Abstract: The general theory of fundamental rights, primarily emerging from the experience of the constitutional jurisdictions in Europe, found the reasons for its effectiveness and practical success within the sociopolitical context of the constitutional state of the «post-war» period, understood in a broad sense. However, its enviable success and stability may obscure the profound transformation of the current legal-political context in which it must unfold its explanatory capacity. Among these new contexts, the general perception that we are facing a phase of «crisis» or perhaps decline of the democratic systems that framed this theory stands out. Beyond doctrinal trends, the factors deteriorating the effectiveness and legitimacy of the current democratic state are evident. The crisis of representation arising from the crisis of political parties in their traditional roleas intermediaries is compounded by a crisis of effcacy in addressing a situation that is much more complex from both a systemic and territorial perspective. In addition, the digital revolution has led to a crisis in the traditional conception of public space, affecting both our normative explanations of the functioning of democracy and its actual operation, thereby transforming the relationship between the individual and the political sphere, along with a series of identity and tribal phenomena that foster the sentimentalization of political behavior. All of this, in turn, contributes to a crisis of political representation that ultimately manifests in the rise of various phenomena of political populism.
Resumen: La teoría general de los derechos fundamentales surgida principalmente en torno a la expe-riencia de las jurisdicciones constitucionales europeas encontraba las razones de su efcacia y su éxito práctico en el contexto sociopolítico del Estado constitucional de la «posguerra», entendida ésta en un sentido amplio. Su envidiable éxito y estabilidad pueden ocultar, sin embargo, la profunda transformación del actual contexto jurídico-político en el que debe desplegar su capacidad explicativa. Entre estos nuevos contextos destaca la per-cepción general de que nos encontramos ante una fase de «crisis» o quizás de declive de los sistemas democráti-cos que enmarcaron dicha teoría. Más allá de las modas doctrinales, resultan evidentes los factores de deterioro de la efectividad y de la propia legitimidad del actual estado democrático. A la crisis de representación origi-nada por la crisis de los partidos políticos en su tradicional función de intermediación, se une una crisis de efcacia a la hora de abordar una situación que es mucho más compleja desde el punto de vista sistemático y territorial. Junto a ello, la revolución digital ha producido una crisis en la tradicional concepción del espacio público que afecta tanto a nuestras explicaciones normativas del funcionamiento de la democracia como a su funcionamiento real, determinando una transformación de la relación del individuo con lo político y una serie de fenómenos identitarios y tribales que fomentan la sentimentalización del comportamiento político. Con todo ello se favorece a su vez una crisis de la representación política que termina manifestándose en el auge de los diversos fenómenos de populismo político.
Key words: fundamental rights, constitutional courts, constitutional theory, crisis of democracy, constitutional decline, public sphere, political parties, «sentimental» democracy, «digital» democracy, democracy of complexity.
Palabras Clave: derechos fundamentales, tribunales constitucionales, teoría de la constitución, crisis de la democracia, declive constitucional, esfera pública, partidos políticos, democracia «sentimental», demo-cracia «digital», democracia de la complejidad.
Sumario
I. Introducción. II. Un apunte preliminar sobre el primer pilar del estado constitucional: la teoría de los derechos fundamentales nacida en la segunda mitad del siglo xx y sus nuevos contextos. III. Sobre el segundo pilar: ¿Crisis o declive de los sistemas democráticos?
I. INTRODUCCIÓN
La teoría de la Constitución del primer tercio del siglo xx buscaba, con alguna notoria excepción, la coexistencia de una sociedad profundamente divi-dida a través del papel integrador del pacto constitucional. Los frutos de este intento corresponderán en mayor medida al constitucionalismo de posguerra. Como señalara entre otros muchos Zagrebelsky, los textos de esta época confgu-ran un gran acuerdo político y social que se plasma en la articulación del Estado del bienestar europeo y que incorpora la idea de una sociedad abierta y plural, pero sin grandes enfrentamientos antagónicos. Es esta misma condición la que va a permitir un desarrollo de la dogmática constitucional que alcanza en su ver-tiente analítica y garantista un elevado grado de elaboración, principalmente entorno a la teoría general de los derechos fundamentales, y que se plasmará en la actividad efectiva de los tribunales constitucionales. El moderno sistema de Derecho Constitucional funcionó por tanto tras la II Guerra Mundial con un esquema que, en los conocidos términos de Wahl, constituiría un triángulo mágico: imperativo constitucional de realización del sistema de valores incorpo-rado al orden constitucional, judicialización del control de esta realización através de las jurisdicciones constitucionales y libertad de confguración del legis-lador en su cualidad de concretizador de estos mismos valores constitucionales. Aun cuando desde los noventa no se parta de la necesidad de consolidar un estado democrático constitucional sino del triunfo de este sobre cualquier cos-movisión antagónica, al menos en el mundo occidental, en la actualidad, sin embargo, cualquier observador atento puede percibir distorsiones en este esquema de funcionamiento. El equilibrio resulta cada vez más que inestable entre unos sistemas sociales en permanente transformación como algo inherente a su naturaleza y una Constitución ampliamente normativa que pretende con-vertirse en elemento de estabilidad del conjunto. Es en este contexto en el que la teoría de los derechos fundamentales clásica empieza también a sufrir algunos défcits explicativos. Resulta también evidente que el derecho constitucional contemporáneo ha centrado su atención en la respuesta a las primeras preguntas del Estado constitucional, la fnalidad del poder y los medios para limitarlo, obviando en cierto modo desde el punto de vista jurídico el segundo pilar del edifcio constitucional, las respuestas a las preguntas de quién manda y cómo se manda, que señalara el maestro García Pelayo en el que casi puede considerarse el primer tratado de Derecho Constitucional moderno en nuestro país. La per-cepción general de que nos encontramos ante una crisis de los sistemas democrá-ticos que marcaron la teoría clásica de los derechos fundamentales y la propia teoría de la constitución ha dado lugar a una ingente literatura pluridisciplinar en torno a dicha crisis. Una literatura que sin tener en su mayoría un carácter jurídico-constitucional, parece imprescindible tener en cuenta si como juristas queremos dar cuenta de las posibles reformas de nuestros sistemas democráticos y de la realidad del principio democrático como eje vertebrador de la legitima-ción del estado constitucional. Por todo ello, en el segundo apartado de este tra-bajo se apuntan, de manera meramente aproximativa, algunas de las diversas «crisis» de nuestras democracias contemporáneas. Tras plantear si nos encontra-mos ante una crisis o un fenómeno de declive de las democracias contemporá-neas, se realiza una refexión sobre la crisis de representación política actual, fruto en gran parte, como es sabido, de la crisis de los propios partidos políticos y sobre la crisis de complejidad que deben de afrontar los sistemas democráticos contemporáneos, centrándonos posteriormente con algo más de detenimiento en lo que puede considerarse la crisis del espacio público democrático producida por las radicales transformaciones estructurales que de nuevo ha sufrido este, fruto de la revolución digital contemporánea. Sus efectos sobre la «sentimenta-lización» del comportamiento político y la consiguiente «tribalización» del mismo, cierran una refexión que deja fuera de su objeto la crisis de la democra-cia representativa que acarrea, como consecuencia en parte de todo lo anterior, la aparición del populismo en la política democrática. La sola enumeración de los temas tratados permite obviamente comprobar que únicamente se aspira a trazar una «ojeada» contemporánea a alguno de los problemas fundamentales de nuestro estado democrático.
II. UN APUNTE PRELIMINAR SOBRE EL PRIMER PILAR DEL
ESTADO CONSTITUCIONAL: LA TEORÍA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES NACIDA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX Y SUS NUEVOS CONTEXTOS
No se trata, obviamente, en estas notas de intentar abarcar desde la teoría general una visión global de los derechos fundamentales y sus restricciones. Existe ya, y cabe subrayarse, una literatura jurídica en la lengua española, de ambas partes del Atlántico, que ha alcanzado cotas muy notables de rigor y fuerza analítica gracias a su envidiable capacidad para sintetizar una ingente y variada doctrina y jurisprudencia foránea y nacional, por otra parte enorme-mente complejas y contradictorias. Toda ella, y muy especialmente la alemana, ha necesitado ser sometida a un proceso de racionalización y sistematización que termina haciendo parecer sencillo lo que es muy complejo, en una gran labor de síntesis y comprensión, de hermenéutica jurídico-doctrinal, en defni-tiva. Autores como Casal desde Venezuela o Bernal Pulido desde Colombia, por citar a autores no nacionales, se convierten así en una especie de diestros timo-neles, capaces de conducirnos en español a través de las sutiles distinciones doc-trinales alemanas en torno a la teoría general de los derechos fundamentales y en torno al diálogo, no siempre fácil, entre doctrina y jurisprudencia del órgano de jurisdicción constitucional1. A mi juicio, la doctrina general de los derechos fundamentales se basará sin duda en nuestros tiempos en la construida en la Alemania de la posguerra, entendiendo por posguerra, en los términos de Tony Judt (2006), el largo periodo histórico que atraviesa Europa desde 1945 hasta la caída Muro de Berlín en 1989. Una doctrina que será enormemente infu-yente para la confguración del derecho constitucional de gran parte de los paí-ses europeos y también de muchos de los latinoamericanos. Un elemento central, en defnitiva, de la forma en que gran parte de los juristas europeos y latinoamericanos hemos entendido el derecho constitucional contemporáneo hasta nuestros días.
