Key-words: Lessing, Grandes, woman, family, space, genealogy, figure of mothering
El artículo analiza, desde la perspectiva de la literatura comparada y a la luz de algunas reflexiones del feminismo, un núcleo de significación fundamental en las obras de Doris Lessing y Almudena Grandes, la relación entre mujer y familia, a través del estudio de dos cuentos clave en este sentido: «La habitación diecinueve» (1963) y «La buena hija» (1996). Si en el texto de la autora de El cuaderno dorado Susan Rawlings se enfrenta a una sensación progresiva de asfixia ejercida - de manera involuntaria y muy compleja - por el espacio familiar formado alrededor de su marido y sus hijos, sensación que desembocará en el suicidio, en el cuento de la escritora española asistimos a un proceso inverso, ya que la protagonista, Berta, logra conquistar en la madurez su independencia de una madre manipuladora. Ambos textos ponen de relieve dos tipos básicos de relaciones entre mujer y familia: el vínculo con el marido y los hijos (la mujer como esposa y madre) y el que la une con la madre (la mujer como hija).
«La habitación diecinueve» se publica por primera vez en 1963, en el volúmen A Man and Two Women. Doris Lessing era ya una escritora consagrada, sobre todo por su novela más célebre, El cuaderno dorado (1962). Dicho libro supone un tratamiento radicalmente innovador de la feminidad y sus relaciones con el mundo contemporáneo y se convierte enseguida en un texto reivindicado por el feminismo. Lessing pasa a ser considerada «the first feminist novelist of the mid-twentieth century» (Gayle 1992: 45)1. La fecha de publicación de «La habitación diecinueve», 1963, nos da algunas claves históricas para comprender mejor las relaciones familiares que construye el cuento. En su análisis del texto, Eva Hunter (1987: 94) conecta la denuncia del matrimonio y la maternidad domesticados con una reacción en contra de las presiones económicas y sociales ejercidas sobre las mujeres en la posguerra británica, que vieron (especialmente si pertenecían a la clase media) sus expectativas restringidas a un ámbito estrictamente privado. Si en los sesenta se inician los movimientos de liberación de las mujeres, desarrollados en los setenta con «la segunda ola del feminismo», los años cincuenta en la Inglaterra de la postguerra son dominados por una mentalidad conservadora, que insiste en el papel determinante de la mujer a la hora de asegurar la cohesión del hogar, la unidad de la familia y el bienestar de los hijos. Ahora bien, Susan Rawlings y su marido, sobre todo al inicio de su relación, no parecen pertenecer a un ambiente tradicional, sino a una clase media acomodada, educada y de ideas avanzadas, puesto que ambos trabajan y tienen empleos bien remunerados. Uno de los elementos más eficaces y sutiles del texto reside en que, aparentemente, no hay ningún motivo para que la protagonista inicie el proceso de progresivo enloquecimiento que la abocará al suicidio. Las cualidades y condiciones de Susan Rawlings, razonable, moderada, con un fino sentido del humor, habitante de una casa grande y confortable en Richmond, enamorada de su marido, correspondida plenamente en este amor y madre de cuatro hijos, tampoco parecen indicar el menor desequilibrio, la menor tendencia a la depresión. Todo lo contrario: la relación entre Susan y Matthew se basa, según las primeras palabras del cuento, en la inteligencia, en la gestión inteligente y eficaz tanto de los afectos como de los recursos (de todo tipo de recursos, amorosos, sociales, económicos). Aunque, también desde las primeras palabras, sabemos que se trata de la historia de un fracaso: «This is a story, I suppose, about a failure in intelligence: the Rawlings' marriage was grounded in intelligence»2 (Lessing a 1963:267). ¿Qué significa un matrimonio fundado en la inteligencia? Las siguientes páginas lo aclaran: Susan y Matthew se casan después de haber tenido ambos otras relaciones, es decir una cierta experiencia erótica y afectiva, y están unidos no sólo por «un amor verdadero», también por un «razonable discernimiento» (Lessing 2010 b : 455)3. El amor y el discernimiento aparecen de hecho como interdependientes, ya que el primero es una «prueba» (ibídem) del segundo, en clara antítesis frente a una concepción «romántica» del amor como opuesto a la razón, del «amour fou» desenfrenado. Lo «razonable» es la marca que aglutina las cualidades y el comportamiento de la pareja, caracterizada por «their moderation, their humour, and their abstinence from painful experience»4 (267). En suma, los Rawlings parecen -y desean a toda costa - formar una «familia razonable y equilibrada» (457)5. Tanta insistencia en «lo razonable» y en el equilibrio da pistas sobre las grietas que empezarán a corroer un edificio familiar levantado con