en el proceso de establecimiento de burguesía como clase dominante en la modernidad. Tomándolo como punto de partida, parece importante la observación del papel de los ideales ascéticos de la burguesía para entender el origen de tal antagonismo, Io cual se reflejará en el carácter de «autonegaciôn» de la modernidad.
La modernidad es el momento específico de la burguesía, y una comprensión de su dinámica interna como clase predominante a Io largo de este període histórico es de fundamental importancia para entender las vanguardias y su relación antagónica con la tradición. El deseo de rechazar a la burguesía y criticar sus valores se extiende desde los principios de las vanguardias históricas, y de precursores como los anteriormente citados hasta el fin de la modernidad, con el Teatro del Absurde y la novela existencialista.
En Io que se refiere a la tradición, esta se encuentra representada en la burguesía. En efecto, en la modernidad, la tradición dominante será la inserta en el contexto y el modo de vida burgués. De esta forma, el alejamiento de la burguesía significará la caída en una forma específica de alienación. Porque, como analizaremos más adelante, alejarse de los valores de esa clase supone distanciarse de la tradición. Extrañarse del modo de vida burgués implica moverse hacia los márgenes, en una condena que implica la soledad del que encuentra su disidencia en sociedad. Aquí se hace necesario abrir un paréntesis para indicar que esta alienación, con el rechazo a la tradición que conlleva, aparece más claramente al final de la modernidad, que en el propio perióde de las vanguardias históricas. Aunque artistas como Arthur Cravan pronunciaran frases célèbres como «Es absolutamente necesario meterse en la cabeza que el arte es para los burgueses, y yo entiendo por burgués un señor sin imaginación» (García de Capri, 2001: 74), gran parte de los artistas de vanguardia provenían de hecho de esa misma clase burguesa, lo que concede a todo el movimiento avant-garde de los años veinte y treinta un cierto aire de «conflicto generational».
No se aplica lo mismo al llamado Teatro del Absurdo, que en los años cincuenta mantiene el deseo de ruptura pero trasciende la indolencia un tanto infantil de las vanguardias. En la literatura del absurdo, la crítica a la burguesía sigue existiendo, pero ya tamizada por el pensamiento existencialista francés.
Como en el caso de los vanguardistas, los artistas del absurdo denotaban también una evidente contradicción con la burguesía. Así, rechazaron la propia estética esencialmente burguesa del realismo decimonónico. Pero su réplica a la burguesía no se expresará ya como simple insatisfacción, sino que reflejará la eminente extinción de la burguesía en su estética del silencio.
El descontento o insatisfacción de estos autores hacia la burguesía, y su alejamiento de ella (el caso más conspicuo es el de Jean Genet), asume ahora una forma peculiar, muy distinta de la que revelaran las vanguardias históricas. Descreyendo de la burguesía agonizante, los autores del absurdo silencian su muerte. La dificultad de los absurdistas para incluirse en la vida burguesa todavía presente en el París de los años cincuenta refleja la situación propia de alineación y aislamiento social en que suele encontrarse el nombre que, dentro de un determinado espacio, tiene dificultades para relacionarse auténticamente con la tradición local. Si recordamos que, de los cuatro principales representantes del Teatro del Absurdo (Adamov, Beckett, Ionesco, y Genet), tres eran extranjeros, y solamente uno francés (aunque éste se mostraba como el más disidente con relación a la burguesía), podríamos especular acerca de la relación entre la situación vital de taies autores y la relación peculiarmente contradictoria de estética absurdista con el modo de vida burgués.
Aunque la «crítica» absurdista fuera más allá del problema específico de la burguesía (la literatura del absurdo raramente muestra un cuño social), y se centrara en el ámbito más amplio del sinsentido de la vida en su totalidad, lo que me interesa aquí es apuntar hacia la posibilidad de una crítica absurdista referida específicamente a la burguesía.
Así, posiblemente la situación de «extranjeros» de los absurdistas influyó en su representación de la vida como totalmente alejada o independiente de las cuestiones más «mundanas» de la clase burguesa (tomemos como ejemplo En Attendant Godot, de Samuel Beckett (1953), donde los protagonistas son dos seres marginados que representan la propia esencia de la condición humana). La dificultad que se presenta al extranjero en participar de una tradición extraña se encuentra muy bien expresada en la obra del argentino Julio Cortázar, uno de los autores latinoamericanos que presenta una relación más evidente con el absurdo.
El distanciamiento con relación a la tradición local dominante a que el extranjero se ve muchas veces sometido se percibe con claridad en Rayuela (1963). Horacio Oliveira no tiene un trabajo permanente, y anda por las calles de París encontrándose con la Maga sin citas previas, esperando que el azar los aproxime. Como percibe García Canclini, su vida se desarrolla «fuera del orden y de las convenciones, precisamente como Cortázar quiere que nos encontremos con sus personajes, comenzando la lectura por el capítulo 73, siguiendo por el 1, por el 2, siguiendo por el 116, por el 3, por el 84, como en los saltos de la rayuela» (García Canclini, 1966: 71). Oliveira crée que su encuentro con una forma de vida auténtica depende de un alejamiento de las convenciones representadas por la moral y las costumbres burguesas, pero su cotidiana búsqueda de autenticidad refleja, en un piano más profundo, la alienación de un hombre que no puede alcanzar el equilibrio dentro de la sociedad en que vive. Así, Oliveira vive una existencia inestable, con continuas y sucesivas rupturas: con la familia -representada por un hermano que le ayuda económicamente-; con Gekrepten; con la Facultad de Filosofía y Letras; y con Buenos Aires. Estas grietas lo llevan a París, donde continúa su búsqueda (García Canclini, 1966: 74). Y allí la negación de las convenciones se intensifica por su condición de extranjero. Oliveira es un meteco latinoamericano en París que se reúne con otros supuestos «intelectuales» como él para estar hasta la madrugada bebiendo whisky, discutiendo filosofía, y escuchando jazz. El «Club de la Serpiente» es una más de las creaciones grupales cortazarianas, donde personajes de una u otra forma marginados, se reúnen buscando la cohesión que no pueden encontrar en la vida social.
Así como «La Joda» en Libro de Manuel (1973), el «Club de la Serpiente» es un grupo formado mayormente por extranjeros, con Io que el alejamiento de la forma de vida de la burguesía local es evidente. Allí, Ossip codicia a la Maga, y Oliveira, aunque menosprecie a las convenciones burguesas, siente celos. La inestabilidad es evidente en la vida de todos esos personajes, como se demuestra en la escena culminante de la muerte de Rocamadour, hijo de la Maga.
