Resumen
La excavación del sepulcro de El Miradero, fechado en el Neolítico Final, deparó el hallazgo de una serie de evidencias relativas al mundo de las creencias sobre cuya transcendencia reflexionamos en este trabajo. Por un lado están las espátulas de hueso y las vasijas macizas que se asocian al uso de sustancias alteradoras de la conciencia. Por otro analizamos la formación de la costra calcárea que selló el sepulcro y las propias características de los restos que quedaron conservados bajo ella.
Palabras clave
Arqueología funeraria; Neolítico Final; Comportamientos religiosos; Sustancias Psicoactivas; Relaciones sociales
Abstract
The excavation of the tomb of El Miradero, dating from the Late Neolithic, threw up the discovery of a body of evidences relating to the beliefs' field whose transcendence is reflected in this work. On one side there are bone spatulas and massive pots that are associated with the use of consciousness-altering substances. Furthermore we analyze the formation of the limestone crust that sealed the tomb and the characteristics of the burials preserved under it.
Key words
Funerary archaeology; Late Neolithic; Religious behaviours; Psychoactive substances; Social relations
"He repasado mis cintas de recuerdos cuando volabas conmigo, erguidos en la cima del mundo..."
Selector de frecuencias, Aviador DRO
HAY YACIMIENTOS arqueológicos que en ningún caso deben caer en el olvido y El Miradero es uno de ellos. Su excavación en 1981 deparó una sorprendente fuente de datos que ha ido desgranándose paulatinamente desde entonces. Lo que hasta esos años había sido un aparente vacío de monumentos megalíticos, y por tanto de enterramientos colectivos en el centro de la cuenca del Duero, dio paso al reconocimiento de túmulos que habrían tenido una similar finalidad (Delibes 1980). Pero éste fue sin duda el primero reconocido como tal y también el primero en ser excavado en el centro del valle del Duero con metodología moderna, más allá del trabajo de eruditos y estudiosos de principios del siglo XX, y abrió el camino a todos los trabajos posteriores.
1. EL SEPULCRO
El túmulo del Miradero se sitúa en la margen derecha del río Sequillo, al borde de la primera terraza y a unos dos kilómetros al Este del pueblo de Villanueva de los Caballeros (figura 1). Se dispone a unos 180 metros al Oeste del río y a 400 metros al Sureste de un arroyo (de Marrundiel), en una zona con suaves lomas y cursos de aguas intermitentes. Llama la atención la elección de este emplazamiento que, si bien ocupa una zona ligeramente destacada sobre los alrededores, queda empequeñecida frente a los pronunciados páramos de los montes Torozos, donde a poco más de cuatro kilómetros hacia el sureste se dispone la villa amurallada de Urueña. Por el contrario entre las características más interesantes del entorno debe señalarse que la configuración con formas llanas da lugar a un drenaje deficiente de los suelos, lo que unido a los sedimentos poco permeables favorece la existencia de áreas endorreicas y navajos especialmente favorables para los pastizales y el mantenimiento del ganado.
Respecto a la ocupación de la comarca en época neolítica poco sabemos. Se conservan viejas referencias a varios "trilitos", hoy perdidos, algunos kilómetros más al Norte y al Este, en La Unión de Campos, Urones de Castroponce (Valladolid), Villanueva del Campo y Castronuevo de los Arcos (Zamora). También podrían mencionarse las numerosas hachas pulimentadas que el padre Eugenio Merino fue recogiendo a principios del siglo XX desde el Seminario de Valderas. Algo lejos le quedaba, sin embargo, el río Sequillo y sólo merecen reseñarse aquí las recuperadas en el entorno del cauce del Valderaduey, en concreto en las localidades de Bolaños de Campos -36-, Villalán -1-, Villavicencio de los Caballeros -1- (Valladolid) y Castroverde de Campos -2- (Zamora). Por desgracia nada sabemos de los contextos donde fueron halladas (Delibes 1975: 19-ss). Además cabría añadir aquí el asentamiento excavado a finales de los años cuarenta por Federico Wattenberg en la gravera de Galbe, en Villabrágima, unos pocos kilómetros al noreste de El Miradero y también cercano al cauce del Sequillo, que ha sido revisado recientemente (Delibes y Herrán 2007: 123-6).
Volviendo a la estructura funeraria, ésta tiene dos zonas bien definidas. Existía una central de forma más o menos circular y donde se concentraba la mayoría del osario y otra, rodeando a la anterior, que configura la base de una estructura tumular de cerca de 15 metros de diámetro mayor con abundantes bloques de piedra dispuestos sin orden (Delibes et al. 1986). En esta segunda también se encuentran restos de ajuares y constituiría una zona sepulcral menos densa. Cuando se produjo la excavación arqueológica, dirigida por Montserrat Alonso y Rafael Galván entre 1981 y 1984, se constató la existencia de una gruesa y dura costra de cal (aproximadamente 50 cm de espesor, aunque variaba según las zonas) que sellaba el espacio funerario y había permitido su conservación sin alteraciones durante milenios. Bajo la cal, y en especial en los márgenes de esta capa, se recuperaron abundantes restos de madera carbonizada que pudieron corresponder a una estructura leñosa que cubriese la tumba (Delibes et al. 1987: 183) y que se han identificado como sabinas (Delibes 1995: 73). Esta capa de cenizas envolvía todos los cuerpos y sus ofrendas, disponiéndose debajo la terraza fluvial de gravas y tierra roja como base del depósito (Delibes y Etxeberria 2002: 42). Sin embargo, el espacio funerario no contaba con un límite de entidad, como podrían haber sido unas grandes losas pétreas, sino tan sólo un leve cinturón de pequeñas piedras, de escasa altura, sin huellas de haber estado afectadas por el fuego y que podrían marcar el exterior de un túmulo (idem: 41).
Fueron diecinueve los individuos recuperados, aunque no se descarta que originalmente hubiera algunos más que habrían desaparecido consumidos por la acción del fuego o hubieran quedado amalgamados en la costra calcárea. Corresponden según la identificación realizada, por sexos, a ocho varones y dos mujeres y, por edades, a once adultos, seis jóvenes y dos niños (idem: 43).