extremo cuidado. Al quedarse embarazada, Susan deja su empleo y el matrimonio se muda en una gran casa en Richmond. Llegan a tener cuatro hijos y a poner en marcha una «estructura» (457)6 cuyo sostén económico, externo, es Matthew, mientras que su mujer la mantiene por lo que respecta al ámbito privado. El reparto de los roles es en consecuencia completamente tradicional y la sensación de fracaso, al principio apenas insinuada, empieza a instalarse. Uno de los motivos es la carencia de una verdadera pasión creativa que canalice las energías del matrimonio: el empleo de Matthew no le otorga una satisfacción íntima y Susan, pese a su talento de diseñadora en el antiguo trabajo (una agencia publicitaria), tampoco sintió nunca auténtico apego por esta actividad. El núcleo básico que mantiene y protege toda la «estructura» (los niños, la casa, la armonía familiar) y su perfecto funcionamiento es de nuevo la «inteligencia», y a ella se aferran para considerarse a ellos mismos modelos de comportamiento razonable frente a otras parejas.
La situación da un vuelco cuando Matthew comete su primera infidelidad, que confiesa arrepentido a su mujer. En este momento tenemos un dato interesante: años atrás ambos consideraban la «fidelidad» como algo anticuado. Sin embargo, hay un evidente contraste entre la asunción voluntarista de lo que Susan y Matthew estiman una mentalidad «abierta» y la realidad reprimida del malestar profundo experimentado por Susan. La protagonista se encuentra frustrada no sólo por la infidelidad y el sufrimiento que ésta provoca, no por negado menos real; también porque se da cuenta de que ella ha dejado de tener acceso a las propias ocasiones de ser infiel. La conciencia de que el espacio público y su consecuente red de vínculos y tentaciones le están vedados es reiterada de manera explícita en el cuento y se convierte en una presión asfixiante, sobre todo para una mujer tan lúcida y que había sido tan independiente.
Ahora bien, ¿qué salida encuentra la protagonista? Inventarse otra, buscar con desesperación un espacio otro al que aferrarse, un espacio que le proporcione otra identidad, más satisfactoria, más acordes con sus aspiraciones y con las tensiones que le invaden el cuerpo, tensiones sobre las que la «inteligencia» tan a menudo invocada cada vez tiene menos control. En este anhelo de encontrar una vía de escape Susan se emparenta con las heroínas decimonónicas Anna Karénina, La Regenta y sobre todo Emma Bovary, pero no entra, como ellas, en el célebre prototipo de la «adúltera». Si Madame Bovary desea rodearse de objetos bellos y de un mundo chispeante, la protagonista de Lessing aspira a construirse una identidad ficticia y un espacio de liberación. La salida de Susan será la búsqueda, en la tradición de Woolf, de «una habitación propia», un lugar donde refugiarse, disfrutar de la soledad que se ha vuelto un lujo impensable, y en el que construir la identidad de un espejismo, de la mujer que pudo haber sido y no fue. Los espacios y las oposiciones entre los espacios son fundamentales en «La habitación diecinueve»7 y atañen tanto al exterior (el jardín y el río) como al interior (la habitación que Susan hace suya en la casa, el cuarto que alquila en el pequeño hotel de Victoria y, finalmente, la habitación diecinueve del Fred's Hotel que se convierte en una especie de domicilio alternativo, de refugio y de lugar en el que la protagonista encuentra la muerte). La primera oposición espacial es la que se establece en el ámbito de la naturaleza8 entre el jardín de la casa y el río, transformados en símbolos de la antítesis entre el universo doméstico, limitado y sujeto a los mismos imperativos de la «inteligencia» y de «lo razonable» que la vida de Susan, y la tentación irresistible de otro universo, apasionado, desconocido, salvaje. La mujer comprueba que es en el jardín donde más la asalta el desasosiego, mientras contempla la vista del río. Entre el jardín y la casa pasa Susan las ansiadas horas de libertad que tiene por fin al comenzar la escuela los niños más pequeños. Este tiempo, con el que había fantaseado para llevar a cabo cualquier actividad creativa y satisfactoria, se demuestra entregado a una sensación creciente de malestar, a la amenaza agazapada en el interior de la casa y en el jardín: «it was as if something was waiting for her there that she did not wish to confront» (275)9. La protagonista comprende (pero no con la inteligencia sino forzada por la depresión que va agudizándose) que sólo puede inventarse a otra Susan, reinventarse desde otra vivencia de lo femenino, desde otro rol distinto al que la enloquece, desde otro espacio que el eje, aparentemente tranquilo y confortable, de la casa y el jardín. Éste será el nacimiento de la señora Jones en la habitación diecinueve del Fred's Hotel.