La alienación en que se encuentra Oliveira en París se hace aún más évidente cuando rste, después de un encuentro con una clocharde en las márgenes del Sena, es expulsado de Francia y se ve obligado a volver a Buenos Aires. García Canclini afirma que «según se puede deducir [Oliveira] es devuelto a la Argentina porque consideran indeseable su presencia en París» (García Canclini, 1966: 74). Oliveira vive extrañado del modo de vida de la burguesía local. Aunque se perciba que él «prefiere que su vida oscile entre Vivaldi y una clocharde antes que desarrollarla linealmente a Io largo de las ideas recibidas, de Io que ha sido plastificado por la costumbre» (García Canclini, 1966: 74), es evidente que la expulsión revela una situación distinta a la de los demás miembros de la sociedad. En condiciones normales, sólo el extranjero puede ser desterrado.
Así, éste depende siempre de la aceptación por parte de la sociedad en que se ubica. Una integración total en la traditión local, o en el modo de vida auténtico de los miembros de tal sociedad, suele ser dificultosa.
En el caso de Horacio Oliveira, es importante notar que éste se excluye intencionalmente del modo de vida burgués. Aunque Cortázar haya querido expresar a través de Oliveira la búsqueda de la autenticidad, su personaje parece vivir en un estado de verdadera alienatión, donde tal búsqueda no parece tener fin. Sea como fuere, el descontento cortazariano hacia la burguesía, i más específicamente hacia la idea de estabilidad que el estereotipo de la vida burguesa conlleva, es ya muy conocido.
El autor argentino busca expresar a través de su personaje la búsqueda de Io que él considera como un modo de vida antiburgués, y por ende auténtico. Pero es importante percibir que tal visión del mundo es inherente a la modernidad, y que de hecho expresa la notión de una época «contra sí misma». Es decir, si Cortázar no fuera tan moderno, su deseo utópico de superación de la burguesía no sería tan evidente. Claramente su obra se ubica, como la de Samuel Beckett (1953), en el último momento de la modernidad. Y en su caso específico, la modernidad es aun más evidente por el fuerte contenido utópico que presenta su obra (al contrario de la de Beckett que ya no encuentra sentido a la utopía).
En sus reflexiones de cuño existencialista acerca de la conditión humana, el absurdo reconoce que los valores burgueses se han perdido irremediablemente. El absurdo percibe que el modo de vida burgués se ha vuelto imposible, pero queda aún el escándalo, y una «nostalgie d'unité», una pena por la pérdida del momento en que la vida humana todavía hallaba un sentido para sí misma. Tal nostalgia es, según Camus, la esencia misma del absurdo. Por eso percibimos que en esta literatura, aunque se haya descubierto la imposibilidad de dotar de un sentido a la existencia, se mantiene la indagación sobre el destine de la humanidad, el valor de la conducta, y la posibilidad de una salvatión. Vladimir y Estragon se han alejado totalmente de la vida burguesa, pero su soledad frente a la oscuridad de una existencia que ha perdido todo significado, mantienen la pregunta de si vendrá Godot, y de si merece la pena confiar en la posibilidad de redención. Sin una respuesta definitiva, su espera sigue indefinidamente, los días repitiéndose en el mismo agotamiento desilusionado que reflejan las palabras de Mahood el L'lnnommable:
...devant la porte qui s'ouvre sur mon histoire, ça m'étonnerait, si elle s'ouvre, ça va être moi, ça va être le silence, là où je suis, je ne sais pas, je ne le saurai jamais, dans le silence on ne sait pas, il faut continuer, je vais continuer (Beckett, 1953: 262).
En conclusión, en la modernidad la tradición no puede ser entendida sin una comprensión de los valores burgueses. Esta clase social, como he mencionado, tiene en su propia esencia una lógica directamente relacionada con la posibilidad de ascenso social. Ese deseo innato por conquistar espacios más altos en el ámbito social determina su necesidad de relacionarse con los otros siguiendo normas preestablecidas de conducta encaminadas al éxito de sus relaciones sociales. La capacidad del individuo para adherirse a esas normas determinará, hasta cierto punto, si se le permitirá ascender en la comunidad. De ese modo el individuo burgués se define primeramente a través de su vida pública: todos los demás funcionan como reguladores de su comportamiento.
En la modernidad burguesa, la moralidad es siempre hija de la movilidad social. Alejado del mundo teocéntrico donde el temor a Dios hizo posible incluso la aprensión racional del misterio cristiano, el hombre occidental moderno descubrirá la irracionalidad del dogma cristiano a través de la Reforma protestante y de los sermones de Lutero. Mientras el pensamiento escolástico del Medievo creó grandes sistemas racionales para justificar sus creencias teolágicas (la Summa de Tomás Aquino es uno de los ejemplos más evidentes), Lutero, posicionándose en contra de esa misma racionalidad, vociferó en contra de Io que llamaba «that whore, Reason». Pero será solamente en la filosofía de Kierkegaard donde encontraremos por primera vez la fe divorciada de cualquier explicación racional posible, con la percepción de la inminente abolición del cristianismo. El descubrimiento de Kierkegaard del absurdo inherente al cristianismo, expresado en la irracionalidad del Dogma de la Encarnación, y su defensa del «salto de fe» ante el escándalo que esa misma irracionalidad provoca, representa un nuevo momento en el pensamiento occidental. Como prerrequisito para la posibilidad de una auténtica vida cristiana, el «salto de fe» inaugura el irracionalismo en Occidente, una vez que, desde la Antiguedad clásica, y particularmente desde Aristóteles, el pensamiento de esta parte del mundo había sido mayormente dominado por el racionalismo.
La burguesía está entonces constantemente autorregulada por la mirada crítica del otro. Ascender socialmente implica siempre ser aceptado por un determinado grupo, como ha descrito con maestría Marcel Proust en À la recherche du temps perdu, Esa aceptación dependerá siempre de un permise que supone un consenso entre los miembros de ese grupo, consenso que será posible de acuerdo con la capacidad del individuo en respetar determinadas reglas. Taies reglas derivan básicamente de los principios cristianos, o, más específicamente, de los ideales ascéticos de la ética protestante. Es interesante percibir que, doquiera que la burguesía se instalara, aun en países eminentemente católicos, la ética protestante estaba siempre presente en mayor o menor grado.
De esa forma, el individuo burgués se encuentra siempre obligado a seguir los principios de trabajo, ahorro, moderación, y frugalidad, que Io dignifican frente al otro. Así, es posible deducir que el burgués vive constantemente bajo una gran cantidad de presión que proviene de la contradicción entre estos principios regulados externamente por los demás miembros de su clase, y el ideal de libertad que ha heredado de la Revolutión francesa. A estos últimos se añadirán, en la primera mitad del siglo XIX, los principles hedonisticos de consumo generados por la lógica del capitalismo tardío.
En eso se expresa el antagonisme de la modernidad contra sí misma. La movilidad social que se descubre en la modernidad presupone una sociedad estratificada donde la polarizatión social es inevitable1. Esa polarizatión, que ahora aparece en un horizonte donde el ascenso es posible, crea una nueva forma de insatisfactión, distinta a aquella en que se hacía necesaria la resignación a pertenecer a un determinado ámbito social perennemente. Pero la cuestión no es tanto la de apuntar hacia el papel de la lucha de clases como factor determinante en la tradición cultural de la modernidad, como la de percibir el hecho de que la movilidad social, por sí misma, crea la atmósfera necesaria para que la modernidad entre en contradictión consigo misma. Así, el carácter autodestructivo de la modernidad aparece no solamente como la batalla entre clases sociales antagónicas: la idea de la modernidad como «tradición contra sí misma» es nada más que el reflejo de las contradicciones internas de la burguesía, de la eterna lucha de esa clase contra sí misma.