La interpretación dada inicialmente para la formación de la costra de cal oscilaba entre la posibilidad de que fuese una lechada de cal líquida arrojada en combustión sobre los cadáveres y otra en la que un incendio producido en el interior de la cámara sepulcral de madera hubiese provocado el derrumbe de una cubierta de piedras calizas que, afectadas por el fuego, se hubiesen deshidratado y convertido en cal viva, para que posteriormente hubiese sido activada por la lluvia hasta convertirse en un mortero de cal. Y sin embargo ya entonces se sostenía como más verosímil la posibilidad de que los esqueletos no hubieran sido afectados en ningún caso por un fuego inicial que produjera la cal, sino sólo por la posterior cocción de ésta sobre los cuerpos (Delibes et al. 1986: 228-9).
La cronología de esta tumba podría fijarse en algún momento en el periodo 4000- 3800 cal. AC, aunque el material del que procede cada una de las muestras puede estar marcando algunas variaciones significativas. De hecho esas fechas las han proporcionado distintos carbones que formaban parte del armazón de maderos de enebro que formaba la cubierta del espacio sepulcral (Delibes y Herrán 2007: 115):
Los muertos aparecieron en posturas contraídas o en posición fetal acompañados de abundantes elementos de ajuar, entre los que destacaban hachas pulimentadas, hojas y microlitos geométricos de sílex, punzones de hueso y collares elaborados con una gran cantidad de cuentas de pizarra, cerámica y dentalium. Junto a lo anterior se recogieron también varios ídolos-espátulas de hueso y algunos recipientes macizos de cerámica. Para el caso del sílex y la piedra pulimentada ya se reconocieron hace treinta años sus vínculos con las tierras salmantinas (Delibes et al. 1986: 230-1).Y lo mismo cabría decir de las cuentas de pizarra, que también pudieron ser de origen zamorano; mientras que las cuentas de variscita tal vez tuvieron su fuente en las minas de la comarca del Aliste (Guerra et al. 2009: 50).
La aparición de instrumental óseo se limita a punzones elaborados sobre metápodos de rumiantes y a espátulas hechas aprovechando tibias de ovicáprido, siendo éstas objeto de cuidadas decoraciones incisas y acanaladas geométricas y, en algún caso, con figuraciones sencillas que remiten a distintos elementos de la fisonomía femenina, como el torso con los senos y los brazos e incluso vulvas (Delibes et al. 2012: 308-10).
También existen en El Miradero restos de pigmentos rojizos, como ocurre en otros sepulcros colectivos del valle del Duero y aún de toda Europa occidental. El análisis del ocre ha permitido certificar que para este caso se trata de óxido de hierro, por más que en otros enterramientos la sustancia empleada sea distinta (Delibes 1995: 70). Los cuerpos presentaban distinto grado de descomposición y mientras unos conservaban, al menos en parte, los tejidos blandos, otros estaban ya reducidos a esqueleto. Este hecho incidió en que el fuego provocase la calcinación de los huesos en el segundo grupo y sólo la carbonización sin alteraciones de forma y tamaño en los del primero (idem: 73).
Con posterioridad a la formación del mortero de cal aún se reconocen algunas intervenciones humanas sobre el lugar. De la primera ha quedado la prueba de tres puntas de flecha cruciformes con retoque plano en un sector marginal y sobre la cal, mientras que a una segunda corresponde una inhumación en posición flexionada y sin ajuar dispuesta en el sector occidental de la estructura (Delibes y Etxeberria 2002: 44-6).
2. EVIDENCIAS SIGNIFICATIVAS
2.1 TESTIMONIOS DE DISTINCIONES SOCIALES
Ya hemos aludido a la distribución por sexo y edad de los inhumados, con predominio de varones frente a mujeres y de adultos frente a jóvenes y niños. Esto no difiere mucho de otros sepulcros de la zona ni tampoco de conjuntos amplios como el analizado en tierras portuguesas, donde parece que se produce una selección entre los individuos no-adultos que se depositan en estas tumbas a consecuencia de la cual no todos reciben ese tratamiento funerario (Silva 2003: 57-8). Esta ausencia resulta marcada en el caso de los menores de cinco años, un grupo muy vulnerable a las enfermedades y en el que se producían numerosas defunciones de las que, sin embargo, no suele quedar evidencia en las tumbas neolíticas ni tampoco tendrían gran relevancia social para el grupo (Waterman y Thomas 2011).
A través del inventario de los materiales recogidos durante la excavación del sepulcro hemos podido situar en un plano buena parte de los hallazgos y analizar de este modo su distribución (no todos los materiales recogidos cuentan con sus coordenadas exactas). Debe tenerse presente además que la actuación sobre el yacimiento no fue completada debido a la intervención del propietario de la tierra que, incumpliendo un compromiso verbal con los arqueólogos, roturó en 1986 toda su extensión destruyendo los niveles que quedaban por excavar e impidiendo ulteriores estudios en el lugar.
De un primer vistazo (figura 2) se aprecia la distribución principal del espacio funerario en una extensión más o menos circular de unos siete metros de diámetro, aunque la situación de los hallazgos permite ver algunos vacíos en su interior y otras piezas que sobrepasan el núcleo principal. Hay elementos que se distribuyen con cierta homogeneidad, como los microlitos geométricos y, aunque son más escasos, los punzones de hueso. En el caso de las hojas de sílex y las hachas y afiladeras pulimentadas se produce una mayor concentración en torno a los cuadros M-6 y L-6, mientras las cerámicas se reúnen mayoritariamente en el cuadro L-6. Las espátulas de hueso y las cuentas de collar destacan en un área centrada en los cuadros L-6, L-7, M-7 y M-8.
El mayor problema de interpretación deriva de la posibilidad de relacionar estos ajuares con los esqueletos a que corresponden. Junto a la habitual distinción de los ajuares funerarios y domésticos (vd. Zapatero, 1991, por ejemplo), el estudio del interior de algunas tumbas colectivas donde no se ha producido la habitual remoción de los esqueletos, que crea un caótico amontonamiento de huesos sueltos y desconectados, está permitiendo reconocer algunos elementos de diferenciación relacionables con la consideración que recibieron en vida las distintas personas allí inhumadas. Ha quedado atrás ya la asignación automática que en tiempos hacían los Leisner, asimilando el número de ídolos-placa del Anta Grande de Olival da Pega al número de individuos enterrados (ct. Delibes 1995: 81), igual que la suposición de que la cohesión generada por el espacio funerario y el ritual colectivo reflejaban la igualdad social.