Pero antes hay una mirada introspectiva que ni siquiera logra configurarse de manera plena como tal. Es decir, Susan, después de llevar a los hijos a la escuela, vuelve a casa donde está acompañada por la asistenta e intenta sencillamente utilizar las pocas horas de - relativa - soledad para poner orden en sus pensamientos, examinar su vida, analizar qué le gustaría conseguir. Sin embargo, la meditación no da ningún fruto porque la protagonista ya no está acostumbrada a dedicar tiempo a esta tarea: a su cabeza vuelven de inmediato preocupaciones domésticas inmediatas. Entonces aparece el «enemigo, su inquietud», el «demonio» del «vacío» (469)10, la sensación del tiempo hueco desaprovechado, del tiempo estéril que invade su vida. Para conjurarlo, descubre Susan, necesita un lugar propio, en el que disponer de manera gratificante de la soledad, de un paréntesis auténtico en el tiempo, no colonizado por necesidades urgentes y nada creativas de la vida cotidiana, ligadas al espacio doméstico y a la familia. Echa de menos un lugar donde alejar la sensación, tantas veces temida y controlada por la «inteligencia», del resentimiento.
Separar artificialmente la inteligencia de la emoción es, sin duda, una de las razones del fracaso de Susan. La mujer, que no tiene ni siquiera tiempo para llevar a cabo una reflexión tranquila (el desasosiego es ya absoluto) sobre su vida, sabe sin embargo que necesita un lugar, un lugar que esté en otra parte, un «elsewhere», como apunta Quawas (2007: 109) siguiendo el término de Teresa de Laurentis. Este lugar situado «en otro lado» (o, como veremos al tratar el tema del espejo, al otro lado), permitiría una perspectiva distinta, una mirada desde la que reinventarse de una manera más satisfactoria. Para la estudiosa feminista, «la vista desde el otro lado», la «view from "elsewhere"» (De Laurentis 1987: 25) es, explica Quawas, « the movement which the female subject constantly makes between her experience of herself as Other in the dominant discourse and her experience of herself as Subject in the muted discourse of the "space-off' of her own position which is invisible but nonetheless present» (2007: 110). Es decir, estar «en otra parte» o, mejor dicho, aspirar a encontrar esta «otra parte» desde donde mirar(se), pone de relieve la tensión entre el lugar que se supone que la mujer debe ocupar desde el punto de vista de la sociedad (punto de vista interiorizado y vivido a la vez con frustración y culpa) y el lugar desde el que la mujer desea construirse como sujeto libre, deseante, pleno. Como sigue explicando Quawas, en el cuento «Lessing appears to be testing the angst of identity or what might happen in the new feminist era to a woman of the old dispensation who is not only enwebbed in the image of the cultural construct of Woman but who has also accepted her traditional roles [...]» (ibídem). La escritora anticipa así en la ficción las reflexiones posteriores de muchas feministas (cfr. ibídem : 111). Susan, antes tan moderada y razonable, se ve invadida por sensaciones y pensamientos que jamás hubiera considerado propios, como el de la «esclavitud» (472)11 a su familia. Su angustia se concentra en la búsqueda de un espacio alternativo al ámbito doméstico de la casa y el jardín, un espacio que al principio encuentra en una habitación de la casa, «la habitación de mamá». Sin embargo, con el tiempo, lo que debería ser un santuario de la intimidad se transforma en «otra sala de estar» en la que cualquier miembro de la familia entra. Y entonces aparece el primer testimonio palpable de la locura de Susan: la visión del demonio en el jardín, bajo la forma de un hombre sonriente. Para huir de su asalto, la protagonista, que sigue soñando con escaparse, con encontrar «a room or a place, anywhere, where she could go and sit, by herself, no one knowing where she was»12 (284), empieza a alejarse de la casa y un día alquila durante varias horas una habitación en el hotel de la señorita Townsend, bajo el pretexto de que necesita descansar, consciente del estupor que provocaría revelar sus auténticos motivos. A su regreso, la reacción de la asistenta es contundente: de una madre se espera que se encuentre en casa, disponible para atender las diversas cuestiones que puedan surgir en la cotidianeidad doméstica. El vínculo matrimonial con Matthew se deteriora y Susan experimenta el fracaso de un pacto implícito: ella debía ocuparse del equilibrio familiar pero se ha desmoronado, así que él, reflexiona la protagonista sintiéndose culpable, incumple a su vez el acuerdo.