De todas formas, mi objetivo aquí no es examinar la clase burguesa, sino descubrir la relación de autenticidad entre el hombre y su tradición; es decir, tomar un camino que demostrará cómo un hombre que pertenece a una particular tradición cultural (con su arte, religión, ética, moralidad), al reconocerse a sí mismo en ella, al revés de percibirla como una fuerza alienante, estará realizando un acto de autenticidad.
En Io que sigue intentaré demostrar cómo los conceptos de tradición y autenticidad pueden ser observados como complementarios el uno al otro. Para hacerlo, propongo una momentánea toma de distancia del mundo occidental industrializado, y una mirada hacia una forma de vida aún no vinculada a la tecnología. Tomemos, entonces, como ejemplo, a un individuo indígena que vive alejado de la sociedad moderna (y que pertenece a una determinada tribu, como la de los yanomami que viven en el interior de Brasil, por ejemplo). Imaginando un día en su vida, podemos suponer que se despertará con el alba y encarará todas las tareas que Io esperan durante ese día. Preparará sus armas para la caza y, antes de salir en busca de su alimento, participará con sus compañeros en una danza ritual a favor de sus dioses. Mientras caza, estará jugando un papel establecido en la electión del mejor animal por perseguir, o en el intente de atraerlo a una trampa. Después de cazar volverá a su tribu y encontrará las mujeres esperando su llegada para empezar a preparar la comida de la tribu. Toda su vida estará marcada por la representatión de determinados papeles a que se somete incuestionablemente, desde dolorosos rituales de initiatión hasta el abastecimiento de sus necesidades básicas. Obviamente, esta descripción estilizada olvida la consideración de particularidades. Pero, sea como fuere, Io que intento hacer aquí es demostrar que, basándose en una especulación fundada en la visión de meros prototipos, uno difícilmente percibirá al individuo descrito como inauténtico: no importa cuán irreflexivamente se comporte, nosotros jamás lo llamaríamos alienado. Y eso, ¿por qué? Porque todas sus actitudes tienen un significado, una coherente necesidad en su vida. La inautenticidad, como ha demostrado Heidegger, aparece solamente cuando no es posible el reconocimiento de ningún propósito o de una finalidad bien definida en nuestras actitudes; cuando nos implicamos en la curiosidad superficial que tiene la finalidad de distraernos y disimular la realidad inevitable de nuestra muerte. Ese tipo de actitud puede asomarse a la «avidez por lo nuevo», tan presente en el estado de ánimo de las vanguardias. De todas formas, la inautenticidad, en el sentido heideggeriano, tenderá obviamente a alimentarse con el consumo de masas, y aquí no puedo evitar la mención a la curiosa concomitancia de la aparición de los movimientos de vanguardia y el advenimiento de la sociedad de consumo en el decenio de 1920. Con relación a la autenticidad, antítesis de alienación, Heidegger ha demostrado también que los disimulos propios del comportamiento inauténtico dependen de la existencia de la tecnologia.
En el caso del individuo indígena, independientemente de cuán mecanizada sea su vida (en el sentido de ser eminentemente repetitiva y determinada por el hábito), es exactamente por llevar ese particular estilo de vida, o, para decirlo en otros términos, por realizar su papel en su sociedad de acuerdo con sus tradiciones, que será capaz de reconocerse a sí mismo como lo que es: un yanomami que pertenece a su tribu. Eso prueba que la vida mecanizada no es necesariamente alienante mientras tal mecanizacion, en todo lo que ella utilice de repetición, tenga un propósito bien definido que le otorgará significado.
Es posible argumentár que, desde un punto de vista heideggeriano, ese mismo individuo no puede ser auténtico por no ser un Dasein en sentido estricto, o que, utilizando la terminología existencialista sartriana, él no es libre para elegir. Pero si la libertad última de elección se demuestra con lo que Camus cita como el único problema filosófico realmente serio, es decir, el suicidio, se hace necesario reconocer esta libertad en los individuos indígenas2. Podemos asimismo percibir que la autenticidad del individuo indígena reside en la estrecha relación que éste mantiene con su tradición cuando descubrimos esa misma relación amenazada por el distanciamiento de su cultura. La extraña sensación que experimentamos cuando encontramos a tal individuo tomando coca-cola o llevando zapatillas de deporte, por ejemplo, deriva directamente de la noción de que algo está fuera de lugar, de que está perdiendo contacte con su mundo, se está posicionando fuera de su ámbito cultural. Sentimos una cierta forma de nostalgia por la muerte inminente de su propia tradición cultural o de aquello que lo hacía auténtico: su lenguaje, hábites, valores, expresiones artísticas y religiosas, en suma, todo lo que constituye su tradición.
Nuestro personaje se define a sí mismo auténticamente como individuo yanomami solamente en cuanto pertenece a tal tradición. Con su alejamiento de tal modo de vida, lo veremos en trance de perder su identidad, o su yanomamidad. Uno podría decir entonces que su tradición está en la propia esencia de su ser, de su ser-en-el-mundo, es decir, el mundo yanomami. Podemos así concluir que la tradiciín no nos aliena necesariamente, y que como tal no puede ser percibida como algo de lo que debamos librarnos.
¿Es entonces posible colegir que perder el contacto con la tradición sea en sí mismo una forma de alineación? Una vez que uno encuentra la alienación del trabajo cuando es incapaz de reconocer los productos de ello como resultado de su propia labor, ¿es posible que, de forma análoga, los movimientos de vanguardia fueron incapaces de percibir la tradición como algo intrínsecamente suyo, y se sintieron dominados por ella? Obviamente mi intención aquí no es insinuar que los genios de los ismos avant-garde del siglo XX fueran nada más que nombres alienados. Tal afirmación sobrepasaria la ridiculez. La cuestión a la cual intente llegar aquí es cómo acabaron percibiendo la tradición como algo extraño, algo que de alguna forma se les presentaba con un carácter opresor y como tal debía ser superado. Para proponer una respuesta, me arriesgaría a decir que la tradición se descubrió como alienadora en Occidente cuando el individualismo y un modo peculiar de hedonismo implícito en el consume de masas empezaron a ganar tanto terreno que lo nuevo pasó a tener un valor en sí mismo. La cuestión de si lo nuevo tiene o no tal valor a priori carece de importancia. Además, valorar lo novedoso y proponer una ruptura con el pasado son dos cosas que no existen necesariamente en una relació causal. A ese respecte, Octavio Paz afirma que «la novedad del siglo XVII no era crítica ni entrañaba la negación de la tradición. Al contrario, afirmaba su continuidad» (Paz, 1987: 19). De ello podemos deducir que el respeto por la tradición ni presupone necesariamente un modo de vida estático, ni tampoco implica en un odio por lo nuevo.