Los datos recuperados en El Miradero son relevantes en este sentido. La planimetría publicada se limita a la zona entre los cuadros M-6 y L-6, pero puede resultar ilustrativa de lo que ocurría en el conjunto de la tumba (figura 3). El enterramiento número siete reúne un abundante lote de materiales que incluye varias espátulas, hojas y geométricos de sílex, hachas pulimentadas y un collar con más de cuatro mil cuentas de pizarra. Junto a él, hacia el Suroeste, hay otro individuo bastante alterado al que podría corresponder alguna de las piezas, aunque resulta difícil atribuirle los elementos de ajuar más significativos. Algo más al Este hay otros tres esqueletos en torno a los que se disponen sólo varios geométricos y hojas; y algo más al Sur hay otro que además de esos elementos presenta algunas cuentas de collar y fragmentos de cerámica.
Centrándonos en el ajuar del individuo número siete se pone de relieve que resulta uno de los más numerosos del conjunto (figura 4), lo que ha dado pie a interpretarlo como prueba de la existencia de diferencias de estatus entre los individuos de las comunidades neolíticas. La posesión de elementos como las espátulas, de clara simbología ritual, y otros de origen foráneo como las cuentas de pizarra, variscita y conchas mediterráneas ha sido tomada por el reflejo de la existencia de individuos que empiezan a acumular privilegios (Delibes y Herrán 2007: 118).
No obstante este incompleto panorama del yacimiento, se atisba la colocación generalizada de piezas talladas junto a los cuerpos de los inhumados, pero también pautas distintas sobre algunos de ellos (Tabla 2). La pérdida de parte de los esqueletos ha hecho que queden puntos donde se agrupan hojas de sílex y varias cuentas de collar que podrían haber coincidido con la presencia de un individuo. Más evidente resulta en siete casos donde se dan concentraciones de espátulas en grupos de dos, tres o hasta cuatro y un caso más donde una espátula se une a varios geométricos. Significativa sería también la asociación (en el cuadro L-6) de tres espátulas con otros restos cercanos (hojas y geométricos tallados) entre los que destacan los tres vasos macizos de cerámica. Aunque nos movemos en el terreno de la hipótesis cabe intuir una disociación entre punzones y espátulas, útiles ambos de hueso, y quizás también entre las hachas pulimentadas y los restos de vasijas cerámicas. En conjunto se aprecia una diversidad generalizada en los conjuntos de ajuares, sólo rota por tres casos similares de parejas de espátulas sin más acompañamiento.
Las agrupaciones dentro de este espacio sepulcral delimitado resultan lo suficientemente relevantes como para sugerir que se trata de ajuares individuales. Con independencia de la procedencia local o foránea de los materiales utilizados en los objetos que componen el acompañamiento de los sepultados, menudean hoy los testimonios de que no todos ellos merecían igual consideración. Llegar desde aquí a inferir la existencia de una élite que sobresale del resto del grupo resulta más dudoso desde el momento en que se mantiene un espacio común y una cercanía de las inhumaciones que no permite vislumbrar diferenciación espacial de ningún tipo. Y del mismo modo pese a las diferencias cuantitativas, no faltan los materiales exóticos ni las piezas de valor simbólico en varios de los muertos, con lo que la discriminación no resulta tan marcada.
Tampoco cabría ligar automáticamente las distinciones a razones sociales de carácter jerárquico (vd. Cámara 2002), sino que la presencia de individuos de ambos sexos y de un amplio espectro de edades sería también indicio de otros factores de diferenciación. Entre ellos deberían contemplarse aspectos como la edad, el sexo, la habilidad en el combate, la pertenencia a cofradías y hermandades o el reconocimiento conseguido dentro de la comunidad. Elementos como los adornos personales están claramente vigentes en tiempos epipaleolíticos y se perpetúan con posterioridad con una finalidad social y no sólo de marcador usado por unas posibles élites (Rubio 1993). Estaríamos ante evidencias de expresiones sociales que no tendrían que venir marcadas por la existencia de grupos dominantes. La propia reunión de los cuerpos en un mismo espacio, sin elementos de separación, se relaciona con la voluntad de reafirmar la unidad del grupo (Rojo et al. 2005: 16- 7). La presencia de determinados útiles propios de actividades como el trabajo de la carne o la piel, así como de proyectiles o instrumentos pulimentados, puede estar determinado además por razones de edad o sexo; y también estas variables influyen en la cantidad de bienes depositados con cada cuerpo (Gibaja, Clemente y Vila 1997: 134-5; Gibaja 2004: 682-3). Sobre este principio, habría que valorar la posibilidad, a partir de lo dicho anteriormente, de que los punzones y las cerámicas pudieran corresponder -generalmente- a mujeres y las hachas y las espátulas a los hombres.
Otro elemento que debe ser considerado es la existencia de individuos de origen no-local, que se presentan en muchos de estos sepulcros del Neolítico Final en un porcentaje reducido pero significativo, como se ha comprobado en el caso de varias tumbas portuguesas (Boaventura et al. 2014: 187). Sus ajuares podrían haber contado con una presencia destacada de piezas propias de sus lugares de origen, que les abrían acompañado en su viaje, ya fueran conchas, pizarra o variscita. A partir del cuarto milenio AC en sepulcros barceloneses se aprecia la presencia de objetos de probable origen foráneo que están reservados a sólo algunos individuos, generalmente hombres (Gibaja 2004: 682-3). En otros lugares se ha propuesto la posibilidad de que los individuos adultos contasen con artefactos distintos a los que eran más jóvenes. En Bolores (Torres Vedras) parece que éstos se acompañaban de menos útiles, careciendo especialmente de los realizados en piedra pulimentada, ya fueran hachas o placas de pizarra grabadas (Lillios et al. 2010: 35). Algo de esto podría explicar las diferencias en los ajuares.