Un gesto esencial que precede la transformación de Susan Rawlings en la señora Jones, transformación llevada a cabo en Fred's Hotel, es la mirada al espejo. Mientras le expone a Matthew su deseo de encontrar una au pair - para sustituirla en el papel de señora de la casa, como la sagaz muchacha contratada adivina enseguida -, la protagonista contempla en el espejo «un rostro razonable»13 (482) pero en cuyas facciones intuye la locura, según ilustra su monólogo interior: «Yet that's the reflection of a mad woman. How very strange! Much more to the point if what looked back at me was the gingery green-eyed demon with his dry meagre smile»14 (289). El paso sin transición de la tercera a la primera persona, para introducimos de manera directa en las sensaciones y los pensamientos de Susan, se revela un recurso narrativo muy eficaz. No es casual que este paso se produzca a la vez que la mirada al espejo, que inaugura, con su conocido simbolismo, un desdoblamiento tanto de la personalidad (en el espejo la protagonista ve, más allá de su reflejo, el de su transformación en una «loca», una heredera del linaje de las «histéricas», etiqueta bajo la cual el patriarcado ha englobado tradicionalmente las manifestaciones de rebeldía y frustración de las mujeres disconformes con el papel que se les exigía), como de los códigos de la propia escritura. Así lo pone de manifiesto Virginia Tiger: «In Lessing the motif of the mirrored mad double registers (and dislodges) competing modes of consciousness as well as competing codes of narration. To shatter the glas is to set free the mirror's enclosed prisoner and the realist text's supervised captive: the mystery below fact's surface» (1990: 428). Lo que hay al otro lado, debajo del hecho, de la historia contada en un registro absolutamente realista (y ahí reside su formidable impacto), es el espectro de una locura derivada de la imposición (suave, casi imperceptible, interiorizada) de un antiguo rol femenino restrictivo y asfixiante. Susan no encuentra otra salida de este rol que aferrarse a un espacio modesto y precario a nivel físico (la habitación diecinueve de un hotel sórdido), un espacio no obstante investido con un gran poder simbólico transformador, un espacio otro, alejado y libre del doméstico, en el cual contruirse otra (la fantasmal señora Jones). Ahí intenta la protagonista levantar una vida alternativa, una vida dedicada por completo (en la tradición de Emma Bovary) a imaginarse que es una mujer distinta, que no tiene nada que ver con su ámbito familiar. Una mujer de ficción, creada en un lugar real a la par que ficticio: todos los poderes de la ficción son convocados por Susan Rawlings durante varias horas cada día, mientras vive como si fuera la señora Jones en la habitación diecinueve. Muy relacionado con la ficción es también el hecho de que se trate de un cuarto de hotel, de un espacio habitado por otras vidas cuyas huellas físicas se pueden palpar.