Así, la cuestión que quisiera discutir ahora es la de cómo percibimos el corolario de todo ello en nuestro tiempo presente. ¿Cómo nos relacionamos con la tradición en nuestros días? Para hallar una respuesta para tal pregunta, se hace necesario investigar acerca de una definición del término tradición occidental.
Al apuntar hacia la diferencia entre las vanguardias y la modernidad estética, Octavio Paz comenta que «el modernism de los poetas angloamericanos es una tentativa de regreso a la tradición central de Occidente» (Paz, 1987: 11). Pero ¿cuál sería tal tradición? ¿Es posible percibir una única «dominante» que sería «central» en ella? Podemos considerar que son dos los modelos gnoseológicos que forman la tradición occidental: el pagano y el judeocristiano. Una discusión acerca de cuál de esos dos es el dominante sería probablemente inútil. La preferencia por uno de ellos depende más del gusto personal de que de la simple observación histórica. Además, no podemos olvidar la tradición filosófica, otra vertiente que, según afirma Edmund Husserl en su Vienna Lecture, apunta hacia una originalidad del mundo occidental (Husserl: passim).
Sea como fuere, una vez que la tradición con la que las vanguardias propusieron la ruptura era la burguesa, y que ésta derivaba sus valores del cristianismo, consideraré aquí la tradición occidental como mayormente representada por él. Así, suponiendo que de hecho entendemos lo que el concepto de tradición occidental significa, y que aceptamos la judeocristiana como principal en ella, vuelvo a la cuestión de la relación entre individuo y tradición en el presente momento.
Nuestra Era Posmoderna, o lo que Gilles Lipovestky (1986) llama l'ère du vide, con todo su individualismo y hedonismo, podría ser observada como la prueba de que la propuesta vanguardista de cortar con las «amarras de la tradición» fue lograda con éxito. El mismo humor antiburgués (y antitradicional) de las vanguardias reaparece, divorciado ahora del ámbito del arte, en lo que llamo conducta posmoderna kitsch.
Aunque el término kitsch normalmente denote lo que puede ser llamado consumer's art, o formas artísticas y objetos que prometen tanto la ilusión de prestigio social como una fácil catarsis (en oposición a la experiencia estética auténtica que podría ser la que Kant denomina de «satisfacción desinteresada»), utilizaré el término aquí para designar formas contemporáneas de comportamiento que mantienen el contenido kitsch de banalidad y vulgaridad en su forma exterior o contenido estético. Tales formas de comportamiento tienden a ser desviaciones de la tradición. Van inevitablemente en contra del mismo sistema de valores criticado por las vanguardias, y como tal, denotan la forma de alienación por la cual valores y normas tradicionales pasaron a ser percibidos como opresores. En The Cultural Contradictions of Capitalism, Daniel Bell (1977) nota la estrecha relación entre los programas de las vanguardias de los decenios de 1920 y 1930 y la iconoclastia que se hizo corriente entre las masas en el decenio de 1960. Lo que las vanguardias propusieron en términos de liberación en la forma y en el contenido de la representación, que significa primordialmente la expresión artística, será, en el decenio de 1960, transformada por las masas en actualidad, o en comportamiento humano real. El desafío del arte avant-garde era practicado en la vida real (o era actualizado), solamente por una minoría de artistas que llevaban una vida bohemia como protesta contra la burguesía. Esto cambiará drásticamente en el decenio de 1960, cuando el comportamiento de aquel pequeño número de artistas de los años veinte y treinta empezará a ser imitado por una porción mucho más amplia de la sociedad. En ese sentido Bell afirma:
El estilo de vida practicado antaño por un pequeño cenáculo, fuese la fría máscara vital de un Baudelaire o la cólera alucinatoria de un Rimbaud, es ahora imitado por «muchos» (una minoría de la sociedad, sin duda, pero no obstante grande en número) y domina la escena cultural. Este cambio de escala dio a la cultura del decenio 1960 su especial oleaje, junto con el hecho de que el estilo de vida bohemio, antaño limitado a una minúscula élite, ahora es puesto en práctica en la gigantesca escena de los medios masivos de comunicación (Bell, 1977: 63).
Lo que llamo aquí conducta posmoderna kitsch desciende directamente de la recuperación de la actitud de las vanguardias en sus empresas artísticas. Con esta expresión aplico el término kitsch con la finalidad de llamar la atención sobre ciertas actitudes practicadas y absorbidas de la misma forma que lo kitsch es asimilado; es decir; acríticamente. Básicamente, el objeto kitsch es destinado al individuo inculto que busca una fácil catarsis. De forma análoga, el comportamiento kitsch es practicado por aquel que busca siempre el placer inmediato. Tanto en objetos «artísticos» como en el comportamiento, el kitsch es propio del filisteo y del nihilista moral. Calinescu introduce la noción de kitsch-man, y apunta hacia el carácter moralmente cuestionable del kitsch:
The notion of a kitsch-man becomes clear if we think of him not only in aesthetic but also in ethical terms. This combined approach, whatever its theoretical difficulties, is almost unavoidable because the aesthetic attitudes of the kitsch-man -and of the kitsch-artist as well- imply a basic moral ineptitude (Calinescu, 1987: 259).
Para Calinescu, el ejemplo paradigmático de kitsch-man es el turista, aunque el término parece ser especialmente pertinente para designar otras formas de comportamiento, es decir, los que implican la misma «moral ineptitude» del kitsch.
Pero lo que realmente interesa es la relación entre el comportamiento posmoderno kitsch y la alienación. Ese tipo de comportamiento descubre la incapacidad del hombre para reconocerse a sí mismo en una tradición suya hasta el advenimiento de la posmodernidad. En ese sentido, tales actitudes demuestran los efectos de lIo que Calinescu llama kitschificación de la cultura.
En su contenido esencialmente antiburgués, las varias formas de conducta kitsch posmodernas reflejan la propia alienación que resulta del nihilismo moral. El nihilismo moral y la apatía posmoderna hacen que el comportamiento kitsch posmoderno sea aceptado por gran parte de la sociedad3.
En The Specter of the Absurd, Ronald A. Crosby (1988) nota tres formas distintas de nihilismo moral. La primera, que llama amoralism, aparece como el rechazo puro y simple de todos los principios morales; la segunda, moral subjectivism, se revela como principio por el que todos los juicios morales son considerados puramente individuales y arbitrarios y que, como tal, no admiten ninguna justificación racional o crítica; y la tercera, egoism, representa la noción de que la única obligaciún de un individuo es la que este tiene consigo mismo. La segunda forma de nihilismo moral, moral subjectivism, es la que parece más pertinente para nuestra discusión acerca de la alienación. Crosby escribe:
Moral subjectivism, the second kind of moral nihilism, can be said to be nihilistic in its denial of any rational way of deciding among conflicting moral claims. According to this view, moral utterances are nor really claims at all, but expressions of choice, preference, attitude, emotion, or desire (or the attempt to evoke such in others), which thinking of as being either true or false, or as subject to any kind of rational test, makes no sense (Crosby, 1988: 12).