2.2. LOS ÍDOLOS-ESPÁTULAS
La ingesta de determinadas sustancias alucinógenas produce visiones enteógenas que pueden ser interpretadas como conexiones con un mundo sobrenatural, con una divinidad o una manera de obtener ayuda espiritual en, por ejemplo, rituales de paso e iniciación. Y de este consumo de drogas se han encontrado varias evidencias en el sepulcro que analizamos.
La primera de ellas es la presencia de los ídolos-espátulas, sobre cuyo empleo como inhaladores de sustancias ya se ha escrito anteriormente (Guerra 2006: 253- 4). Su elaboración se realiza por lo general sobre tibias de ovejas o cabras en las que se respeta una epífisis donde se talla un mango decorado, mientras que la diáfisis y parte de la epífisis opuesta se cortan para conformar una superficie abierta y plana (figura 5).
Parece que servirían de soporte de alguna sustancia molida que se esnifaría, como se ha apreciado a partir de la similitud morfológica de las piezas del interior peninsular con otras documentadas en tumbas sudamericanas, en especial las peruanas, como en Tablada de Lurín (Cárdenas 1995), pero también por tierras chilenas, bolivianas y argentinas. En el caso de las piezas americanas se han detectado restos de una leguminosa (Anadenanthera colubrina var. Cebil) cuyas semillas se tostaban y pulverizaban para proceder a su consumo (Torres 2001). Éste se hacía con tubos que permitían esnifar el polvo, que se disponía sobre tabletas. Estos análisis se han realizado sobre el contenido de las bolsas que contenían las sustancias inhaladas y que aparecen junto a los otros útiles empleados, pero para el caso de las evidencias de El Miradero no se cuenta con bolsas similares, que en cualquier caso habrían sido abrasadas por el incendio que afectó a todo el sepulcro.
Resulta así muy complejo, por no decir imposible, determinar la sustancia que las gentes del Miradero manipularían para su consumo. Elisa Guerra hace un repaso por algunas de las fuentes escritas más antiguas que se conservan en relación con el consumo de alucinógenos entre los griegos y romanos. En textos como la Ilíada y la Odisea se encuentran alusiones a su uso a través de bebidas preparadas con la adición de distintas sustancias que provocan visiones y euforia, difíciles que identificar pero que pueden ser relacionadas con otras referencias posteriores que aluden al empleo de beleño, mandrágora, cálamo, eléboro negro, belladona o efedra (Guerra 2006: 130-ss). Más atinado resulta acudir a la búsqueda de sustancias psicoactivas en contextos prehistóricos, dándose el caso de que para los tiempos neolíticos son varios los lugares donde se han encontrado semillas y cápsulas de adormidera (Papaver somniferum). La recuperación se ha realizado junto a semillas de cereal (trigo y cebada) y leguminosas (haba, guijo, guisante, arveja y lenteja) en contextos rituales, pero también de forma aislada o acompañadas a acebuche y Lileaceae en enterramientos (Guerra y López 2006: 9-13). Su aparición junto a otras semillas cultivadas da pie a pensar en su cultivo intencional que, por otra parte, parece bien documentado en Grecia durante la Edad del Bronce (Guerra 2006: 291), aunque en realidad su uso sería anterior, puesto que ya a mediados del VI milenio AC está extendido por el occidente mediterráneo (Guerra, 2014: 9).
Pese a las dudas que plantea el posible aprovechamiento oleoso de la adormidera, en el caso de los muertos de Can Tintorer (fechados en el IV milenio AC) se pudo aprovechar que procedían de un espacio sepulcral, dentro de la mina 28, donde se congregaban los restos de 12 individuos de ambos sexos y diferentes edades. Analizados cuatro de ellos para tratar de detectar trazas de opiáceos en sus esqueletos, dos varones (uno de unos 30 años y otro de 35/43 años) depararon la identificación de restos de alcaloides derivados del opio, mientras los resultados fueron negativos en un infante de 3/5 años y en una mujer de 65 años (Juan-Tresserras y Villalba 1999: 402). La intención de este consumo resulta más difícil de precisar, pudiéndose atribuir a fines terapéuticos y también a hacer más tolerante el trabajo en la mina. De cualquier modo la ingestión parece haberse producido comiendo las semillas, dado que se encontraron fragmentos de sus cápsulas en el estudio de muestras de cálculo dental del individuo de 30 años (en el caso de otros dos varones, de unos 19 y 45/60 años, este análisis no proporcionó evidencias similares).
¿Podría ser este elemento el manipulado con las espátulas de El Miradero? El problema se centra en aceptar el consumo del jugo que proporcionan sus cápsulas mediante inhalación, puesto que este sistema no se incluye entre los documentados en el Mediterráneo oriental; por más que incluya otros como fumado, masticado directamente, como ingrediente de bebidas y alimentos, aplicado como emplasto y en forma de supositorio (Kritikos y Papadaki 1967 citado en Guerra 2002). Ello nos plantea la duda de si su látex podría ser machacado, reducido a polvo y esnifado. Un repaso a la información disponible sobre el uso de sustancias alucinógenas en la antigüedad mediterránea (Guerra 2006: 129-72) pone de manifiesto que el esnifado del polvo no se menciona en ninguna de las fuentes disponibles.
Sin embargo, debe considerarse que todas estas fuentes se refieren a momentos posteriores al Neolítico y que a partir de mediados del tercer milenio AC, y sobre todo al comenzar el segundo, se produce un importante cambio social (Ríos et al. 2011-12: 196). Sobre el procedimiento de consumo se aprecia un importante hiato con la generalización de la vajilla campaniforme y la expansión de una serie de vasijas para beber posiblemente pociones con contenido alcohólico, que pudieron combinarse con sustancias alucinógenas como la adormidera (Sherratt 1995). Estos rituales de libación serían plenamente adoptados por las poblaciones de la Península Ibérica (Garrido y Muñoz 2000), pero sobre la forma de ingerir estas sustancias en tiempos anteriores no contamos con documentos suficientemente clarificadores. No descartamos por tanto que se consumieran opiáceos, en cuyo caso hay que destacar que sus efectos son narcóticos, induciendo al embotamiento, el sueño y el aturdimiento (Ott 1996: 247-9).