Hay otra transformación radical: lo irracional ha sustituido ya totalmente los dominos de la «inteligencia» y lo «razonable». Susan vive inmersa en la locura a la que ha sido empujada. Pero lo «irracional» tiene también una lectura crítica feminista, ya que con términos como «histérica» o «irracional» se ha operado desde el discurso patriarcal para dominar y controlar las pulsiones y aspiraciones de las mujeres. Desde este discurso, «irracional» equivalía a lo femenino y se oponía a la «razón», considerada atributo de los hombres. En opinión de Linda H. Halisky, «Lessing seems to leave room for an alternative way of perceiving what patriarchal orientation calls "the irrational", a way which rejects the unilaterally masculine norm supporting the rational-irrational dichotomy» (1990: 50). En este sentido, Lessing parece anticipar la crítica que hace Hélène Cixous15 de las «oposiciones duales, jerarquizadas» (1995: 14), que consagran lo masculino y lo femenino como ámbitos respectivamente de superioridad y subordinación.
Si Susan sabe «irracionalmente» que está al borde del colapso, se derrumba en el momento en que su marido, creyendo en la existencia de un amante, descubre su refugio al hacerla seguir por un detective. La señora Jones y la habitación diecinueve dejan de ser una vía de escape, una vida ficticia alternativa a la real, porque la soledad y el secreto tan anhelados se han roto. Si la vida estaba «en otra parte», la invasión de este espacio anula la propia existencia (frágil, espectral) de esta «otra parte», del ámbito-refugio. La última visita a la habitación de hotel desemboca en la tragedia del suicidio. Incluso antes de la muerte, se pone de manifiesto la obsesión de Susan por tener no sólo un espacio, también un tiempo propios, unas horas en la que ser cómo le gustaría de verdad ser, unas horas en la que vuelve la imagen del río, de un lugar salvaje, no domesticado, desconocido e irresistible: «letting herself slide gently, gently, to the edge of the river» (303)16. Las últimas palabras del cuento remiten a la atracción fatal de este ámbito que Susan imagina desenfrenado y libre: «She was quite content lying there, listening to the faint soft hiss of the gas that poured into the rooms, into her lungs, into her brain, as she drifted off into the dark river»17 (304). El río, como la habitación, es el espacio del refugio, el espacio de una feminidad exuberante (como la proclamada por Cixous en «La risa de la Medusa»), el símbolo de algo lejano e inalcanzable. El río, hacia el que se va «a la deriva», perdidamente, concentra los fantasmas y deseos reprimidos de Susan y es el equivalente en la naturaleza del espacio interior de la habitación diecinueve. Ambos funcionan como lugares liberadores, sin presiones domésticas o familiares, lugares capaces, en la visión de Susan, de construir una subjetividad femenina diferente.
Si Susan Rawlings quiere inventarse otra a partir de otro lugar, de una «habitación propia» investida con el poder de conferirle otra vida, Berta, la protagonista del cuento «La buena hija» de Almudena Grandes, reelabora su genealogía a través de la elección de otra figura materna, distinta de la madre biológica, y de la memoria. Según explica Silvia Rolle-Risetto, «en "La buena hija" la memoria actúa como un cordón umbilical simbólico que lleva a Berta, su protagonista, hasta la niña que fue, al cuerpo de la niña que fue» (2009: 582). En el cuento aparecen contrapuestas las dos «madres», Piedad y doña Carmen. El texto se construye así sobre un juego de simetrías y oposiciones estructurado en torno a la doble figura de la madre. Las dos « madres », Piedad y doña Carmen, aglutinan a su alrededor dos espacios polarizados, cuyos elementos se distribuyen para sostener la arquitectura del cuento y determinar el comportamiento - y la decisión final - de la hija. No es casualidad que Berta sea matemática, ya que el juego de simetrías que teje la urdimbre del cuento también es matemático.
Hay que hacer primero algunas precisiones sobre la articulación temporal de «La buena hija». Podemos distinguir básicamente tres tiempos en este relato en primera persona: 1) la presentación del momento actual (desde el principio del cuento hasta que Berta recuerda de manera repentina que en su niñez decidió cambiar de madre); 2) la rememoración que de varios episodios clave de la infancia, rememoración que traza los retratos contrapuestos de doña Berta y Piedad) y 3) el regreso al presente y la decisión, provocada por la evocación de Piedad y de lo que ella significó para la pequeña Berta, de abandonar la esclavitud que implica la convivencia con una madre manipuladora y despótica. Estos tres tiempos estructuran en una articulación muy precisa la constitución como personajes de las dos madres, la biológica (doña Carmen) y la escogida (Piedad). Hay en «La buena hija» varios indicios textuales que no sólo construyen a las «madres» como portadoras de dos mundos distintos, sino que también administran la tensión narrativa a través del juego de simetrías y oposiciones al que aludía anteriormente.