Ese tipo de nihilisme ha servido como excelente medida práctica para que algunos intelectuales posmodernos eviten el debate ético. A ese respecte, Christopher Norris (1990), en What's Wrong with Postmodernism, critica la noción de posmodernidad por su rechazo a una concepción consistente de la razón y de la verdad. Con relación al problema específico de la ética, Norris cita a Lacoue-Labarthe y afirma lo siguiente:
We are, of course, forced to live and act according to the norms and prescriptions of ethics [...], but no one can any longer be in any doubt, unless they wish simply to indulge in re-legitimizing the obsolete, that we are in this regard entirely without resources. It is no doubt still possible to answer the question «how are we to judge»? It is certainly no longer possible to answer the question, «From what position are we to judge»? For what we are lacking, now and for the foreseable future, are names, and most immediately «sacred names», which in their various ways governed, and alone governed, the space (public or other) in which ethical life unfolded (Norris, 1990: 240).
El individuo posmoderno posee una innegable tendencia a caer en el nihilisme moral. Con relación al fragmente arriba citado, Madan Sarup hace un comentario muy pertinente afirmando: «For Norris the result of postmodernist thought is firstly to undermine the epistemological distinction between truth and falsehood, and secondly to place ethical issues beyond reach of argued, responsible debate» (Sarup, 1988: 168). Esa evasion frente al debate ético deriva de la actitud del nihilista moral, y conlleva un alto grado de alienacion al descubrir un individuo incapaz de relacionarse con cualquier forma de valores tradicionales en la realizacion de su ejercicio crítico.
El nihilisme moral provoca la kitschificación del hombre en su estado más esquizofrénico. Incapaz de relacionarse auténticamente con el pasado o el futuro, el individuo posmoderno se encuentra con la doble imposibilidad de volver a la tradición en que podría buscar valores sostenibles, y de experimentar un sentido de futuro que calme sus impulses hedonísticos exacerbados, en cuya búsqueda se ve compelido a experimentar le máxime posible, como si su existencia fuera a terminar brevemente. Esa forma de esquizofrenia apunta hacia la inautenticidad devenida de su ruptura con la tradicion. De acuerdo con Fredric Jameson, como corolario de tal experiencia encontramos en la arquitectura, por ejemplo, la proliferación de estilos «neo-», o la «vampirización» de formas pasadas. Descubriendo el agotamiento de sus capacidades creativas, el posmoderno se arroja al pastiche, lo que Jameson define como «blank parody» (Jameson, 1991: 87).
La alienación que resulta de la esquizofrenia posmoderna se refleja también en las actitudes prácticas de las masas. En ese sentido, Bell afirma que «el temperamento posmodernista exige que lo que antes se representaba en la fantasia y la imaginación sea ahora actuado en la vida. No hay ninguna diferencia entre el arte y la vida. Todo lo que se permite en el arte se permite también en la vida» (Bell, 1977: 63). Así, encontramos en ciertas prácticas que se han tornado más frecuentes a partir de los años sesenta (como el «nudismo» o el «topless», por ejemplo) la disolución característicamente posmoderna de las fronteras entre lo público y lo privado. Jean Baudrillard ha analizado tal hiato desde el punto de vista de los medios de comunicación de masas, especialmente de la televisión, pero es posible intuir que la actitud del nombre posmoderno «kitschificado», en la cual partes del cuerpo humano que suelen ser percibidas como «privadas» se vuelven «públicas», se inserta en el mismo contexto. Descubrimos en ese tipo de comportamiento una promiscuidad visual que trasciende el ámbito de la representación y se adentra en el de la actualidad, como ha descrito Bell en el fragmente arriba citado.
Sea como fuere, taies formas de comportamiento son defendidas con base a la afirmacion que las identifica como formas de «práctica cultural». Pero se percibe que la propia definición de cultura se presenta con dificultades al nihilista moral posmoderno, lo cual tiende a tomarla en un sentido no elevado. Una idea elevada de cultura que justificaría la exclusión de estas prácticas nos es ofrecida por Bell:
Entiendo por cultura [...] los esfuerzos, en la pintura, la poesía y la ficción, o en las formas religiosas de letanías, liturgias y rituales, que tratan de explorár y expresar los sentidos de la existencia humana en alguna forma imaginativa. Las modalidades de la cultura son pocas y derivan de las situaciones existenciales que afrontan todos los seres humanos, en todos los tiempos, en la naturaleza de la conciencia: como se hace frente a la muerte, la naturaleza de la tragedia y el carácter del heroísme, la definición de la lealtad y de la obligación, la redención del alma, el sentido del amor y del sacrificio, la comprensión de la piedad, la tensión entre la naturaleza animal y la humana, los reclames del instinto y los frenos. Históricamente, pues, la cultura se ha fundido con la religion (Bell, 1977: 25).
De esta forma, queda la cuestión de si debemos elevar nuestras prácticas para que éstas puedan incluirse en una definición de cultura como la de Bell, o si debemos rebasar nuestra definición de cultura para que incluya prácticas del mundo posmoderno. A ese respecte, vale mencionar el hecho de que Bell apunta hacia la relación indisoluble existente entre cultura y moral:
La cultura, para una sociedad, un grupo o una persona, es un proceso continuo de sustentation de una identidad mediante la coherencia lograda o un consistente punto de vista estético, una concepción moral del yo y un estilo de vida que exhibe esas concepciones en los objetos que adornan a nuestro hogar y a nosotros mismos, y en el gusto que expresa esos puntos de vista. La cultura es, por ende, el ámbito de la sensibilidad, la emoción y la índole moral, y el de la inteligencia, que trata de poner orden en esos sentimientos (Bell, 1977: 47).
De todas formas, es importante destacar que el hombre esquizofrénico posmoderno percibe sus nuevas prácticas indolentes como una forma de «cultura» o «tradition». Sin un sentido histórico realmente consistente, confunde formas de producción subcultural que han tenido su origen dos o tres generaciones atrás con tradiciones antiguas. Una vez que no desea la cultura, sino solamente el divertimiento, en su percepcion ahistórica tenderá a participar en cualquier forma nueva de diversión que le sea vendida bajo el rotulo de «cultura», o como algo que es parte de su «tradición».