El Miradero presenta una amplia generalización de las espátulas, que acompañan a buen número de los individuos sepultados. Estaríamos por tanto ante una utilización que no sería exclusiva de los chamanes. En la prehistoria sudamericana se aprecia el uso de las sustancias psicotrópicas entre la población adulta, con un predominio evidente de los varones, cuya edad oscila entre 25/30 y 45/50 años en el momento de su muerte. Resulta excepcional encontrar el instrumental inhalatorio en las tumbas de mujeres y, en el cementerio de Solcor 3 (San Pedro de Atacama, Chile), sólo se da en individuas de edad muy avanzada, en torno a 45/50 años (Llagostera et al. 1988: 91).
En El Miradero todas las espátulas se han asociado a hombres (Delibes et al. 2012: 326), pero por lo demás parece que una buena parte de la población tenía acceso a su uso y, por esto, la sustancia que se consumía con ellas seguramente no tendría propiedades enteogénicas (algo restringido a mediadores con el mundo espiritual). Se daría así un nuevo sentido a la acumulación de espátulas en uno de los individuos inhumados, que ya no tendría por qué ser necesariamente un chamán o hechicero. En realidad la presencia de espátulas podría sumarse a la de otros materiales que forman parte de su ajuar y que resultan extraordinarios por su procedencia foránea. Por comparación, en San Pedro de Atacama se da la coincidencia de que los individuos con mayor número de tabletas y a la vez con ricos ajuares, incluso con elementos foráneos, parecen ser los encargados de ejecutar ritos y ceremonias más allá de los propios de los hechiceros. Se trataría así de personajes complejos en los cuales existe una ligazón que aúna elementos propios de los portadores de tabletas, del chamanismo y de prestigio entre los atacameños (Llagostera et al. 1988: 94-6). De ese modo en los mismos individuos se unirían funciones rituales con otras sociales. Sería así un nuevo indicio de la complejidad social de estos grupos del Neolítico Final.
2.3. LOS RECIPIENTES MACIZOS
Tradicionalmente identificadas como botellas (Delibes et al. 1987), estas piezas cuentan con un cuerpo de cerámica macizo en el que sólo se deja un pequeño hueco en la zona del cuello, que a su vez queda cegado por completo mediante la colocación de un tapón también de cerámica. Carecen de decoración y varias tienen marcado un resalte en la parte superior de la panza que establece un brusco estrechamiento para el cuello (figura 6). Su asimilación a botellas se basó en paralelos con "el círculo de las cuevas" y en especial con la cueva malagueña del Higuerón (Delibes et al. 1986: 231).
Sin duda estas cerámicas se salen de las clasificaciones habituales. En primer lugar por su carácter de recipientes macizos, pero también, por más que alguna recuerde a la forma de botellas, por su pequeño tamaño que a lo sumo le dotaría de un valor de representación simbólica de las auténticas.
En el caso de uno de estos vasos se ha buscado relacionarlo con la Trichter Becher Kultur, del centro-norte de Europa (Guerra 2006: 258), si bien el parecido con las botellas con collarino características de esta cultura se reduciría a la zona del cuello de éstas (aumentado en el caso de El Miradero hasta unas dimensiones casi similares a las de una botella completa), puesto que faltaría el ancho cuerpo bitroncocónico o globular (vd. Knöll 1973). Para todos los vasos parece más adecuado atender a varios recipientes y tapones procedentes de dólmenes del suroeste peninsular en los que se encuentran claras semejanzas formales con hongos.
La plasmación de elementos botánicos relacionados con usos alucinógenos se ha documentados en cabezas de aguja en varios lugares de Europa. Así en los sepulcros colectivos irlandeses de la cultura de Boyne, donde se han identificado formas de hongos (Herity y Eogan 1977), que a su vez se ha sugerido fuesen consumidos (Dronfield 1995). Más difícil resulta encontrar restos de hongos en los contextos arqueológicos, como ha constatado Constantino Torres para el caso sudamericano, teniendo que recurrir a representaciones incluidas en colgantes zoo-antropomorfos y a los testimonios escritos ya del siglo XVII (Torres 2006).
Para el caso de la península Ibérica, Elisa Guerra (2006: 277) ha recogido algunos casos de figuras y recipientes de barro procedentes de enterramientos neolíticos que recuerdan con fuerza las formas de hongos. En este grupo se pueden diferenciar algunas piezas que constituyen auténticas vasijas que han podido tener un uso real, aunque por su tamaño no pasarían de ser pequeños vasos de muy reducida capacidad (figura 7, no 1-4), junto a otras que corresponden realmente a representaciones simbólicas dado su carácter macizo, ya sean interpretados como hongos o como recipientes (figura 7, no 5-8). Junto a ello se han reconocido posibles representaciones de hongos de efectos neutrópicos, en concreto Psilocybe hispánica, en las paredes de la cueva Selva Pascuala (Villar del Humo, Cuenca), que se sumarían a las anteriores (Akers et al. 2011). No hemos localizado motivos similares entre las estaciones de arte rupestre postpaleolítico en la Meseta Norte, por más que guarden cierto parecido con algunos arboriformes, ancoriformes y antropomorfos (Gómez Barrera 1993).
Una vez admitida la posibilidad de que estemos ante figuras de hongos, habría que saber el tipo y la finalidad de estas vasijas, situación ante la que no podemos soslayar su intencionalidad simbólica puesto que sólo aparecen en el interior de las sepulturas y nunca en los poblados. Los trabajos de Wasson han hecho hincapié en el uso de la Amanita muscaria con finalidad ritual y provocadora de alucinaciones, reconociendo su consumo en forma líquida a través de la orina de una persona que haya ingerido previamente el hongo o su jugo (Ott 1996: 319-21). Wasson llamó la atención sobre la necesidad de definir las zonas donde crece la Amanita, que en la actualidad se encuentra en numerosas zonas de la Península Ibérica, en especial asociada a bosques de coníferas y donde se encuentran hayas, pinos negros, abetos y abedules, lo que haría posible que fuese asequible a las gentes del centro de la cuenca del Duero.