Se comprende mal en todo caso la teoría general de los derechos fundamenta-les alemana si no se subraya que se trata de una construcción doctrinal elaborada en un momento concreto y que responde también a unas necesidades y a una fna-lidad determinada. Su amplia aceptación actual en muchos países de nuestro entorno no puede hacernos olvidar que es un producto de la Alemania de la estricta posguerra, de la Alemania que va a surgir íntimamente unida a la Ley Fundamental de Bonn, y que ésta a su vez es el fruto del intento de construir un sistema constitucional que evitara los errores de Weimar y los horrores del nazismo sin caer en las tentaciones del sistema soviético que ocupaba la mitad de Alemania.
De ahí que, como se ha subrayado en ocasiones, los elementos básicos de la Constitución y del sistema democrático alemán sean el pluralismo y la apertura al conficto. De ahí también la posición privilegiada de los derechos de participa-ción ciudadana, de la opinión pública y de la economía de mercado en el sistema. También es esta la razón de una concepción particular de la Constitución, enten-dida no solo, evidentemente, como norma jurídica suprema, sino como consagra-ción de un conjunto de valores éticos que deben impregnar la cultura política de la sociedad (Hesse 2011). Una concepción de la Constitución como instrumento para lograr una cultura democrática que dé paso a una sociedad democrática de entre las cenizas de una culpa, individual o colectiva, asumida por el nuevo orden constitucional. En este contexto, la identifcación de la Constitución con los dere-chos fundamentales resultaba evidente y casi inevitable2. Lo particular de la expe-riencia alemana será la construcción de una teoría de dichos derechos que combina un inicial afán antipositivista con unos instrumentos de confguración y protec-ción estrictamente jurídicos y, aún más, preferentemente jurisdiccionales. Si el Estado social y el llamado Estado de partidos constituirán la base socioeconómica y política de las nuevas democracias del occidente europeo, los derechos funda-mentales entendidos a la manera alemana constituirán el eje, no sólo del derecho constitucional, sino de los nuevos ordenamientos jurídicos de gran parte de los Estados de la Europa occidental de posguerra. Y frente al papel central que en este campo jugaron las construcciones doctrinales en Weimar, no se entenderían los derechos fundamentales hoy sin los tribunales constitucionales creados en Alemania e Italia en la posguerra. Si el éxito de una institución se mide por su difusión, no hay duda de que los tribunales constitucionales son una institución extraordinariamente exitosa. Tras la última guerra mundial, en cincuenta años, pasaron de ser un experimento en unos pocos sistemas parlamentarios europeos a ser replicados en todo el mundo, hasta convertirse en una institución típica, común en cualquier país que cuente con una Constitución. El constitucionalismo democrático contemporáneo ha hecho suya la premisa de la normatividad y la supremacía de la constitución y entiende la jurisdicción constitucional como la «coronación» del Estado de Derecho.
Contamos a estas alturas con una gran variedad de teorías para explicar el éxito de los tribunales constitucionales. Todas ellas son elaboraciones retrospectivas, por-que, si nos situamos en los años cincuenta, cuando se restablece el tribunal constitu-cional austríaco y entran en funcionamiento los nuevos tribunales constitucionales alemán e italiano, todo lo concerniente al futuro del funcionamiento de esta jurisdic-ción era incierto; y en cuanto a los antecedentes, la breve historia de los tribunales constitucionales de entreguerras podía ser aleccionadora, pero escasamente alentadora. En las constituciones de la inmediata posguerra, la nueva jurisdicción constitucional tiene encomendada la garantía de la constitución y los derechos y libertades fundamentales frente a cualquier amenaza procedente de los poderes públicos o de las mayorías representadas en las asambleas legislativas. En el esce-nario de la Guerra Fría, los tribunales constitucionales son instituciones postau-toritarias, que se instalan en los países que transitan a la democracia. Los tribunales constitucionales dejan de ser el pretendido árbitro Kelseniano de la viabilidad de la democracia entre grupos ideológicos antagónicos, para convertirse en los guardianes de una constitución entendida ahora como pacto garante de los derechos fundamentales y del Estado social (Bomhoff, 2013).
Siete décadas después de su entrada en funcionamiento en un reducido nucleo de países europeos, el esquema de la justicia constitucional ha demostrado su capa-cidad para contribuir a la consolidación de nuevas democracias constitucionales y para garantizar la normatividad de las constituciones. Por otra parte, la jurisdic-ción constitucional sigue obviamente evolucionando. Si en los años cincuenta se defne, ante todo y, en primer término, como jurisdicción orientada al control de constitucionalidad de leyes (Ferreres, 2011 y 2021) y, en los Estados descentrali-zados, a la resolución de confictos de competencias), a partir de la década de los setenta se potencia su condición de jurisdicción de garantía de derechos funda-mentales. Y todo ello teniendo en cuenta que la «clave de bóveda» del sistema será su consideración como intérpretes supremos de la constitución (Ahumada, 2005).
De este modo, no se entiende la muy peculiar construcción de los derechos fun-damentales en Alemania sin tener en cuenta que dicha construcción es el fruto, no de una doctrina más o menos madura, sino, ante todo, del impulso jurídico y polí-tico del Tribunal Constitucional de Karlsruhe para confgurar la nueva sociedad democrática alemana3. La dignidad humana como elemento intangible e imponderable y por tanto como verdadera «carta de triunfo» en manos del Tribunal Consti-tucional, junto con su consideración como verdadero derecho fundamental y su amplia naturaleza, desde una raíz ética kantiana a los posteriores desarrollos presta-cionales basados en una «ética del reconocimiento», constituye sin duda uno de los aspectos más destacables y también más meritorios de esta teoría, pese a las difcul-tades de su manejo jurídico4. También lo es su construcción de un derecho fundamental al libre desarrollo de la personalidad que pueda cubrir las lagunas que dejen, ante la evolución social, los derechos expresamente previstos en el texto constitucio-nal. Dignidad y libre desarrollo de la personalidad se convierten así en los dos prin-cipales pivotes para afrontar lo inamovible y lo dinámico dentro del sistema iusfundamental, colocando en ambos casos al Tribunal Constitucional en el corazón mismo del sistema. Por último, el entendimiento de los derechos fundamentales no ya como un orden objetivo de valores, la peligrosa trampa de la que prontoadvirtiera Forsthoff (2015), sino desde la acentuación de su vertiente como elemen-tos objetivos del ordenamiento, contribuirá decisivamente a una verdadera consti-tucionalización de todo el ordenamiento y del propio saber jurídico contemporáneo. Por el camino, y ligado a este último aspecto, elementos tan importantes de la teo-ría como un nuevo entendimiento de las funciones de los derechos fundamentales, con aportaciones y riesgos como los de la función de protección5, la construcción del efecto de irradiación de los derechos fundamentales, con todas sus implicaciones hermenéuticas y con sus consecuencias prácticas en la evolución del ordenamiento y en su dinámica interna, y la joya de la corona, la apuesta por la utilización del prin-cipio de proporcionalidad como instrumento central a la hora de solucionar los con-fictos entre derechos fundamentales6. La proporcionalidad se convierte así en el eje del funcionamiento práctico de la teoría, una teoría en cualquier caso mucho más amplia y rica de lo que a veces se sugiere por quiénes tienden a reducirla a este último elemento7. El análisis de las funciones que cumple el principio de proporcio-nalidad en el control de constitucionalidad de las leyes y de su justifcación y natu-raleza última resulta sin duda una de las partes en las que el derecho constitucional y la teoría del derecho confuyen inevitablemente8. Jurisdicción constitucional y derechos fundamentales son las dos palabras clave de la Alemania jurídica de la pos-guerra (Böckenförde. 1991). Este nuevo entendimiento de los derechos fundamen-tales, pero también del propio ordenamiento en su totalidad, producto de una larga evolución jurídico constitucional no siempre lineal, constituye uno de los pilares del moderno estado democrático y por ende del llamado ius commune constitucional9. Cualquiera de los caminos recorridos, los exitosos, como el del principio de propor-cionalidad, o los que serán muy pronto tácitamente abandonados, al menos en Ale-mania, como los del contenido esencial10, los generalmente aceptados, como la construcción de los derechos fundamentales como principios, pero también las construcciones más minoritarias11, y ahora de nuevo en relativo auge, como las que giran en torno al contenido reducido de los derechos fundamentales y a las llamadas teorías «constructivistas»12, todas ellas, constituyen la nueva «lengua de los dere-chos», utilizando la conocida expresión del profesor García de Enterría (1994).
Pero esta gran construcción doctrinal, que ha servido de base para una ver-dadera teoría general de los derechos fundamentales en gran parte de los países del ámbito europeo y latinoamericano, se encuentra hoy en proceso de revisión, sometida a tensiones evidentes, fruto tanto de la nueva situación sociopolítica de los estados democráticos como de algunos excesos que han terminado acentuando sus debilidades (González Pascual, 2010). Esto no supone que no haya conse-guido sus objetivos. Los derechos fundamentales, por el contrario, han calado entre los ciudadanos y en el poder judicial. La labor de los tribunales constitucio-nales ha impregnado a los poderes públicos, y tras más de medio siglo de juris-prudencia constitucional todos los sectores del ordenamiento aparecen, en los países que disfrutan de un régimen democrático, plenamente «constitucionaliza-dos»13. Los tribunales constitucionales, a través de su concepción de los derechos fundamentales, han sido mucho más que «guardianes de la democracia» (Collings, 2015). Se convirtieron en verdaderos agentes activos del desarrollo constitucional cuando no en portavoces del poder constituyente. Más allá de los excesos de «sobreconstitucionalización» del ordenamiento que denunciaran muy pronto ya algunos autores centrales de la doctrina alemana, o, extremando el argumento, más allá de esa «revolución secreta» del Estado de derecho al Estado jurisdiccio-nal de la que tan críticamente habla algún autor como Rüther, lo cierto es que, en realidad, ha sido de nuevo la transformación de las condiciones sociopolíticas en los Estados democráticos occidentales a fnales del siglo xx la que ha obligado a replantear tanto los límites del papel de los tribunales constitucionales cómo algunos aspectos de la teoría general dominante de los derechos fundamentales, entre ellos el propio uso y confguración del principio de proporcionalidad. La evolución de los sistemas supraestatales de protección de los derechos fundamen-tales, la del Convenio Europeo de Derechos Humanos14 y la de la Convención Americana de Derechos Humanos15, ha dado lugar a un diálogo jurídico consti-tucional transnacional al que cabe añadir en Europa el fenómeno de la integra-ción política16. La protección multinivel de los derechos fundamentales, el constitucionalismo multinivel, el diálogo cruzado entre jurisdicciones nacionales e internacionales han transformado sin duda el papel de los tribunales constitu-cionales nacionales que han dejado de ser aquella especie de «rey Midas» que todo lo que tocaba lo convertían en derechos fundamentales17.