En este sentido, Eric Hobsbawm afirma que «traditions' which appear or claim to be old are often quite recent in origin and sometimes invented. [...] "Invented tradition" is taken to mean a set of practices, normally governed by overtly or tacitly accepted rules and of a ritual or symbolic nature, which seek to inculcate certain values and norms of behavior by repetition, which automatically implies continuity with the past» (Hobsbawm, 1983: 1). Eso explica el hecho de que prácticas relativamente recientes originadas, o apenas difundidas ampliamente, en el decenio de 1960, sean percibidas hoy dia como pertenecientes a una supuesta «tradición cultural», la cual, en la mente de sus defensores, parece validarse por una relación imaginaria con un pasado distante o primordial. De la misma forma, ciertas «tradiciones» son creadas por movimientos ideológicos o grupos políticos de cuño nacionalista. Con la finalidad de promover la unión nacional en sociedades que presentan contradicciones culturales internas, causadas por ejemplo por la presencia de distintas etnias, se forjan «tradiciones» empleando elementos de un pasado ancestral y apuntando hacia una manipulación de la continuidad histórica, la cual pasa a ser inventada para justificar una cohesión social.
Las prácticas subculturales descubren al nombre posmoderno en toda su alienación frente a la tradición más significativa, que, como en el caso del individuo indígena que examinamos, proporcionaría una dirección a su vida, o un sentido en el que podría encontrar su autenticidad. Queda la indagación de cuál sería, entre todas las «tradiciones» que el hombre posmoderno puede elegir en el «supermercado cultural», la que es válida para dirigir al individuo hacia un encuentro con su auténtico ser, o, en términos kierkegaardianos, con su ser-ideal. Para Kierkegaard, la tradición que posibilitará tal encuentro es, obviamente, la cristiana.
Si recordamos el hecho de que la doctrina cristiana está en la base de algunos de los grandes éxitos morales de Occidente, nuestra percepción de ella se teñiría de cierta simpatía. Si somos capaces de reconocer su presencia en el contenido de la declaración de Independencia de Estados Unidos, por ejemplo, cuando apunta hacia la igualdad de todos los hombres; en la declaracion de los derechos humanos; o en la propia mentalidad filosófica de la Ilustración, la cual clamaba por el progreso moral y el desarrollo espiritual de la humanidad, entonces probablemente desarrollaremos el deseo de relacionarnos auténticamente con tal doctrina. Pero esto presupone contar con la habilidad de pensar históricamente, algo que el marxismo ha intentado enseñarnos, pero que parecemos decididos a no aprender.
Es en ese sentido que la posmodernidad se muestra esquizofrénica: en su calidad conspicuamente ahistórica, así como en su incapacidad de reconocer su propio pasado y aprender desde su ejemplo, de forma que el deseo de negar el cristianismo, o la tradición judeocristiana, dominante en Occidente, se genera a partir del deseo de liberarse de los principios antihedonistas que esa misma tradición aporta. El nihilista moral que quiere libertad en su búsqueda del placer frecuentemente apuntará hacia otras tradiciones. Así, es común encontrar entre los defensores del posmodernismo la consideración del helenismo como verdadera raíz de la tradición occidental. Es interesante percibir como les gusta identificar la época clásica con el hedonismo a fin de dar vista suelta a sus propios deseos. En su discurso, frecuentemente encontramos referencias al amor griego al cuerpo, o alusiones a sus maravillosas representaciones somáticas en la escultura, e incluso el ensalzamiento a sus cultos dionisíacos. Pero olvidan, o intencionalmente evitan, mirar en otras direcciones dentro de la misma tradición grecolatina. Desconsideran la filosofía de Aristóteles, por ejemplo, la cual define claramente en la Ética a Nicomacus, las fronteras entre la virtud y el vicio, donde la virtud depende siempre de la noción de sobriedad, y de la profunda reflexión acerca de las actitudes que cada individuo toma en su vida diaria. De hecho, Aristóteles apunta hacia el objetivo de la vida ética como realización del bios theoretikos, de la «vida teórica», la cual debe imitar la actividad del Dios aristotélico que se define como «el pensamiento que se piensa a sí mismo».
Aquellos que defienden lo posmoderno deleitándose con sus constantes referencias a la tradición clásica deben también recordar que Sócrates murió defendiendo sus creencias, lo que por sí solo es una práctica esencialmente antihedonista. En ese aspecto, y muy paradójicamente, Michel Foucault (1976), en el primer volumen de su Histoire de la sexualité, ha trabajado para desmitificar el mito del hedonismo griego apuntando hacia el hecho de que siempre midieron sus actitudes basándose en una fuerte nocion de equilibrium. Además, el hedonismo sólo era posible en Grecia en el varón, pues las mujeres eran relegadas a una posición inferior, y nunca encontraron respeto hacia sus impulsos hedonísticos.
Volviendo a la cuestión del nihilismo moral, podemos observar sus efectos en la critica. Tal forma de nihilismo, en cuanto «moralsubjectivism», representa de hecho un ataque a la propia subjetividad, la cual viene a ser percibida en la posmodernidad como inválida, si no como totalmente rechazable. En ese sentido, el término vulgaridad, por ejemplo, es rechazado como categoría críticamente válida por el alto grado de subjetividad que implica. Pero la subjetividad no ha sido percibida siempre como insostenible en el pensamiento occidental (y mucho menos en el oriental). La fenomenología, por ejemplo, a través de una epistemología que afirma el carácter intencional de la conciencia, abrió un campo gigantesco para la subjetividad en el siglo XX. De esa forma, es fácil percibir en el rechazo posmoderno a la subjetividad el temor de llegar a la misma conclusión que alcanza el sociólogo Gilles Lipovetsky cuando afirma que «el posmodernismo sólo es otra palabra para significar la decadencia moral y estética de nuestro tiempo» (Lipovetsky, 1986: 120). Los defensores de Io posmoderno rechazarían rápidamente esa afirmación de Lipovetsky llamándola subjetiva, y de esa forma lograrían evitar el debate ético, demostrando así su posición esencialmente nihilista.
En lo que concierne a la cuestión de la subjetividad, defiendo la opinión de que los intelectuales deberían sentirse obligados a realizar juicios basándose en ella. Deberían adoptar una actitud responsable frente a la sociedad para denunciar todo lo que les parezca desagradable en el arte o la política, suponiendo que demuestren una base coherente para sus ideas. Quizás de esa forma el debate intelectual transcendiera el ostracismo tedioso del academicismo y representara algo más reconocible para la sociedad en general, como lo ha sido en tiempos pasados. La devaluación del papel del crítico es uno de los corolarios de la posmodernidad. Bell apunta hacia el hecho de que durante el decenio de 1950 el crítico representaba la defensa de estándares reconocibles:
La idea de una jerarquía en las artes y una división cultural del público (p. ej., cultos, de medio pelo e incultos), que fue el sello distintivo de interprétes culturales representativos de la década de 1950 como Hannah Arendt y Dwight Macdonald, implica necesariamente la idea de patrones y de una profesión que protege y defiende esos patrones, o sea, de la crítica. En efecto, los decenios de 1940 y 1950 han sido llamados la época de la crítica y de las escuelas críticas [...]. El tema de la década de 1960, fue la desconfianza hacia la crítica (Bell, 1977: 128).