Las propiedades enteogénicas de la amanita dotan a su consumo de un valor extraordinario, dado que de este modo los chamanes alcanzan un estado que les permite ponerse en contacto con el mundo de los espíritus y hablar con los dioses. En principio cabría pensar que sólo unos pocos individuos, con conocimientos y capacidades especiales, harían uso de estas sustancias, que además combinarían con música, bailes, vigilias, ayunos, luchas y otros métodos que ayudan a conseguir el trance. La excepcionalidad de estos individuos les coloca en una posición de mediadores desde la que ha de resolver -o al menos intentarlo- las situaciones conflictivas que se producen en la sociedad, incluidas la enfermedad, las luchas o las catástrofes, todo para devolver el equilibrio al cosmos (Junquera 1991).
La ubicación de los vasos macizos dentro de la tumba del Miradero, sin que sepamos su relación con ninguno de los individuos inhumados, pero junto a un pequeño lote de espátulas y hojas, deja abierta la posibilidad de que correspondan con el ajuar de una de las personas depositadas allí.
2.4. EL SELLADO CON UNA COSTRA CALCÁREA
Desde su descubrimiento hasta la actualidad se ha venido insistiendo en que la estructura original que cubrió el sepulcro tuvo que consistir en una serie de vigas de madera protegidas o recubiertas por una mampostería de bloques de piedra calcárea (Delibes et al. 2012: 312). Otro aspecto importante es que parece que la combustión del monumento fue desigual y mientras algunos huesos aparecieron completamente calcinados, otros apenas aparecieron afectados más que por un simple tostado o ahumado. A ello se suma que en ningún caso se alcanzaron las altas temperaturas esperables en un fuego a cielo abierto, sino que parece que éste se produjo en un ambiente deficitario de oxígeno y de forma lenta (Delibes 1995:72-3). De esta manera se interpreta que el fuego se produjo lentamente hasta convertir en cenizas casi todo el combustible y afectando al osario, formándose posteriormente la capa de mortero que, en las zonas más altas, llega a pegarse a los esqueletos y algunas de las ofrendas (Delibes y Etxeberría 2002: 42).
Tomando como punto de partida estos datos, se pondría de manifiesto que el monumento no fue concebido como un horno, pues no se reconocen tiros y se supone así que la construcción de la estructura no se hizo pensando en el incendio que tuvo lugar posteriormente. Al mismo tiempo la pequeña dimensión del osario, reducido a diecinueve individuos, frente a otros sincrónicos que rondan el centenar, es otro de los datos que ha querido ser utilizado para justificar el carácter accidental del fuego que selló el sepulcro antes de que alcanzara a estar completamente lleno. Se propone de tal modo que la causa de este accidente fuera la realización de hogueras junto a los osarios, durante algún ritual (Delibes 1995: 73-4).
No obstante, hay que tener presente que existe una cierta recurrencia de quemas en sepulcros colectivos de la Meseta Norte, como puso de manifiesto la Reunión celebrada en 1999 en la localidad soriana de Medinacelli sobre "el significado del fuego en los rituales funerarios del Neolítico". La existencia de un fuego de grandes dimensiones realizado sobre los cuerpos depositados en la tumba colectiva parece fuera de duda y también resultaría ahora admisible su intencionalidad, que además se asocia a la voluntad de la población que allí se enterraba de abandonar su utilización (Delibes y Etxeberria 2002: 50). Sin embargo, no parece tan claro que, como sí ocurrió en La Sima (Miño de Medinaceli) (Rojo et al. 2005: 25), se usara como calera la propia estructura pétrea que cubría el sepulcro.
Un aspecto sobre el que conviene profundizar es el relativo a la tecnología que pudieron tener las gentes del Neolítico Final. En primer lugar, sobre la estructura de la tumba concebida como un horno, se puede usar como referencia las características con que cuentan los hornos de carbón vegetal tradicionales. En ellos el tiro, que se echaba en falta en la estructura de El Miradero, es un agujero central que se deja en el centro de la leña que va a consumirse, junto a otros denominados gateras que van abriéndose a lo largo de los varios días (entre dos y cuatro semanas) que dura la combustión para que llegue el aire de forma controlada (Arnaiz y Rodrigo 1986). Un dato interesante es que la quema de la madera se va produciendo de arriba hacia abajo, zona en la que se coloca las ramas más pequeñas y que en su mayoría no llegan a quemarse (idem: 435). Esto nos da indicación de que, pese al elevado calor que podría alcanzarse en la base, de haberse dispuesto en ella restos orgánicos como los cadáveres, no llegarían a incinerarse.
La temperatura a la que se carboniza la leña puede variar, pero lo más habitual es que oscile entre 300 y 400° C, dado que temperaturas superiores hacen que la madera se consuma y no llegué a hacerse carbón. Y respecto a la madera utilizada en Castilla lo más habitual es recurrir a encina o roble, aunque también sirven muchas otras. En el caso del Miradero, puesto que no se pretendía conseguir carbón, las temperaturas pudieron ser manifiestamente superiores, como se evidencia de los análisis termogravimétricos y térmicos realizados. Una combustión de este tipo podría justificar la incineración de los restos que contenía la sepultura, pero en ningún caso explicaría la formación de la costra calcárea que la sellaba. Al mismo tiempo una gran hoguera al aire libre habría alcanzado temperaturas mucho mayores, similares a las reflejadas en los restos óseos conservados y explicaría de manera más adecuada el estado final del nivel inferior de la tumba.