En todo caso, de todo ello puede deducirse también un aspecto de esta crisis más profundo que aquel por el que se critica el excesivo papel del Tribunal Cons-titucional en los sistemas contemporáneos o la escasa seguridad jurídica queaporta a veces la aplicación de la teoría, o una excesiva fundamentalización de las situaciones jurídicas en la concreta vida social. Al fn y al cabo, frente a ello, valen las palabras de J. M. Casal cuando sostiene que es la teoría general y el principio de proporcionalidad en particular lo mejor que tenemos para criticar y controlar el razonamiento del Tribunal Constitucional y para organizar un sistema de dere-chos fundamentales en libertad18. Se trata probablemente de algo más que de la necesidad de aumentar la discrecionalidad del Parlamento o de una cierta falta de «autoritas» de los tribunales constitucionales. Y es que en el fondo existe siempre una ineludible relación entre la teoría de la Constitución, la teoría de los derechos fundamentales y la teoría de la justicia constitucional. No resulta difícil constatar que hasta tiempos muy recientes ha predominado casi sin discusión una concep-ción de la Constitución entendida como orden fundamental y programa jurídi-co-valorativo a desarrollar que se correspondía bien con una concepción de los derechos fundamentales como principios y como elementos objetivos del sistema y con un entendimiento de la jurisdicción constitucional como agente activo de este desarrollo constitucional19. En los últimos tiempos, en los ordenamientos europeos, y también en cierta manera en algunos latinoamericanos, se puede per-cibir un ligero cambio, un cierto desplazamiento del matiz. El entendimiento de la Constitución con un marco de posibilidades, compatible con la anterior con-cepción, pero ahora más remarcada, parece dar lugar a una reevaluación de la naturaleza unilateral de los derechos fundamentales como principios y como mandatos de optimización y a una cierta tendencia a acentuar la necesidad de un modelo bilateral de reparación de la inconstitucionalidad que recupere el predo-minio de esa faceta nomofláctica que siempre correspondió a los tribunales cons-titucionales20. Se trata pues de una crisis, en el sentido de un cambio de orientación, que no se circunscribe sólo a la teoría clásica alemana de los derechos fundamen-tales, ni tampoco tiene que ver únicamente con la protección multinivel de los mismos. Es una crisis que implica, un cambio de paradigma cultural, un cambio profundo en el papel del Estado nacional, y una nueva policromía en el derecho constitucional contemporáneo. En defnitiva, parece que los tribunales constitu-cionales que hoy se escudan en un cómodo «tacticismo ponderativo» cuando no en un mero «precedentismo jurisprudencial» (Canotilho, 2006. 425-439), no lo hacen tan solo por su conciencia de haber dejado de ser los «hijos únicos» del sis-tema de protección jurisdiccional, sino también por una cierta crisis en la teoría subyacente al derecho constitucional, en la propia teoría de la Constitución, una teoría que difícilmente puede entenderse hoy ya en los mismos términos en que lo hicieran los grandes autores de la dogmática alemana de la última mitad del pasado siglo.
Los estados constitucionales contemporáneos afrontan en la actualidad, en todo caso, problemas muy importantes en relación con la democracia y con sus sistemas constitucionales. Son «tiempos recios» para muchos de nuestros países.
Y no sólo por la pasada pandemia. En España, el sistema constitucional ha tenido que afrontar un intento de secesión qué implicaba la quiebra misma del ordena-miento constitucional vigente. Frente a ello, la jurisdicción constitucional ha demostrado todo su potencial, pero también sus limitaciones. Como la historia nos ha enseñado, los tribunales constitucionales pueden ser magnífcos órganos de protección jurisdiccional de los derechos fundamentales en situaciones de nor-malidad, pero no pueden desarrollar con igual satisfacción en solitario una fun-ción de defensa del orden constitucional en momentos de graves crisis de la convivencia democrática. Todo ello viene a recordarnos que los derechos funda-mentales y sus restricciones constituyen una parte esencial de ese sutil hilo que conecta la libertad con la democracia, esto es, la fnalidad última de cualquier ordenamiento constitucional con la legitimidad del ejercicio del poder político.
Y esa sutil relación entre poder democrático y derechos fundamentales necesita crecer en el marco, entre otras cosas, de una vigorosa cultura constitucional. Es al mantenimiento de esta cultura a lo que debe contribuir sin duda el diálogo entre constitucionalistas de distintos países y realidades.
En todo caso la teoría de los derechos fundamentales no puede pues enten-derse sin el marco y la evolución del Estado democrático. Y en ello juega un papel importante la consideración de la legitimidad democrática como fundamento de la Constitución y las transformaciones actuales en torno al pluralismo y constitu-cionalismo multinivel.
La concepción de la Constitución como orden jurídico fundamental de la comunidad alude también, y más allá de la supremacía formal, al contenido material de la norma, y por tanto en palabras de Hesse (2001), a su carácter de «orden con un contenido determinado, recto y por ello legítimo». El texto fundamental cumple así la doble función de conferir legitimidad al orden político y de dotar de legitimación a los respectivos titulares del poder político. Y no puede olvidarse que no hay otra Constitución que la Constitución democrática (Rubio LLorente,1985,87). El principio de legitimación del estado constitu-cional es esencialmente el democrático, en cuanto existe una conexión ineludi-ble entre el principio de soberanía popular y los derechos fundamentales. Algo que ha señalado desde siempre la doctrina constitucional y que se convierte en Habermas en el elemento clave de legitimación del propio Derecho en cuanto tal (1998. 168 y 169). Una teoría general de la Constitución no puede pues obviar la trascendencia del elemento democrático como principio de legitima-ción original y permanente del Estado, ni las consecuencias que se desprenden de su entendimiento como principio constitucional (Böckenförde, 2000. 76 y ss). No parece consecuente pues, que el constitucionalista no tenga en cuenta las disfunciones que en esta función de legitimación se están produciendo enlos Estados contemporáneos desde fnales de siglo y muy particularmente en las primeras décadas del siglo xxi21.
De hecho, las grandes aportaciones de un Rawls o un Habermas en la segunda mitad del pasado siglo pudieron considerarse como la búsqueda de un punto de acuerdo sobre los fundamentos de la asociación y de la obligación política (Gun-ther, 1998: 11). En ambos, los derechos básicos debían interpretarse como la con-dición que hace posible el proceso de autodeterminación democrática (Gunther, 1998: 7). Y ambos también, centraron sus refexiones desde perspectivas más flo-sófcos o sociológicas pero orientadas hacia la consideración de los grandes temas jurídico-políticos. El «giro político» de Rawls, que ya era obvio en su libro Libe-ralismo político (1996: 35 y ss). se acentúa, o al menos se clarifca, en una de sus últimas obras (2002: 70 y ss), en donde expresamente se mantiene que su teoría de la justicia «es una concepción política independiente que articula valores polí-ticos y constitucionales fundamentales». El «giro jurídico» habermasiano se plasma en una obra (1998) que constituye a la vez un gigantesco esfuerzo por revitalizar el valor normativo del derecho como elemento de legitimidad del orden social, y todo un manual de derecho constitucional. La revitalización del contractualismo como base de la comunidad política en Rawls y su integración con el pluralismo, o la concepción procedimental-deliberativa del ordenamiento en Habermas, por mencionar tan sólo a estos dos autores, son elementos necesa-rios para la comprensión del mundo jurídico constitucional de nuestros días. Son un buen ejemplo de cómo, en palabras de Canotilho, sin ideas no se puede hacer derecho constitucional.
Por otra parte, desde la perspectiva europea, la concepción normativa de la democracia que se mantenga no es indiferente a la hora de abordar el problema del pluralismo y de la que ya puede llamarse «construcción constitucional euro-pea». Ambos son aspectos necesarios de una teoría de la Constitución «temporal-mente adecuada», y enlazan el problema de la fundamentalidad de la Constitución con esa problemática «Comunidad» a la que regula y en la que sustenta el orden jurídico constitucional. (Habermas, 1999: 123 y ss)
El pluralismo, cuyo concepto era entendido en el constitucionalismo euro-peo fundamentalmente desde una dimensión política o social, se ha convertido en la realidad de Europa occidental en un pluralismo basado en el origen. El pro-blema de lo que Habermas consagró como «la inclusión del otro» (1999: 107 y ss) se ha convertido en un debate central, en términos teóricos y prácticos, en la política constitucional europea, y no es abordado por igual desde una perspectiva comunitarista que prime los valores culturales identitarios (Taylor, 1993), o la idea de identidad nacional (Böckenforde, 1999), que por quien desde un para-digma procedimentalista de la democracia considere que la formación política de 23 Vid. en español, Bustos Gisbert (2005). En la literatura sobre la Unión Europea, por todos, Pernice (2002).
la opinión y la voluntad no tienen lugar únicamente en forma de compromisos, sino también según un modelo de discusión pública que fundamente su legitimi-dad22. Por no decir de quien sustenta concepciones puramente identitarias del propio demos nacional.