El mundo de Piedad es el mundo de los «refugios imaginarios» (Grandes 1996: 204) - que nos hacen inmediatamente pensar en Carmen Martín Gaite - que la niña Berta buscaba de pequeña y que recupera desde el recuerdo. En este mundo están la pasión vitalista y desbordante, la capacidad de ternura y complicidad y la filiación elegida: Berta niña escoge ser hija de Piedad y Berta mujer se da cuenta que el aprendizaje de la pasión, concretado en su amor por las matemáticas, se lo debe a Piedad. Este mundo se encuentra también muy delimitado espacialmente en la casa familiar: los espacios son fundamentales en el cuento y en toda la narrativa de Almudena Grandes (como también lo son en la de Martín Gaite). Se puede establecer una relación entre «La buena hija» y La reina de las nieves, justamente a nivel de la doble figura materna: el binomio doña Carmen/Piedad encuentra su correspondiente en cierto sentido en la contraposición entre Gertrudis y Casilda Iriarte. Pero, mientras que en la novela de Martín Gaite descubrimos al final que la madre biológica verdadera es el personaje vital y generoso de Casilda, en «La buena hija» no cabe ninguna duda de que la madre biológica es la distante y lejana doña Carmen, convertida con el paso de los años en una tirana.
La operación que lleva a cabo Berta (reinventarse una genealogía, una madre), puede vincularse con la idea de madre como «metáfora», que avanza Cixous en « La risa de la Medusa ». Para Cixous (2010: 48) la « madre » no tiene por qué coincidir con la madre biológica, sino que funciona como una figura modelo, un referente caracterizado por la capacidad del don, de la generosidad (una generosidad creativa, opuesta a la domesticación). Y eso, el don y la generosidad, es justamente lo que representa Piedad, que da lo mejor de ella misma y representa para Berta niña el mundo del calor familiar, inexistente en el seno de la propia familia, descrita con ironía como «ese conjunto de extraños amables y bienintencionados en general» (Grandes 1996: 205-206). En este sentido la evocación del juego con las demás niñas en el patio del colegio es fundamental:
No recuerdo el nombre de aquel juego, pero sí una de sus reglas principales, que establecía ciertos lugares seguros para cada jugadora, refugios imaginarios que bastaba alcanzar para ponerse a salvo. Al llegar a cualquiera de esos puntos [...] siempre gritábamos icasa!, no tanto para avisar a la perseguidora de turno como para desalentarla, y entonces, al gritar icasa!, yo siempre pensaba en Piedad, porque eso, exactamente, era Piedad para mí [...] Piedad era icasa!, era mi casa, y era el mundo (204).
La separación entre los lugares mentales que la niña otorga a Piedad, por una parte, y a doña Carmen y al resto de la familia, por otra, encuentra su simetría en los espacios físicos dentro de la propia casa, en los «lados» cargados de valor simbólico: «Aparte, al otro lado del pasillo, vivía mi familia» (ibidem), leemos. La familia pertenece en consecuencia «al otro lado», un territorio con el que Berta no se identifica afectivamente. El «lado» de Piedad, que comparte Berta, es el «pequeño país» (206) modesto compuesto por «un vestíbulo de servicio, una cocina, un office, una despensa, un dormitorio y un aseo diminuto, con una bañera cuyo tamaño alcanzaba a duras penas la cuarta parte de la superficie de las restantes bañeras de la casa» (ibídem). El detalle de la bañera es muy significativo para poner de manifiesto el lugar secundario de Berta para sus padres y sus hermanos. Hasta la lengua de la niña es la lengua de Piedad, que Berta reconoce como «mi lengua materna» (212).