Con ese escepticismo hacia la crítica, afirma Bell (1977), la indistinción entre alta cultura y cultura de masas se hizo inevitable. Y fue en ese momento cuando aparecieron los apóstoles de la llamada «nueva sensibilidad», con su propuesta de una apreciación del arte como actividad propia de la subjetividad: para ellos, el goce del arte era algo meramente físico, y no implica ningún proceso racional o intelectual. Las sensaciones producidas por el objeto crítico eran defendidas como único medio para su apreciación. De esa forma, por la subjetividad que las sensaciones sugieren, cualquier juicio de valor respecto el arte se vuelve, si no totalmente imposible, por lo menos inapropiado. Bell nota el distinto papel que juega Susan Sontag en la crítica de la «nueva sensibilidad»:
Susan Sontag, destacada figura teúrgica de la nueva sensibilidad, declaraba en Contra la interpretación (1966), cuyo título resumía esta sensibilidad: «Hoy... el proyecto de la interpretación es en gran medida reaccionario. Como los humos de los automóviles y de la industria pesada que hoy ensucian la atmósfera urbana, la efusión de interpretaciones del arte envenenan hoy nuestra sensibilidad... La interpretación es la venganza del intelecto contra el mundo» (Bell, 1977: 129).
Sontag es conocida por su antipatía a cualquier forma de juicio moral en el ámbito del arte. De ello podemos derivar sus actitudes de naturaleza intrínsecamente cuestionables, como por ejemplo, su defensa de la pornografía, que examinaremos luego. Pero, volviendo a la cuestión del crítico, es posible afirmar que boy día no queda solamente la opción de sentir nostalgia por su anterior papel de guía para la sociedad. Aunque tal figura ya no tenga lugar en la posmodernidad, eso no debería significar la total extinción de la subjetividad. El rechazo a los juicios de valor como «simplemente subjetivos» es propio del nihilista moral. Intelectuales que se proponen a realizar cualquier forma de crítica, sea artística, literaria, o cultural, no puede estar obligados a ser «científicos» en todas sus aserciones, simplemente porque el arte, la literatura, y la cultura, asó como la propia vida, no son una ciencia.
La diseminación de la vulgaridad y de la pornografía en nuestro «postmodern world of shattered beliefs», ha sido percibida acertadamente por Fredric Jameson (1991). Comparando los intentes artísticos de los modernos con los que estamos destinados a encontrar en la posmodernidad, Jameson llega a las siguientes palabras:
but there is now a distinction to be made between the symptomaticity of high art in the modernist period (in which it stands in radical opposition to the nascent media or culture industry as such) and that of a residual elite culture in our own postmodern age, in which, owing in part to the democratization of culture generally, these two modes (high and low culture) have begun to fold back into one another. If nominalism in Adorno's period meant Schönberg and Beckett, in the postmodern it means a reduction to the body as such, which is less the triumph of ideologies of desire than it is the secret truth of contemporary pornography (Jameson, 1991: 152).
En lo que se refiere a la cuestión de la pornografía sería interesante echar un vistazo a lo que Susan Sontag, en el peculiar momento de mediados de los sesenta, tenía que decir sobre ella. En su defensa de la pornografía como forma de arte, Sontag acusa al cristianismo de lo que percibe como verdadera responsabilidad criminal por la peculiar relación existente entre el hombre y su cuerpo (para ella demasiado casta). En su artículo de 1967 «The Pornographic Imagination», afirma que «what difficulties arise [in the way sex is regarded] come from the long deformation of the sexual impulses administered by Western Christianity, whose ugly wounds virtually everyone in this culture bears» (Sontag, 1969: 56).
Identificar el cristianismo con una fuerza opresora que limita la sexualidad humana es un acto que denota una evidente limitación epistemológica. Tal identificación sumaria representa un ejemplo del pensamiento ahistórico propio de aquellos que poseen un hiato en su formación intelectual por no haber aprendido las lecciones más básicas del marxismo. En vez de identificarlo con el sentimiento de culpa que un individuo puede tener con relación a su cuerpo, el intelectual capaz de ejercitar un reflexión histórica crítica percibirá en el cristianismo una doctrina que ha contribuido a hacer de Occidente la propia cuna de valores de los derechos humanos (y aquí se verifica la distinción kierkegaardiana entre cristianismo y cristiandad).
Así, yo afirmaría que lo que crea el tipo de opresión a que Sontag parece referirse no es la religión por sí misma, sino su asimilación acrítica. En el presente estadio de desarrollo del intelecto humano, después de dos mil seiscientos años en que la presencia de la filosofía en el mundo no puede ser negada, no me parece demasiado severe exigir del hombre la responsabilidad de ejercer el pensamiento. Sin un planteamiento crítico, y por ende racional, de cualquier dogma religioso, la caída en el fanatismo, y luego en el fundamentalismo, será inminente. Y en el presente momento parecemos bien conscientes de los peligros de fundamentalismo religioso.
Volviendo al artículo de Sontag, percibimos que su análisis de la pornografía intenta restringirse al ámbito de la literatura, en la que ella apunta la «superioridad» de los Franceses:
Except in a small circle of writer-intellectuals in France, pornography is an inglorious and mostly despised department of the imagination. Its mean status is the very antithesis of the considerable spiritual prestige enjoyed by many items which are far more noxious (Sontag, 1969: 72).
Sontag no aclara exactamente cuáles son esos «items» considerados como mucho más nocivos que la pornografía. De todas formas, su razonamiento opera, desde el principio de su ensayo, sobre una falacia básica: considera la pornografía solamente en una de sus manifestaciones, la literatura, la cual es, por su propia materialidad, evidentemente poco ofensiva. Es obvio que el contenido de la pornografía variará de acuerdo con el medio en el cual se expresa. De esa forma, no podemos considerar la pornografía en la novela, pura representación, como igualmente condenable que la misma en pintura, fotografía, cine, o teatro, donde se hace presente un mayor o menor grado de actualidad. Leer una descripción de unos seres humanos envueltos en el acto sexual no puede ser lo mismo que observarlos «in performance» en el cine, o el teatro. Y eso simplemente porque el medio visual, quizás exceptuando a la pintura, implica necesariamente la presencia de seres humanos reaies practicando sexo con la finalidad primera de producir material pornográfico, una actividad inaceptable si no somos nihilistas morales. Así, cuando uno plantea cualquier cuestión acerca de la pornografía con la intención de promover su validez, es importante no olvidarse de que la pornografía infantil y la bestialidad se ban tornado de uso normal entre esas prácticas.
Limitar el ámbito de la pornografía a las novelas de Sade y Bataille hace su defensa muy fácil. Sontag defiende la pornografía a través del mismo tipo de falacia con que Linda Hutcheon apoya el posmodernismo cuando identifica su totalidad con lo que llama «historiographic metafiction». De hecho, Hutcheon va más allá de la limitación del campo de investigación de que se beneficia Sontag, y llega hasta el absurdo de proponer que el término postmodernism sea reservado para identificar solamente un par de buenas novelas que parecen mucho más un residuo de alta cultura que una obra posmoderna (pues aunque El nombre de la rosa, de Umberto Eco sea un best-seller, ciertamente no lo es en el mismo sentido que Verônica Decide Morrer, de Paulo Coelho). Cualquier discusión acerca de lo posmoderno no será completa si no considera la presencia masiva en ello del kitsch y del pop.