Por último, es esta diversa concepción de la comunidad que sustenta la sobera-nía popular se encuentra también en el centro del debate entre quienes consideraron que una constitución europea no podía tener sufciente legitimación por no existir una homogénea comunidad popular (Grimm, 1996: 363) y quienes creyeron que esta identidad colectiva no necesitaba ser previa, sino que era posible construirla a través del propio proceso democrático (Habermas, 1998: 143 y ss). Parece claro, no obstante, que, como señalara Canotilho (2018) dentro de la Teoría de la Constitu-ción, es necesario actualmente incluir una teoría de la «interconstitucionalidad», entendida como el estudio de las relaciones de concurrencia, yuxtaposición y con-ficto entre distintas constituciones y distintos poderes constituyentes en un mismo espacio político, lo que, en terminología de origen anglosajón, ha terminado deno-minándose constitucionalismo multinivel23, y que llevó, en el ámbito de la Unión Europea, a hablar de «concertación constitucional», «pluralismo constitucional», «inclusión constitucional», «constitucionalismo dual», o «Comunidad constitucio-nal (Verfassungsverbund)». Es este el marco teórico más amplio en el que se insertan las distintas concepciones de la protección multinivel de los derechos fundamentales.
III. SOBRE EL SEGUNDO PILAR: ¿CRISIS O DECLIVE DE LOS SISTEMAS DEMOCRÁTICOS?
El intento de repensar a un nivel teórico tan general los fundamentos de la legitimación del sistema político convive en todo caso con una literatura desbor-dante en torno a la realidad del sistema democrático, en una línea general de denuncia ante la existencia, también en el interior de los sistemas nacionales, de un «défcit democrático», y, en la actualidad, ante la conciencia de que los siste-mas democráticos se encuentran ante una verdadera «crisis» de la democracia, fruto de múltiples factores. Como señalara Castells, tras los cambios sociales y tecnológicos, las ideologías políticas que emanan de las instituciones y organiza-ciones industriales y del liberalismo democrático basado en el Estado nación corren el riesgo de verse privados de signifcado real en el nuevo contexto social (1998: 394).
Lo cierto es que cuando se aborda el contexto problemático o disolutivo de alguno de los presupuestos del derecho constitucional, y aquí puede subrayarse los problemas de territorialidad, de riesgo tecnológico, de riesgo medioambien-tal o, ante todo, la crisis de legitimación democrática, ya sea fruto de la incapa-cidad del Estado de bienestar, de la degeneración de las instituciones públicas o de la pérdida de una cultura democrática popular, la primera sensación que tie-nen los constitucionalistas es el de encontrarse ante una situación peligrosa para hablar sobre ella, y más aún para escribir sobre la misma. No en vano Zagre-belsky, en una de sus últimas obras, Tiempos difíciles para la Constitución. Las con-fusiones de los constitucionalistas, incitaba al gremio a ser conscientes de que la Constitución es nuestra tarea, pero señalaba a la vez que mientras «todos los demás juristas que trabajan en otras áreas del derecho tienen que lidiar con pro-blemas particulares... la situación es distinta para los constitucionalistas, su tarea es iluminar y dirigir los sentimientos y las convenciones de los ciudadanos en relación con las leyes y promover así la atmósfera de libertad que es el humus del constitucionalismo». Para el autor, los constitucionalistas «no tienen clien-tes, se dirigen a todos y para todos, dirigiéndose a la opinión pública como órga-nos de la Constitución. Una tarea política en el más amplio sentido de la palabra del mismo modo que la Constitución es a su vez el más político de todos los documentos» (2024. 154-155).
Esta perspectiva acentúa lo inevitable en la práctica de hablar hoy de una crisis de la democracia más que de una crisis del derecho constitucional, o al menos de dejar claro que la crisis afecta ante todo al segundo pilar de la teoría de la Constitución, esto es, a aquel que debe responder a las preguntas sobre quién manda y cómo se manda. Quizás el famoso positivismo, cuando no talmudismo, jurisprudencial del que tanto se ha hablado, nos ha conducido a una separación demasiado rígida y artifcial entre el sistema de legitimación política y la forma jurídico constitucional que este adopta. Hablar de la crisis de la democracia parece sumergir al constitucionalista en conceptos más propios de las ciencias políticas, la flosofía política o la sociología, pero, en defnitiva, lo cierto es que, querámoslo no, en ciertos momentos debemos de abordar aquella serie de presu-puestos de la democracia que, como señalara brillantemente Böckenforde, esta no puede por sí misma garantizar y que siempre hemos situado más allá de la fron-tera del derecho constitucional (2000). Parece pues que en esta ocasión a los bár-baros ni se les espera ni son la solución, recordando el célebre poema de Kavafs, sino que simplemente los bárbaros están ya dentro.
Sobre la democracia señalaba Dunn (1995: 299) que no había una sola pala-bra en toda la historia humana a la cual, y por la cual hubieran pasado más cosas, ni siquiera la palabra Dios» y Rosanvallon (2024) apuntaba que «no se trata sola-mente de decir que la democracia tiene una historia, hay que considerar que la democracia es una historia» en la misma línea que Held (2001: 17) quien subra-yaba que «la historia del concepto de democracia es curiosa, la historia de la democracia es enigmática». Posiblemente una de las claves para explicar su éxito como fórmula de legitimación política sea la de que ha conjugado dos factores no tan afnes: por una parte, la democracia como idea fuerza emancipatoria y, porotra, la viabilidad extremadamente práctica de un conjunto de compromisos eco-nómicos sociales y políticos llevados a cabo en la segunda mitad del siglo xx. Por ello probablemente lo que consideramos el gran triunfo de la democracia, simbó-licamente la caída del muro de Berlín, fue a su vez un triunfo matizado o «dudoso», en el sentido de que no pudimos evitar que poco tiempo después el propio sistema de democracia occidental pareciera sufrir una crisis de legitimi-dad. En el mismo sentido Runciman (2018: 255) observaba que el problema de la democracia en el siglo xxi es que sus virtudes están desapareciendo, ante todo su capacidad para combinar al mismo tiempo benefcios netos y reconocimiento personal, y se está produciendo por tanto una huida hacia la tecnocracia o las polí-ticas de la identidad. Y es que a veces, como señalara Blühdorn, (2020: 19) las sociedades modernas y prósperas diferen de las anteriores en una paradoja: «la simultaneidad por un lado de la radicalización de las expectativas democráticas y sus acciones positivas y por el otro el advenimiento de la desilusión y la distancia, la conciencia de los límites del funcionamiento y desarrollo de la democracia». A lo que el autor denomina «paradoja democrática» se añadiría una segunda, ya señalada por Dahl (2000) y otros autores, el hecho de que en la opinión pública se detecte un escaso apoyo a las instituciones democráticos pero una fuerte iden-tifcación con los valores democráticos, un aspecto que parecería más bien trasla-dar la crisis del corazón de la legitimidad hacia una crisis de efcacia, representación, participación o, en defnitiva, de desafección democrática.
En todo caso la situación de muchas democracias no es la que era en 1990. El dato de la crisis de los sistemas democráticos es difícil de obviar porque afec-tan tanto a países latinoamericanos como Brasil, Venezuela, Ecuador, El Salvador... cuanto a países europeos como Hungría o hasta hace poco Polonia, sin olvidar el problema de los populismos de extrema derecha en Alemania, Holanda, Austria, Italia o Francia, pero también Argentina, o, un modo particular, los ries-gos para la democracia de los Estados Unidos y tantos otros países. Se trata pues de una realidad analizable empíricamente.
¿Estamos pues ante un Weimar global? Sin duda nos hallamos ante un «momento democrático» en el conocido sentido de Pocock (2008). Pero quizá la pregunta pertinente sería crisis ¿de qué?, o mejor ¿de quién?, porque es cierto que se ha hablado de crisis del derecho constitucional, de crisis de la Constitu-ción, de crisis de la Constitución de la posguerra, de crisis de la democracia repre-sentativa o incluso de crisis de la democracia en cuanto tal. En todo caso, ¿se trata de una crisis episódica, estructural, sustantiva, sistemática? En defnitiva, quizás el problema de la palabra «crisis» es que cuando se utiliza «lo pone todo per-dido» y que es difícil para cualquier español hablar de crisis sin pensar en la famosa defnición de Ortega según la cual no sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa. Desde el estudio de Kosellek (2007, 241-283) sabemos que la palabra tiene su origen en Grecia y que adjetivaba una situación que exigía alternativas rigurosas, del tipo vida/ muerte, salvación/ condena, jus-ticia/injusticia. De ahí migrará en la Edad Media primero a la medicina y luegoa la economía y a la historia y será solo en el siglo xviii cuando se use en teología, vinculada con el concepto del Juicio Final, y por tanto con la idea de una «nueva experiencia del tiempo». Pasará en 1780 a relacionarse con la idea del aconteci-miento revolucionario en política, con la comprensión de una situación que corre hacia una alternativa decisiva para los distintos actores. No muy lejos pues de su signifcado original: separar, escoger, enjuiciar decidir y en voz media: luchar, combatir. Por otra parte, el mismo autor recuerda una oportuna refexión de Burckhardt (2009) sobre el tema: las auténticas crisis son raras, y hay crisis «fra-casadas» lo mismo, diríamos nosotros, que hay crisis «fabricadas».