Sobre los cuartos ocupados por los restantes miembros de la familia no tenemos ninguna información. Se trata de un espacio que la niña no considera incorporado a su mundo, al que no se siente vinculada. No hay huellas de aquel espacio en la memoria de Berta; se trata de un espacio que parece disolverse en una liviandad parecida a la provocada por la escena entre doña Carmen y tío Armando, pálido y ridículo contrapunto de la desesperada vitalidad amorosa de Piedad y de la tormenta de sentimientos fuertes que desencadena en ella el amor de Eugenio y a la que la niña asiste como espectadora asombrada y cómplice. Doña Carmen, la madre, y Piedad, mamá, se construyen como opuestas no sólo por su relación con Berta, sino también por su manera de vivir el amor. Berta ama a Piedad porque Piedad tiene una enorme capacidad amatoria, tanto hacia ella como hacia Eugenio, mientras que la madre de Berta sólo puede ensayar «un papel que le venía grande en una amable comedia de enredo» (232). Los lazos que unen a la niña y Piedad son «muchos más fuertes que los de la sangre» (221). La genealogía escogida, inventada, frente a la genealogía biológica es una propuesta que desestabiliza un tabú muy fuerte y que resalta a la vez los poderes de la ficción. Hace falta mucha imaginación para llevar a cabo la opción de Berta, porque sólo en la ficción se puede cambiar de madre. Sin embargo, el territorio de la ficción, de la invención genealógica, se habita mucho más profunda, vital y realmente que el territorio de los lazos biológicos, ya que la figura de la madre parece desdibujarse para Berta niña en una liviana irrealidad (después, para Berta madura, ocurrirá todo lo contrario, ya que su madre se encarga de recordarle cada diez minutos sus tiránicas exigencias). Una vez que Piedad quita la casa para irse con Eugenio, es muy sintomático que no deje nada suyo, ninguna huella, excepto a la propia Berta:
[...] registré el armario, la mesilla, la estantería de la que habían desaparecido todas sus cosas, levanté el colchón, abrí los cajones, me tiré en el suelo para mirar debajo de las camas, y aunque no sabía lo que estaba buscando, no encontré ya ninguna cosa que hubiera sido suya. Nada, excepto yo misma (233).
El mundo de Doña Carmen (el de la genealogía natural, regido por la incapacidad de amor y ternura, por una pasión fingida y luego por la manipulación de una hija prisionera) es el mundo del «otro lado del pasillo» (204). No sabemos qué pasa en este otro lado del pasillo. Sólo sabemos que doña Carmen está «del otro lado» (como Gertrudis en La Reina de las Nieves) y éste es un indicio fundamental, porque las dos «madres» del cuento representan dos «lados», que al final vienen a ser el de la vida (Piedad) y el de la muerte, de la muerte en vida (doña Carmen). Al mundo artificioso de doña Carmen pertenece también un elemento esencial de la hija, el armario lleno de tarros de belleza, de objetos que funcionan como simulacros: «manzanitas de madera con olor a manzanitas de verdad, limoncitos de madera con olor a limoncitos de verdad, virutas de madera con olor a madera de verdad» (197-198). Por eso antes de irse Berta tira todos estos objetos, tristísimos sustitutos de los «refugios imaginarios» que buscaba en la infancia en el mundo-Piedad. El recuerdo de Piedad y del aprendizaje de la pasión que la convivencia con ella le proporcionó provoca la decisión de Berta madura a dar el salto, a irse ella también de la casa como Piedad se había ido años atrás. Pero si después de la marcha de Piedad no queda «nada, excepto yo misma», después de que Berta abandona el espacio que comparte con su madre no deja absolutamente nada que le pertenezca atrás. La simetría de estos dos finales - «Nada, excepto yo misma» y «Nada» (248), palabra que cierra el cuento - subraya que Berta es hija de Piedad porque es Piedad la madre elegida, real, protectora, amorosa. Al defender una filiación escogida liberadora frente a una filiación de sangre opresiva Berta pertenece a un «nuevo modelo de mujer» (Valls 2003: 172) y elige, o mejor dicho conquista, como muchos de los personajes de Almudena Grandes, el lado de la vida.
Las dos protagonistas analizadas, Susan Rawlings y Berta, quieren reinventarse, ser otras. Ambas viven asfixiadas por el espacio familiar y por una domesticidad alienante; sin embargo, sus respuestas distintas residen en que Susan no consigue construirse plenamente como sujeto en «otra parte», en un espacio-refugio, y ante la invasión de este espacio no encuentra otra liberación que la muerte, mientras que Berta reelabora una figura materna otra, una «madre metáfora» en palabras de Cixous, logrando así escapar de la presión familiar angustiante. La reflexión de sendas escritoras pone de manifiesto los vínculos sumamente complejos, contradictorios y ambivalentes entre la mujer y la familia, e insertan a sus protagonistas en la gran tradición de personajes femeninos rebeldes decimonónicos, tradición actualizada por las autoras contemporáneas.