En su defensa de la pornografía, Sontag logra evitar la consideración de las implicaciones éticas del asunto que aborda. Exceptuando una breve mención a la posibilidad de una influencia perniciosa en los «psicólogicamente deformados» y «moralmente inocentes» al final de su artículo, su análisis nunca alcanza un planteamiento sociológico de la pornografía en su totalidad.
Finalmente, la falta de sorpresa o escándalo evidente que denota la actitud con la que el hombre posmoderno percibe la pornografía en su vida diaria refleja la situación de total apatía a que hemos sido conducidos por nuestro propio nihilismo moral. Este estado banaliza tanto la pornografía como nuestra percepción del cuerpo (tanto en representación como en actualidad); destruye el propio erotismo con que estábamos acostumbrados a percibir determinadas partes del cuerpo humano; y conduce hacia la apatía evidente en nuestra aceptación acrítica de las innumeras prácticas subculturales posmodernas. En su ampliación del rechazo vanguardista a la burguesía, la ruptura posmoderna trasciende el ámbito del arte o de la representación, y descubre el cuerpo humano en una forma peculiar de obscenidad visual que ahora se posiciona en la vida real y diaria. De ello deriva la epidemia contemporánea de pornografía definida como el intento más básico de la representación de la actualidad, una forma de representación que se satisface con el encuentro del «body as such», o de las más básicas «bodily functions». Todo esto no es más que el claro reflejo del nihilismo moral, de la decadencia moral y estética posmodernas (en las palabras de Eipovetsky), y de la alienación respecte a una tradición que se propuso enseñarnos algo mejor.
Lo posmoderno suele ser defendido por su carácter supuestamente tolerante, por su valoración y aceptación de los márgenes, y por su visión democrática que considera siempre la voz de lo «excéntrico». Que la tolerancia y el respeto por los distintos grupos que forman cualquier sociedad es un bien en sí mismo me parece incuestionable. Cualquier sociedad debe trabajar para la eliminación de cualesquiera prejuicios que funcionen en el sentido de la exclusión de aquellos que no pertenezcan a los cánones establecidos o a las clases o etnias dominantes. Pero «tolerar» no significa ser acrítico ni moralmente nihilista. No debe necesariamente implicar una aceptación de todo lo que se presente como válido por el simple hecho de que «es imposible juzgar». Lo que suele ser visto como tolerancia posmoderna por el otro muchas veces se parece más a una gran curiosidad por ese mismo otro, con un deseo incontenible de conocerlo, y con una euforia de contacte y intercambio. En diversas ocasiones lo que debería ser entendido como el respeto del centro hacia los márgenes (si es que tales categorías existen de hecho) se présenta como un intento simple de fagocitar del otro, el «ex-céntrico», que repentinamente aparece como un ser más libre y radical en estilo de vida.
Así, podríamos preguntarnos si no estamos viviendo el corolario de la ruptura vanguardista con la tradición. Oímos que la burguesía ha encontrado su extinción; que su proyecto, el proyecto de la Ilustración, ha fracasado; y cada vez más parece que vivimos en un tiempo cargado de nihilismo. Podríamos entonces concluir que lo posmoderno es en sí mismo una forma de alienación. La falta de una doxa totalizadora en la posmodernidad descubre la incapacidad del hombre para actuar moral y auténticamente en su vida diaria. Esa misma falta induce el sujeto a su muerte, la cual aparece como negación de cualquier valor en su subjetividad, y crea la apatía propia de nuestro momento histórico. La apatía posmoderna, inherente a la noción de subjetivismo moral, imposibilita el debate ético responsable y la crítica. De esa forma, lo posmoderno representa la alienación con respecto a una tradición que, pese a toda sus defectos, intentó mantenerse fiel a su creencia en valores como los de decencia, modestia, y sobriedad, y que en el devenir induciría a la única forma auténtica de existencia humana.
PINHEIRO MACHADO, Roberto
LA RUPTURA ALIENANTE: TRADICIÓN, VANGUARDIAS Y POSMODERNISMO
Tradición y autenticidad existen en una relacion de interdependencia. A través de la relación con su traditión el individuo se reconoce a sí mismo auténticamente en el mundo. Por ello, el alejamiento de la tradición resulta inevitablemente en la alienación. El ejemplo más claro de esa forma de enajenamiento es la ruptura con el pasado propuesta por los movimientos avant-garde, o las llamadas vanguardias históricas, del siglo XX. Tal ruptura significó mucho más que un deseo de innovación en el arte. El intente iconoclasta de las vanguardias fue, en verdad, el reflejo de un sentimiento antiburgués exacerbado. Esc ensayo analiza los corolarios de taies intentos vanguardistas de ruptura en las prácticas culturales posmodernas y apunta hacia la relación entre estas prácticas y la alienación.
Palabras clave: tradición, autenticidad, ruptura, vanguardias, posmodernidad.
PINHEIRO MACHADO, Roberto
THE ALIENATING RUPTURE: TRADITION, VANGUARDS AND POSTMODERNISM
Tradition and authenticity exist in an interdependent relationship. It is through the relation with tradition that individuals recognize themselves authentically in the world. Consequently, the distancing from tradition inevitably results in alienation. The most evident example of this form of distancing from tradition is in the rupture with the past proposed by the avant-garde movements, or the so-called historical vanguards, of the first half of the twentieth century. Such rupture signified much more than a desire of innovation in the arts. The iconoclastic intent of the vanguards was, in truth, the reflection of an exacerbated anti-bourgeois feeling. This essay examines the corollaries of these vanguardist efforts of rupture in postmodern cultural practices and points to the relation between such practices and alienation.
Key words: tradition, authenticity, rupture, vanguards, postmodernity.
1. Aunque no sea exclusiva de la modernidad, la movilidad social hace su presencia más evidente en Occidente con el surgimiento de la clase burguesa y el advenimiento del sistema capitaliste que posibilita su prosperidad.
2. Me refiero aquí al alto índice de suicidio entre las poblaciones indígenas brasilenas, lo cual tiende a crecer conspicuamente cuando éstas entrant en contacto con la «civilización», es decir, cuando los individuos se alejan de sus tradiciones.
3. Para un análisis profundo de la apatía en la posmodernidad véase LIPOVETSKY (1986: 49-78).
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Roberto PINHEIRO MACHADO
Universidad de Salamanca
BIBLID [1130-2887 (2002) 30, 19-41]
Fecha de recepcion: diciembre del 2001
Fecha de aceptación y version final: enero del 2002
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Copyright Ediciones Universidad de Salamanca Apr 2002