En todo caso, parece indudable que el concepto de crisis puede aplicarse al Derecho constitucional y a las democracias constitucionales de la época. Al menos no es dudoso que hemos pasado de discutir las condiciones para instaurar un sis-tema democrático a las condiciones para que los sistemas democráticos no perez-can e incluso algunos autores ya completan el giro estudiando como «volver» de las tendencias autoritarias, así en la misma línea de Levitsky y Ziblatt pueden encontrarse las obras de autores como Runciman (2018), Applebaum (2021), Krastev y Holmes (2020) o Mounk (2018 y 2022). Y a estos análisis descriptivos se unen los intentos de conceptualizar, o, en muchas ocasiones, más bien simple-mente adjetivar, las características de las democracias actuales. Se habla así de democracia de la complejidad (Innerarity, 2020), de democracia sentimental (Arias Maldonado, 2016), democracia simulativa (Blünhdorn, 2020), democracia desfgurada (Urbinati, 2016), democracia del miedo (Furedi, 2002), odio a la democracia (Ranciêre, 2012), y las más conocidas de contrademocracia (Rosanva-llon, 2007) o posdemocracia (Crouch, 2004), junto a términos ya muy divulga-dos como democracia digital o democracia populista.
Pero la realidad pocas veces está a la altura de las expectativas que suscita la teoría y tampoco está claro si nos encontramos ante una verdadera crisis o ante un deslizamiento, una decadencia o una degeneración de la democracia. Uno de los más claros partidarios de esta segunda hipótesis es Balkin (2018 y 2020), quien distinguirá claramente entre «crisis de Constitución» y constitutional rot, deca-dencia o declive constitucional. Para Balkin puede hablarse de «crisis de la Cons-titución» cuando esta falla en sus cometidos esenciales, como salvar el pluralismo o garantizar la ausencia de violencia. Desde este punto de vista entiende las crisis constitucionales como aquellas en las que los poderes públicos desbordan en la Constitución (como a nuestro juicio sería el caso de los poderes públicos autonó-micos en el 2017 en Cataluña), o aquellas crisis en donde se desata directamente la violencia o una categoría genérica que englobaría diversos «desastres» consti-tucionales. En todo caso cabría distinguir muy claramente este tipo de crisis de aquellas realidades en las que, utilizando el término de Tushnet, se produce un constitucional hardball, entendido como aquella situación en la que los actores políticos se saltan las convenciones políticas que se han respetado hasta ese momento pero que no puede entenderse que constituyan reglas constitucionales ciertas y jurídicamente vinculantes.
Para Balkin las situaciones de constitutional rot suponen en cambio una «degradación de las normas constitucionales que puede darse en un largo periodo» (2018, 17-18). Se trata de situaciones en las cuales los políticos se van volviendo indiferentes al fondo de las normas de competición política y fuerzan rupturas siempre que pueden volcar el sistema a su favor. De esta forma el sistema mismo se va volviendo menos democrático y por tanto menos responsable y menos «republicano» en el sentido de más políticamente controlado. Dichas situaciones pueden responder a múltiples causas, pero sin duda existen factores que ayudan a entrar en la situación de declive: la pérdida de la confanza política, la polariza-ción ideológica, la desigualdad económica o la inefcacia del estado prestacional. En defnitiva, para el autor, se trata de un largo y lento proceso de cambio y debi-litamiento del Estado constitucional que a veces, pero no siempre, puede dar imperceptiblemente lugar a una situación de verdadera «crisis constitucional». Balkin subraya también que durante este periodo de transición entre la decaden-cia y la crisis existen pasos intermedios y, acudiendo a la vieja idea de Aristóteles, señala que uno de ellos es la degeneración del proceso representativo que conduce a la instalación de una verdadera oligarquía y que termina en manos de demago-gos gracias al miedo a la pérdida de estatus socio económico, a las retóricas divi-sivas y a la acentuación del resentimiento popular. Ni que decir tiene que el autor señala expresamente el fenómeno de la presidencia de Trump como un buen ejemplo de esta fase.
La crisis actual de la democracia en múltiples países, llamémosle crisis o proceso degenerativo, responde evidentemente a un conjunto de crisis parciales que afectan al estado constitucional. No entraremos aquí en uno de los aspectos centrales de esta crisis, tan conocida crisis de los partidos políticos, por obvios motivos de espacio, pero también porque se trata de una crisis mucho más rela-cionada con los estados constitucionales europeos, que se confguraron en la posguerra como verdadero «Estado de partidos»24 en sentido estricto, que en América, en donde múltiples factores, entre ellos el presidencialismo, contri-buyeron a construir un modelo representativo y de funcionamiento más alejado de la realidad europea de unos partidos concebidos casi cómo los organismos de naturaleza político-constitucional, subvencionados con fnanciación pública y potenciados por sistemas electorales que garantizaban un alto grado de simpli-fcación de la oferta política, de rigidez en el acceso al mismo, y de estabilidad interna y sistemática25.
En todo caso, sí cabe subrayar la enorme diferencia que media entre el inicio clásico de la obra de Schattschneider, Régimen de partidos, de 1941, en donde se dice que «La importancia creciente de los partidos políticos es, sin duda, uno de los rasgos característicos de los regímenes políticos modernos. Los partidos han jugado un importante papel como artífces de sistemas políticos, más aún: han sido los creadores del sistema democrático de gobierno. En este volumen se man-tiene la tesis de que los partidos crearon la democracia y que la democracia de nuestros días solo cabe en función de los partidos» (Schattschneider, 1964: 23), y el también ya clásico inicio de la obra de Mair, Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental, en donde se mantiene que «La era de la democracia de partidos ha pasado. Aunque los partidos permanecen, se han desconectado hasta tal punto de la sociedad en general y están empeñados en una clase de competen-cia que es tan carente de signifcado que ya no parecen capaces de ser el soporte de la democracia en su forma presente»26. Para Mair y para muchos otros, los par-tidos políticos han sufrido un proceso de «cartelización», en el cual han termi-nado situándose totalmente en el ámbito de la organización estatal y separándose radicalmente de los electores. No pueden cumplir su función de representación política y de ahí el vacío al que se alude: la distancia entre el ámbito estatal y el ciudadano, que se convierte en insalvable al faltar los partidos políticos a su labor constitucional de intermediación y representación. Ello les conduce a una trans-formación orgánica y funcional que deriva en una política de acomodación, cuando no de deliberada despolitización. Y todo ello tanto en el ámbito nacional como en el ámbito europeo. Mair será además uno de los primeros que relacionen la baja participación, la baja identifcación partidaria y la baja militancia con una «falta generalizada de verdad en la política», lo que luego se acuñará como «pos-verdad», fruto también de un evidente cinismo en el discurso político popular y de los medios, que colaborará a lo que el autor denominará el populist Zeitgeist de los inicios del nuevo siglo. Por otra parte, Mair también apunta el peligro de que el renovado interés en la democracia, un interés tanto intelectual como institu-cional, no lo sea tanto para vigorizar y abrir la democracia, sino para redefnir la misma democracia en forma tal que pueda adaptarse y hacer frente al declive del interés particular y de la participación popular.
Otro de los elementos que contribuye sin duda a la situación actual de crisis de los estados constitucionales es el que puede englobarse bajo la denominación de «crisis de complejidad» del estado democrático actual. La democracia ha de conjugar siempre efectividad y legitimidad. Hoy, la efectividad de los sistemas democráticos está seriamente cuestionada ante una crisis que es ante todo una crisis de complejidad territorial, científco-técnica y social. Y es precisamente esta crisis de efectividad un factor clave que afecta a la legitimidad democrática. Actualmente existe un problema de «buen gobierno», pero ya no tanto en elsentido que le daba Skinner al hablar del célebre fresco de Lorenzetti en Siena (2009), la construcción de un gobierno «republicano», sino en el de construir un gobierno democrático con capacidad para decidir bajo condiciones de «contin-gencias desbordadas» y para la gestión colectiva de la incertidumbre desde una sociedad que, en muchas ocasiones, parte de la ignorancia sistemática más que del conocimiento, como vimos recientemente ante el fenómeno del covid. En defnitiva, es necesario tener un gobierno capaz de manejarse en la frontera entre la competencia y la incapacidad para tratar y lidiar con la información, los riesgos y los avances tecnológicos. Aquí probablemente sea fundamental en la literatura española la aportación de un autor no jurista como Innerarity, que lleva mucho tiempo construyendo desde la flosofía política y la sociología del conocimiento un verdadero mapa de los rasgos y las difcultades de las sociedades democráticas contemporáneas27. Innerarity, en línea con autores como Luhmann y, sobre todo Helmut Wilke, parte de la base de que «hemos de acostumbrarnos a vivir en un mundo más cercano al caos que al orden» y que, «a medida que aumenta la con-tingencia, gobernar se convierte en una acción inverosímil, el horizonte político se puebla de inseguridad e ignorancia» y «la complejidad complica y mucho la democracia» (2020, 83-84). Para el autor se hace necesario, por tanto, una «teo-ría de la acción gubernamental»28 en sociedades territoriales y tecnológicamente complejas, sin renunciar a defender la síntesis entre democracia y efectividad29. Aunque no podamos obviamente entrar a fondo en el desarrollo de estas teorías, sí parece acertada su insistencia en buscar formas que garanticen la legitimidad democrática, aunque en cierto modo, la preocupación no sea tanto democratizar el gobierno como «gobernabilizar» la democracia. En este sentido se subraya que la crisis de la democracia actual se funda no sólo en ser una democracia sin «demos» sino en serlo también sin «kratos». En defnitiva, el acierto de autores como Innerarity consiste en subrayar que en una sociedad global del conoci-miento se necesita una redefnición de los sujetos y de los modos de gobernar y que, aunque parezca un tópico, es cierto que no disponemos de una teoría demo-crática adecuada para entornos de mucha mayor complejidad que los estados nacionales. Vivimos, como es sabido, en sociedades de limitada estatalidad y soberanía «desagregada» en donde se produce una crisis «de espacio» del derecho constitucional30 difícil de obviar y, también, de gobernar.