Sin embargo, nuestra hipótesis es que la formación de este primer nivel fue previa e independiente a la creación de la costa calcárea. Por este motivo debemos profundizar en cómo pudo formarse ésta. El modo tradicional de elaborar la cal es bien distinto al proceso de los hornos de carbón. Para éste se recurre al empleo de piedra calcárea, que se calcina dentro de hornos construidos ex profeso para ello. Estas caleras pueden tener dimensiones variables, pero en todo caso su interior comienza rellenándose dejando en la parte inferior una bóveda hecha con los trozos mayores de piedra caliza, ya que este hueco ha de servir de hogar para quemar el combustible y al mismo tiempo soporta los pedazos restantes de piedra que rellenan el horno. Habrá que cuidarse mucho de que el viento no entre por la boca del horno, que exista un buen aislamiento térmico y que las llamas generadas en la base alcancen hasta el orificio superior, lo cual asegura que actúan sobre todas las piedras colocadas. En cualquier caso la cantidad de madera empleada es varias veces el volumen de la caliza que quiera transformase, variando según el tipo de aquélla. Respecto a la temperatura necesaria oscila entre 650 y 900° C, siendo lo óptimo llegar a 900-1000°. Hasta los 110° la piedra pierde agua, hasta los 700° se descomponen los silicatos de las arcillas y a los 900° se descompone el carbonato cálcico, perdiendo CO2; y a partir de 1.000° reaccionan los productos resultantes y dan lugar a cal hidráulica (Garate 1993: 86). La duración de la cocción oscila según el tamaño del horno, siendo en los menores suficiente con unas 15-20 horas y en los mayores hasta 3 o 4 días.
Sorprenden por sus enormes dimensiones los hornos construidos en 1562 para abastecer de cal las obras del monasterio de El Escorial. Éstos se dotaron de unas dimensiones de 7,80 metros de ancho y 6 m de profundidad, con lo que poseían una capacidad de unos 55.000 litros (Muñoz y Schnell 2007: 39). Otros eran de menor tamaño y las producciones variaban de unos a otros; de hecho, mientras los grandes daban unas 200 fanegas de cal (11.000 litros), lo más normal eran los que se quedaban en unas 25-40 fanegas (idem: 43-44).
Junto a los anteriores, de clara intencionalidad industrial, en los siglos XIX y XX se encuentran otros en el mismo municipio segoviano de Vegas de Matute que sirvieron a los labradores para completar sus ingresos mediante la fabricación de cal, con el interés añadido de que sus ruinas se han conservado hasta la actualidad. Sobre sus características, unos se disponen enterrados, al menos parcialmente, aprovechando zonas de ladera y otros se colocan exentos, rodeando entonces la estructura con amontonamientos de tierra y caliche. En ambos casos resulta esencial conseguir un buen aislamiento del horno que minimice el riesgo de que su interior se enfríe durante la noche o por la presencia de viento. Las dimensiones de las cámaras ovales son de unos 3-3,5 m en el eje mayor y 2-2,5 en el menor, junto a una altura de 2,5-3 m (con una sección que tiende a cerrarse hacia arriba). Toda ella cuenta con mampostería en las paredes y una boca en la parte inferior para introducir la madera (idem: 66-71). En éstos la producción era de unas 120 fanegas de cal por hornada, aunque en otras zonas la cantidad resulta muy dispar (idem: 91). Curiosamente estas 120 fanegas equivalen a 8-10 metros cúbicos, algo más de los 6-8 m3 que se atribuyen al volumen de la costra de El Miradero. Teniendo en cuenta que este volumen final habría de ser algo superior al que tuvo la cal antes de ahogarla, debido a la adición de agua, bien podría proceder toda esa cal de una sola hornada. Sobre su vertido sobre el sepulcro, se ha reconocido la irregularidad de su disposición, con áreas donde se llega a un grosor máximo de 50 cm y otras muy próximas donde apenas alcanza los 5, así como zonas donde se ha logrado un duro mortero junto a otras donde apenas se ha formado un caliche disgregado (Delibes y Etxeberria 2002: 51). Este detalle pone de manifiesto que el vertido de la cal no fue homogéneo ni habría partido de un área central.
Creemos que la elaboración in situ de la cal no parece así haber tenido lugar sobre el sepulcro, sino que más bien habría supuesto la construcción de un horno, quizás no muy lejos del enclave donde se disponía aquél, pero del que no sabemos que se haya conservado resto alguno. En ningún caso sus paredes pudieron estar hechas de la propia caliza que quería transformarse, puesto que la temperatura que hubiesen alcanzado las piedras exteriores no llegaría a ser tan elevada como en el interior y habrían mantenido su estructura química original, sin convertirse en cal. Y tampoco habría tenido forma de tholoi, como se ha sugerido en otros yacimientos, sino más bien cilíndrica para aprovechar la tendencia vertical de subida de las llamas sobre el mayor volumen posible de piedra. En tal sentido la referencia del experimento realizado a través de una réplica de la tumba soriana de La Peña de la Abuela, donde una enorme proporción de la piedra del horno quedó inalterada (Rojo 1999: 9-10), da buena prueba de que inevitablemente, de haberse situado sobre el sepulcro, se habría conservado un elevado número de piedras en el lugar, cosa que no ocurrió en El Miradero. Así mismo la necesidad de mantener un fuerte calor durante, al menos, un día entero habría convertido en cenizas todos los restos óseos y buena parte de los ajuares.
Los análisis termogravimétricos y térmico diferenciales constatan que las temperaturas que deben alcanzar los huesos para lograr la incineración, hasta producirse su blanqueamiento y pérdida de peso, debe ser al menos unos 700° C (Etxeberria y Delibes 2002: 60), lejos por tanto de lo necesario para correcta cocción de la caliza. En el extremo, a partir de 1000° el hueso habría fundido. A ello se suma que en el túmulo excavado sólo se encontraron unos pocos bloques calizos de mediano tamaño (Delibes y Etxeberria 2002: 42), cuando la existencia de un horno de cal bien aislado, una vez arruinado, habría dejado un gran número de piedra caliza en ese lugar. Así mismo por más que el apagado de la cal llega a desprender un fuerte calor que alcanza 300-490° C, éste no habría sido suficiente para justificar el estado de los huesos (Etxeberria y Delibes 2002: 61).
Incluso pudo darse el caso de que la cal no se hiciera arder de golpe, toda vez que el nivel de enterramiento ya se encontraba quemado. Aunque la cal viva puede extinguirse de forma repentina mojándola con agua y alcanza así temperaturas elevadas, también lo hace poco a poco en contacto con el aire al absorber el agua que hay en éste (lo que obliga a, si no quiere apagarse, mantenerla bien aislada). Una vez apagada, mezclada con agua se forma una papilla que seca en una masa sólida de carbonato cálcico.