Woman and Family in the Literary Works of Doris Lessing and Almudena Grandes (the cases of To Room Nineteen and La buena hija)
This paper analyses, from the perspective of comparative literature and in the light of some reflections of feminism, the relationship between woman and family in two short stories by Doris Lessing and Almudena Grandes, To Room Nineteen and La buena hija, respectevely. The woman protagonists of both texts suffer the pression of a suppresive familiar space and they want to reinvent themselves as others, belonging to different subjectivity and genealogy. In this sense I study the space of the refuge, of the «room nineteen», a key element in Lessing's short story, and the double figure of mothering in Grandes's text.
1 Hay que subrayar sin embargo la reserva de Lessing frente a cualquier clasificación: «Lessing consisteley refuses to align herself with any kind of movement or any traditional label or any form of ism» (Quawas 2007: 108), y en particular frente al feminismo en relación con su obra literaria: «Lessing also wished to minimize feminism, both as a historical and as a contemporary influence on her writing» (Showalter 1999: 309); «Lessing [...] questions any easy identification of herself or her writing with contemporary feminism» (O'Rourke 1982: 219).
2 «Supongo que esta es una historia acerca de un fracaso de la inteligencia: el matrimonio de los Rawlings se fundaba en la inteligencia» (Lessing 2010: 455).
3 «this real thing»/ «sensible discrimination» (267).
4 «su moderación, su sentido del humor y su abstinencia en el terreno de las experiencias dolorosas» (455-456).
5 «balance and sensible family» (268).
6 «unit» (269).
7 Véase por ejemplo el análisis de Rosa Beltrán (2001: 11-16) sobre la relación entre la «habitación propia» de Woolf y los espacios en el cuento de Lessing.
8 La naturaleza es muy importante en la obra de Doris Lessing en relación a los sentimientos de los personajes. Las palabras de Carmen García Navarro respecto a la producción posterior a los años ochenta de la escritora pueden aplicarse igualmente a «La habitación diecinueve»: «Es una constante en la narrativa de ficción de Lessing, a partir de los años ochenta, entremezclar lo que sienten los personajes con las manifestaciones de la naturaleza» (2003: 121).
9 «era como si allí dentro hubiera algo aguardándola, algo a lo que no tenía intención de enfrentarse» (465).
10 «the enemy, restlessness. Emptiness», «demon» (278).
11 «bondag» (281).
12 «una habitación o un lugar, en cualquier parte, donde podía ir y sentarse, sola, sin que nadie supiera dónde se encontraba» (476).
13 «a sensible face» (289).
14 «Sin embargo, este es el reflejo de una loca. iQué cosa tan extraña! Sería mucho más lógico que el reflejo me devolviera la mirada punzante de ojos verdes del demonio rojo, con su sonrisa mordaz, mezquina. » (482).
15 Crítica muy emparentada con la que lleva a cabo la deconstrucción.
16 «se dejó deslizar, suavemente, hacia la orilla del río» (501).
17 «Estaba muy contenta allí acostada, mientras escuchaba el silbido suave y tenue del gas que inundaba la habitación, sus pulmones, su cerebro, y se dejaba llevar a la deriva hacia el oscuro río» (502).
Bibliografía
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Cixous 1995: Hélène Cixous, La risa de la medusa. Ensayos sobre la escritura, prólogo y traducción de Ana María Moix, Barcelona, Anthropos.
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Ioana GRUIA*
* Universidad de Granada, España.
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Copyright "A. Philippide" Institute of Romanian Philology, "A. Philippide" Cultural Association 2016
Abstract
This paper analyses, from the perspective of comparative literature and in the light of some reflections of feminism, the relationship between woman and family in two short stories by Doris Lessing and Almudena Grandes, To Room Nineteen and La buena hija, respectevely. The woman protagonists of both texts suffer the pression of a suppresive familiar space and they want to reinvent themselves as others, belonging to different subjectivity and genealogy. In this sense I study the space of the refuge, of the «room nineteen», a key element in Lessing's short story, and the double figure of mothering in Grandes's text.
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