En todo caso, probablemente uno de los factores que más hondamente con-tribuyen a la actual crisis de la democracia es sin duda la «crisis estructural de la opinión pública», en el siglo xxi, en la llamada posmodernidad tardía31, una crisis provocada en primer término por innovaciones tecnológicas tan paradigmáti-cas como la aparición de las redes sociales o de la inteligencia artifcial32. Todavía no sabemos del todo cómo será la política en la era de las redes, pero lo vamos sabiendo. Es curioso, por otra parte, el cambio entre el optimismo sobre el papel de las redes y de la sociedad digital en relación con la democracia, que se plas-maba incluso en las denominaciones, la era de la información (Castells, 2005), del constitucionalismo digital (Balaguer, 2023), el ciberutopismo (Meneses, 2015) y el pesimismo actual en el que se comienza a hablar de sociofobia (Rendueles, 2013) o de la era del capitalismo de la vigilancia (Zuboff, 2020). En cierto sen-tido, este tránsito de la esperanza a la conciencia de los peligros ha infuido mucho en la recepción, más bien desde el principio suspicaz, con el que se ha recibido la aparición operativa con carácter general de la inteligencia artifcial (IA). Es cierto que la red tiene una naturaleza no jerarquizada y una organización descentrali-zada, y es cierto también que la red no se presta a ser dirigida. No deja de ser curioso el parecido que se pretendió establecer pronto entre la imagen del «homo aeconomicus» y el «homo digitalis» desde presupuestos claramente ideológicos. Pero como pronto pudo verse, aunque la red no sea dirigida en el sentido clásico, nadie puede obviar el papel del de los estados y, ante todo, de las corporaciones privadas en la dirección de la información digital (Vázquez Alonso, 2022: 108-129). Se constató pronto así también la aparición de nuevas élites y de una des-igualdad digital de nuevo cuño que, si bien no suponía el refuerzo del «statu quo» político tradicional, sí implicaba una transformación no igualitaria de la sociedad y del poder social político y económico (Lassalle, 2019). Y, por otra parte, se tomó conciencia de que las redes e internet no son un medio de informa-ción o de comunicación como los demás medios tradicionales, que supervisaban la frontera entre el espacio público y el privado controlando lo que pasaba de con-versación a información, transformándose por tanto en conversación pública, un concepto que hoy en día se ha modifcado (Gerchunoff, 2019).
En defnitiva, lo cierto es que la democracia es lenta y geográfca, es decir exactamente lo contrario que las redes y la IA. Una diferencia que evidentemente afecta al derecho constitucional. La amenaza a la vida democrática no tiene, o no solo tiene que ver con los contenidos, sino que es estructural. La nueva estructura del mundo digital produce una nueva concentración del poder que amenaza por una parte a la disposición y control sobre nuestros «datos», en directa relacióncon la mayoría de los derechos fundamentales, y por otra, al control del espacio público, esto es, a la democracia en cuanto tal (Zuboff, 2020).
El problema de la estructura y el consiguiente control sobre la esfera pública en la época digital ha sido bien trazado por Han (2022) sintetizándolo en el con-cepto de «infocracia» y «régimen de información». Se trata de un desarrollo que sustancialmente compartimos y que seguiremos en los párrafos siguientes. Para este autor, hoy en día «es la información y su procesamiento a través de los algo-ritmos y la inteligencia artifcial lo que determina de modo decisivo los procesos sociales económicos y políticos» (Han, 2020: 9). Este es a nuestro juicio, el sen-tido de hablar de «infocracia» frente a las viejas ideas de sociedad industrial, o a las más recientes de sociedad de consumo, sociedad del espectáculo (Debord, 2005) o incluso sociedad red (Castells, 2005). En segundo lugar, para este autor, que rescata un cierto hegelianismo con toques conceptuales marxistas y posmo-dernos, toda dominación tiene su «política de visibilidad». Así, frente a la socie-dad del espectáculo podríamos hablar de una sociedad de la visibilidad, en un sentido muy particular puesto que la visibilidad a través de las redes, lejos ya del panóptico, se produce, porque la persona se esfuerza por dejarse ver, lo que a su vez permite su control. El sujeto quiere ser visto, quiere «entrar» en el mundo digital.
Esto produce, en tercer lugar, que la sociedad digital sea ante todo una «sociedad de la transparencia» marcada por el imperativo de que «todo debe pre-sentarse como información» y por lo tanto todo debe ser visible. Es fácil deducir que ello supone la desaparición de una distinción vital en nuestro pensamiento político-social como es la del ámbito público frente al privado. Las redes y la inte-ligencia artifcial conducirían de facto al vaciamiento de la vieja dicotomía liberal. Y todo ello con muy importantes consecuencias, no solo para la estructura de la esfera pública, si puede seguir dándosele ese nombre, sino también para el ámbito vital de los sujetos. Como afrma Han, «el dominio se oculta fusionado con la vida cotidiana» (2020, 17). Y para constatar que no se trata de meras refexiones flosófcas basta lanzar un vistazo en el metro o en las afueras de cual-quier instituto de cualquier ciudad para comprobar hasta qué punto el teléfono móvil ha terminado fusionando esa vida íntima con el espacio digital.
El autor sacará la consecuencia lógica de todo ello: cuando los individuos se reúnen en este espacio digital no forman un «masa», el habitante del mundo digital «ya no es un nadie, es alguien con un perfl de comportamiento» (2020, 22-23). Esto resulta, a mi juicio, un cambio trascendental respecto al siglo xx, que si por algo puede caracterizarse es por la aparición de las masas como cate-goría sociológica y política. No por otra cosa adquirirá fama en Europa el pen-samiento de Ortega (2014), y a título de ejemplo cabe recordar cómo la profunda impresión que le causa al joven Canetti contemplar el modo en que la masa pre-senciaba el incendio del Palacio de Justicia en Viena (2023) dará origen a un libro tan particular como Masa y poder (2005). Ha desaparecido el ciudadano anónimo dentro de la masa y, a la vez, dada la visibilidad de la red, aquel «nadie»que permitió escapar a Ulises. Será Sloterdijk quien, como es frecuente, mejor capte la idea: «en la mitad del siglo que transcurre desde la concepción de Masa y poder a nuestro presente, ha tenido lugar una transformación radical de las sociedades modernas que ha modifcado de raíz su situación agregada como mayoría organizada. En lo esencial las masas actuales han dejado de ser masas capaces de reunirse en tumultos, han entrado en un régimen en el que su propie-dad de masa ya no se expresa de manera adecuada en la asamblea física sino en la participación en programas relacionados con medios de comunicación de masas, por ello las mayorías han dejado de «rebosar» o de «inundar» ... ahora se es masa sin ver a los otros... es en este punto donde el individualismo de masas propio de nuestra época tiene su fundamento sistémico... Individuos que en su «desamparo organizado», como Hannah Arendt llamaba a las originarias situa-ciones psicológico-sociales en el marco de las situaciones de dominio totalita-rias, forman ahora la materia prima de todo experimento pasado y futuro de dominio totalitario y mediático... la masa posmoderna es una masa carente de potencial alguno, una suma de microanarquismos y soledades...» (Sloterdijk, 2017. 16-17). No por casualidad un autor como Di Gregorio dedicará un apar-tado de su estudio sobre las enfermedades de la democracia a la transición dall uomo-massa all uomo-folla, esto es, a la sustitución de la masa en términos sociopolíticos por la simple multitud (2019. 73-80).
En todo caso, más allá de la aparición de este «sujeto postsoberano» o «pos-tanalógico», quizás lo más importante sea, en mi opinión, el cambio estructural que se produce en la esfera pública. De hecho, como señalará Han, todo cambio fundamental en los medios de comunicación crea un nuevo régimen, un nuevo mundo. Parafraseando a Schmitt, la soberanía hoy consistiría en quién manda sobre la información en la red. En defnitiva, un nuevo paradigma sociocultural, equivalente cuanto menos a las transformaciones que se produjeron cuando apa-reció la imprenta33. En los primeros tiempos el libro, la imprenta, fue esencial para la creación de un público lector que en último término construiría un dis-curso racional e ilustrado que daría origen a la esfera pública discursiva (Haber-mas, 1994).
En un segundo momento y como señala también Habermas, los medios de comunicación de masas contribuirán al declive de esta esfera pública discursiva a través de medios como la televisión, aún con breves momentos de recuperación como los que girarán en torno a los hechos de 1968. De este modo pudo hablarse de mediocracia, videocracia (Sartori, 2016) o incluso de teatrocracia (Greppi, 2016). La clave será el entretenimiento, construir una sociedad donde el discurso degene-raba en espectáculo y publicidad, o como gráfcamente se señalara, el lema podría haber sido «divertirse hasta morir». La gente no era exactamente vigilada sino entretenida en una sociedad de adictos, paliativa. En todo caso la situación para
Han ya ha cambiado esencialmente, entre otras cosas porque hoy el sujeto no es un espectador pasivo, sino que, al contrario, todos somos emisores activos y constitu-tivamente estamos produciendo o comunicando información. Podríamos decir que el lema actual sería más bien «nos comunicamos hasta morir» (2020: 32).