Así mismo la elaboración de cal no tiene por qué haber resultado un hecho fortuito, ya que su uso constructivo está documentado en tiempos neolíticos en Oriente Próximo en asentamientos como los de Çatal Höyük y Jericó (Gárate 1993: 61). El uso de carbonato cálcico ha sido identificado en poblados de Sevilla, Badajoz, Ávila, Zamora, Valladolid y Madrid (Odriozola et al. 2012) para el relleno de las decoraciones incisas de los vasos campaniformes, por lo que no es descartable que se consiguiese mediante el uso de una masa o algún tipo de mortero compuesto de cal.
El hecho de que los cadáveres presentasen distinto grado de descomposición en el momento de la combustión se interpreta como prueba de la diacronía de su deposición (Delibes 1995: 72-3). Al respecto ya se ha aludido en otras ocasiones (Bellido y Gómez 1996: 144, Aguado 2008: 10-1) a la posibilidad de que exista un primer rito de exposición de los cadáveres, tras el que se realiza una selección para después depositar sólo a algunos de los muertos dentro de las tumbas colectivas. De este modo se acudiría a estas tumbas sólo tras un periodo más o menos largo de tiempo haciendo acopio de los muertos acumulados hasta entonces, por más que hayan fallecido en distintos momentos. De darse un comportamiento similar en El Miradero, cabría contemplar la posibilidad de que todos, o al menos una buena parte, hubiesen sido colocados al mismo tiempo por más que existiesen diferencias en el grado de pérdida de los tejidos de los restos humanos.
Además la homogeneidad de los ajuares y los análisis cronológicos realizados parecen delimitar un corto tiempo de utilización del cementerio (Delibes y Etxeberria 2002: 45). Ello reforzaría la impresión de que se produjo un acto deliberado al crear la costra calcárea y sellar así el sepulcro de forma definitiva. Otros sepulcros megalíticos ha evidenciado la intención de cerrar los espacios sepulcrales en momentos concretos para evitar su utilización posterior, aunque después otras intervenciones hayan dado pie a colocar nuevos cadáveres (López de Calle e Ilarraza 1997). Uno de los sistemas de clausura más repetidos fue el empleo del fuego (Rojo et al. 2002). Y esta voluntad de cierre puede guardar relación con la idea de que estos espacios son lugares de comunicación con los antepasados, de enlace con el más allá (Aguado 2008: 11). Por alguna necesidad ritual de control de esa vía de enlace parece que necesitan ser cerrados de forma segura y tanto el fuego como la cal asegurarían a los vivos la regulación de ese canal de conexión.
En El Miradero la formación de la costra de cal es posterior al incendio que quemó el interior de la cámara sepulcral; y pese a ello la lechada de cal hubo de verterse no mucho después del incendio, dada la imbricación sedimentológica de ésta con las cenizas y los esqueletos subyacentes. La intencionalidad de conclusión en el uso del sepulcro se refuerza así con la colocación del duro mortero, lo que se manifiesta por la aparición marginal respecto a esta costra de las posteriores incursiones humanas y a la conservación inalterada de su interior hasta la excavación arqueológica hace tres décadas. En otras sepulturas tras el fuego se procedió a cerrar el espacio sepulcral mediante la construcción de túmulos de piedra y tierra, por más que en muchas se produjesen intrusiones y remociones posteriores.
3. CONSIDERACIONES FINALES
Un cementerio es un espacio que acumula una enorme carga simbólica, hasta un punto que quizás hoy no seamos capaces de reconocer en su totalidad. No es sólo el contraste que supone una sociedad donde lo ritual impregna cada acto cotidiano en comparación con el actual abandono de referencias culturales, sino también la dicotomía en cualquier época y lugar entre el mundo de los vivos y el de los muertos.
Los trabajos arqueológicos nos permiten reconocer cerámicas cuyas formas imitan a los hongos e incluso se disponen con tapones que cierran huecos sin finalidad aparente. Se recogen espátulas que combinan motivos geométricos con representaciones femeninas y cuya utilidad pudo ser la de inhalar sustancias narcóticas. Se trata además de espacios colectivos donde las comunidades neolíticas enterraban, sin embargo, a un grupo selecto de sus muertos, dejando fuera a otros. Y aún de los elegidos, unos reciben ofrendas modestas mientras otros acaparan piezas excepcionales que destacan la relevancia y consideración que merecieron en vida para el grupo.
Más allá del vínculo con los antepasados, con la Madre Tierra o con las divinidades de lo subterráneo y por encima del carácter de las tumbas como hitos que destacan su silueta sobre el territorio, estamos ante estructuras llenas de significados. En el momento final de uso se sella y clausura este espacio con un doble cierre: primero una hoguera que consume y afecta buena parte de su contenido, y después se procede a fosilizar su contenido mediante el vertido de un duro mortero de cal. Ambas actuaciones, y quizás otras que no hemos sido capaces de reconocer, tienen una finalidad relevante para el grupo humano y, no casualmente, se trata de un ritual que se identifica en otras tumbas sincrónicas de la Meseta Norte (como varias de la zona soriana de Medinaceli). Se ha propuesto además que se sitúen en un momento de transición desde una cosmología de carácter femenino y vinculada a la tierra hacia otra masculina, cuyo eje principal serían los símbolos celestes y el control de los fenómenos naturales (Aguado 2008: 12).
Pese a todas nuestras propuestas queda aún mucho por conocer de las gentes del Miradero. Pendiente queda vislumbrar con mayor concreción el carácter de las gentes que crearon El Miradero y, por más que el paso del tiempo lo haga casi imposible, los comportamientos rituales que estarían presentes en aspectos como la colocación de los muertos y en la relación del monumento con los asentamientos circundantes, que hoy todavía no han sido localizados.
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Antonio Bellido Blanco1
Recibido: 27/01/2015 * Aceptado: 18/06/2015
DOI: http://dx.doi.org/10.5944/etfi.8.2015.13963
1. Museo de Salamanca. Junta de Castilla y León; [email protected]
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