Hoy Habermas (2023) tendría probablemente que volver a escribir un libro similar sobre la actual estructura de la opinión pública, y ello a pesar de las leves puntualizaciones que ha realizado a su primera y fundamental obra, realizadas más en aras de la defensa de la democracia deliberativa que para incorporar los profun-dos cambios fruto de las nuevas tecnologías y aun cuando reconozca que se ha pro-ducido una cierta transformación en la percepción de la esfera pública en cuanto tal, a través del cambio en las modalidades de uso. En este sentido toma en cuenta la teoría de la «sociedad de la singularidad» de Andreas Reckwitz (2017), quien distingue entre «individualización» en cuanto aquello que hace inconfundible a una persona como fruto de la historia de su vida y la» singularización», como visibili-dad pública y modo de obtener la atención a través de la aparición espontánea en la red. En todo caso, para Habermas el surgimiento de una nueva sociedad de medios no ha cambiado de modo signifcativo la base social para una separación de la esfera pública y de la esfera privada, pero, como él mismo admite, la consecuencia de un uso más o menos exclusivo de los medios digitales por parte de la población podría cambiar la percepción de la esfera pública, de tal modo que se difuminara la distin-ción entre público y privado y por tanto el sentido inclusivo de la esfera pública (2023, 64 y ss). En defnitiva, sin la intermediación de los «media» resulta difícil para la teoría deliberativa la construcción de un espacio de racionalidad intersubje-tiva en la que el sujeto devenga ciudadano.
Creemos, sin embargo, que acierta más un autor como Rosa cuando man-tiene que el cambio estructural de la esfera pública ya se ha producido. De hecho, para este autor «dentro del desarrollo social y la estructura de las sociedades de modernidad tardía, el hecho más llamativo y al mismo tiempo el más inquietante desde el punto de vista sociológico y político, posiblemente sea el dramático cambio estructural de la esfera pública que se ha ya perflado» (2023. 147). Y señala que la clave se encuentra en que este drástico cambio de la esfera pública produce una estructura «rizomática», según el concepto de Deleuze y Guattari (1985), que por defnición no tiene centro y, lo que es más importante, se desin-tegra en espacios privados, es decir dispersa la atención hacia aspectos no genera-les de la sociedad.
Toda esta transformación de la estructura pública englobada en el concepto de infocracia implica una crisis de la democracia en su sentido clásico. Una pri-mera crisis se produciría a nivel cognitivo. Como señala Han la información se produce y comunica en tiempo muy corto y la red carece de una tabla temporal por lo que resulta imposible detenerse en ella. Este cortoplacismo no favorece a una democracia en donde «los tiempos de la decepción se han acortado drástica-mente», parafraseando a Valery, y se produce un régimen de sustituciones rápi-das. Rosa será uno de los autores que mejor describan estos efectos en su librotitulado Alienación y aceleración. Hacia una teoría crítica de la temporalidad en la modernidad tardía, en donde por otra parte relaciona la aceleración con el proceso de modernización en general y como enemigo de la buena vida y de una comuni-cación social efectiva que conceptualizará más tarde como «resonancia» (2016 y 2020). Todo ello afecta sin duda a la racionalidad en la comunicación pública. De hecho, uno de los elementos afectados será el propio concepto de «acción comu-nicativa» de Habermas. Como señala Urbinati (2016), uno de los peligros de esta situación es el de que se termine diluyendo lo que la autora denomina la «diar-quía democrática», esto es, la separación en los sistemas democráticos entre la opinión pública y la institución del voto por una parte y, por la otra, el derecho de participación y la relación de control y representación entre ambos. En defni-tiva, el riesgo de que termine desapareciendo un elemento del binomio al no for-marse una opinión crítica que se transforme en políticas públicas y que exija responsabilidad al elemento institucional democrático. No por nada la democra-cia siempre se concibió así misma como «régimen de opinión». A este debilita-miento del control de la opinión pública se suma la crisis de las ideologías políticas entendidas en su sentido tradicional34 y la propia crisis de los partidos políticos como instrumentos de representación y articulación de esa opinión.
Se altera, además, el fn de la acción comunicativa de la teoría habermasiana. La información se difunde sin pasar por el espacio público, de móvil a móvil podríamos decir. Esto es, se produce en espacios privados y se difunde y envía a espacios priva-dos. Como señala Han, la red no es una esfera pública, es ante todo «comunicación sin comunidad» (2020. 44-45). Creemos sin embargo que podrían hacerse algunas matizaciones a la drástica afrmación de la desaparición de la esfera pública en el sentido clásico. En primer lugar, resulta difícil mantener dicha afrmación desde los planteamientos doctrinales de la teoría comunicativa. El propio Habermas sosten-drá que en un sentido general dicha espera pública se mantiene, o más precisamente que «la base social para la diferenciación jurídica y política de la esfera pública de aquella privada de las relaciones económicas civiles y familiares no ha cambiado estructuralmente durante el periodo que estamos considerando. De hecho la propia forma económica capitalista se basa sobre esta separación» (2023. 62). En todo caso, mantiene el autor alemán, está cambiando la percepción que los ciudadanos tienen sobre ella o, en último término, con la aparición de los nuevos medios las platafor-mas digitales tienden a convertirse en «islas comunicativas» con el rango episté-mico de «esferas públicas en competición» (2023. 55). En defnitiva, podríamos preguntarnos si detrás de algunos planteamientos como el de Han no se encontrará una sutil idealización de la vieja esfera pública comunicativa habermasiana. Si, al fn y al cabo, no puede ser que se haya formado una nueva esfera pública, pero con características propias en cuanto a la relación entre lo «público» y lo «privado»
Todo ello es clave para los sistemas democráticos, más allá de la teoría comu-nicativa. El problema de la bilateralidad estructural se encuentra en el concepto mismo de la política en autores como Arendt o del propio Rosa, un autor este último que reformula de manera afortunada la esfera pública habermasiana hablando de una «esfera de resonancia», en defnitiva, de una esfera pública como ámbito de encuentro de voces distintas que se pueden articular con la voz propia, «una forma de relación corporal emocional y efectiva» en donde poder escu-charse, responderse o transformarse. Se trataría pues de una esfera pública enten-dida de una manera más fexible y sensorial que la deja Habermas y que deja en principio a un lado el ámbito institucional (2023: 185 y ss). Lo que resulta difícil de negar es que, haya desaparecido en sentido habermasiano o se haya transfor-mado en la esfera pública, el elemento dialógico, que era central en la teoría y en la explicación/legitimación de la democracia deliberativa consiguiente, se ha debilitado enormemente. La relación comunicativa ha perdido en gran parte su carácter de interacción dialógica, se ha producido una «desaparición del otro» (2020: 47 y ss) que pone en duda la idea de la democracia democrática discursiva. El discurso no es en la mayoría de las ocasiones de ida y vuelta. Las famosas «cámaras de eco» que Pariser (2017) convirtió en «infoburbujas» parecen domi-nar la comunicación en la sociedad digital. Si la democracia es una comunidad de oyentes, la comunicación digital como comunicación sin comunidad destruye la política basada en «escuchar». El discurso es así sustituido por la creencia y la adhesión y la identidad se convierte en «un escudo, una fortaleza que rechaza cualquier alteridad». La sociedad se desintegraría pues en «irreconciliables iden-tidades sin alteridad» (2020: 54-55), fruto también por otra parte de la globali-zación, la asimilación y las propias características de los medios actuales. Se pierde pues el contexto cultural, el «mundo de la vida» habermasiano, a la vez que se produce el conocido fenómeno de la «tribalización» potenciada por las redes. Como señala Han, la información deja de ser un recurso para el conocimiento y se transforma en un recurso para la identidad. «El discurso de este modo es sus-tituido por la creencia y la adhesión... y fuera del territorio tribal solo hay ene-migos a los que combatir». En defnitiva, la opinión se transforma en identidad, ya que los individuos que no poseen capacidades discursivas se aferran desespera-damente a sus opiniones porque de lo contrario su identidad se ve amenazada. De este modo la crisis de la democracia aparece como una crisis de escucha35.
Por otra parte, esta la atomización de la esfera pública, cada vez más rele-vante contribuye a una creciente «narcisifcación» de la sociedad, a la pérdida de la empatía social. Se trata de un fenómeno no tan reciente, Lasch (2023) habló sobre él a fnales de los setenta, pero que adquiere una nueva dimensión por la acción y la confguración social que se produce en los medios digitales. De alguna manera, paradójicamente, los individuos creen encontrarse dotados de mayoresmárgenes de autonomía, o de soberanía, y disfrutan ante todo de una sensación de aumento de su importancia y centralidad. En defnitiva, desoyendo el consejo del poeta Ramón Buenaventura «conócete a ti mismo, pero, por el amor de Dios, no te especialices», terminan sometidos a un proceso de narcisismo que, más allá de dar lugar a lo que se ha denominado «la era del individuo tirano» (Sadin 2020), paradójicamente, resulta compatible con la tribalización de la opinión pública.
La crisis de complejidad de las sociedades actuales, junto con la crisis estructu-ral de la esfera de la opinión pública y en cierto sentido la crisis de los presupuestos sociopolíticos del Estado constitucional de la posguerra, al menos en Europa, ha ter-minado también produciendo lo que podríamos denominar, irónicamente, una «crisis sentimental». En este sentido no solo se produce una crisis en la capacidad explicativa del modelo habermasiano de estructura de la opinión pública y de la acción comunicativa, sino que también estaría en crisis el propio modelo normativo de democracia deliberativa en su estructura y en su ámbito espacial. Todo ello trans-formaría al sujeto deliberativo, el sujeto ideal de la democracia deliberativa. Esta descripción «normativa» del ciudadano democrático dejaría paso a un «giro afecti-vo»36, que sucedería al famoso «giro lingüístico» de las ciencias sociales. En defni-tiva, a un análisis de las líneas de comportamiento del ciudadano más realista y fruto de la colaboración con otras ciencias. Aparece así en escena el «ciudadano sentimen-tal», que irónica o paradójicamente es correlativo con el ciudadano «airado» o teme-roso. En defnitiva, si la democracia es un régimen de opinión, la democracia es también un régimen de afectividad y el cerebro es un cerebro emocional. Desde Aristóteles se destacó la importancia de los sentimientos en política, aun cuando el ciudadano de la democracia deliberativa no dejara de ser meramente «normativo», en cierta manera el sujeto kantiano pasado por Rawls y Habermas. ¿Por qué ahora se destaca la importancia de nuevo de los sentimientos más allá del también cono-cido giro de las neurociencias? Probablemente porque comienza a tenerse en cuenta en los enfoques de la flosofía política, de la sociología o de las ciencias políticas, menos en el derecho constitucional, que la realidad de este ciudadano tan determi-nado por sus sentimientos como por sus razones, si no más, favorece la aparición de determinados comportamientos en el marco desestructurado de la esfera pública. De ahí que se destaque ahora la importancia de la crisis de la narración, de encon-trarnos en una era «postnarrativa» (Han, 2023), en donde, en declive ya las cosmo-visiones, la necesidad de sentido se obtiene a través de la identidad, prefgurada dentro de unas determinadas «estructuras de sentimiento». La intensifcación de estos marcos afectivos y la propia estructura actual de la opinión pública convierten la política en una lucha por la conquista de la atención, de la percepción del público, y ello favorece a su vez la utilización política de las emociones, especialmente de la
36 Sobre el tema vid. por todos el precursor estudio de Arias Maldonado (2016) o la brillante explca-ción de la situación en Israel de Illouz (2023).
ira y el miedo. Convertir por otra parte las opiniones en creencias, en los términos de Ortega, conduce, como señalaba Adorno, a que nos instalemos en nuestras opi-niones cargándolas con emociones y blindándolas ante el exterior, lo que fomenta evidentemente la polarización como elemento clave de la política moderna en rela-ción con la identidad y el miedo. Y todo ello potenciado por unos medios digitales que producen una particular retórica política de «sentimentalización digital». En cierta forma, es como si hubiéramos hecho el camino inverso al siglo xviii tan bien descrito por Hirschman al observar cómo el propio surgimiento del capitalismo y de la sociedad moderna se basaba en la idea de transformar las pasiones en intereses. Podría decirse que en la actualidad actuamos al revés, transformando los intereses en pasiones. Proliferarán así las «tribus morales» y no cabe olvidar que como decía Canetti, «las opiniones tienen sus propios vecindarios, algunos a un tiro de piedra». En defnitiva, las tribus morales proceden y producen un sentimiento de confronta-ción, de «kleine aber mein». Un sentimiento que se despierta cuando el individuo cree que la interpretación del orden moral está en peligro y el nosotros ideal se está desintegrando. Se producirá así el curioso fenómeno de las «mayorías amenazadas» que constituye, por otra parte, una de las paradojas del populismo como desfgura-ción de la democracia representativa37.
1 Vid, por todos, Alexy (1993), Bernal Pulido (2007), Prieto Sanchis (1990), Medina Guerrero (1997), Casal (2020) o González Pascual (2010) con una obra básica para la comprensión de la elaboración jurispru-dencial de la teoría general de los derechos fundamentales en Alemania. Con un enfoque conceptual diver-gente, sobre la base de una teoría interna de los limites o delimitación de los derechos, véase Bastida et alt. (2003).
2 Por todos, Volkmann (2020), Böckenforde (1993).
3 Böckenforde (2017) o Hesse (2005)
4 Por todos, Gutierrez (2005) Chueca (2015) o Atienza (2022).
5 Vid. Simón Yarza (2012) y Casal (2020).
6 Una síntesis clásica de este planteamiento en Alexy (2001).
7 Vid. Roca Trias y Ahumada (2013)
8 Vid. en España el clásico debate Atienza/García Amado (2021). Con una postura más matizada, Prieto Sanchís (2013); vid. también Carbonell (2007)
9 Sommermman (2004), recogido y sintetizado por Casal (2020)
10 Vid. por todos, Martínez-Pujalte (1997) o entre los màs recientes, Riquelme (2022), en especial, el capítulo IV, p. 235 y ss, o el clásico trabajo de Häberle (2003). Una primera apuesta por la utilización con-junta del principio de proporcionalidad y el contenido esencial en segundo lugar, Medina (1996.)
11 Vid. por todos, Grimm (2006) Beadey Clerico (2011)
12 Vid. por todos, Casal (2020)
13 Por todos, Barack (2020)
14 Por todos, García Roca (2019) y García Roca y Santolaya (2009). Vid. también, López Guerra (2021)
16 Vid. por todos, Requejo Rodríguez (2018). Alonso García, (2014) Carmona Contreras (2008) y (2016,) Matia Portilla (2016), Rodríguez Izquierdo (2016), García Roca y Fernández Sánchez (2009) y con una orientación más general, siempre resulta interesante Weiler (2002)
17 Por todos, Gómez Orfanel (2019).
18 Casal (2020). Para una perspectiva crítica sobre el principio de proporcionalidad, vid por todos, Menendez y Ericksen (2010).
19 Vid. por todos, Alexander (2005), Cohen-Eliya y Porat (2013).
20 Vid. por todos, González Beilfuss (2000) o López Bofll (2004).
21 Por todos, para los inicios del siglo, Dahrendorf (2002), Pasquino (2000), Beck (2000) y la biblio-grafía citada en adelante sobre el tema en la actualidad.
22 Habermas (1999: 117). Vid. también Denninger y Grimm (2007).
24 Vid, por todos, en la literatura jurídica española el clasico libro de García Pelayo (1996). También, dentro de una literatura inabarcable, Alguacil (2013), Garrido López y Sáez Royo (2016) o Gutiérrez y Salvador Martínez (2021). En la literatura europea, por todos, Triepel (2015), Von Beyme (1995), Hesse y Stolleis, (2022) o Hennis (1998). Sobre el «sistema de partidos», tras la conocida obra de Duverger (2002) vid. tam-bién los ya clásicos Sartori (2012), Panebianco (2009) e Ignazi (2021)
25 Vid, por todos, en España, Presno (2000), Blanco Valdés (2001) y Garrido López (2015), o Matía Portilla (2016). Vid. también, en esta misma revista, Revista Teoría y Realidad Constitucional, el monográfco sobre partidos políticos publicado en 2015, n.º 35.
26 Mair (2013, 21). Vid también conocido trabajo de Mair y Katz (2022) y Mair (2014).
27 Vid ante todo, Innerarity (2020), pero tambien entre sus obras previas en relación con este tema, (2002 y 2006).
28 Vid. desde un punto de vista jurídico y no estrictamente coincidente, Porras (2014).
29 La preocupación por la relación entre democracia y complejidad aparece ya en la conocida obra de Danilo Zolo (1992) aunque sin sustentarse directamnete en las teorías sistemática y de «gobierno inteligente» posteriores.
30 En cierto sentido en la línea del precursos trabajo del profesor de Vega (1998).
31 Se pretende aquí marcar desde el principio el paralelismo, irónicamente, pero no sólo, con la fundamental aportacion de Habermas (1994)
32 La literatura jurídica sobre el tema es ya casi inabarcable en español. En todo caso vid, respecto a la relación más general entre ciencia y sociedad las obras de Esteve Pardo, por todas, (2009 y 2013). Sobre la relación entre teoría de la Constitución y el cambio digital vid por todos, Balaguer (2023). Sobre derechos fundamentales e inteligencia artifcial, el libro del mismo nombre de Presno (2022). Más en general, De la Quadra y Piñar Mañas, (2018) y Hoffmann-Reim (2018). Desde un punto no estrictamente jurídico, Coec-kelbergh (2023).
33 Vid, por todos, Olson (1998).
34 Dentro de la inabarcable literatura sobre el tema vid por todos, desde perspectivas distintas, Free-den (2013), o el clásico de Shklar (2020).
35 Han. (2020. 55) o Arias Maldonado (2016).
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Abstract
The general theory of fundamental rights, primarily emerging from the experience of the constitutional jurisdictions in Europe, found the reasons for its effectiveness and practical success within the sociopolitical context of the constitutional state of the post-war period, understood in a broad sense. How ever, its enviable success and stability may obscure the profound transformation of the current legal-political context in which it must unfold its explanatory capacity. Among these new contexts, the general perception that we are facing a phase of crisis or perhaps decline of the democratic systems that framed this theory stands out. Beyond doctrinal trends, the factors deteriorating the effectiveness and legitimacy of the current democratic state are evident. The crisis of representation arising from the crisis of political parties in their traditional role as intermediaries is compounded by a crisis of efficacy in addressing a situation that is much more complex from both a systemic and territorial perspective. In addition, the digital revolution has led to a crisis in the traditional conception of public space, affecting both our normative explanations of the functioning of democracy and its actual operation, thereby transforming the relationship between the individual and the political sphere, along with a series of identity and tribal phenomena that foster the sentimentalization of political behavior. All of this, in turn, contributes to a crisis of political representation that ultimately manifests in the rise of various phenomena of political populism.